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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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DISCRIMINACIÓN RACIAL EN LA SOCIEDAD ARGENTINA - Mario Margulis [II]

...El modelo neoliberal en boga incluye de modo importante la instalación de condiciones económicas, jurídicas, comerciales y culturales para la circulación sin obstáculos de capitales y de mercancías. Los factores de la economía deben fluir con facilidad, moverse ágilmente por los mercados del globo, sin trabas legales ni arancelarias, gozando de seguridad, de información, de protección jurídica. Ello rige para todos los “factores” de la producción menos uno, el más lábil, el más perecedero: la fuerza de trabajo. Los tratados internacionales restringen el movimiento de personas, los obstáculos a su traslado en cuanto fuerza laboral son cada vez mayores. El TLCAN o el Mercosur no alientan las migraciones laborales, al contrario, junto con las facilidades comerciales y financieras para la circulación y protección de mercancías y de capitales, se instalan barreras antaño inexistentes a la migración de personas o se refuerzan las medidas represivas y desalentadoras. La lógica económica imperante alienta la migración de capitales, o sea de fábricas y empleos, en busca de bajos salarios, pero apunta a obstruir la migración de trabajadores hacia los países donde se concentra la riqueza y el consumo y donde puede alentarse la esperanza de obtener algún empleo y huir de la pobreza.

Los procesos migratorios están profundamente vinculados con la constitución de “otredades”, que se evidencian en el interior de las sociedades y que son propensas a ser identificadas, diferenciadas y estigmatizadas. En nuestro tiempo, como en épocas anteriores a lo largo de este siglo XX, las migraciones de distinto tipo han nutrido los fenómenos discriminatorios. Y aun en periodos pasados, en siglos precedentes, la diferenciación racial y la persecución de minorías religiosas se entrelazaban con traslados de personas, a veces movilización forzada (como el caso del tráfico de esclavos desde África), otras veces traslados voluntarios pero originados en la persecución política y exclusión social que actuaban como factores de expulsión. Casi siempre estuvieron presentes situaciones de pobreza extrema y carencia de horizontes vitales, lo que motivaba a grupos numerosos a migrar en búsqueda de nuevos horizontes.

La emigración supone siempre un salto cultural, un desarraigo incurable, una profunda herida en los lazos sociales, culturales y afectivos. Toda migración tiene un costo en cuanto a la capacidad de comunicación, a la forma en que es posible insertarse en un nuevo mundo de signos, de sentidos, de costumbres, de valores. En el mejor de los casos. aun en las trayectorias personales que culminan en el éxito económico o social se desciende, al insertarse en la nueva cultura, algún escalón en el plano comunicacional, en el uso cómodo de la trama compartida de significaciones. Nunca se adquiere la naturalidad y competencia cultural del nativo, siempre perdura la nostalgia del mundo perdido; algo, aunque sea una ligera vacilación en el uso de los códigos, alguna reminiscencia en el tono, en el acento, cuando no inscripta en los gestos o en los rasgos del cuerpo, denuncia siempre la condición de extranjero, de intruso, de alguien cuya legitimidad es cuestionada. Y si bien la migración no agota el universo del racismo y de la discriminación, es -y ha sido- uno de los principales factores de institución social de la condición de “otro”, de extraño, de ilegítimo.

En el caso de la Argentina, la combinación y sucesión de corrientes migratorias tiene relevancia para comprender su dinámica cultural y las modalidades puestas en evidencia en los sucesivos procesos discriminatorios, que en parte aparecen en forma manifiesta, en parte vergonzante, y que se expresan con vigor, aunque de modo diferente, en las distintas prácticas sociales. Las formas de discriminación que se manifiestan en la Argentina (y las observadas en el pasado) no se agotan con las descriptas en este artículo. Son evidentes manifestaciones discriminatorias basadas en el cuerpo, en el género, en la edad, en las preferencias sexuales o en la religión, además del antisemitismo, que presenta características propias. En un vasto continuo histórico en el cual el recién llegado nunca dejó de ser objeto de discriminación (sea bajo forma de rechazo manifiesto, de críticas y burlas o de postergación y negación de sus derechos), pueden distinguirse algunas épocas: a) cuando comienza a manifestarse en la sociedad y la cultura la presencia de los europeos; b) cuando, ya consolidada la inmigración europea y su predominio en las ciudades, se pone en evidencia la presencia cultural y política de los inmigrantes del interior; y c) un tercer momento, el presente, en que los signos de la discriminación se orientan hacia una suerte de xenofobia sesgada, dirigida sobretodo a los inmigrantes de países limítrofes (bolivianos, paraguayos, chilenos), que en este momento de crisis social y de desempleo intenso son aptos para constituir un imaginario en el que aparecen disputando y desplazando a los argentinos “auténticos” de los escasos empleos, o bien se constituyen en «peligro social» en virtud de los rasgos que los estereotipos discriminatorios les adjudican.

La oposición civilización/barbarie fue utilizada históricamente para exorcizar al otro de turno. Lo opuesto de lo civilizado era la barbarie, el bárbaro, que conservaba en su origen etimológico (extranjero, otro) su carácter de opuesto al progreso, a la civilización. La civilización se legitimaba en el progreso y el bienestar colectivo, la barbarie se satanizaba como obstáculo, incultura, estancamiento. La ideología colonialista del siglo pasado se amparaba en su oposición a la barbarie (lo no europeo) y en el imperativo ético de sacarlos de su estancamiento económico, cognitivo y también moral. Se trata de una metáfora que fue utilizada en diferentes contextos; en la Europa del siglo XIX la barbarie encarnó en diferentes actores: en ocasiones la burguesía expresaba en estos términos su temor al proletariado emergente que de diferentes maneras amenazaba el orden establecido (Patria, propiedad, empresa), a los campesinos que entraban en rebeldía, su miedo a las masas y a las multitudes asimilándolos a los salvajes, a los bárbaros, los vándalos. Los mismos términos servían para la expansión colonial, para la expropiación y dominio de naciones distantes que, en ocasiones, poseían tradiciones culturales y civilizatorias superiores. Incluso en la tradición revolucionaria del siglo XIX aparecía la vieja antinomia civilización/barbarie. Engels (Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) adhiere a la tesis evolucionista de Morgan: salvajismo-barbarie-civilización. Y en alguna literatura marxista, la hipótesis del Progreso se manifiesta en crudos contenidos evolucionistas: el proletariado sustituye a la burguesía como agente del progreso en lucha contra la barbarie [Svampa].

Con la llegada de inmigrantes del interior (un saldo migratorio promedio de 72.000 personas por año entre 1934 y 1943; de 117.000 por año entre 1943 y 1947) [Germani], comenzaron a alterarse las fronteras reales y simbólicas entre las clases medias y las clases populares, también entre los descendientes de europeos y los nuevos migrantes provincianos. La siguiente cita es sumamente elocuente: “La clase media, a su vez, se halló a sí misma en una zona de frontera con grupos sociales que hasta poco antes había estimado no sólo diferentes sino también socialmente inferiores” [Avellaneda]. Lo irritativo de esta situación para la clase media, como señala Adolfo Prieto, “debe atribuirse en buena medida al desplazamiento de ingresos y a la consiguiente confusión de símbolos con que se hacen visibles los límites de clase”. La época es percibida por esos sectores medios con temor e inseguridad debido al resquebrajamiento que experimentan sus pautas a causa de la reestructuración socioeconómica... El porteño de clase media se siente vivir en una ciudad que, suya hasta muy poco antes, está ahora invadida por provincianos de tez oscura que se comportan de modo extraño y que se comunican entre sien lenguas, muchas veces, diferentes. Una nota periodística de 1945 da testimonio de esta extrañeza al señalar que los domingos y feriados, en lugares típicos como Plaza Italia o Vuelta de Rocha, más que castellano se oye hablar “quichua o guaraní de Corrientes” (Clarín, 6/9/45).

El 17 de octubre de 1945 ha quedado como el hito simbólico en que la historia argentina reconoce la irrupción de este nuevo otro, que rápidamente recoge en el viejo molde utilizado para significar la “otredad”: la oposición civilización/barbarie. Ezequiel Martínez Estrada, aunque enconado adversario del peronismo emergente, señala con lucidez la invisibilidad social y política que hasta ese momento envolvía a grandes sectores de la población (que también formaban parte del pueblo del himno): el proletariado antiguo que cargaba con sus resentimientos de clase, y que expresaba la violencia simbólica de que era objeto, que se agregaba a la explotación que sufría y, también, el proletariado reciente, que había comenzado a migrar desde el interior a partir de la crisis de 1930. Los provincianos, mestizos, que poco a poco habían llegado a la ciudad, radicando en las zonas y barrios periféricos y, de pronto, se hacían visibles y amenazantes, también reclamaban su lugar, y todos ellos, obreros antiguos y recientes, serán prontamente instalados, dentro del discurso hegemónico, en el lugar simbólico de la antigua barbarie, telúrica y salvaje (“los demonios de la llanura”), siempre presente como otro, peligroso y descalificado, en los relatos instituyentes del orden legítimo.

De lo mencionado en el párrafo anterior podría inferirse que existieron diferentes “lecturas” del 17 de Octubre: por una parte la lectura sociológica vinculada con los orígenes del peronismo, que bucea en la composición de los sectores sociales que consolidaron este movimiento político y, además, y sin oponerse a la capacidad explicativa de esas hipótesis, podría hablarse también del peso simbólico de las poblaciones incorporadas por las migraciones internas, que se hacen políticamente presentes el 17 de Octubre según los testimonios de la época, e influyen en el imaginario que, acerca del naciente peronismo, se va constituyendo en vastos sectores de la clase media urbana. Muchos textos de la época fueron fuertemente influidos por la presencia de estos nuevos actores sociales y por la irrupción de las multitudes que protagonizaron el 17 de octubre: son lecturas que utilizan el lugar siempre disponible de la “barbarie” para incorporar al otro peligroso, diferente, desafiante, amenazador, que se incorpora a la escena pública. Esta simbología influyó significativamente en el lugar que la cultura otorgó al peronismo y, asimismo, en la adhesión persistente hacia esa tendencia política por parte de muchos inmigrantes del interior y sus descendientes. Un vocablo impreciso, descamisado, alude a pobreza, a desposesión, pero también ambiguamente, a estos nuevos actores despojados, desde el cuerpo mismo, de su derecho a la participación legítima.

Con frecuencia aparecía en el lenguaje político peronista, sobre todo en los discursos de Perón y de Eva, acompañado de otras palabras, sobre todo “mis queridos grasitas”, más alusivos al cuerpo, a la condición de trabajador humilde pero insinuando también al recién llegado, al nuevo habitante venido del interior. Eran vocablos imprecisos, pero los reconocían los inmigrados de las provincias que sentían que con estas palabras eran admitidos en un mundo que percibían como excluyente y hostil.

Junto con las transformaciones concretas ocurridas en esa época en el plano de la legislación laboral y en la distribución del ingreso, hay que tomar en cuenta el plano simbólico y las diferentes lecturas de los discursos y de los acontecimientos que son realizadas por los actores políticos en pugna. Tales lecturas, en muchos casos, están cargadas con un fuerte tinte etnocéntrico, y el peso de lo cultural se hace visible en el plano de lo político. Se ponen de relieve aspectos de orden simbólico-cultural que estuvieron presentes en las movilizaciones del 17 y 18 de octubre, que permiten matizar las discusiones y explicaciones predominantes sobre el surgimiento del peronismo [James]. Destacan el componente festivo y transgresor -carnavalesco- que se manifestó en marchas y movilizaciones, destacando el papel de la burla, “la afrenta a los símbolos” atribuidos a los sectores que detentaban la legitimidad en el plano político y cultural, la iconoclasia laica, expresión con la que se intenta describir la emergencia de estos aspectos transgresores que remiten a la murga, al carnaval, al intento de burlar y transgredir los símbolos consagrados de aquello que era vivido como dominador y opresivo en las confrontaciones políticas y de clase. Esta masa que sale a la calle y utiliza formas de expresión no habituales en las manifestaciones obreras, es percibida como la emergencia de una otredad desafiante y agresiva, la invasión de extraños, orilleros, periféricos, la no ciudad de los suburbios que irrumpe con su “incultura” en zonas que no solía frecuentar y donde su presencia no resulta grata. Es difícil dilucidar si se trata de obreros nuevos (provincianos) o viejos, o la proporción en que esas categorías participaron en las movilizaciones; destaca James que se trataba de cohortes jóvenes, lo que habla de su ímpetu generacional pero nada dice sobre su origen espacial o cultural.

Aunque desde el tema que estamos tratando, como antecedente de la discriminación vigente, lo que importa es esa vivencia de otredad radical que se instala cuando estas masas pobres, suburbanas, díscolas, diferentes, irrumpen en el espacio urbano y ponen en cuestión los símbolos y valores que eran experimentados como indudables por la cultura dominante. Para identificar este otro, hasta entonces ignorado y que súbitamente se hace visible y expresivo, no se dispone de conceptos adecuados, tampoco se pierde mucho tiempo en buscarlos, se trata de restablecer el equilibrio simbólico, de descalificarlos y exorcizarlos, de volver a ubicarlos en su lugar; para ello se recurre rápidamente a analogías con el reino animal (aluvión zoológico), a motes racistas (los “negros o cabecitas negras”), o se rescata una vez más la barbarie, concepto que expresa el antiguo temor a los pobres y despojados, que resurge cuando amenazan rebasar las fronteras simbólicas y espaciales que les han sido impuestas.

Las situaciones de prejuicio y rechazo que hoy se observan en Buenos Aires no se centran en grupos diferenciados solamente por una clara identidad étnica. Es verdad que se mencionan rasgos de orden étnico (bolivianos, inmigrantes del interior) y distinciones ubicadas en el plano del cuerpo (como las que dieron lugar al mote de cabecita), pero la discriminación se dirige, sobre todo, hacia algo más complejo: a elementos de orden socio-cultural que vinculan tales rasgos con la pobreza y la marginalidad. Se trata de una discriminación no reconocida, vergonzante; ser prejuicioso o racista supone una calificación que nadie admite fácilmente y que hoy no es socialmente valorada. La contraparte de esta discriminación “no reconocida” es la carencia de un discurso social sobre tal discriminación y la débil identidad social de los grupos discriminados.

La discriminación no ha unido, y sólo en forma tenue ha servido para constituir o consolidar identidades. El significante actual de la discriminación: bolita (boliviano) o paragua (paraguayo), se presenta "oportunísticamente" para sumar a la discriminación ya existente el rasgo xenofóbico del intruso extranjero que viene a irrumpir en nuestro medio para apropiarse con técnicas dudosas del empleo escaso, o para robar, estafar o corromper; pero este rasgo de extranjeridad no reduce los estereotipos racistas y clasistas que caracterizaban al mote discriminatorio que antecedió al actual: el cabecita, el mestizo del interior que se pone en evidencia en términos corporales y culturales en la ciudad europea, blanca. El “bolita” actual incluye al cabecita; el término que hoy designa despectivamente al extranjero indeseado incluye metonímicamente al santiagueño o al tucumano, hay una elasticidad del significante que no se detiene en fronteras físicas ni conceptuales: el estereotipo discriminatorio se apoya en diferencias manifestadas en el cuerpo, en la condición económica y en la cultura, es xenofobia, racismo y discriminación social a un mismo tiempo, los imaginarios que construye afectan a una gama amplia de personas agrupadas por un juego sociocultural perverso, que ha configurado históricamente la no inocente coincidencia en el plano del espacio urbano de pobreza estructural, rasgos mestizos y exclusión social y económica.

Evocar estudios realizados en el Brasil puede ayudarnos a conceptualizar los procesos discriminatorios que se advierten en Buenos Aires. Allí la diferencia radica en que es más notoria y evidente la gama de caracteres físicos, proveniente de la fuerte presencia de población de origen africano y de las diferentes mezclas en que también intervienen la población de origen nativo y las migraciones europeas. En Brasil, los censos clasifican a la población en brancos, pretos, pardos, amarelos e indígenas, para referirse a europeos, africanos, mestizos, descendientes de japoneses y de indios respectivamente.

La idea de racismo, sobre todo la referida a la hostilidad dirigida al color de la piel y en especial la vinculada con las diferentes gamas de la negritud, se constituye en Brasil en el plano de las ciencias sociales tomando como referencia el modelo de racismo norteamericano que mostraba “un patrón de relaciones violento, conflictivo, segregacionista, popularmente conocido como Jim Crow... Los planteos antirracistas enfatizaban, sobretodo, el tema del estatuto legal y formal de la ciudadanía”.

En la Argentina, al igual que en Brasil, la legislación no impone formas evidentes de discriminación; técnicamente todos los ciudadanos son iguales ante la ley, no hay normas formalizadas que impongan la distribución social o espacial o indiquen que algunas clases de habitantes tienen menores derechos. Además el racismo y la discriminación están desprestigiados, nadie se reconoce a sí mismo en esos términos, el discurso -oficial o privado- tiende a negar las prácticas cotidianas, expresadas en mensajes, enunciados y acciones, que de hecho imponen y reproducen modalidades de segregación y rechazo a vastos sectores de la población. El carácter encubierto y vergonzante de los fenómenos discriminatorios tiene su correlato en estrategias de negación y disimulo por parte de los propios discriminados, que no han establecido aun -como ocurre en otras formas de discriminación, por ejemplo las minorías raciales en EEUU- la conciencia de una identidad que los agrupe, sobre la cual edificar formas de autoapreciación y de afirmación social y cultural. No han llegado a transformar “el estigma en emblema” [Urresti].

En relación con este tema, uno de los aspectos más interesantes es el alto grado de “eufemización” con que se presentan en muchos discursos los contenidos discriminatorios. Esta manifestación enmascarada se hace presente en textos de distinta índole, incluyendo los mensajes massmediáticos. Pero su aspecto más notable -que también obliga a buscar modalidades sutiles para obtener información válida- es la forma en que muchas veces los discriminados registran y expresan la descalificación, los prejuicios y rechazos que reciben. Se advierte un esfuerzo por evitar el registro y la manifestación discursiva de que son objeto de discriminación, observándose diversos recursos elusivos y desviatorios.

A pesar de las evidencias, la discriminación es negada. Basta recorrer nuestra ciudad, el área metropolitana de Buenos Aires, para ver cómo la calidad residencial y la jerarquización barrial y espacial se corresponden con la diferenciación étnica. Los periódicos registran cotidianamente situaciones discriminatorias: en las escuelas, en las discotecas, en las cárceles, en el rechazo de los vecinos de diferentes barrios a aceptar el traslado de aquellos que habitan en asentamientos precarios. En los estadios se entonan cánticos de fuerte contenido xenofóbico y racista. La discriminación es triplemente negada:

a) Se niega la existencia del otro. Múltiples textos hablan de la ciudad europea, de la Buenos Aires blanca, de la homogeneidad de nuestra población. Buenos Aires es considerada una ciudad europea y “el cabecita, mestizo, grone, bolita, bolaino”, la población mestiza objeto de calificaciones peyorativas es disimulada en su existencia, relegada, invisible.

b) Si la existencia del otro es admitida, se lo niega como semejante, como perteneciente a la misma especie, a la misma comunidad de derechos. Se lo relega a condiciones de inferioridad expresadas en adjetivaciones estigmatizadoras, derivadas de la herencia cultural, racial o de clase. Lo subalterno se encuentra insidiosamente fijado en los genes, o en la tradición cultural o de clase y se expresa y vuelve visible en el cuerpo, en el habla, en la conducta o en la vestimenta. Algo denuncia siempre, desde la mirada discriminatoria, esa esencial malignidad que se supone que reposa en el otro, y si nada en los gestos, en la apariencia o en la conducta dejan ver ese mal oculto, se recurre a veces a sutilezas: al olfato, al aura, que en la imaginación del racista le permitirían reconocer inmediatamente al otro rechazado.

c) La discriminación es negada, nadie habla de ella. Los episodios que se mencionan cotidianamente en los medios de comunicación no llegan a constituir un texto, una argumentación, un reconocimiento de la existencia sociológica del hecho. Quedan como anécdotas sueltas que nadie reconoce como tendencia histórica.

d) Los discriminados niegan la discriminación. Eluden la conciencia de ella, o bien la derivan a algún “otro” que ellos mismos discriminan, no asumen la plena conciencia de ser objeto de discriminación, y por ello mismo no existen procesos de reivindicación y de lucha. Tampoco de asunción de identidad como grupo que busca reivindicaciones igualitarias. Se disimula, eufemiza, esquiva la realidad de ser discriminado, como si reconocerlo supondría algo doloroso, tener que luchar contra la descalificación atribuida.

En resumen, se discrimina por negrito, por pobre, por extranjero, por villero. Se desconoce la presencia significativa en la ciudad de la población mestiza, se niega la discriminación y ésta es también negada por aquellos que son sus víctimas.

 

Nueva Sociedad Nro. 152 Noviembre-Diciembre 1997, pp. 37-52

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