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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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Luis Enrique Alonso - CRISIS DE LA SOCIEDAD DEL TRABAJO, EXCLUSIÓN SOCIAL...

"El sociólogo francés Robert Castel (1995) viene hablando de la desafiliación, o separación de un gran número de efectivos sociales de los elementos económicos, jurídicos y sociales que los fijaban y aseguraban a los espacios sociales y productivos y de la emergencia de zonas de vulnerabilidad social donde la pobreza deja de ser un estado localizado para ser un proceso dinámico. Este proceso se contrapone además a escala espacial, y de esta manera gran parte de las zonas territoriales y sociales europeas europeas que no son islotes de innovación, tecnópolis, distritos financieros, grandes metrópolis, se pueden catalogar bajo el esquema social que Castel maneja, y que él señala como espacios sociales espacial y especialmente vulnerables.

Así Robert Castel habla, en su diagnóstico del modelo social actual, de unas primeras zonas sociales autocentradas y soberanas: las zonas integradas, zonas tanto a nivel social como a nivel espacial, que representarían esos espacios de alto consumo, alta innovación, alto dinamismo tecnológico, alta disponibilidad de servicios, etc. Espacios que son capaces de generar políticas ganadoras, situaciones de hegemonía económica y social. Las nuevas clases dominantes se mueven por esta zona social y espacial a gran velocidad, en ese universo cosmopolita de grandes ciudades/regiones interconectadas, efectuando consumos cada vez más individualistas y productivistas.

Pero de la misma manera que tanto social como territorialmente conocemos el fortalecimiento de regiones históricas o emergentes cada vez más poderosas, conocemos también espacios más distanciados -y no precisamente de manera física-, de las regiones más dinámicas. Son zonas de vulnerabilidad social, que hay que entenderlas no desde lo social, sino desde lo territorial. Aparecen zonas que cada vez generan mayor riesgo, mayor empleo precarizado, menores situaciones de seguridad, ninguna hegemonía en lo económico, ninguna capacidad de decisión; son zonas absolutamente movilizadas por decisiones de otros, y que tienden a generar una dinámica de tipo secundario, una dinámica de características residuales, donde se concentran de manera porcentualmente significativa las actividades más degradadas y los mayores niveles de actividad precaria, imperfecta, de baja innovación y de malas condiciones de contratación y realización del trabajo.

Este tipo de zonas de vulnerabilidad aparecen cada vez más en la estructura social de Europa, reproduciéndose tanto de forma social como de forma territorial. Zonas que tienden a quedar definitivamente en una especie de dependencia fuerte, esto es, no sólo de recursos económicos, sino de recursos tecnológicos, educativos, informacionales, comunicacionales, y, cada vez más, culturales; tendiendo, así, a contar cada vez menos, y a situarse de manera más lejana de los centros de decisión. Las distancias ya no son físicas sino sociales.

La materialización jurídica de todo este proceso se ha traducido en la reducción del Estado del bienestar keynesiano a un mero Estado asistencial -remediador de las situaciones extremas de miseria, ya sea por cuestión de imagen, o por evitar problemas de orden público-, y dotar administrativamente a ese Estado de un potente código de actuación prácticamente cerrado y automático, dejando después todo lo demás al ya antiguo mundo idílico de la competencia perfecta, el mercado asignador óptimo y eficaz de los recursos, el empresario emprendedor, la mano invisible y el consumidor soberano que pagando su precio justo regulará plácidamente no sólo la economía, sino toda la sociedad.

De esta manera conocemos cada vez más la tendencia al centramiento de las políticas de intervención en lo que podríamos denominar políticas de reordenación y redefinición tecnológica y productiva -y complementariamente en las políticas de redefinición financiera-, mientras se detecta un ataque al Estado del bienestar social o del Estado productor. Las políticas sociales se van resituando cada vez más hacia las propias de un Estado asistencializador, que solamente interviene en aquellos casos de extrema necesidad, de marginación, de miseria, etcétera. Dejando así de ser un elemento de seguridad de las clases medias/laborales que tenderían según los nuevos criterios mercantilizadores a asegurarse medios de recibir bienes sociales por unas vías que no fueran las del Estado, sino sus propias posibilidades de capitalización privada a partir de la constitución de fondos, depósitos, contratos de servicios, seguros y, en general, de la entrada por la vía privada a una cierta reconstrucción del bienestar independiente de la ciudadanía laboral y de la obligación pública a mantenerla.

La universalización de los servicios sociales tiende, así, a ser cada vez más problemática, por simple eliminación, focalización, privatización, degradación y/o abandono -neobeneficencia-, o por la reconstrucción de un sistema de cobros complementarios para su financiación inmediata, tal como se pretende con los tickets moderadores, las tasas o los impuestos indirectos. Las estrategias en esta línea conducen a desatender, descuidar, empobrecer y precarizar los servicios públicos directamente producidos en el ámbito estatal y, a la vez, impulsar los servicios privados subvencionados, o no, alegando su mejor calidad y disponibilidad -ejemplos muy de actualidad pueden ser los correos, las policías, las enseñanzas, las prestaciones sanitarias y hasta las pensiones privadas, etcétera-. Muchas veces las administraciones públicas se convierten de manera directa o indirecta en el principal financiador de lo privado. Del Estado productor y benefactor universal se puede pasar así a un Estado cliente que recauda públicamente impuestos para permitir los negocios privados seguros en su entorno.

El proceso de privatización, como proceso de reactuación o reactivación del mercado, de remercantilización social general, significa, al fin y al cabo, la institucionalización de la sociedad del riesgo, y que nos hallamos permanentemente a disposición de los ciclos de la actividad mercantil y sin ninguna estabilidad biográfica en los horizontes de trabajo y vida. Asimismo, se constata una fragmentación de la ciudadanía entre ciudadanos de pago, de primera, y otros que no pueden pagar su propio derecho a la ciudadanía. Ésta se ha convertido más en un deber de normalidad económica que en un derecho al reconocimiento de la naturaleza pública de lo social. En este sentido conocemos una rearticulación completa del Estado protector -benefactor y productor-, pasando al Estado fundamentalmente disciplinador, monetarista y liquidador, que tiene como principal misión activar el mercado. El Estado ya no toma el papel de racionalizador de las riendas del mercado, sino que fundamentalmente es el espoleador máximo de su superposición sobre lo social, lo que significa también desigualdades y costes sociales bastante evidentes.

Todo ello ha provocado la instalación en la sociedad actual de lo que, desde sectores críticos, se conceptualiza como pensamiento único, y que no sería otra cosa que aceptar por interés manifiesto o por desidia e impotencia que no hay alternativas y que como auténticos cándidos -recordando la obra de Voltaire- aceptamos que estamos en el único mejor mundo posible. De este modo, las clases medias de la era del crecimiento keynesiano, formadas en la expansión de lo público, como espació fundamental de desarrollo de crítica social activa, de formación de mentalidades progresivas, y de movilización ante agresiones técnicas y sociales, etcétera, pasan también, en estos momentos, por un período de adocenamiento y de repliegue ante el pensamiento único, no atreviéndose a pensar más que hasta donde el mercado permite y refugiándose en un realismo descarnado que, al fin y la postre, no supone otra cosa que la disolución de la sociedad en el mercado y la supresión de las alternativas políticas substantivas para ser sustituidas por una simple alternancia de los modelos de gestión tecnocrática o burocrática.

La rebelión de las elites y la ofensiva neoliberal del capitalismo postfordista han supuesto la ruptura del pacto keynesiano, cambiando el sentido de la intervención estatal. Pasando, así, a tomar el Estado en sus acciones criterios productivistas, emprendedores y empresarializadores -siempre desigualitarios-, antes que generadores de empleo, bienestar o igualdad. El modelo de la actual sociedad económica es la ausencia de modelo, el desorden de baja o media intensidad -tan querido por los veneradores del caos, sean postmodernos o liberales- que permite las maniobras personales y el beneficio de los grupos más consolidados, mientras que a otros los arroja hacia el riesgo, la vulnerabilidad y la incertidumbre.

No por casualidad, entonces, gran parte de los análisis sociológicos actuales están pendientes del mundo de la exclusión social. Pero como es evidente, los aspectos aquí tratados están íntimamente ligados; por una parte, el determinismo tecnológico y el azar del mercado han hecho invisible el trabajo, pero han hecho, por el contrario, bien visible la marginación, la vulnerabilidad, la nueva pobreza y todos los efectos desintegradores actuales de nuestras sociedades occidentales. Efectos desintegradores que hipotecan también el propio futuro de las generaciones jóvenes y hacen peligrar la mínima igualdad de opciones y oportunidades vitales para la ciudadanía del siglo que entra.

Por ello se puede decir que el trabajo, sin ningún tipo de esencialismo y sin confundir el trabajo como elemento social general con el empleo que se produce en unos cuantos sectores blindados, tiene que ser llevado de nuevo a la centralidad social. Los discursos del fin y/o la superación del trabajo son peligrosos porque tienden a consagrar el perfecto desorden neoliberal y el azar económico frente al imperfecto orden consensual derivado de los movimientos, grupos e instituciones sociales. La modernidad ha sido siempre un proyecto ambivalente: por una parte ha presentado la idea de la ganancia, la mano invisible y la división del trabajo como base sobre la que se asienta la riqueza de las naciones; la modernidad coincidiría por esta vía, en suma, con la modernidad económica. Pero, por otra parte, la modernidad también ha presentado la cara de la solidaridad en el trabajo, de la ciudadanía, de la construcción de normas hechas para fomentar la vida social y el bienestar de los hombres. En los últimos años, han sido precisamente los elementos mercantiles más individualistas los que han primado en las sociedades occidentales, resquebrajándose la solidaridad institucional representada por el Estado del bienestar y que hundía sus raíces en el trabajo estable, la seguridad laboral y social, las prestaciones universalizadas y las políticas fiscales progresivas.

La modernidad deriva hacia su faceta menos presentable. El trabajo como vínculo social, generador de solidaridad y fuente de cohesión ciudadana del proyecto moderno progresista -y la preocupación por él en forma de sociología del trabajo-, ha sido desplazado por el trabajo servidor de la nueva división técnica propio de las visiones futuristas y tecnocráticas, subordinado al homo oeconomicus y a la libertad absoluta de mercado. Atacada y limitada la solidaridad institucional vinculada al trabajo estable y al Estado social -hasta el punto que hay autores que hablan de la transformación de un Estado del bienestar a un Estado productivista y remercantilizador (Workfare State)-, el déficit de solidaridad de nuestras actuales sociedades trata de ser vergonzante e insuficientemente distraído con el discurso de la microsolidaridad voluntaria y altruista emanada antes de la decisión personal y de las acciones graciables que de las normas colectivas; microsolidaridad incapaz por sí misma de generar una red real efectiva, nacional o internacional, de cobertura de riesgos que sea realmente alternativa a la simple gestión mercantil del riesgo basada en la compra privada de pólizas de seguro y asistencia o de la estigmatización de las políticas para pobres en las que se están convirtiendo las políticas sociales.

Por tanto, dados los riesgos actuales de desintegración y fragmentación de las identidades sociales, parece necesario restaurar la solidaridad y la seguridad pública en el ámbito de las políticas democráticas, y en este sentido la función del trabajo resulta imprescindible. Reconstruir y regenerar los derechos sociales del trabajo, impulsar su estudio y la mejora de sus condiciones, revalorizarlo e incentivarlo en su dimensión colectiva y civilizatoria es volver a impulsar la ciudadanía -y no sólo el consumo privado o la inversión tecnológica- hacia un desarrollo activo evitando así el peligro de regresión al que estamos permanentemente expuestos.

En esta reconstrucción de la sociedad del trabajo es evidente que no podemos mirar simplemente atrás y tratar de restaurar el sistema de seguridades mutuas del fordismo keynesiano. Es evidente que partimos de otros contextos y situaciones que la situación histórica de la salida de la Segunda Guerra Mundial, pero hay avances civilizatorios que no podemos desaprovechar y que se pueden rediseñar y adaptar a situaciones más dinámicas, porque si no lo hacemos estamos abocados a volver a situaciones laborales propias del siglo XIX, cuando no a una especie de nueva Edad Media tecnocrática y fuertemente capitalizada, pero con el estamentismo, la parálisis y el oscurantismo social de un auténtico medievo.

No podemos reclamar centralidad sólo para un determinado estamento del trabajo, sino para la idea del trabajo como contribución social; abrir las fronteras de trabajo es sacarlo de la idea de que el trabajo no es sólo trabajo mercantil, es ampliarlo al trabajo comunitario, al trabajo extramercantil, al autónomo y organizado según necesidades sociales, considerar, en definitiva, que el trabajo es un elemento sociohumano además de un elemento económico. Por lo tanto, considerar que trabajo y ciudadanía deben tener relaciones más complejas, que el propio concepto de trabajo debe ser considerado de manera más flexible; que nuestros niveles tecnológicos nos permiten consagrar tiempo a trabajos comunitarios y actividades sociales que cubran realmente nuestras necesidades, no supone en ningún caso hablar del fin del trabajo, sino cambiar el hecho del trabajo como razón civilizatoria.

Rescatar la idea de trabajo como centro social, no es rescatar sólo la idea de empleo mercantil, es revitalizar la idea misma de praxis humana como elemento central de creación de riqueza y de convivencia y de relación. Roto el orden del trabajo industrial y la ciudadanía laboral fordista, hemos sufrido una desarticulación de todos los elementos estables de generación de identidad universalista y de ciudadanía social y, a la vez, hemos conocido toda suerte de procesos de profundización en la desigualdad social. Ningún elemento real ha conseguido sustituir este orden del bienestar laboral, y huérfanos de ello corremos el peligro de la fragmentación. Dado que el mercado es incapaz de generar solidaridad o identidad colectiva, otros aspectos mucho más ambivalentes, que van desde los nacionalismos o los movimientos de carácter étnico hasta el tribalismo alternativo, tienden a ocupar los déficits provocados por el desgaste a que ha sido sometida la identidad laboral. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de generar relaciones más completas y más complejas entre trabajo, economía, sociedad, tecnología e información; de conseguir, también, que haya procesos dialogados de utilización de las tecnologías y de gestión de recursos humanos, de considerar que los procesos de innovación tecnológica pueden generar efectos sociales negativos en muchos aspectos tanto en el presente como en el futuro -lo mismo que en otros aspectos, contextos y situaciones pueden ser positivos-, y ello requiere la intervención democrática de los sujetos sociales para su evaluación y planificación..."

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