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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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CORPORATIZACIÓN DE LAS RELACIONES SOCIOPRODUCTIVAS - Juan Labiaguerre

En referencia al Estado regulador, cuyo auge se dio en los "gloriosos treinta" años del siglo XX, es preciso evaluar la relevancia de la dominación interclasista, del mismo modo que el grado de explotación de la mano de obra disponible en las sociedades respectivas, operada por los sectores del capital y/o estatales. Aquí se exponen las políticas gubernamentales en la "sociedad del bienestar", señalando la impronta de Keynes en el Estado Benefactor, las modalidades renovadas de "intervencionismo", el contrato social típico de la salarización estable y protegida, junto a la regulación política del mercado ocupacional.

Orden sistémico y ciudadanía "plena" (articulación entre Estado y mercado): del sistema económico de "libre empresa" a la integración laboral propia del capitalismo regularizado; el rol funcional del Estado del Bienestar; la corporatización de las relaciones de producción; la expansión del ámbito de la seguridad social.

Dentro del marco previamente señalado, las grandes organizaciones empresariales promueven acuerdos con aquellos sindicatos poderosos que atañen al funcionamiento de ramas industriales estratégicas, tanto del sector público como del monopólico privado. Tal situación deriva en que la mercancía, representada por la fuerza de trabajo, adquiere un “precio político”. En virtud de ello, los incrementos de costes laborales son transferibles al nivel de los precios, y ciertas demandas elevadas a la administración estatal, por parte de los grupos económicos dominantes, resultan satisfechas en forma armónica con los intereses de conservación de la estructura del régimen social, generando condiciones que permiten al sistema capitalista desplazar el conflicto de clases, neutralizándolo parcialmente.

Con relación a las condiciones generales propiciadas por el Estado intervencionista, es preciso subrayar que la acción política fue diseñada como consecuencia del devenir de una “crisis sistémica”. La misma es resuelta, en alguna medida, por vía de la reconversión del rol estatal y del modelo organizativo de producción, elementos que hicieron variar las formas asumidas por determinados enfrentamientos, relativizados debido a la fragmentación de la “conciencia clasista”, y canalizables a través de la gestación de ciertas coaliciones sociales. Éstas, eventualmente, remueven los términos del compromiso convencional, establecido al interior de una situación de clase compartida.

No obstante su progresismo evidente, comparado con el anterior “reinado del laissez faire”, dicha conformación estatal presenta una connotación real que contradice su enfoque idealizado, respecto de una hipotética sociedad participativa y autogestionada, al apoyarse en una estructura piramidal, de carácter corporativo, y también marcada por desequilibrios, debidos a la frecuente “asimetría” en la prestación de servicios públicos esenciales.

Para obtener una especie de socialización asocial, expresada en el Estado benefactor, fue necesario reforzar el campo de los poderes estatales “prescriptivos”, Es decir que concluida la etapa de regulación incitativa, motorizada por la promoción excluyente del interés individual, adviene una fase de control social, reflejada en diversas formas bajo las cuales el Estado asume la responsabilidad de la dimensión colectiva de las búsquedas individuales, con el objeto de acotar los inconvenientes o contratiempos generados por ellas, y de ese modo evitar el caos social. De manera que “la integración funcional mediante unos reguladores incitativos que apelan al interés individual va a exigir que una maquinaria distinta, el Estado, se haga cargo del interés colectivo, maquinaria cuyas competencias irán ampliándose y cuya legitimidad estará fundada en el mandato que habrá recibido -y solicitado- de los ciudadanos para ocuparse por cuenta de ellos de los asuntos públicos” [Gorz, 1998].

Las sociedades industrializadas, sobre todo durante su apogeo de posguerra y hasta fines de los años sesenta, se caracterizaron por la existencia una estabilidad relativa de una porción considerable de su fuerza de trabajo. Sin embargo, un segmento no desdeñable de la población activa continuó manteniendo empleos precarios y soportes relacionales frágiles, lo cual representaba un estado intermedio entre la inclusión social y la marginalidad laboral [Castel, 1997]. Más allá de dicha apreciación, dentro de un contexto sociopolítico amplio, marcado por la tendencia ideal al logro de un tipo de integración global, el fenómeno de la exclusión remitía, entonces, a su presencia en términos de factor residual. En este sentido, las políticas del Welfare State sustentaban su equilibrio mediante la reorientación, o el financiamiento estatal directo, del crecimiento económico y del pleno empleo, el derecho a la protección y la ayuda social para un gran sector de asalariados, y seguros ligados a la mayoría de las inserciones ocupacionales, inclusive a varios segmentos de trabajadores autónomos.

En la coyuntura descripta, entonces, el sistema público-administrativo apunta a satisfacer diversos imperativos económicos, regulando los ciclos mediante la instrumentación de un planeamiento global, y promoviendo condiciones favorables de valorización del capital, sobre todo aquel acumulado en forma excesiva. La reglamentación se encuentra acotada por el poder decisivo, detentado por las firmas particulares, sobre el empleo de medios de producción, basado en la irrestricta libertad de inversión de la que gozan las empresas privadas.

Aún así, la estrategia planificadora asegura el mantenimiento de un marco de relativa estabilidad macroeconómica, a través de disposiciones anticíclicas -que orientan las políticas monetaria y fiscal- y medidas encaminadas a la articulación programada de la demanda global y de las inversiones. En otras palabras, "la planificación global manipula las condiciones marginales en que las empresas privadas tienen que adoptar sus decisiones", corrigiendo la perturbación y los desajustes de los mecanismos propios del mercado, originados en efectos disfuncionales colaterales, hipotéticamente no deseados [Habermas, 1999].

A partir de las falencias de procesos sesgados por la dinámica mercantil, y teniendo en cuenta las implicaciones “espontáneas e imprevistas” de su -interesadamente-supuesta autorregulación, se erosiona la doctrina liberal ortodoxa, referida al potencial intercambio equitativo, inherente al modelo de acumulación capitalista. En tal sentido, la readecuación del sistema económico frente al nuevo marco institucional administrativo tiende a “repolitizar” las relaciones de producción, intensificando asimismo las necesidades de legitimación política de la renovada estructura socioestratificacional emergente. Por lo tanto, el ente gubernamental, no limitado al reaseguramiento en el orden jurídico de las condiciones generales de producción, tal como era su función durante la vigencia del capitalismo salvaje, sino activamente interventor en las mismas, demanda una legitimidad de tipo cercano, en algunos aspectos parciales y puntuales, a la de un Estado “precapitalista”, aunque ya sin poder recurrir a su cobertura ideológica tradicional [Habermas, 1999].

Dentro del ámbito del capitalismo regulado las relaciones de producción se repolitizan en cierta forma, aunque ello no restaura la forma política representativa de la relación de clases porque “la anonimización social potencia la anonimización política”, implícita esta última en la interacción entre clases portadoras de intereses económicos potencialmente antagónicos. La separación de las esferas correspondientes al Estado y a la sociedad, entre el terreno marcado por el ámbito interactivo de la heterorregulación prescriptiva y el campo determinado por las <relaciones autorreguladas> tenderá progresivamente a acentuarse. Al asumir un aparato estatal reconvertido la representación del interés general, las cuestiones políticas devendrán dominio reservado a un núcleo reducido de dirigentes y gestores actuantes en tal esfera.

En consecuencia, el poder institucionalizado, referido al “derecho de gestionar los aparatos del Estado, pasará a ser la apuesta principal de las luchas” en ese terreno. Asimismo, los conflictos de carácter político quedarán crecientemente circunscritos a determinadas organizaciones que fundamentan su vocación gubernamental “en su competencia en los asuntos públicos, solicitando de los electores el mandato de hacerse cargo de éstos”. El elector será captado sobre la base de su predominante carácter de consumidor y cliente mediante una propaganda política, cada vez más asimilada a los estándares de la publicidad comercial [Gorz, 1998].

Es necesario precisar que, incluso durante el auge del fordismo, el trabajo nunca representó una fuente profundamente enraizada de integración o cohesión social, dada la fragilidad innata de las vinculaciones establecidas por la actividad laboral “moderna”, en contraste con las relaciones interpersonales, y entre colectivos, de carácter específicamente comunitario. Las ocupaciones remuneradas fordistas, aunque regulares y estables, sólo insertaban a los individuos dentro del “proceso del trabajo social, en las relaciones sociales de producción, en tanto que constituyentes estrechamente imbricados y funcionalmente especializados de una inmensa maquinaria”. Dicha forma de trabajo se acoplaba a los requisitos objetivos y funcionales del dispositivo económico general, comandado por los dictámenes del régimen vigente de acumulación, para cuyo cumplimiento (y simplemente a tales efectos) se hallaba “socialmente determinado, homologado, legitimado, definido por las competencias enseñadas, certificadas y aranceladas” [Gorz, 1998].

Al margen de esa subordinación del trabajador, la estructura organizativa laboral en la sociedad asalariada, obviando los propósitos implícitos en el diseño de su estrategia, proveía al <ser humano que trabaja> el sentimiento de “ser útil”, de manera objetiva, impersonal, anónima y reconocida como tal. Ello remitía a la retribución fija obtenida, y a los derechos sociales ejercidos, correspondientes al estatuto del empleo en sí mismo, atributos ligados a la función llevada a cabo mediante gran parte de las ocupaciones. En otras palabras, el individuo asalariado se encontraba inserto en el engranaje de la producción económica, aunque ésta se disociara de los valores subjetivos pertenecientes a la personalidad de aquél.

De cualquier modo, a pesar de tales dependencia y parcelación personales, inherentes a la inclusión social de la fuerza de trabajo, los ciudadanos aceptaban -debido a la vigencia del marco protector suministrado por el Estado- la funcionalidad de sus actividades, haciéndose efectiva de esta forma una integración condicionada. El ente estatal proporcionaba al trabajador-consumidor ciertas compensaciones sociales frente a la pérdida de su autonomía, cristalizadas en el derecho al usufructo de prestaciones de servicios socializados. Esta contraprestación subsanaba el deterioro sufrido por las relaciones laborales autorreguladas, reemplazando los vínculos de índole comunitaria tradicional por modalidades valorativamente “neutras” de socialización, propias de un consumismo planificado.

Más allá de los alcances diferenciados, de acuerdo al grado de evolución económica logrado en distintas sociedades -menor en la periferia del sistema capitalista mundial-, la forma característica de generación de plusvalía incorpora la actuación del sector público, por lo que el aparato estatal se hace cargo de la producción de bienes de uso colectivo. En ese sentido, el mantenimiento de una infraestructura socializada -tanto material como “cultural”- permitía su aprovechamiento por parte del capital privado, en términos de reducción de costos. Ello obedecía a que de ese modo se incrementaba el valor de uso de los capitales individuales, al favorecer el aumento de la productividad del trabajo, expresado a través del abaratamiento de la inversión en capital constante y del aumento de la tasa de plusvalor. Asimismo, la organización del sistema educativo oficial acrecentaba aquella productividad, en virtud de la promoción de la calificación laboral de la mano de obra contratada.

Por otra parte, la evolución del trabajo requiere, para continuar resultando eficaz, la promoción de ciertos consumos compensatorios, condicionamiento que potencia el avance de la división funcional de actividades, determinando el surgimiento de necesidades complementarias las cuales, aunque parcialmente, sólo pueden ser atendidas por el aparato estatal. La asunción por parte del Estado de ciertos servicios acrecienta determinadas tareas administrativas e incentiva un desarrollo consumista, al tiempo que acelera la erosión de redes solidarias preexistentes, mediante la suscitación progresiva de aquella asunción pública. Además, en forma paralela, tiende a consolidarse una dependencia burocrática y una relación creciente de clientelismo estatal.

De acuerdo al conjunto acumulado de factores reseñados, el desenvolvimiento del Estado de Bienestar se vio reflejado en una creciente bifurcación de las vidas pública y social, es decir entre el interés general y las demandas sectoriales de la población, las cuales se atendían por vía de un proceso de “socialización” peculiar. Sin embargo, dicho equilibrio medianamente estable, aunque superficial, no impidió el surgimiento de divergencias, originadas en cuestiones político-electoralistas coyunturales, frente a la presencia, potencialmente amenazante, de coerciones de orden sistémico. Esa presión redundó, en definitiva, en una ampliación permanente de los ámbitos comprendidos por el sistema público-administrativo y, consiguientemente, de los poderes reglamentarios estatales.

Al respecto, se indica que en esta etapa “aparece una progresiva legitimación de la intervención del Estado en la vida social. Si primero la intervención se produce para tratar de limar aquellos aspectos más duros y agresivos del capitalismo incipiente, y después para reducir el conflicto y la presión sindical y revolucionaria, a partir de la segunda guerra mundial, con el ascenso al poder en la mayoría de los países europeos de partidos socialdemócratas y [democristianos], se produce una intervención mucho más decidida, y no paliativa, sino bajo un ideal redistributivo y de justicia social [junto a] un aumento espectacular en gasto social, incrementándose los servicios sanitarios, educativos y asistenciales, y un desarrollo económico intenso permite al Estado detraer grandes cantidades de dinero a través de una política fiscal progresiva” [Prior Ruiz, 1997].

Un elemento crucial de este esquema radicaba, como vimos, en la fijación cuasi política de la cuantía de las remuneraciones salariales, a partir de la conformación de acuerdos básicos entre asociaciones empresariales y sindicatos de trabajadores, con eje en el sector monopólico de la economía. Al respecto, en el mercado de trabajo correspondiente a ese sector el mecanismo de la competencia fue reemplazado, en gran medida, por la formación de compromisos entre organizaciones corporativas, en virtud de los cuales el Estado delegaba -parcialmente- su poder coactivo, legitimado desde el punto de vista jurídico.

De manera que la supresión del predominio de una relación económico-mercantil, a partir de la instrumentación política del sistema retributivo, socavó el funcionamiento libre del mercado laboral y, además, trasladó el incremento de costos del factor trabajo a los precios finales de los productos. Esta transferencia constituyó un resarcimiento para las empresas, por el logro del apaciguamiento del conflicto entre la patronal y los trabajadores, especialmente en aquellos sectores dinámicos de la producción, que requieren un uso mayormente intensivo de capital.

En vistas de la precedente interpretación de las políticas keynesianas, y de su articulación con el modelo fordista de organización del trabajo, puede concluirse -provisionalmente- que dicha combinación representó una formación económico-social inédita desde el surgimiento del capitalismo industrial. En efecto, sus patrones de mediación institucional de las relaciones intersectoriales, y del antagonismo entre clases con intereses enfrentados, forjaron una sociedad donde los compromisos solidarios colectivos alcanzaron el máximo grado posible, dentro de los condicionamientos propios del régimen de producción vigente. Partiendo de esta reseña, pueden abordarse los mecanismos específicos de integración social e inserción ocupacional, característicos del estereotipo del Estado Benefactor.

En cuanto a la expansión del ámbito de la seguridad social, corresponde señalar los instrumentos mediante los cuales, durante esta etapa, se logró la formación de vinculaciones sociales peculiares, que posibilitaron la compatibilización del crecimiento económico sostenido, a escala nacional, con una estrategia parcialmente redistributiva de los ingresos de la población, lo cual indujo a considerar dicho sistema como “sociedad del bienestar”.

Dentro de los mecanismos protectores, afines a los postulados del Estado de Bienestar, se destacan las asignaciones familiares correspondientes a los asalariados -que atienden la cobertura de los niños en edad escolar-, las obras sociales que resguardan la atención de la salud, el régimen jubilatorio y/o previsional del sector pasivo, las licencias por maternidad y enfermedad, la indemnización en caso de despido, las vacaciones retribuidas y el respaldo sindical. El conjunto de componentes mencionados tiende a reducir el eventual marco de incertidumbre generado por la situación asalariada, apuntando consecuentemente hacia niveles superiores de integración social de los trabajadores.

Según lo expuesto hasta aquí, puede sostenerse que el trabajo representaba el medio de inclusión social y de acceso legítimo a los recursos destinados a satisfacer necesidades vitales. Las políticas sociales, en tal escenario, cubrían además los requerimientos no contemplados por el salario directo o el ingreso laboral de los sectores autónomos. Las condiciones de vida, resguardadas por la esfera de la seguridad social aludían, en la posguerra, a una especie de transferencia de propiedad, centrada en las inserciones ocupacionales, y mantenida bajo la égida estatal. Es así como Estado, cobertura socioprevisional y mercado de trabajo se ligan indisolublemente pues en una sociedad, reorganizada alrededor de los empleos estables, era la propia posición laboral el equivalente de las protecciones históricamente aseguradas por la posesión de bienes [Castel, 1997].

La condición ocupacional característica del apogeo de la “sociedad industrial” no consistía solamente en la estabilidad del empleo, sino también en la vigencia concreta de un cúmulo de atribuciones, tales como la convencional jornada laboral de ocho horas, cobertura jubilatoria, derecho al cobro de indemnización en caso de despido y goce de vacaciones pagas, no fraccionadas, en periodos elegidos por el trabajador, entre las más importantes. Esencialmente, este conjunto de implicaciones -asociadas al asalariamiento- conllevaba la factibilidad de una relativa movilidad social ascendente, anclada en la misma identidad estatutaria, brindada por la actividad productiva remunerada.

En forma simultánea a tal proceso, se manifiesta un cambio en las concepciones sociales sobre el bienestar humano, pudiéndose decir que “a partir de los años cincuenta y sesenta la sensibilidad social empieza a cambiar y, tanto entre los políticos como entre los investigadores, se hacen mayoritarios aquellos que consideran que medir el bienestar sólo desde el punto de vista económico es un reduccionismo simplista y arbitrario. La medición del bienestar tiene que tener en cuenta no sólo los factores económicos, sino también aquellos otros que influencian la vida diaria de la persona; vivienda, alimentación, asistencia médica, etc. Surge el concepto de nivel de vida, que hace referencia a los recursos que pone la sociedad a disposición de los individuos para su desarrollo” [Prior Ruiz, 1997].

Al interior del sector industrial avanzado se manifestaba, por entonces, una situación laboral sólida y segura, sustentada en una normativa jurídica que fortalecía los mecanismos de inserción, y permanencia, de la mano de obra dentro del mercado formal, y legal, de trabajo. Asimismo, vale reiterar que dicho estado ocupacional se complementaba con el accionar de instituciones estatales que garantizaban la contención social, con el objeto de prevenir eventuales riesgos, instrumentándose una red de mecanismos de seguridad, mediante los cuales se cubren las necesidades de aquellos sujetos que no participan directamente en la producción. Al respecto, hace cerca de un siglo, León Bourgeois consideraba que la organización del seguro solidario de todos los ciudadanos frente al conjunto de asechanzas propias de la vida cotidiana, tales como las enfermedades, los accidentes, el desempleo involuntario, y los problemas implícitos que conlleva la vejez, constituye la "condición necesaria del desarrollo pacífico de toda la sociedad, como el objeto necesario del deber social" [Castel, 1997].

La evolución de las economías desarrolladas demostró que el nivel creciente de demandas sociales fue -en gran parte- atendido por las políticas públicas, adaptándose a tal fin los sistemas impositivos y de pensiones, dentro de las restricciones impuestas por el marco del régimen de acumulación vigente [Habermas, 1997]. En ese sentido, siguiendo a este autor, "en la medida en que los programas de bienestar social, unidos a una conciencia tecnocrática ampliamente difundida que atribuye los estrangulamientos, en caso de duda, a coacciones inmodificables del sistema, logran mantener un grado suficiente de privatismo civil, las penurias de legitimación no necesariamente se agravan para convertirse en crisis". Contemplado en su conjunto, el Estado -también llamado Providencia- “se desarrolló históricamente sobre la base de un sistema asegurador en el cual las garantías sociales estaban ligadas a la introducción de seguros obligatorios que cubrían los principales riesgos de la existencia”, tales como invalidez, enfermedad, desempleo y retiro jubilatorio [Rosanvallon, 1995].

Corresponde indicar la complejidad característica de la morfología de la relación salarial, considerada en todas sus manifestaciones posibles, atendiendo a que las formas diversas adoptadas por el asalariamiento de la mano de obra varían periódicamente. Debido a tal circunstancia, la ley que rige la reproducción de las condiciones de existencia del asalariado, en el contexto de las formaciones sociales concretas, constituye el principio de la unidad orgánica, denominada "forma estructural" o, en otras palabras, modo de cohesión de las formas sociales elementales producidas por el desarrollo de una misma relación social fundamental [Aglietta, 1991].

En lo que refiere especialmente al sector público, respecto a la prestación de diversos servicios, existían modalidades de empleos retribuidos a través de salarios políticos, normativos y simbólicos en vista de la asignación remunerativa, configurando una esfera parcialmente extramercantil, que determinaba las condiciones socioeconómicas de dicho segmento laboral.

Corresponde especificar que la “sociedad salarial” no resultaría sólo aquella en la cual la mayor parte de la población activa ocupada se encuentra asalariada, sino además un sistema donde rige el “pleno empleo”. Tales factores brindan cierta homogeneidad colectiva, y el empleo estable permite alcanzar determinados niveles de calidad de vida, seguridad y posicionamiento social, emergiendo a través de esta particularidad un nuevo tipo de protección ligada, como vimos, al estatuto laboral y ya no sólo a la propiedad de bienes o de capital.

Asimismo, dentro de la lógica capitalista, la reproducción social de la mano de obra disponible incluye la reconstitución física entre los sucesivos ciclos productivos, así como también la renovación intergeneracional de los trabajadores. Los gastos implícitos en dicho proceso de reproducción abarcan el mantenimiento y la formación de la prole (futuros asalariados), la subvención de las personas retiradas a cierta edad (pasivos, jubilados) y seguros que cubren eventuales enfermedades incapacitantes durante el periodo de actividad. El conjunto de necesidades citadas se encuentra incorporado a la <norma de consumo obrero>, al haber surgido de las transformaciones de la condición de existencia del empleo asalariado, concomitantes con una tendencia hacia la socialización de las condiciones generales de producción, de acuerdo al paradigma organizativo fordista, tal como fue explicitado anteriormente.

Además, debe destacarse que los desniveles entre los salarios pagados a la fuerza de trabajo en distintos países responden, en parte, a las diversas modalidades mediante las cuales se atienden las necesidades mencionadas anteriormente. Durante la etapa de apogeo de la extensión de la relación salarial, la cobertura de los crecientes costos laborales, paralelos al auge del consumo de masas, se asentó en los sistemas de seguridad social. Éstos eran financiados a través del presupuesto correspondiente a organismos públicos, reglamentados mediante la vinculación entre cotizaciones y prestaciones, y generaban una relativa socialización de ciertos riesgos inherentes al trabajo asalariado, representando esta cobertura una parte esencial de los convenios colectivos entre organizaciones empresariales y sindicatos.

Puede sostenerse que el fordismo procuró unificar las diferentes modalidades parcializadas de existencia de la relación salarial, consolidando un formato estructurado, que conlleva una determinada codificación jurídica. Dentro de este ordenamiento socioproductivo, la articulación del conjunto de relaciones sociales expresadas en lo económico, político y legal conformaba una unidad de aquellas prácticas requeridas por la reproducción de la condición asalariada en sí misma.

Corresponde indicar la complejidad característica de la morfología de la relación salarial, considerada en todas sus manifestaciones posibles, atendiendo a que las formas diversas adoptadas por el asalariamiento de la mano de obra varían periódicamente. Debido a tal circunstancia, la ley que rige la reproducción de las condiciones de existencia del asalariado, en el contexto de las formaciones sociales concretas, constituye el principio de la unidad orgánica, denominada "forma estructural" o, en otras palabras, modo de cohesión de las formas sociales elementales producidas por el desarrollo de una misma relación social fundamental [Aglietta, 1991].

Mediante un mecanismo intrínseco avalado por la competencia, los capitales se rigen en última instancia por los imperativos de la ley de la acumulación. De manera que la teoría de la regulación social se encuentra sujeta al predominio de la relación fundamental determinante del capitalismo, representada crucialmente por la condición asalariada. Dentro de dicho marco analítico, los convenios colectivos de trabajo habrían asegurado el principio de la "rigidez del salario nominal", elemento imprescindible para que la evolución regular del modo de consumo y el sistema de protección social apunten en el sentido de mantener a los trabajadores desempleados en su status de consumidores.

 

AGLIETTA, M. (1991): Regulación y crisis del capitalismo. La experiencia de los Estados Unidos; México, Siglo XXI.

CASTEL, Robert (1997): Metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado; CABA, Paidós.

GORZ, André (1998): Miserias del presente, riqueza de lo posible; CABA, Paidós.

HABERMAS, Jürgen (1999): Problemas de legitimación en el capitalismo tardío; Madrid.   

PRIOR RUIZ, Juan Carlos (1997): La calidad de vida de la mujer trabajadora; España, Universidad de Granada.

ROSANVALLON, Pierre (1995): La nueva cuestión social. Repensar el Estado Providencia; CABA, Manantial.

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