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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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NEOLIBERALISMO: PRECARIEDAD LABORAL Y MARGINALIDAD, O EXCLUSIÓN, SOCIALES - Juan Labiaguerre

La etapa del neoliberalismo mundial emergió cuando los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña dejaron de lado un principio básico de los sistemas democrático-capitalistas en la fase inmediata a la posguerra, esto es la convicción respecto de que la desocupación erosionaría el caudal político-electoral de los partidos conservadores o liberales en el poder. Además resultaría desacreditado hasta el mismo paradigma “bienestarista” del capitalismo regulado, que constituyó un eje emblemático a fin de erradicar el peligro sistémico de invasión de ideologías marxistas dadas las inequidades sociales inherentes al régimen “occidental” de acumulación.

El “modelo a seguir” por parte de la dirigencia neoliberal de numerosos países estaba representado por las estrategias desplegadas a través de las gestiones gubernamentales de Reagan y Thatcher. A pesar de que las políticas presupuestaristas habían ordenado las finanzas, logrando detener los procesos inflacionarios, los desajustes de la economía “global” reaparecieron a través de un flanco alternativo, cuando las deudas públicas se multiplicaron en la década de los años ochentas.

Tal fenómeno respondió a variados motivos: el crecimiento productivo estancado tornó a los contribuyentes, especialmente a los actores económicos “exitosos” con mayor grado de influencia, hostiles frente a los aportes tributarios, al tiempo que el detenimiento de la inflación condujo a la eliminación del incremento automático de imposiciones fiscales de acuerdo a la variación de ingresos. Asimismo finalizó la devaluación recurrente de la deuda pública, por vía del debilitamiento de las monedas nacionales, en principio funcional al progreso de la economía, antes de sustituirlo gradualmente, e instrumento clave en la reducción del endeudamiento [Streeck, 2012].

El crecimiento proporcional de la población activa desempleada, ocasionado por la estabilización monetaria, indujo a los sistemas público-administrativos a asignar mayor presupuesto dirigido a los gastos sociales. En los años ochentas se profundizó el declive de los Estados del Bienestar y decayó el cumplimiento de ciertos derechos laborales establecidos en el decenio precedente, que habían sido concedidos como moneda de cambio a los trabajadores a fin de que los entes sindicales morigerasen sus reclamos salariales, a través de una “especie de salarios diferidos”. Ante el peso progresivo que ello implicaba para las finanzas públicas, y teniendo en cuenta la imposibilidad de apostar a la inflación para reducir la brecha entre las exigencias de los ciudadanos y las de los mercados, “el encargado de financiar la paz social fue el Estado” [Streeck, 2012].

El incremento de la deuda pública, temporariamente, representó un asequible equivalente funcional de la inflación, al posibilitar que el aparato estatal erogase fondos todavía no generados de modo genuino, operando en forma emparentable a como lo habían hecho los procesos inflacionarios. El objetivo consistía en soliviantar los antagonismos propios de la instancia distribucionista o, en otros términos, en recurrir a partidas futuras con el propósito de cubrir las disponibles auténticamente en el momento.

En paralelo a la contradicción de las demandas del “mercado” respecto de las necesidades socioeconómicas de los segmentos poblacionales con menores recursos materiales, tal expresión de la oposición interclasista era traspolada desde la esfera estrictamente en dirección al campo política, lo cual conllevó el reemplazo parcial de las pujas gremiales por las presiones electorales. En lugar de emitir moneda sin sustento real, distintos gobiernos potenciaron su endeudamiento, ante el favorecimiento de los reducidos niveles inflacionarios, factor tranquilizador para los acreedores en referencia a los valores en el largo plazo de las obligaciones estatales [Streeck, 2012].

A pesar de lo expuesto, resultaba obvio que la acumulación de deuda pública debía en algún momento “alcanzar un techo” límite: los gobernantes habían sido ya alertados, desde ciertos ámbitos de economistas, acerca de que el déficit público agotaba los recursos disponibles y sofocaba la inversión privada, lo cual significaba aumentar las tasas de intereses y morigerar notablemente el crecimiento de PBI. No obstante ello, los conductores de los Estados demostraron su incapacidad en aras de vislumbrar hasta donde, y cuando, las arcas público-fiscales se toparían con el “umbral crítico”.

En el terreno fáctico fue posible -provisionalmente- contener hasta cierto punto el ascenso de las tasas de interés, por medio de la desregulación del mercado financiero, y detener un tiempo la estampida de precios de productos de consumo, quitándole todavía más incidencia al accionar sindical. Sin embargo, EE.UU., donde el indicador de ahorro equivale a cifras muy acotadas, procedió súbitamente a la venta de sus bonos del Tesoro a los habitantes locales y asimismo a inversores extranjeros, incluyendo sus “fondos soberanos”.

Por otro lado, con el incremento gradual del peso relativo del endeudamiento, un porcentual progresivo del gasto público-estatal fue asignado a la cancelación de intereses correspondientes a aquél. Además, devenía predecible que en alguna instancia -aunque indefinible por entonces- los acreedores nacionales y extranjeros exigieran recuperar su dinero. En esta circunstancia “los mercados”, consecuentemente, accionarían de manera decisiva a efectos de imponer a los Estados la disciplina presupuestaria y la austeridad necesarias para salvaguardar sus intereses [Streeck, 2012].

El grave problema del “doble déficit”, del gobierno federal y el comercial a escala nacional, invadió el contexto de la campaña de acto eleccionario presidencial en EE.UU. (1992); el ascenso a la máxima investidura política de Clinton implicó el comienzo de un conjunto de medidas de “saneamiento y consolidación” del presupuesto, por parte del nuevo poder ejecutivo de ese país, encaminadas a mejorar el saldo primario, compuesto por los ingresos anuales restándoles erogaciones exceptuando los intereses de la deuda.

Los esfuerzos dedicados al emprolijamiento presupuestario, en el escenario internacional, fueron propulsados con vehemencia por el liderazgo de la administración pública estadounidense, junto a entidades como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el F.M.I. En primera instancia la gestión del Partido Demócrata procuró el achicamiento de los déficits a través de la promoción de un desarrollo productivo superior mediante “reformas sociales y aumentos de impuestos” de grandes dimensiones.

Pese a la intención precitada, el Partido gobernante perdió su mayoría parlamentaria en las elecciones de medio término, dos años después de haber asumido; en consecuencia, el presidente operó un giro de su estrategia inicial, al comenzar a aplicar medidas de austeridad. Éstas se caracterizaron por una restricción trascendente de las inversiones públicas, hecho que reflejaba una notoria reconversión político-ideológica de Clinton y su gabinete. De acuerdo al presidente demócrata estadounidense, esa mutación acabaría con la protección social tal como la conocemos; durante el bienio 1998-2000, “por primera vez en décadas, el gobierno federal estadounidense alcanzó el superávit presupuestario” [Streeck, 2012].

El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional proceden en cuanto organismos regentes del modelo actual de acumulación capitalista en todo el orbe, teniendo en cuenta que, bajo sus ordenaciones, fueron ejecutados los drásticos planes estabilizadores en los países “emergentes y subdesarrollados”, cuyas economías experimentaron profundas alteraciones, acicateadas por el enorme peso de sus deudas externas.

Las instrucciones dadas por esos entes a las naciones solicitantes de ayuda financiera consistieron en la adopción de políticas monetarias favorecedoras de las importaciones; además conllevan la reducción salarial en tanto mecanismo tendiente a controlar los procesos inflacionarios e incrementar la productividad laboral, junto a la reducción estricta de las inversiones público-estatales, sobre todo en el área social, asignando los recursos disponibles al área del capital privado, en medio de la desnormativización en torno a la fijación de precios, tasas, y subsidios.

El dogmatismo mercantil-liberal continúa rigiendo el devenir de los procesos socioeconómicos en tanto que, bajo su égida, hombres y recursos naturales en su conjunto resultan evaluados, de hecho, como meras mercancías. Es propagada la idea fetichista acerca de que la mecánica impulsada por el comercio internacional promueve la equiparación del precio de los distintos factores de producción; ello obligaría también a la fuerza de trabajo escasamente calificada, perteneciente a las sociedades industrialmente avanzadas, a competir con la oferta laboral de un contingente inagotable de trabajadores de otras partes del mundo, también con baja (o nula) cualificación, y por ello los niveles retributivos apuntan a una caída permanente.

Las firmas transnacionales resultan en definitiva las promotoras, y beneficiarias directas principales, de esta renovada mundialización de la economía. La subordinación del capital productivo al financiero, la obtención en aumento de réditos prácticamente inmediatos y la subsunción de las medidas estatales, de índole monetarista, a la conveniencia de los grandes capitales privados, representan el componente medular del modelo de acumulación vigente.

El poderío creciente de las empresas transnacionalizadas obedece, fundamentalmente, al control ejercido por ellas sobre el flujo de capitales, la transacción de productos y la transferencia de tecnología, encontrando sustento en el cumplimiento de las requisitorias en orden a la reproducción del plusvalor. La actuación protagónica de dichas firmas multinacionales conduce a una transformación de las tensiones implícitas, preexistentes en las relaciones sociolaborales, partiendo de los intereses enfrentados correspondientes, en forma respectiva, a las esferas del capital y a las órbitas del colectivo de trabajadores.

Esa dinámica acontece no sólo privilegiando, obviamente, las demandas del sector capitalista, sino también provocando una potenciación de la competencia entre distintos países, a afectos de captar las inversiones de las empresas transnacionales. Dicho condicionamiento fuerza a ejecutar políticas restrictivas del gasto público y a la ampliación de las facultades empresariales; éstas refieren a la discrecionalidad para imponer sus exigencias de inversión, enroladas en su poder unilateral, relativo a las condiciones laborales y salariales de una masa laboral crecientemente desamparada.

La globalización económica actual, en suma, equivale a un proceso conducido por corporaciones multinacionales, que han logrado imponer la vigencia de su propio esquema de acumulación en el ámbito mundial. El modelo desigualitario polarizado, entre sectores sociales ricos y pobres, se acentuó a partir de la década de los años noventas, quedando demostrado palmariamente que el crecimiento económico no conlleva la disminución de los altos índices de desocupación previgentes.

De acuerdo a la constatación anterior, es refutada la visión parcializada de la ideología hegemónica, que dividía a los distintos países en “industrializados” por un lado, y “en vías de desarrollo”, por el otro. Además deviene obsoleta la concepción, paralela, en cuanto a que la evolución económica de los primeros promueve el progreso, en una indefinida instancia, de las sociedades subdesarrolladas, cual si se tratase de una especie de efecto derrame en el contexto internacional.

Hasta fines del siglo pasado, el poderoso “Grupo de los Siete”, conformado por las naciones más desarrolladas industrialmente en esa época (EE.UU., Alemania, Japón, Canadá, Francia, Inglaterra e Italia), a las cuales se había sumado a Rusia, procuraba controlar el manejo de los resortes económicos mundiales. Tal conglomerado de Estados se autoatribuía ese rol de comando, al intentar orientar el “canon” de los procesos político-económicos del sistema capitalista en su conjunto, soslayando las derivaciones sociales globales perniciosas, presumiblemente “no deseadas”, intrínsecas a sus decisiones estratégicas.

Ese colectivo de naciones “reinantes”, con el auspicio del F.M.I., tomaba en cuenta exclusivamente aquellas medidas coordinadas que afectaban, en lo esencial, el diseño y la funcionalidad de los modelos económicos de sus integrantes. Cabe especificar que diferentes sociedades, separadas por enormes distancias geográficas y culturales, experimentan negativamente la aplicación de programas globalizadores, que llevan aparejados una aparentemente ilimitada movilidad de los factores productivos y financieros, con lo cual se obstruye gravemente la posibilidad de cualquier tipo de desarrollo económico nacional autosostenido.

Acerca de las connotaciones socioinstitucionales del proceso de mundialización económica, desde el último decenio de la centuria pasada, mediante la incidencia creciente del poder financiero internacional y de la vigencia de mercados “globales”, ha cambiado sustancialmente el ordenamiento político-social preexistente. En nuestros días, las líneas directrices estipuladas por el funcionamiento mercantil determinan los alcances del espacio atribuible a la acción política, de manera que las naciones son coaccionadas en el sentido del logro de cierta competitividad, requerida por la transnacionalización de los procesos económicos, a efectos de incrementar el valor y volumen de sus exportaciones.

Los grandes desajustes en las esferas monetaria y fiscal remiten a una necesidad de orden estructural, anclada en los giros monetarios imprescindibles con el objetivo de cumplir con las obligaciones de la deuda externa. Debe destacarse la dimensión y los procedimientos mediante los que se endogeiniza la presión exterior, incluyendo la comprensión de la "transferencia financiera neta negativa", que desempeña el rol de un factor sumamente relevante de inestabilidad macroeconómica.

Un complejo entramado de inversiones de índole meramente especulativa se fue apropiando gradualmente de los mercados de capitales, a través de múltiples y veloces giros financieros, dotados de una creciente autarquía, respecto de la dinámica propia de las economías reales, y portadores del poder de ejercer, merced a su grandioso volumen monetario, una influencia decisiva sobre la evolución de las monedas “nacionales”.

En la realidad presente, marcada por una economía financiera mundializada, las grandes corporaciones transnacionales toman posesión del capital humano restableciendo relaciones precapitalistas, casi feudales, de vasallaje y de pertenencia; los países periféricos cuentan actualmente [finales del siglo XX] con 800 millones de desempleados, totales o parciales, y 1.200 millones de jóvenes llegarán al mercado de trabajo en los próximos veinticinco años” [Gorz, 1998].

En el enorme espacio territorial ampliado a través del denominado fenómeno globalizador, las mutaciones económicas generales consisten en una vinculación recíproca entre firmas nacionales y mercados, circuitos y entidades financieras centrales operantes a escala orbital. Asimismo, las instancias innovadoras del campo tecnológico, junto a los canales de diseminación de las mismas, se encuentran también ampliamente transnacionalizados.

La instrumentación de medidas político-económicas dentro de los marcos nacionales contiene un elevado componente conflictivo. Ello, verbigracia, si se evalúa que la incidencia de cambios pronunciados, vinculados por caso con la orientación productiva de una provincia o municipio, manifiesta una estrecha conexión con aquella dinámica transformadora. Las connotaciones básicas de esas mutaciones afectan también a otros niveles, o se combinan ineludiblemente con procesos localizados en los ámbitos regional o sectorial.

Bajo el emblema del “desarrollo avanzado” fueron declamados un sinnúmero de ideales falaces sobre el progreso de la humanidad, utopías neoliberales ulteriormente refutadas crudamente en el mundo real [Kay, 1998], por lo que es radicalmente cuestionable aceptar la imposición de esa visión axiomática, cuya ejecución condujo a cierta “tiranía del globalismo”. Resulta inadecuado entonces concebir las tendencias mundializadoras contemporáneas, acompañadas del colapso “comunista”, en términos de la finalización del devenir histórico, de las interpretaciones ideológicas divergentes, del trabajo humano convencional, etcétera.

La puja en aras de la expansión de las democracias representativas, frente a regímenes dictatoriales podría hacer conseguido algunos resultados positivos en los últimos veinte años, aunque la participación crucial de los EE.UU. en las invasiones militares, movidas por intereses económicos, estableció una suerte de despotismo internacional puesto en práctica “a sangre y fuego” por las ambiciones imperiales de esa nación aliada a otras encolumnadas tras la misma. La conflictividad por las nacionalidades y de índole étnico-racial, al margen del caos económico, en Europa del Este corrobora fácticamente que la Historia sobrevive. El surgimiento de nuevos movimientos sociales de protesta frente al statu-quo, de variados caracteres político-ideológicos, continúan motorizando el afán de transformaciones.

Debido a las graves consecuencias sociales de las drásticas “reformas del Estado”, hasta los mismos organismos financieros internacionales que las habían impuesto percibieron sus resultantes concretas, a punto tal que esa problemática crucial pasó a ocupar un primer plano en las nuevas agendas del desarrollo. Las posturas recientes del propio Banco Mundial (1997) tienden a erradicar veleidades al estilo del “Estado mínimo”, al afirmar rotundamente que no prosperaron los proyectos fundados a partir del protagonismo estatal, aunque también fracasarán los que se quieran realizar a sus espaldas. Sin un Estado eficaz el desarrollo es imposible.

La eficiencia del sistema político-administrativo ya no obedecería ni al aparato burocrático, sostén de la industrialización sustitutiva, ni a las funciones minimalistas propugnadas por el ultraliberalismo. En consecuencia, esa nueva concepción descarta al tipo de entidad estatal aun vigente, que demandaría una reformulación profunda pendiente, portadora de capacidades y con papeles novedosos, acordes a las características del paradigma de desarrollo propuesto [Prats i Català, 1997].

Los procesos de ajuste y reconversión estructurales son continuos, al tiempo que se desvanece, mediante su aplicación a un segmento crecientemente minoritario de la fuerza laboral, el modelo típicamente fordista de relaciones entre capital y trabajo. Este esquema organizacional del empleo es reemplazado, de manera progresiva, por variantes coherentes con la mutación de los vínculos ocupacionales, como por ejemplo las expresadas en las versiones toyotista, kalmariana o neotaylorista. Dicha problemática derivaría en el tratamiento de los cambios operados en los modelos “postfordistas” de organización productiva, en el marco ampliado de la decadencia de los Estados de Bienestar, de cara a la comprensión integral del tema aquí abordado…

 

GORZ, André (1998): Miserias del presente, riqueza de lo posible; CABA, Paidós.

KAY, CRISTÓBAL (1998): Estructuralismo y teoría de la dependencia en el periodo neoliberal. Una perspectiva latinoamericana; revista "Nueva Sociedad".

PRATS I CATALÀ, Joan (1997): Del clientelismo al mérito en el empleo público. Análisis de un Cambio Institucional; Biblioteca IDEAS del Instituto Internacional de Gobernabilidad, Universidad Oberta de Catalunya.

STREECK, Wolfgang (2012): Las crisis del capitalismo democrático; New Left Review, N° 71.

 

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