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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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CAUSALES DEL DECLIVE DEL FORDISMO Y DEL ESTADO KEYNESIANO - Juan Labiaguerre

El mecanismo de la obsolescencia planificada de los objetos de consumo se describió, emblemáticamente, en la década de los años sesentas, es decir cuando el fordismo todavía gozaba de plena vigencia, de la siguiente manera: <la estrategia del publicista consiste en martillar en la cabeza de la gente la conveniencia incuestionable, en realidad la necesidad imperativa, de poseer el producto más nuevo que llega al mercado. Para que esta estrategia funcione, sin embargo, los productores tienen que lanzar al mercado una corriente continua de “nuevos” productos, sin que ninguno se atreva a rezagarse por temor a que sus clientes se vuelvan a los rivales de sus novedades [...] No es fácil que lleguen productos genuinamente nuevos o diferentes, ni aun en nuestra época de rápido desarrollo científico y tecnológico. De aquí que gran parte de la novedad con la cual es bombardeado el consumidor sea sistemáticamente fraudulenta o guarda una relación trivial, y en muchos casos negativa, con la función y durabilidad del producto> [1].

En forma simultánea a este proceso evolutivo, surgió una contradicción entre los requisitos específicos de la producción de artículos de consumo masivo y ciertos factores emergentes durante el transcurso de su desarrollo. En la medida en que la novedad formal devino componente crucial en el diseño industrial del producto, en tanto objeto de un <consumismo programado>, la continuidad del progreso económico tropezó con el obstáculo de la rigidez estructural sistemática que orienta las pautas organizativas de los esquemas taylorista y fordista [2]. Al respecto, es importante señalar la correlación, implícita, entre el nivel de estabilidad correspondiente a la demanda de productos, dirigidas al mercado de consumo, y el grado de <flexibilidad> propio de los métodos de producción. Ésta, a su vez, determinará un quiebre -progresivamente necesario- de las rigideces típicas de los contratos laborales, características del modelo asalariado bajo la vigencia del fordismo originario [3].

En ese sentido, la era avanzada del arquetipo de organización del trabajo, denominada “neofordista”, representa una  transformación de las relaciones entabladas entre el empresariado y la mano de obra contratada [4]. Su meta final reside en resguardar las condiciones básicas del asalariamiento a efectos de mantener la plataforma del régimen capitalista de acumulación, lo cual redundó en una transformación del proceso de trabajo, junto a una especie de <socialización del modo de vida> [5]. En otras palabras, la regulación laboral característica del fordismo sólo resultó factible mediante la educación del obrero-productor, en cuanto trabajador-consumidor por lo que la esfera de los consumos particulares compensa, como reducto protector, las desventajas propias de la relación asalariada de dependencia respecto al empleador [6].

La modalidad fordista de trabajo, principalmente a través de su evolución en la posguerra, representó el complemento de los Estados de Bienestar. Ambos fenómenos se encuentran entrelazados.  Sin embargo contenía expresiones divergentes en torno a los efectos colaterales, a veces <no deseados>, de esa evolución, como así también manifestaciones claramente contestatarias frente a sus consecuencias sobre la conformación crecientemente desigualitaria  de las sociedades “modernas”.   

La configuración fordista de las relaciones laborales alcanzó su apogeo en la coyuntura marcada por la “guerra fría”, es decir por el enfrentamiento latente del mundo occidental, democrático y capitalista, y el <este comunista>. Es así como el paradigma fordista debe evaluarse en forma articulada con el nacimiento y la evolución del “Estado Benefactor”. La combinación de una condición asalariada estable y digna, con la implementación de políticas públicas sociales, coadyuvó a institucionalizar el bienestar realizable dentro de un <universo libre>, frente a los regímenes totalitarios marxistas, cuya eventual expansión amenazaría la estabilidad del orden socioeconómico, y político, establecido por el capitalismo.

           

La impronta de Keynes en el Estado del Bienestar

Corresponde señalar que la escuela de economía política, denominada keynesianismo, proviene de los análisis llevados a cabo por John Maynard Keynes (1883-1946), cuya concepción fue elaborada en el marco histórico determinado por la gran crisis de los años treinta. Tal punto de inflexión, de alcance internacional, condujo al quiebre de la estructura productiva vigente, en los sistemas democráticos del mundo occidental, y cristalizó a través de hondas repercusiones en el área político - institucional. Basta recordar, en este aspecto, la emergencia de movimientos fascistas en diferentes naciones, comenzando por algunas europeas, a partir de tensiones sociales crecientes percibidas como “amenazas” importantes para la continuidad del sistema.

La caída abrupta de la producción en los países industrializados provocó un corte en la generación de puestos de trabajo, lo cual expandió el problema del desempleo, alcanzando los índices de paro una proporción desmesurada, a comienzos de la  década del 30. Dentro de ese panorama agravado, Keynes alertó acerca de las falencias inherentes a las premisas económicas de la doctrina liberal ortodoxa, dado que los mecanismos <espontáneos>, promovidos por la “mano invisible” del mercado, resultaban insuficientes para combatir la desocupación y el consecuente descontento social generalizado. El logro del pleno empleo serviría, en última instancia, para eludir las crisis cíclicas de sobreproducción asegurando, por ende, el progreso del conjunto del sistema económico [7]. En vista del escenario descrito, surgió la necesidad de acentuar las políticas de intervencionismo estatal, considerado por la teoría keynesiana como único camino idóneo, a efectos de la regulación de la actividad productiva a escala nacional.

La participación anterior del Estado se había dado dentro del espacio asignado convencionalmente al mercado por la doctrina económica clásica. Ante al desmantelamiento de las instituciones corporativas y gremiales, heredadas del medioevo feudal, que afectó el accionar de las organizaciones <intermedias>, de raigambre comunitaria, el liberalismo decimonónico ya había compatibilizado la relativa “prescindencia” estatal con algunas medidas de asistencialismo social. La creación de una especie de tutelaje tuvo como objeto reivindicar un significado -aun difuso- atribuido al contrato laboral, que presentó connotaciones extrasalariales de índole protectora, en aras de la gobernabilidad política, acordes con la recomposición del universo del trabajo, en términos de un conjunto de compromisos de índole ética [8].

Si bien el intervencionismo en cuestiones sociales y económicas no constituye un fenómeno exclusivo del siglo XX sino que, por el contrario, presenta antecedentes históricos, desde antes  del estallido del “crack financiero” de la plaza bursátil de Wall Street en 1929, y con mayor intensidad desde allí y en el periodo de la segunda posguerra mundial (1945), aquél adquiere caracteres acentuados y de género inédito [9]. En ese sentido, a partir de la crisis de los años treinta y, sobre todo, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se desarrolló en el marco de occidente, bajo la vigencia del régimen capitalista de producción, cierto sistema solidario, a fin de neutralizar los efectos disgregadores de la política del laissez faire, que había provocado severos desajustes e inequidades en diferentes sectores sociales, mediante la supuesta <autorregulación de las leyes del mercado> [10].

En dicho contexto temporal, los sistemas políticos del “mundo democrático” debían, simultáneamente, garantizar la libertad ciudadana y aminorar la desigualdad social, a través de un reparto más justo de los bienes e ingresos de la población, mediante la actuación, entre otros instrumentos, del aparato fiscal. Tal propósito obedecía a la voluntad, compartida por los países llamados libres, en aras de la preservación de los espacios institucional, ideológico y social, disputados -a escala planetaria- con la potencia soviética, durante la vigencia de la guerra fría. La regulación estatal representaba la solución adecuada, desde el momento en que los defectos más salientes del funcionamiento económico, desplegado hasta la década de los años treinta, habían consistido en el fracaso en pos de la ocupación plena y, de acuerdo a la prédica keynesiana, en la “arbitraria y desigual distribución de la riqueza y de las rentas” [11].

El aparato estatal pasará, en consecuencia, a asumir la responsabilidad directa de actuar, con el fin de conseguir un progreso económico más equitativo, desde el punto de vista social, en cuanto al reparto del producto generado en el orden nacional. Esta nueva conformación político-institucional fue calificada, de manera alternativa, mediante diversas expresiones, que muchas veces reflejan divergencias conceptuales profundas, tales como Estado de Bienestar o Benefactor (Welfare State), Providencia, Asistencial o, simplemente, <Estado Social>.

Modalidades renovadas de “intervencionismo” estatal

La continua reconversión de los métodos de fabricación permitió un aumento notable de la producción en serie y, mediante la asignación del gasto público se contribuyó a  propiciar el consumo masivo, apuntalando  la demanda El sostén del sistema de seguridad social, junto al despliegue de una estrategia redistributiva de los ingresos, correspondientes a distintos estratos de la sociedad -y reflejada en el crecimiento del poder adquisitivo de los trabajadores-, redundó en un mantenimiento del salario real, al margen de sus variaciones nominales. El citado proceso, acompañado de la aportación de una asignación salarial indirecta a la fuerza laboral, destinada a ciertas prestaciones de carácter previsional, derivó en un cambio sustancial de las condiciones materiales de vida de una importante masa de la población, la cual fue de algún modo integrada al funcionamiento del sistema económico.

Bajo condiciones de constante expansión económica (1947-1973), las clases obreras de los países capitalistas avanzados optaron por aceptar la política reformista socialdemócrata (en el sentido lato de la palabra, que llegó a englobar a los llamados eurocomunistas, o comunistas occidentales) de aceptación del pluralismo político, el fomento del Estado asistencial o benefactor (“Welfare State”) y la restricción de las reivindicaciones obreras al economismo, es decir, a la subida paulatina de sueldos y la mejora progresiva de las condiciones de trabajo [12].

Por lo tanto, en las sociedades “libres” de posguerra, dotadas de algún grado de desarrollo industrial, el ámbito estatal proveyó los instrumentos necesarios con el objetivo de asegurar la reproducción social de la población activa. Tal acción regulatoria tuvo el propósito, a su vez, de crear normas que orientasen la interacción entre los diferentes colectivos, para la obtención de un consenso básico, legitimador del conjunto de relaciones intersectoriales e interclasistas. Asimismo, el nivel relativo de eficacia de dicho proceso respondió a su capacidad de cara a que esas premisas fueran percibidas en tanto expresión de intereses universales, en un contexto signado por tensiones estructurales, derivadas de dispares situaciones económicas de clase. De allí la dificultad en términos del alcance de un punto de equilibrio entre las necesidades propias del aparato productivo, en general, y aquellas otras correspondientes al esquema reproductor de la fuerza laboral, dentro de un marco normativo, consensuado, medianamente equilibrado en orden al reparto de la riqueza generada por la sociedad .

El apogeo del Estado de Bienestar promovió la articulación de las necesidades de los sistemas económicos nacionales con una considerable armonía, entre grupos sociales portadores de intereses contrapuestos. Debido a ello, su desguace progresivo, a partir de la década del setenta  conllevó un proceso gradualmente disgregador de la sociedad, causado -entre otros factores- por la desactivación de las políticas estatales de tipo social.

El conjunto antedicho de transformaciones sociales se afirmaba en ciertos preceptos que, en la práctica, constituían el reverso de la tendencia a la pauperización masiva, característica del capitalismo correspondiente a la primera etapa de la revolución industrial [13]. Por vía de la fijación de una norma de consumo obrero, la clase trabajadora se transformaba en importante agente consumidor, en la medida en que el esquema de organización productiva, basado en el modelo fordista, colocaba una “canasta estandarizada de bienes” al alcance del poder adquisitivo de una parte considerable de la fuerza laboral, lo cual mejoró ostensiblemente sus condiciones económicas y sociales.

 

El significado del “pacto social” keynesiano

A partir de los realineamientos señalados, los antagonismos manifiestos entre los sectores del capital y del trabajo tienden a apaciguarse, en la medida en que el <contrato keynesiano>, arbitrado estatalmente, incorporó a las principales organizaciones sindicales en el engranaje de representación institucional de intereses, frente a las asociaciones patronales. Dicha configuración remite a una modalidad conflictiva normativizada, funcional al régimen de acumulación, de esencia no disruptiva, en el contexto de una transformación gradualista y pragmática de las relaciones sociales de producción. De manera que, al mismo tiempo que las direcciones empresariales debían moderar su accionar discrecional y abusivo, respecto del uso de mano de obra contratada, las clases trabajadoras abandonarían su “rebeldía espontánea”, o en todo caso su ideologización política en términos extremos.

La conformación <contractual> de la sociedad del bienestar motivó la elaboración de teorías que significaron una revisión profunda de la concepción marxista, desarrollada un siglo antes, sobre el fenómeno de “proletarización de las clases medias”, inherente al avance del régimen capitalista industrial, que conduciría a la polarización extrema entre la burguesía y el proletariado, situación generadora de las condiciones objetivas de la revolución socialista. En contraste frente a tal visión, el mundo de posguerra fue testigo de una especie de aburguesamiento de la “aristocracia obrera” de los países económicamente avanzados, es decir la cooptación de los sectores privilegiados de dicha clase, por parte del sistema capitalista. Surgieron entonces nuevos enfoques acerca de la estratificación de las sociedades industrializadas, que consideraron la emergencia de un segmento formado por cuellos blancos, o trabajadores administrativos, requeridos por la modernización burocrática del aparato productivo [15]

En última instancia, el Estado Benefactor promocionó una reestructuración de la sociedad en la que nuevos segmentos de estratos medios, relacionados con funciones intermediarias de servicios o de comercialización, coexistían con una clase obrera transformada, incluida en el ámbito económico y en la cultura del consumo, consolidando la conformación de un núcleo estable de trabajadores administrativos y manuales, con niveles de seguridad e ingresos laborales suficientes como para garantizar la pacificación social. Aparece en tal coyuntura histórica la necesidad de tratar la cuestión de la <calidad humana de vida>, cuyo estudio -a partir del encuadre teórico expresado principalmente en Europa occidental- requiere un enfoque abordado desde la perspectiva del análisis de los recursos puestos por la sociedad a disposición de los individuos. Esta visión entronca con la problemática del Estado de Bienestar, y con la consiguiente puesta en marcha de la política social [16]. 

Dentro de dicho marco institucional, y asentado en un esquema económico reconvertido sobre la base de la moderación de las tensiones  entre clases, el aparato estatal -a fin de garantizar el mantenimiento de los acuerdos corporativos- desempeña una función relevante, sosteniendo la prestación de servicios sociales y el consumo “popular”, a partir de la reasignación del gasto público. Éste se orienta a la concreción de proyectos de inversión en obras asistenciales o de infraestructura, en la media en que ello no implicase la reducción de los márgenes de beneficios y utilidades apropiado por el capital privado [17].

 


[1] Barán, Paul y Sweezy, Paul, El capital monopolista. Ensayo sobre el orden económico y social de Estados Unidos, México, Siglo XXI, 1985 [primera edición en inglés, 1966].  [2] Alonso, L.E., ob. cit., pág. 30

[3] Woodward, Joan, Industrial organization: theory and practice, Oxford University Press, 1965.  [4] Palloix, Charles, Le procés de travail: du fordisme au néofordisme,; París, revue “La Pensée”, N° 185, 1976. Fue este autor quien acuñó el término <neofordismo>, al promediar la década de los setenta, es decir cuando ya había comenzado a manifestarse la crisis del “contrato social” de posguerra.  [5] Aglietta, M., ob. cit. No obstante, tal modalidad particular de socialización fue criticada por diversos sectores políticos e intelectuales, en tanto “proceso degradador que sobre la naturaleza tiene [el mecanismo] de industrialización, y los valores materialistas y de consumo que priman en la sociedad” (Prior Ruiz, Juan Carlos, La calidad de vida de la mujer trabajadora,; Granada, Universidad de Granada, 1997, págs. 82-83).  [6] Gorz, André: La metamorfosis del trabajo; Madrid, Sistema, 1997. De acuerdo a la visión particular de este autor, tal configuración se contrapone a una concepción comunitaria, representando una incentivación a recluirse en la esfera de la vida privada, prioritándose la meta del logro de beneficios personales, lo cual coadyuva a la disgregación de los lazos solidarios de ayuda recíproca, el sentimiento de pertenencia, la cohesión social y familiar. En esta situación, el individuo socializado por el consumo no representa ya una persona socialmente integrada sino, por el contrario, un sujeto incitado a “ser él mismo” (págs. 65 a 69).  [7] Por ocupación, o empleo, “plenos” se interpreta convencionalmente -desde una perspectiva econométrica- un estadio en el cual el índice de trabajadores parados es inferior al 5% de la población económicamente activa de un determinado país. Por ejemplo, en la actualidad, los Estados Unidos de Norteamérica experimentan esa situación, aunque los empleos sean -en gran parte- temporales, “flexibles” o precarios.  [8] A los efectos de caracterizar la emergencia del Estado social, se consideraron varios aspectos tratados por Castel, R., ob. cit. Asimismo, se tuvo en cuenta  el enfoque previo, y relativamente crítico, abordado por Offe, Claus, a través del texto Contradicciones del Estado del Bienestar (Madrid,  Alianza, 1991). Al respecto, este último autor estimaba que la provisión de los recursos aportados por el conjunto de políticas sociales no debe depender de la caridad voluntaria, sino de la acción estatal orientada por un criterio no productivista, en cuanto manifestación poderosa del accionar colectivo.  [9] La caída estrepitosa de la bolsa de valores de Nueva York repercutió a nivel internacional, dentro del mundo occidental ya que, aunque tuvo por epicentro la economía estadounidense, se produjo en una instancia donde la potencia norteamericana devenía gradualmente hegemónica, en el campo de las sociedades capitalistas.  [10] Polanyi, Karl: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico; Madrid, La Piqueta/Endymion, 1997. En forma simultánea al apogeo de la revolución industrial en los países centrales, ya durante la segunda mitad del siglo XIX, se produjo cierta  reacción universal de carácter colectivista, frente al giro expansivo adoptado por la economía de mercado, resultando tal hecho una demostración palmaria del riesgo impuesto a la sociedad por el intento de aplicación del “principio utópico de un mercado autorregulador”. La creación de un ámbito social protectivo deviene complemento obligado de dicho proceso teniendo en cuenta que, en definitiva, el factor que de alguna manera obligó a la intervención política en la esfera económica consistió en la emergencia de una instancia crítica, comprometedora de la misma permanencia del sistema, sirviendo la salida intervencionista a efectos de asegurar mínimamente la reunificación del cuerpo social, amenazado en su integridad por los efectos disolventes de los conflictos clasistas.  [11] Keynes, John Maynard, Teoría general del empleo, el interés y el dinero, México, Fondo de Cultura Económica, 1983 [publicado originalmente en 1936].  [12] Giner, Salvador, Sociología, Barcelona, Península, 1999, pág. 265.  [13] Alonso, Luis Enrique: Crisis de la sociedad del trabajo, exclusión social y acción sindical: notas para provocar la discusión; (c) Germania, S.G.S.L., Alzira - Comisiones Obreras, 1999.  [14] Entre los motivos determinantes de su proclividad a acentuar un reparto desigual de la riqueza nacional, el manejo predominantemente mercantil de la economía no creaba las condiciones necesarias a fin de apuntar a una situación de “pleno empleo”, enfrentando el proceso de subutilización de la fuerza de trabajo. En cuanto fundamento de la nueva estrategia gubernamental señalada, se reconocía que el accionar <libre> del mercado no representaba, justamente, el mecanismo adecuado en orden a diseñar y transmitir los lineamientos directrices de la política económica, en orden a la asignación y redistribución de recursos en el ámbito nacional. La concepción relativa a una supuesta armonía natural, establecida mediante el funcionamiento pleno de las leyes de la oferta y de la demanda, fue desplazada por la creencia acerca de la imperiosidad de buscar cierto grado de consenso entre los diferentes sectores sociales, a efectos de lograr un equilibrio estable, irrealizable a través del “pilotaje mercantil automático”.  [15] Ver, por ejemplo, la obra de Mills, Charles Wright, Las clases medias en Norteamérica (Madrid, Aguilar, 1961). Corresponde indicar que la integración del movimiento sindical, dentro de la estructura político-institucional de los países capitalistas “centrales”, junto al papel amortiguador de los conflictos de clase, en virtud del crecimiento de estratos medios ideológicamente moderados (liberales o conservadores), emergió en el contexto de gobiernos democráticos. En cambio, algunas regiones periféricas -dependientes- respecto se aquel núcleo hegemónico, manifestaron una mayor polarización social y, en muchas ocasiones, la reivindicación de los grupos sociales más desfavorecidos corrió por cuenta de regímenes de facto, con distintos grados de autoritarismo.  [16] De acuerdo a una interpretación alternativa, defendida por la Organización Mundial de la Salud, el concepto de calidad de vida atañe a “la percepción por parte de los individuos o grupos de que se satisfacen sus necesidades y no les niegan oportunidades para alcanzar un estado de felicidad y realización personal” (Sevilla, Glosario de Promoción de la Salud; Consejería de Salud de la Junta de Andalucía, 198, pág. 7 -citado por Prior Ruiz, J.C., ob. cit., nota N° 116, pág. 24-).  [17] El Estado de Bienestar cristalizó en una estructura social constituida en términos de cierta dinámica centrípeta integradora, que apuntaba hacia el logro de una situación de crecimiento sostenido y progresivo. Ello conllevaba la creación de “identidades estabilizadas en grandes espacios colectivos a partir de una solidaridad pasiva, tutelada por la idea de un Estado intervencionista moderadamente redistributivo” (Alonso, L.E., “Crisis...”, ob. cit.

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