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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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ESTADO DEL BIENESTAR Y SISTEMA DE SEGURIDAD SOCIAL - Juan Labiaguerre

Durante alrededor de las tres décadas inmediatas de posguerra, los gobiernos occidentales llevaron a cabo estrategias <intervencionistas>, mediante las cuales la expansión productiva incentivó la reactivación de la demanda de objetos de consumo. Mediante la emergencia del Estado de Bienestar, la relación contradictoria entre las clases sociales fue de algún modo institucionalizada, moderándose la radicalidad político - ideológica de su antagonismo, alimentada por las manifestaciones crudas de su anterior versión “salvaje”.

La consigna del dejar hacer había significado la prescindencia -relativa- de la actuación estatal con relación a los mecanismos de acumulación, supuestamente determinados por las <leyes de oferta y demanda>, cuando en realidad garantizaba el marco jurídico apropiado, para el resguardo y la continuidad de los procedimientos de reproducción del capital. Este aseguramiento requería el control social y, llegado el caso, el accionar gubernamental represivo frente a las demandas y protestas de los sectores económicamente desfavorecidos o, en otras palabras, la acción expeditiva del “Estado gendarme”.

El dilema entablado entre <Estado o mercado> alude al rol que cada uno de ellos debería desempeñar en la evolución económico-social; en cuanto al primero, puede consignarse que: el Estado juega un papel clave en el desarrollo y de hecho en la economía del desarrollo. El Estado planea e interviene en la economía para superar fallas del mercado, enfrentar circunstancias externas, proveer bienes públicos, superar la falta de actividad financiera del sector privado, o lo inadecuado de ésta, etcétera...en esta visión el Estado es racional, progresista y actúa en favor del interés nacional, justificando un aparato estatal fuerte a fin de aumentar el poder de negociación financiera del país en relación con las corporaciones transnacionales y en el interior de la economía mundial [1].

Sin embargo, el Estado Benefactor evidenció, de modo paulatino, una instancia de saturación -producto de su misma lógica operativa-, al toparse con un límite, establecido por la propia racionalidad interna de su estructura, y expresado en su incapacidad para realizar una planificación integral, que asegurase la continuidad de sus mecanismos de integración colectiva. De manera que su objetivo en torno a extender progresivamente el proceso de democratización social, que derivaría por mera “inercia” en el aumento indetenible del nivel de las demandas de todos los segmentos de la sociedad, aun de los más carecientes, enfrentó barreras insalvables.

Ese obstáculo respondió a que la administración pública generó un creciente déficit presupuestario fiscal, provocado por el mantenimiento de las políticas <keynesianas>, y el capital privado no se hallaba dispuesto a financiar un andamiaje, socialmente protector e “inclusivo”, que no podía autosostenerse con recursos estatales genuinos y propios. Debe tenerse en cuenta que el funcionamiento adecuado del mercado que nunca dejó de incidir en el manejo de los resortes económicos, siempre requirió el accionar de elementos extraños a la esencia del mismo, es decir factores extramercantiles.

La progresiva racionalidad del capitalismo organizado, o “tardío”, tendió a privilegiar la programación tendiente a que los actores económicos, comenzando por la mano de obra asalariada, se autorregulasen, mediante prácticas que apuntaban a motivar a los trabajadores, en pos de objetivos pragmáticos. Este proceso requiere de una dinámica que remite al ejercicio de cierto <poder>, vinculado a funciones jerárquicamente graduadas en torno al prestigio, el dinero o la seguridad, es decir a mecanismos predominantemente “incitativos”. Pero también se llevaron a cabo procedimientos de carácter prescriptivo, los cuales coaccionan a los trabajadores a asumir conductas funcionales, en general reglamentadas y formalizadas, en orden a la consolidación de aquellas actitudes demandadas por la organización empresarial o el ente empleador [2].

El rol funcional del Estado Benefactor

En el periodo de posguerra cambia, entonces, la relación entre el Estado y la economía, generando fenómenos sociales nuevos que provocan profundas transformaciones, puesto que la acción público - administrativa afecta el modo de generación de valor excedente, por parte del capital privado. Es decir que la intervención estatal incide sobre el proceso de acumulación, con el propósito de solucionar los déficits, de carácter funcional, que presenta el mecanismo automático del mercado. Dentro de ese contexto, el <procedimiento puramente mercantil> se ve desplazado, en sectores económicos crecientemente extendidos, por un “compromiso cuasipolítico” entre organizaciones patronales y sindicales, referido a las condiciones y remuneración del trabajo.

No obstante lo expuesto, tal pacto social resultó relativo y parcial, teniendo en cuenta la atomización de intereses originada en la ruptura de las identidades convencionales de clase. Por lo tanto, el reequilibrio gestado entre el accionar del mercado y el proceder del ente gubernamental resulta ficticio, en la medida en que el último no puede, frente a determinadas condiciones marginales, “controlar adecuadamente al sistema económico, produciendo de esta forma una crisis de demandas insatisfechas[3].

En la coyuntura descrita, entonces, el sistema público - administrativo apunta a satisfacer diversos imperativos económicos, regulando los ciclos mediante la instrumentación de un planeamiento global, y promoviendo condiciones favorables de valorización del capital, sobre todo aquel acumulado en forma excesiva. La reglamentación se encuentra acotada por el poder decisivo, detentado por las firmas particulares, sobre el empleo de medios de producción, basado en la irrestricta libertad de inversión de la que gozan las empresas privadas. Aun así, la estrategia planificadora asegura el mantenimiento de un marco de relativa estabilidad macroeconómica, a través de disposiciones anticíclicas -que orientan las políticas monetaria y fiscal- y medidas encaminadas a la articulación programada de la demanda global y de las inversiones. En otras palabras, "la planificación global manipula las condiciones marginales en que las empresas privadas tienen que adoptar sus decisiones", corrigiendo la perturbación y los desajustes de los mecanismos propios del mercado, originados en efectos disfuncionales colaterales, hipotéticamente no deseados [4].

A partir de las falencias de procesos sesgados por la dinámica mercantil, y teniendo en cuenta las implicaciones de su -interesadamente-supuesta <autorregulación>- se erosiona la doctrina liberal ortodoxa, referida al supuesto intercambio equitativo. En tal sentido, la readecuación del sistema económico frente al nuevo marco institucional administrativo tiende a “repolitizar” las relaciones de producción, intensificando asimismo las necesidades de legitimación política de la renovada estructura social de la estratificación. Por lo tanto, el ente gubernamental, no limitado al reaseguramiento en el orden jurídico de las condiciones generales de producción, tal como era su función durante la vigencia del capitalismo salvaje, sino activamente interventor en las mismas, demanda una legitimidad de tipo cercano, en algunos aspectos parciales y puntuales, a la de un Estado <precapitalista>, aunque ya sin poder recurrir a su cobertura ideológica tradicional [5].

Es necesario aclarar que, aun durante el auge del fordismo, el trabajo nunca representó una fuente profundamente enraizada de integración o cohesión social, dada la fragilidad innata de las vinculaciones establecidas por la actividad laboral “moderna”, en contraste con las relaciones interpersonales, y entre colectivos, de carácter específicamente comunitario. Las ocupaciones remuneradas fordistas, aunque regulares y estables, sólo insertaban a los individuos dentro del “proceso del trabajo social, en las relaciones sociales de producción, en tanto que constituyentes estrechamente imbricados y funcionalmente especializados de una inmensa maquinaria” [6]. Dicha forma de trabajo se acoplaba a los requisitos objetivos y funcionales del dispositivo económico general, comandado por los dictámenes del régimen vigente de acumulación, para cuyo cumplimiento (y simplemente a tales efectos) se hallaba “socialmente determinado, homologado, legitimado, definido por las competencias enseñadas, certificadas y aranceladas” [7]

Al margen de esa subordinación del trabajador, la estructura organizativa laboral en la sociedad asalariada, obviando los propósitos implícitos en el diseño de su estrategia, proveían al <ser humano que trabaja> el sentimiento de “ser útil”, de manera objetiva, impersonal, anónima y reconocida como tal. Ello remitía a la retribución fija obtenida, y a los derechos sociales ejercidos, correspondientes al estatuto del empleo en sí mismo, atributos ligados a la función llevada a cabo mediante gran parte de las ocupaciones. En otras palabras, el individuo asalariado se encontraba inserto en el engranaje de la producción económica, aunque ésta se disociara de los valores subjetivos pertenecientes a la personalidad de aquél.   

De cualquier modo, a pesar de tales dependencia y parcelación personales, inherentes a la inclusión social de la fuerza de trabajo, los ciudadanos aceptaban -debido a la vigencia del marco protector suministrado por el Estado- la funcionalidad de sus actividades, haciéndose efectiva de esta forma una integración condicionada. El ente estatal proporcionaba al trabajador-consumidor ciertas compensaciones sociales frente a la pérdida de su autonomía, cristalizadas en el derecho al usufructo de prestaciones de servicios socializados. Esta contraprestación subsanaba el deterioro sufrido por las relaciones laborales autorreguladas, reemplazando los vínculos de índole comunitaria tradicional por modalidades valorativamente “neutras” de socialización, propias de un consumismo planificado.

Más allá de los alcances diferenciados, de acuerdo al grado de evolución económica logrado en distintas sociedades -menor en la periferia del sistema capitalista mundial-, la forma característica de generación de plusvalía incorpora la actuación del sector público, por lo que el aparato estatal se hace cargo de la producción de bienes de uso colectivo. En ese sentido, el mantenimiento de una infraestructura socializada -tanto material como “cultural”- permitía su aprovechamiento por parte del capital privado, en términos de reducción de costos. Ello obedecía a que de ese modo se incrementaba el valor de uso de los capitales individuales, al favorecer el aumento de la productividad del trabajo, expresado a través del abaratamiento de la inversión en capital constante y del aumento de la tasa de plusvalor. Asimismo, la organización del sistema educativo oficial acrecentaba aquella productividad, en virtud de la promoción de la calificación laboral de la mano de obra contratada [8].

De acuerdo al conjunto acumulado de factores reseñados, el desenvolvimiento del Estado de Bienestar se vió reflejado en una creciente bifurcación de las vidas pública y social, es decir entre el interés general y las demandas sectoriales de la población, las cuales se atendían por vía de un proceso de <socialización> peculiar. Sin embargo, dicho equilibrio medianamente estable, aunque superficial, no impidió el surgimiento de divergencias, originadas en cuestiones político-electoralistas coyunturales, frente a la presencia, potencialmente amenazante, de coerciones de orden sistémico. Esa presión redundó, en definitiva, en una ampliación permanente de los ámbitos comprendidos por el sistema público-administrativo y, consiguientemente, de los poderes reglamentarios estatales [9]

Un elemento crucial de este esquema radicaba en la fijación cuasi política de la cuantía de las remuneraciones salariales, a partir de la conformación de acuerdos básicos entre asociaciones empresariales y sindicatos de trabajadores, con eje en el sector monopólico de la economía. Al respecto, en el mercado de trabajo correspondiente a ese sector el mecanismo de la competencia fue reemplazado, en gran medida, por la formación de compromisos entre organizaciones corporativas, en virtud de los cuales el Estado delegaba -parcialmente- su poder coactivo, legitimado desde el punto de vista jurídico. De manera que la supresión del predominio de una relación económico-mercantil, a partir de la instrumentación política del sistema retributivo, socavó el funcionamiento libre del mercado laboral y, además, trasladó el incremento de costos del factor trabajo a los precios finales de los productos. Esta transferencia constituyó un resarcimiento para las empresas, por el logro del apaciguamiento del conflicto entre la patronal y los trabajadores, especialmente en aquellos sectores dinámicos de la producción, que requieren un uso mayormente intensivo de capital.

Las políticas keynesianas, y su articulación con el modelo fordista de organización del trabajo representó una formación económico-social inédita desde el surgimiento del capitalismo industrial. En efecto, sus patrones de mediación institucional de las relaciones entre sectores, y del antagonismo entre clases con intereses enfrentados, forjaron una sociedad donde los compromisos solidarios colectivos alcanzaron el máximo grado posible, dentro de los condicionamientos propios del régimen de producción vigente. Partiendo de esta reseña, pueden abordarse los mecanismos específicos de integración social e inserción ocupacional, característicos del Estado Benefactor. 

 

La expansión del ámbito de la seguridad social

Durante esta etapa se logró la formación de vinculaciones sociales peculiares, que posibilitaron la compatibilización del crecimiento económico sostenido, a escala nacional, con una estrategia redistributiva de los ingresos de la población, lo cual indujo a considerar dicho sistema como “sociedad del bienestar" [10]. Puede sostenerse que el trabajo representaba el medio de inclusión social y de acceso legítimo a los recursos destinados a satisfacer necesidades vitales. Las políticas sociales, en tal escenario, cubrían además los requerimientos no contemplados por el salario directo o el ingreso laboral de los sectores autónomos. Las condiciones de vida, resguardadas por la esfera de la seguridad social aludían, en la posguerra, a una especie de transferencia de propiedad, centrada en las inserciones ocupacionales, y mantenida bajo la égida estatal. Es así como Estado, cobertura socioprevisional y mercado de trabajo se ligan indisolublemente pues en una sociedad, reorganizada alrededor de los empleos estables, era la propia posición laboral el equivalente de las protecciones históricamente aseguradas por la posesión de bienes [11].

La condición ocupacional característica del apogeo de la <sociedad industrial> no consistía solamente en la estabilidad del empleo, sino también en la vigencia concreta de un cúmulo de atribuciones, tales como la jornada laboral de ocho horas, la cobertura socio-previsional, el derecho al cobro de indemnización en caso de despido y al goce de vacaciones pagas, no fraccionadas, en periodos elegidos por el trabajador, entre las más importantes. Esencialmente, este conjunto de implicaciones conllevaba la factibilidad de una relativa movilidad social ascendente, anclada en la misma identidad estatutaria, brindada por la actividad productiva remunerada [12].

 

                                               


[1] Kay, Cristóbal: Neoliberalismo y estructuralismo, Regreso al futuro; México, Revista “Memoria”, N° 117 (Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista), 1998

[2] Gorz destaca, al respecto, que sólo los métodos de índole incitativa garantizan cierto tipo de integración funcional, desde el momento en que inducen a los individuos a prestarse de buen grado a la realización de una actividad instrumentada en forma predeterminada.

[3] Asimismo, “la necesidad de distribuir el producto social de forma desigual, y sin embargo legítima, obliga al Estado a una repolitización de las relaciones de producción” considerando que ya no es suficiente apelar a la justicia inmanente del mercado, sino que deviene necesario recurrir a algún programa subsidiario, de manera que “Estado subvenciona y reemplaza al mercado allí donde éste fracasa en sus funciones de producción y de acumulación”. El citado nuevo rol estatal genera el efecto no deseado de despertar expectativas irrealizables en la sociedad civil, provocando el “aumento de la demanda de justificación pública del Estado”, produciéndose de esta forma una crisis de <inputs>, dado que el consenso social característico de la sociedad de suma positiva desemboca inevitablemente en un “cuello de botella” [Offe].

[4] Las atribuciones estatales, entre las que se cuenta el control indirecto de los procesos inherentes al mercado de trabajo, reflejan "el carácter reactivo de las estrategias de evitación en el marco de un sistema de metas definido por la fórmula abstracta de un equilibrio entre los imperativos contradictorios del crecimiento permanente, la estabilidad monetaria, la plena ocupación y el logro de una balanza comercial no deficitaria" [Habermas].

[5] Dentro del ámbito del capitalismo regulado las relaciones de producción se repolitizan en cierta forma, aunque ello no restaura la forma política representativa de la relación de clases porque “la anonimización social potencia la anonimización política”, implícita esta última en la interacción entre clases portadoras de intereses económicos potencialmente antagónicos [Habermas]. La separación de las esferas correspondientes al Estado y a la sociedad, entre el terreno marcado por el ámbito interactivo de la heterorregulación prescriptiva y el campo determinado por las <relaciones autorreguladas> tenderá progresivamente a acentuarse. Al asumir un aparato estatal reconvertido la representación del interés general, las cuestiones políticas devendrán dominio reservado a un núcleo reducido de dirigentes y gestores actuantes en tal esfera. En consecuencia, el poder institucionalizado, referido al “derecho de gestionar los aparatos del Estado, pasará a ser la apuesta principal de las luchas” en ese terreno. Asimismo, los conflictos de carácter político quedarán crecientemente circunscritos a determinadas organizaciones que fundamentan su vocación gubernamental “en su competencia en los asuntos públicos, solicitando de los electores el mandato de hacerse cargo de éstos”. El elector será captado sobre la base de su predominante carácter de consumidor y cliente mediante una propaganda política, cada vez más asimilada a los estándares de la publicidad comercial [Gorz].

[6] Gorz, André: Miserias del presente, riqueza de lo posible; Bs.As., Paidós, 1998, pág. 21

[7] Gorz, A., ídem, pág. 65

[8] Por otra parte, la evolución del trabajo requiere, para seguir siendo eficaz, la promoción de ciertos consumos compensatorios, condicionamiento que potencia el avance de la división funcional de actividades, determinando el surgimiento de necesidades complementarias las cuales, aunque parcialmente, sólo pueden ser atendidas por el aparato estatal. La asunción por parte del Estado de ciertos servicios acrecienta determinadas tareas administrativas e incentiva un desarrollo consumista, al tiempo que acelera la erosión de redes solidarias preexistentes, mediante la suscitación progresiva de aquella asunción pública. Además, en forma paralela, tiende a consolidarse una dependencia burocrática y una relación creciente de clientelismo estatal.

[9] Al respecto, se indica que en esta etapa “aparece una progresiva legitimación de la intervención del Estado en la vida social. Si primero la intervención se produce para tratar de limar aquellos aspectos más duros y agresivos del capitalismo incipiente, y después para reducir el conflicto y la presión sindical y revolucionaria, a partir de la segunda guerra mundial, con el ascenso al poder en la mayoría de los países europeos de partidos socialdemócratas y demócrata-cristianos, se produce una intervención mucho más decidida, y no paliativa, sino bajo un ideal redistributivo y de justicia social [junto a] un aumento espectacular en gasto social, incrementándose los servicios sanitarios, educativos y asistenciales, y un desarrollo económico intenso permite al Estado detraer grandes cantidades de dinero a través de una política fiscal progresiva” [Prior Ruiz]

 [10] Dentro de los mecanismos protectores, afines a los postulados del Estado de Bienestar, se destacan las asignaciones familiares correspondientes a los asalariados -que atienden la cobertura de los niños en edad escolar-, las obras sociales que resguardan la atención de la salud, el régimen jubilatorio y/o previsional del sector pasivo, las licencias por maternidad y enfermedad, la indemnización en caso de despido, las vacaciones retribuidas y el respaldo sindical. El conjunto de componentes mencionados tiende a reducir el eventual marco de incertidumbre generado por la situación asalariada, apuntando consecuentemente hacia niveles superiores de integración social de los trabajadores.

[11] Castel, R., ob. cit., pág. 302

[12] En forma simultánea a tal proceso, se manifiesta un cambio en las concepciones sociales sobre el bienestar humano, pudiéndose decir que “a partir de los años cincuenta y sesenta la sensibilidad social empieza a cambiar y, tanto entre los políticos como entre los investigadores, se hacen mayoritarios aquellos que consideran que medir el bienestar sólo desde el punto de vista económico es un reduccionismo simplista y arbitrario. La medición del bienestar tiene que tener en cuenta no sólo los factores económicos, sino también aquellos otros que influencian la vida diaria de la persona; vivienda, alimentación, asistencia médica, etc. Surge el concepto de nivel de vida, que hace referencia a los recursos que pone la sociedad a disposición de los individuos para su desarrollo” [Prior Ruiz]. 

 
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