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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

Cognición y Epistemología. Política y Sociedad, Estado, Democracia, Legitimidad, Representatividad, Equidad Social, Colonización Cultural, Informalidad y Precariedad Laborales, Cleptocracia, Neoconservadurismo, Gobiernos Neoliberales, Vulnerabilidad, Marginaciones, y Exclusión Colectivas y Masivas, Kirchnerismo Peronista, Humanidades, Sociología, Ciudadanía Plena, Descolectivización e Individualismo, Derechos Sociopolíticos, Flexibilidad ocupacional. Migraciones Laborales. Discriminaciones por Género, y Étnico-raciales, Políticas Socioeconómicas, Liberalismo neoconservador, Regímenes neoliberales de acumulación, Explotación laboral, Mercado de trabajo, Flexibilización y precariedad ocupacional, Desempleo, subocupación, subempleo, Trabajo informal...

ESTADO “PROTECTOR” Y APOGEO DE LA CONDICIÓN ASALARIADA – Juan Labiaguerre

 

            En forma prematura, ya durante la segunda mitad del siglo XIX, se produce cierta reacción universal de carácter colectivista frente al giro expansivo adoptado por la economía de mercado, resultando ella una demostración palmaria del riesgo impuesto a la sociedad por el intento de aplicación del “principio utópico de un mercado autorregulador”, según Polanyi. La creación de un ámbito social protectivo devino complemento forzado de dicho proceso teniendo en cuenta que, en definitiva, el factor que de alguna manera obligó a la intervención política en la esfera económica consistió en la emergencia de una instancia crítica, comprometedora de la misma permanencia del sistema que aparentaba demandar la autorregulación del funcionamiento mercantil, sirviendo la salida intervencionista a efectos de asegurar mínimamente la reunificación del cuerpo social, amenazado en su integridad por los efectos disolventes de los conflictos clasistas.

          Resguardando un espacio específico, y parcialmente compensatorio, frente al desmantelamiento institucional  moderno  operado sobre las estructuras protectoras del trabajador, según Castel, el liberalismo clásico ya había compatibilizado la creciente prescindencia estatal con cierta política social, al crear nuevas tutelas a efectos de reivindicar un significado -por entonces difuso- para el contrato laboral, “reconstruyendo lo extrasalarial en torno al salariado”, procedimiento equivalente a un plan de gobernabilidad política con el objetivo puesto en la recomposición del mundo del trabajo en términos de un sistema de obligaciones con raigambre ética Al respecto, Offe señala críticamente que la provisión de los recursos aportados por el conjunto de políticas sociales no debe depender de la caridad voluntaria, sino de la acción estatal orientada por un criterio no productivista, en cuanto manifestación poderosa del accionar colectivo.

            El Estado constituye la instancia referencial inmediata y prioritaria en el área de la reproducción social, recreando asimismo el reconocimiento de las pautas elementales orientadoras de la interacción colectiva  de la consiguiente perduración básica del conjunto de prácticas sociales impuestas a través del proceso de hegemonización [[i]]. Además, “el éxito relativo [transitorio] de dicho proceso deriva de la capacidad de que tales pautas se impongan como expresión de intereses universales, en el marco del conflicto secular derivado de la desposesión de los medios de producción”, equilibrando cierta medida las necesidades de la producción y aquellas otras correspondientes a la reproducción de los productores. En este sentido, la vigencia del Estado de Bienestar expresó dicha compatibilización provisoria, de acuerdo a los planteos expuestos, entre otros, por Habermas y Offe, cuya “implosión crítica” en la década de los años setenta propició el comienzo de un prologado proceso desintegrador y promovió la reconstitución de pautas e instituciones, lo cual condujo a la reconfiguración de un Estado y un ordenamiento social renovados.

            Frente al avance del régimen capitalista, los hombres y los recursos naturales debían protegerse de las consecuencias devastadoras de un mercado autorregulador aunque también -paradójicamente- la misma estructura organizativa de la producción realizada bajo la égida mercantil debía ser resguardarse [[ii]]. Las crisis cíclicas desatadas durante la vigencia del capitalismo libreempresista “salvaje” se expresaban bajo el ropaje de "problemas económicos de autogobierno no resueltos", de manera que las instancias amenazantes contra la integración sistémica constituían riesgos directos para el logro de la integración social; se trataba de crisis económicas originadas en el endoso de tareas integradoras al mercado, caracterizado éste por el funcionamiento de un  mecanismo netamente alejado de la esfera política.

            En ese sentido, "las crisis se vuelven endémicas porque los problemas de autogobierno temporariamente irresueltos, generados en periodos más o menos regulares por el proceso de crecimiento económico, por sí mismos ponen en peligro la integración social" [[iii]]; la relación de clases, en dicho contexto, se había institucionalizado, despolitizándose, sobre la base operativa del mercado de trabajo y, de acuerdo a Habermas, el crecimiento económico evoluciona con un trasfondo de crisis periódicas cíclicas, en la medida en que la estructura de clases se desplaza y transfiere al sistema de autogobierno económico, traslado que convierte los conflictos emanados de los intereses antagónicos de clase en una “contradicción de imperativos sistémicos".

            En ese sentido, históricamente el derecho social vigente en las etapas marcadas por el denominado capitalismo liberal, correspondiente a la revolución industrial de las economías avanzadas, sólo incumbía a los sectores marginados, a los que -puntualmente- se les prestaba asistencia, al encontrarse apartados de los circuitos del intercambio llevado a cabo entre los “individuos autónomos”; de manera que tal derecho no debía inmiscuirse en la problemática inherente a la fragilidad presentada por la condición asalariada y la precariedad laboral, en definitiva por la vulnerabilidad del trabajo. En este sentido, siguiendo a Castel, el liberalismo de comienzos del siglo XX en Francia concebía el derecho al socorro como sucedáneo del seguro obligatorio, o cobertura social del trabajador, en términos de barrera opuesta a la extensión del mismo; de acuerdo a dicha concepción, "la intervención del poder público sólo era legítima para hacerse cargo de esos casos límite, atípicos con relación a la condición del trabajador, que concernían a la asistencia".

            Sin embargo, en determinadas coyunturas donde los requerimientos propios de un mercado autorregulador devienen incompatibles respecto de las premisas básicas concurrentes a un desarrollo pleno del principio simbolizado en el laissez faire, el patrocinador convencional la economía liberal gira hacia una posición opuesta a la actitud dogmática no intervencionista, propiciando la adopción de los mismos métodos reglamentaristas y restriccionistas, anteriormente tachados de colectivistas [[iv]]. Por otro lado, el capitalismo de organización, coincidente en términos relativos y temporales con la vigencia del Estado de Bienestar, evidenció un límite racional manifestado en su impotencia estructural para llevar a cabo un planeamiento de tipo incrementalista democrático [[v]]; en este sentido, una administración planificadora genera inevitablemente un déficit de racionalidad, manifestándose indicios que acreditan la necesidad, intrínseca al sistema capitalista, de una proliferación de elementos aparentemente opuestos al modelo de acumulación, a partir de la generalización de ciertos parámetros orientativos, constituidos en obstáculos para el ejercicio de un control de comportamientos en pos de su adecuación a dicho modelo.

            La progresiva racionalidad económica otorgó una incidencia creciente a los subsistemas de autorregulación programada, en los que los instrumentos reguladores pueden responder, por un lado, a ciertas finalidades tendientes a motivar a los trabajadores en pos de objetivos extraños, proceso que requiere un poder vinculado a funciones jerárquicamente graduadas en torno de prestigio, dinero o seguridad, tratándose en este caso de reguladores de índole incitativa. Pero también existirían mecanismos regulatorios de carácter prescriptivo, los cuales “obligan a los individuos, bajo penas de sanciones”, a asumir comportamientos funcionales, en términos generales reglamentados y procedimentalmente formalizados, conductas demandadas por la organización empresarial. Gorz destaca al respecto que sólo los mecanismos incitativos garantizan cierto tipo de integración funcional, desde el momento en que inducen a los individuos a prestarse de buen grado a la realización de una actividad instrumentalizada en forma predeterminada [[vi]].

            El conjunto de reconversiones sociales llevadas a cabo en las naciones occidentales durante la posguerra se afirmada sobre tres fundamentos que, en la práctica, constituían en cierta forma el reverso de las condiciones de pauperización extrema características del capitalismo ultraliberal prefordista del siglo XIX [vii]. Mediante la constitución de una norma de consumo de masas, la clase trabajadora se transformaba inéditamente en relevante agente consumidor, en la medida en que el esquema de organización productiva basado en el modelo fordista colocaba una canasta estandarizada de bienes al alcance de las masas, incorporados dentro de sus condiciones de reproducción social.

          El operario estabilizado en términos de su propio consumo privado reflejaba la contracara expresada en el trabajador manual disciplinado por el ritmo de la producción en cadena; el obrero de mameluco, o de “cuello azul”, operario homogeneizado por el proceso industrial mediante la aplicación de a premisa mecanicista inherente a la propia producción en masa, y simultáneamente masificado él mismo a través de un tipo de  consumo regimentado sobre la base de grandes series indiferenciadas. Esta figura del proletariado contrastaba nítidamente con el escenario decimonónico dominado por la omnipresencia del obrero crecientemente pauperizado y de una correlativa cultura obrera contestataria, forjada en la lucha autónoma clasista; bajo la vigencia del fordismo el proletariado industrial tendía a devenir “espejo deforme de la clase media”. teniendo en cuenta la mutación de sus prácticas sociorreproductivas.

            Por otro lado, el Estado bienestarista, de clara impronta keynesiana, fomenta la intervención pública con el objeto de combatir al subconsumo social, apelando para ello a políticas específicas destinadas a activar selectivamente la producción orientada al consumo  colectivo. El eje paradigmático, que sostenía la decidida participación del Estado en la esfera de las relaciones económicas y sociales, resultaba justificado por la incontrastable falencia del mercado, considerado inhábil a efectos de generar automáticamente las condiciones básicas tendientes al logro de una menor inequidad de índole distributiva, al tiempo que incapaz para crear condiciones que acercaran a una situación de “pleno empleo” enfrentando los factores determinantes del proceso de subutilización de la fuerza de trabajo. Asimismo, implícitamente se llegaba a reconocer que el mercado no representaba justamente el mecanismo apropiado a fin de diseñar y transmitir los lineamientos directrices de la política económica en orden a la asignación y redistribución de recursos en el ámbito nacional. La concepción relativa a una supuesta armonía natural establecida mediante el funcionamiento pleno del mercado fue desplazada por la creencia acerca de la necesidad de la de la búsqueda de cierto grado de consenso entre los diferentes sectores sociales, a efectos de lograr un equilibrio irrealizable a través del pilotaje automático.

            Teniendo en cuenta los realineamientos descriptos las contradicciones sociales más explícitas y virulentas tienden a apaciguarse en la medida en que el contrato de raigambre keynesiana incorporaba a las principales organizaciones sindicales en el engranaje de las instituciones arbitradas estatalmente. Dicha configuración remite a una modalidad conflictiva relativamente normativizada, funcional al régimen de acumulación y de índole no esencialmente disruptiva, en el contexto de una interacción colectiva devenida gradualista y pragmática, abandonando en términos parciales su espontaneísmo o su ideologización. El Estabo bienestarista promovía una estructuración de la sociedad en la que nuevos segmentos de estratos medios, relacionados con funciones intermediarias de servicios o de comercialización, coexistían con una clase obrera remodelada, incluida en el ámbito económico y en la cultura del consumo, consolidando la conformación de un núcleo estable de trabajadores administrativos y manuales con niveles de seguridad e ingresos laborales suficientes como para garantizar la pacificación social.

            Dentro de esta marco sociopolítico, asentado en un esquema económico reconvertido en términos de las contradicciones entre capital y trabajo, el aparato estatal -a fin de garantizar el mantenimiento de los acuerdos interclasistas- emerge en su función de actor relevante, sosteniendo el consumo social sobre la base de la reasignación del gasto público, orientado a la concreción de proyectos de inversión en obras infraestructura o en servicios públicos, mientras los mismos no implicaran la reducción de los márgenes de beneficios y utilidades intangibles correspondientes al excedente económico apropiado por el capitalismo privado.

            El Estado benefactor se reflejaba en una estructura social modelada en orden a cierta dinámica centrípeta integradora, que apuntaba hacia el logro de una situación crecimiento sostenido y progresivo, movilizado por la visión optimista inspirada en la prédica keynesiana; ello conllevaba la creación de “identidades estabilizadas en grandes espacios colectivos a partir de una solidaridad pasiva tutelada por la idea de un Estado intervencionista moderadamente redistributivo” [[viii]].

            El ámbito propiciado por dicha sociedad del bienestar, según Alonso, tendía a promover una escisión ideológica radical entre el universo laboral y los factores condicionantes del proceso de pauperización, esferas que habían sido asimiladas mutuamente en el capitalismo decimonónico: el mundo del trabajo ingresaba en la trama urdida por la reconfiguración corporativista del modelo de acumulación, apoyada en las representaciones sectoriales de grupos de intereses bajo la mediación estatal, portando los sindicatos la voz cantante de las demandas del nuevo ciudadano social, el trabajador asalariado. En una etapa ulterior, nuevos movimientos sociales se constituyen en representantes de entidades extraeconómicas, contextualizadas en el sentido de expresión ciudadana, respecto de los requerimientos al margen de lo estrictamente material demandados por nuevos segmentos de clase media urbana.

            Sin embargo, en el otro polo de la estructura social las manifestaciones de pobreza y marginalidad aparecen como el foco residual, supuestamente ubicado en el reducto extralaboral y, debido a esta justificación, las luchas reivindicativas ya no tienen como eje al movimiento sindical y son trasladadas directamente al terreno estatal. En cuanto expresión emblemática de las falencias del mecanismo mercantil, la participación intervencionista del Estado, promotor de un asistencialismo activo, resultaba legitimado en función de un bien común hipotéticamente situado por encima de los intereses clasistas, bajo la figura del pacto entablado entre clases portadoras de intereses económicos contrapuestos o antagónicos.

            El funcionamiento estatal con orientación keynesiana devenía por lo tanto regulador-normalizador, mediante la generación de espacios desmercantilizados, propulsores de cierta relativa interiorizarización de aquellas consecuencias externas y de los efectos sociales perniciosos, paralelos y funcionales al crecimiento económico característico de esta etapa del régimen de acumulación capitalista. Las formas regulatorias de raigambre keynesiano-fordistas progresaban en consecuencia dentro de un marco signado por un núcleo central estabilizado en virtud de la producción y el consumo masivos, los derechos asignados a la ciudadanía social y el usufructo de determinados servicios, por un lado, frente a una conformación periférica socialmente desrregulada y relativamente desafectada de los circuitos prevalecientes de acumulación y reproducción social.

            Durante el periodo de posguerra, “a impulsos del keynesianismo fordista, las políticas macroeconómicas asumían la responsabilidad por el problema de la ocupación mientras que los riesgos inflacionarios eran generalmente controlados en el plano de la microeconomía, mediante acuerdos entre empresas y sindicatos”; se trata de una sociedad salarial donde “el empleo de tiempo completo y duración indeterminada, con protecciones legales y buenas remuneraciones, se convertía en el dispositivo clave de distribución del ingreso y conformaba [cierta] dimensión social de la ciudadanía” [[ix]].

            El desarrollo del Estado de Bienestar forjó simbólicamente la imagen de una sociedad integrada en torno al universo laboral, enfrentando la eventualidad de riesgos implícitos en el mismo mediante una metódica -y estratégica- instrumentación de políticas crecientemente abarcativas del espectro reflejado por la problemática social considerada globalmente; este mecanismo conllevó el “paso de la afirmación de los derechos civiles, a los políticos y, finalmente, a los sociales” [[x]]. 

            La conceptualización acerca de la sociedad asalariada, de acuerdo a la visión de Castel, remite a que “mediante la efectivización del derecho al trabajo se garantiza el bienestar de sus miembros, las empresas tiene un rol fundamental como integradoras, existe una condición salarial sólida, respaldada por un derecho laboral que consolida los mecanismos de integración” y estabilidad ocupacional; además, en tanto forma de asegurar la vigencia de mecanismos cohesivos mediante medidas estatales tendientes a la prevención del riesgo, son institucionalizados los resortes de la seguridad social, por lo que resultan cubiertas el conjunto de necesidades de los grupos sociales que no están involucrados directamente en la actividad económico-productiva. En este aspecto. las asignaciones familiares cubren a los niños en edad escolar, las obras sociales garantizan la atención de la salud, el sistema previsional resguarda a los trabajadores jubilados, las pensiones atienden los casos de invalidez y el seguro de desempleo presenta una incidencia concreta y extendida [[xi]].  

            Las políticas sociales, “en tanto expresión fragmentaria de la unidad del Estado”, representan un espacio crítico -al decir de Grassi-, en la medida en que ellas “remiten a la reproducción en dos sentidos que se implican mutuamente: en el de la legitimación del Estado y en de las necesidades de reproducción de la vida”; dichas políticas implican determinadas prácticas institucionalizadas estatalmente y, al mismo tiempo, son capaces de implementar ciertas normativas, tales como -por caso- la determinación de pautas que orienten la estipulación acerca de quienes deberían resultar los sujetos destinatarios de la acción social del Estado y del establecimiento de las justificaciones de las mismas].

            En consecuencia, las políticas llevadas a cabo por el Estado moderno “se definen, no a partir de una entidad metafísica con capacidad decisoria por sobre la sociedad, sino de la acción -también en el campo cultural- de actores y sujetos en conflicto y estructuralmente ubicados de manera desigual”, es decir que las políticas estatales equivalen a la institucionalización de las condiciones de estas confrontaciones y, al mismo tiempo, de aquellas formas a través de las cuales las relaciones se materializan, portando condiciones y modalidades continuamente reconstituidas [[xii]]. 

            Se manifiesta una ruptura parcial con el esquema liberal ortodoxo cuando emerge el Estado “social” benefactor, recuperándose fragmentariamente ciertos principios de reciprocidad y redistribución -siguiendo a Polanyi- característicos de las comunidades tradicionales, aunque en la nueva coyuntura actuantes en tanto moduladores del propio accionar del mercado. En esta instancia, el organismo estatal asume un rol destacado “en la planificación económica y en la protección del tejido social”, desde que  la estipulación de un salario mínimo, el establecimiento de mecanismos de cobertura frente a la enfermedad y al desempleo, es decir la consideración de la seguridad social en general, eran llevados a cabo a partir de políticas económicas directrices en términos de la fijación de tasas de interés, digitadas en orden al desarrollo de determinadas áreas prioritarias de inversión, y regulatorias respecto de los flujos monetarios, controlados por los bancos centrales. Como trasfondo de esta readecuación del modelo de acumulación capitalista se propiciaba la articulación de economía y sociedad a través del papel mediador estatal, motor económico, principal agente de los servicios asistenciales e “instancia redistributiva por antonomasia, centro de apropiación de la comunidad” [[xiii]].

            Dentro del ámbito de la organización social singularmente integrada mediante las políticas del Estado de Bienestar, emerge en principio la preocupación por aquellos grupos marginados con relación a dicha integración, aunque resultan genéricamente considerados en cuanto “minorías severamente desfavorecidas”, abriéndose entonces un debate alrededor del significado de la presencia de sectores de la sociedad excluidos radicalmente, conceptualización que remite a nociones tales como la de “infraclase, lumpenproletariado o subclase”.

            Así como imponer un mercado concurrencial del trabajo significó una transformación relativa de las relaciones sociales, la sustracción parcial del trabajo respecto del dominio mercantil excluyente supuso un cambio considerable, en la medida en que el contrato laboral deja de ser una figura de índole privada; no solamente las condiciones de labor fabril, las jornadas horarias y las modalidades contractuales se establecen mediante el control de las pautas del mercado, sino que el salario básico, la participación del movimiento sindical y la intervención de diversas instancias públicas configuran un renovado marco institucional cuyo carácter tiende a redefinir el modelo organizacional de la esfera productiva [xiv]]. 

 


[i] GIDDENS, Anthony: Las nuevas reglas del método sociológico; Bs.As., Amorrortu, 1987

[ii] POLANYI, Karl: "La gran transformación. Crítica del liberalismo económico"; Madrid, La Piqueta/Endymion, 1997, pág. 218

[iii] HABERMAS, J., Problemas, ob. cit., págs. 42-43

[iv] POLANYI, K., ob. cit., págs. 242-243

[v] FUNKE, R., citado por Habermas, J., Problemas..., pág. 86

[vi] GORZ, André: Metamorfosis del trabajo; Madrid, Sistema/Politeia, 1997, pág. 55

[vii] ALONSO, Luis Enrique: Crisis de la sociedad del trabajo, exclusión social y acción sindical: notas para provocar la discusión; (c) Germania, S.G.S.L., Alzira - Comisiones Obreras

[viii] ALONSO, L.E, ibídem

[ix] NUN, J., El futuro.... ob. cit.

[x] MURMIS, M. y FELDMAN, S., ob. cit., pág. 190

[xi] BECCARIA, L., y LOPEZ, N., ob. cit., págs. 85-86

[xii] HOLLOWAY, J.: La reforma del Estado: capital global y Estado nacional; Bs.As., revista “Doxa”; N° 9/10, 1994

[xiii] ALVAREZ-URIA, F. Y VARELA, J.: en Polanyi, ob. cit., Presentación.

[xiv] POLANYI, K., ob. cit., pág.392

 

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