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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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FOCALIZACIÓN O UNIVERSALISMO DE LAS PRESTACIONES SOCIALES - Juan Labiaguerre

La primigenia administración peronista no tuvo un carácter esencialmente “clientelar”, sobre todo en la medida en que carecía -por entonces- de una base social formada, de manera prioritaria, por los grupos “desintegrados” de la sociedad, tal como se fueron constituyendo en épocas más recientes, portando ideologías heterogéneas, a veces contrapuestas, entre sí [1]. La política social característica de los dos primeros gobiernos de Perón procuraba una dinámica inclusiva integradora mediante la inserción ocupacional, y por vía del involucramiento decisorio de las representaciones sindicales; no obstante ello, se tomaban medidas de tipo asistencial, propiamente dicho, la cuales atendían a una proporción mínima de la población estimada en su conjunto [2]; esa modalidad convencional de asistencialismo resultaría permanente en el transcurso de toda la historia nacional hasta nuestros días [3]. Las políticas activas, que apuntan a la creación de fuentes auténticas de empleo, son escasamente aplicadas, a los efectos de disminuir la desocupación, debido a que aquellas atentarían contra el esquema de poder clientelar y de cooptación sistemática de las clases bajas para el sustento del aparato político; por otro lado, en áreas emblemáticas, tales como educación, salud y previsión social, existió una tendencia histórica permanente que mixturó el particularismo con los sistemas universalistas [4].

El peronismo, en particular, impulsó una dinámica creciente respecto del alcance y del funcionamiento de las obras sociales, mediante la fusión del servicio médico asistencial con la fortaleza gradual de los diferentes gremios, a través de la atención por parte de los sindicatos. Con relación a la esfera de la atención previsionales, dicho movimiento político en el gobierno desde mediados de la década de los cuarenta- extendió el horizonte de su cobertura, ofreciendo al mismo tiempo beneficios nuevos, reflejados en la coexistencia de numerosas Cajas, junto a la promulgación de leyes en ese sentido correspondientes a diversas actividades [5]. Ulteriormente, entre los años sesenta y setenta, las sucesivas dictaduras militares emprendieron una relativa y paulatina “descentralización de la capacidad asistencial del sector público nacional al ámbito de las provincias”; en el transcurso del régimen institucional de facto concluido en 1983 fueron desplegadas políticas vinculadas progresivamente con los procedimientos propios del “libre mercado” [6].

Debe señalarse que la reconversión del papel estatal en la órbita capitalista internacional, a partir de las últimas décadas del siglo XX, conllevó en general la reafirmación de una perspectiva nueva en políticas sociales, marcada por el achicamiento del presupuesto dirigido a dicha área, el regreso de las viejas concepciones sobre administración descentralizada, y la “focalización clasificando objetivos destinatarios”; estos últimos se hallan compuestos por los distintos segmentos pauperizados y también, por entonces, resultó fomentada de manera creciente la convocatoria de la sociedad civil  [7].

Cabe subrayar que el Estado opera en la Argentina, como asimismo lo hace dentro del modo de producción capitalista imperante a escala mundial, desempeñando funciones esencialmente subordinadas a los intereses y conveniencias sectoriales del capital, de modo tal que diagrama y lleva a cabo sus políticas macroeconómicas teniendo en cuenta, en lo fundamental, las necesidades inherentes a la lógica de acumulación privada característica de dicho sistema económico-productivo. En forma acorde con de ese lineamiento básico, la institución estatal tiende a procurar la satisfacción de dos demandas elementales y aparentemente contradictorias; la coexistencia de ambas implica que el aparato político público-administrativo debe intentar el mantenimiento o creación de condiciones a través de las cuales resulte factible la rentabilidad de la acumulación capitalista, mientras que simultáneamente se ve impelido a conservar el marco institucional, indispensable a efectos de que los conflictos intersectoriales en la colectividad nacional no alcancen situaciones extremas, las cuales afecten o alteren en un grado amenazante el orden sistémico.

Con la finalidad precitada, el ente estatal desarrolla actividades suministradoras de legitimidad, de cara al funcionamiento de las leyes del mercado, en aras de que el núcleo nodal del capitalismo devenga relativamente aceptado, de modo consensuado y “armónico”. El rol crucial determinante destinado a preservar el régimen vigente de acumulación remite a variadas instancias, a partir de cuyas operatorias específicas y complementarias el Estado propulsa el facilitamiento a los capitales privados de la obtención creciente de ganancias, al eliminar los obstáculos y las contradicciones que eventualmente puedan interponerse en sus propósitos de beneficio económico progresivo.

Corresponde resaltar que el papel legitimador presenta crucial relevancia, ya que el mismo intenta conseguir la adhesión al sistema de los factores del trabajo, con la mira puesta en el objetivo consistente en que “la mayoría de la población acepte esta dominación del capital" [Gough], en pos de neutralizar o menguar la lucha social interclasista. Debido a tal función esencial, es propuesta la incorporación de las políticas público-sociales al interior de la estrategia de apoyatura al proceso de acumulación capitalista, dada su finalidad predominante de reducir los costes laborales a cargo de los empleadores. Por ende, dentro de esta lógica -expuesta por el autor citado junto a O’ Connor- la distinción entre legitimación y dinámica acumulativa deviene muy laxa, porque muestran el modo a través del cual una misma actividad puede servir al alcance de ambas metas, aunque primordialmente tienda a identificarse en forma alternativa -en principio- sólo con una de ellas; ello significa que las políticas sociales existen en la medida en que resultan funcionales al logro de alguna legitimidad, a pesar de que además reduzcan los costos propios de la fuerza de trabajo.

Determinadas actuaciones estatales en nuestro país, como así también en el conjunto de la órbita político-económica intercontinental, han variado su cometido principal, al reconvertir sus prioridades, mediante el cambio de las condiciones operantes en el régimen de producción, específico del capitalismo, en el transcurso de sus fases históricas sucesivas. En este sentido, puede evaluarse la creación de empresas públicas durante década de los cuarenta del siglo pasado, tanto en el contexto argentino como en buena parte de los llamados países periféricos; al respecto, es concebible -a la luz de las argumentaciones previamente expuestas- que dicho proceso obedezca a la necesidad de revertebrar el sistema productivo, a partir del vacío de posguerra. Por otra parte, ello se encontraría vinculado a la función de acumulación, mientras que mantener a las empresas estatales como bien público, en un escenario de crisis socioeconómica, en tanto el capital privado busca nuevos espacios de apropiación favorables a sus intereses, responde a un procedimiento tendiente a la legitimación, destinado al mantenimiento relativo del empleo pese a las privatizaciones, al resguardo mínimo de las condiciones laborales en la utilización de mano de obra, etcétera.

Una evolución semejante y paralela al proceso antedicho se expresa en la construcción de infraestructura (puentes, caminos, represas) por parte del Estado, ya que ella está asociada a la función de acumulación, siempre y cuando el sector privado no sea capaz o no encuentre rentable su puesta en marcha. De manera alternativa, aquellos emprendimientos a través de la entidad estatal únicamente serían comprensibles en términos de medidas orientadas a ofrecer prestaciones por debajo del precio de mercado a los ciudadanos, lo cual implica una función legitimadora [8].

Además podrían incluirse dentro del ámbito de la legitimación, de acuerdo a lo indicado previamente, los siguientes factores: 1) desarrollo y promoción de una ideología que legitime la organización sociopolítica prevaleciente (democracia, participación ciudadana, libertad de expresión, etcétera); 2) formación y sostén de aparatos represores-policíacos junto a organismos judiciales, a la par de una administración pública elemental, los cuales constituyen un eventualmente una especie de “Estado mínimo”, cuya privatización generaría eventualmente rebeliones entre la población; 3) implementación de políticas público-sociales. En este último vector radicaría la importancia de resaltar el interés del capital, en cualquier instancia, en recortar los impuestos, mientras que no sucedería así en el caso de los costes laborales a través de aquéllas, aun cuando las cargas impositivas fueran enteramente sufragadas por los segmentos trabajadores de la sociedad. Ello responde a que las políticas sociales son percibidas en tanto gran espacio donde el capital privado obtiene potencialmente rentabilidad, careciendo en consecuencia de sentido que, en la medida de lo posible, las mismas queden en manos del sistema político administrativo público, ajeno a la acumulación privada; el hecho de que permanezcan bajo tutela estatal obedecería exclusivamente al cumplimiento de funciones de legitimación [9].

El modelo de políticas sociales aplicado desde los años setenta en la Argentina, aproximadamente, significó un nuevo y definitivo impulso a la ideología liberal; hacia finales de esa década fue potenciada la desregulación del funcionamiento de los mercados [10]. Luego, los años ochenta se caracterizaron por la “emergencia explosiva de los indicadores de empobrecimiento de la población, la crisis financiera de la seguridad social y la caída del peso político y económico de los sindicatos” [11]. Posteriormente, la estrategia económico-estatal noventista respondía a la “teoría del derrame”, según la cual hipotéticamente el crecimiento de la economía fluye, de manera automática, descendiendo a partir de la cumbre de la pirámide estratificacional hacia los sectores gradualmente “postergados”. Por ende, sería innecesario cualquier tipo de intervencionismo del gobierno en aras de mejorar la estructura distributiva de ingresos de la fuerza de trabajo, y de sus respectivos grupos familiares. Fácticamente, por el contrario, la realidad demostró que el mero “desarrollo productivo” no engendra por sí mismo ninguna evolución paralela y acorde sobre la cuestión social [12].

La mencionada aceptación del “efecto-derrame” presenta cierta correspondencia implícita con la defensa de la focalización en las coberturas sociales, lo cual equivale a intervenir únicamente allí donde determinadas situaciones urgentes y/o extremas demandan la implementación de un “asistencialismo puntual” por parte del Estado. Este criterio obedece a una propuesta del neoliberalismo en base a los cuestionamientos enfáticos de dicha ideología frente a las medidas adoptadas por el Welfare State, consistentes en sus supuestos clientelismo inevitable, burocratización de la asistencia social e ineficacia sistemática [13]. No obstante ello, los planes asistenciales focalizados resultaron ampliamente desbordados debido a un incremento sostenido de la pauperización de segmentos extendidos de la sociedad, y tampoco sirvió como antídoto frente a las prácticas clientelares arraigadas [14].

Ante el colapso institucional argentino hacia fines de 2001, en sus diversas facetas, el Estado nacional carecía de una estructura adecuada a fin de asistir a los amplios y variados segmentos sociales que cayeron debajo de la línea de pobreza”. Abruptamente, el gobierno pasó de atender un programa social de 200.000 personas (Plan Trabajar) a la instrumentación de los Planes Jefas y Jefes de Hogar Desempleados [PJJHD], los cuales decuplicaron aquel número de beneficiarios. Cabe remarcar que en su puesta en marcha fueron dejados de lado grupos en situaciones precarias similares, al propiciarse un “complejo entramado de intermediarios”, hecho que afectó negativamente la eficacia de esa estrategia asistencialista [15].

La crisis social precitada potenció aún más la creciente espiral de deslegitimación preexistente de las instituciones gubernamentales [16]; dentro del marco consignado, la dirigencia del peronismo avizoró al inicio del nuevo siglo los cambios profundos operados en las condiciones de vida de los sectores trabajadores, y por tanto reorientó la vía de los nexos con la base del movimiento histórico popular, que ahora no pasaría por las estructuras sindicales sino a través de las participaciones barriales [17]. El movimiento peronista redefinió entonces su vínculo con las organizaciones populares de base por la senda del involucramiento específicamente territorial, realizándolo en forma errática al comienzo, hacia finales de los ochenta [18].

En lo inmediato, las políticas sociales ejecutadas desde 2001 apuntaron a apagar el contexto incendiario provocado por la conflictividad socioeconómica en aumento, para lo cual debieron adoptarse medidas de extrema urgencia posible; más allá de ese “cortoplacismo”, los planes “PJJHD” habrían constituido la alternativa coyunturalmente apropiada de cara a una relegitimación político-institucional justicialista, ante las demandas acuciantes de los segmentos más carenciados económicamente de la sociedad [19]. Desde la explosión de la crisis mencionada, a comienzos del nuevo milenio, resultó más evidente el derrumbe de la estructura social prácticamente en su conjunto; la multiplicación de los llamados “nuevos pobres”, debido a la caída de sus ingresos a partir de una posición de clase media, sumada al deterioro aun mayor de las condiciones de pobreza “estructural”, triplicó el universo de excluidos en el país [20].

Aunque en sus inicios el PJJDHD procuró concretar un “programa universal” que enfrentara a la exclusión social”, durante una etapa posterior quedó limitado a un cupo relativamente estable de beneficiarios. Ello condujo a su proclividad hacia una focalización dirigida a determinado sector, amplio por cierto, de la población pobre; ese plan, en general, puso de manifiesto falencias acentuadas, junto a claras muestras de un desempeño corrupto, más allá de que careció de “políticas activas de empleo que reemplacen el esquema asistencias por un modelo de desarrollo y crecimiento” sostenido desde un punto de vista socioeconómico [21].

Las causas fundamentales del incremento de la pauperización radicaron en la caída de los haberes de los trabajadores, y por ende de sus unidades domésticas, y en el alza de los precios relativos de nivel minorista, junto a la desigualdad progresiva de los ingresos [22]. Desde mediados de los años setenta, sobre todo a partir del golpe militar, habían aumentado gradualmente los indicadores de desempleo y pauperismo; en este sentido, la política económica de la dictadura generó un proceso de fragmentación social irreversible. Tal involución derivó en la potenciación de la tendencia a la tercerización del aparato productivo y del sector correspondiente a servicios, de la “desindustrialización”, del decaimiento de los salarios reales, de la expansión de la informalidad ocupacional, y del incremento de las actividades cuentapropistas [23].

________________________________

[1] Dinatale, Martín: “El festival de la pobreza. El uso político de planes sociales en la Argentina”; Bs. As., La Crujía, 2004 , pág. 22. Por otro lado, tradicionalmente la política evitista enfrentó “el esquema asistencial que daban la Iglesia o las damas de caridad” hasta entonces, desarrollando una mucho más poderosa acción informal de beneficencia.[2] La función asistencialista llevada a cabo por la Fundación Eva Perón presentaría, según Isuani y Tenti Fanfani, ciertos sesgos característicos de “la estrategia asistencia clásica: discontinuidad, población-objeto difusamente definida como pobre; asimetría en la relación donante/receptor, discrecionalidad de la acción distributiva y dependencia” unilateral de los sectores que reciben las ayudas [citado por Dinatale, M., ob. cit.]

[3] Ídem, pág. 23

[4] Ídem

[5] Ídem, pág. 24

[6] Ídem

[7] Ídem, pág. 25

[8] Del conjunto de apreciaciones vertidas por Gough y O’Connor, correspondería plantear en referencia al rol estatal en la dinámica de acumulación capitalista una serie clave de cuestiones, partiendo del desarrollo de una política económica acorde con los intereses del sector privado, ya sea aquella alternativamente keynesiana, proteccionista o neoliberal, referida a las esferas tributaria, monetaria, financiera y regulatoria de mercados, entre otras. Tal situación implica la creación y el sostenimiento de una normativa jurídica defensora de los intereses del capital, que establezca ciertas reglas -contractuales- básicas, proclives al funcionamiento adecuado del proceso de acumulación; asimismo, debe estimarse el gasto en el rubro militar, en cuanto forma de política económica encubierta, principalmente allí donde existe un complejo industrial de dicha índole.

[9] Es preciso considerar que O'Connor divide los gastos públicos, y extensivamente las actividades en las cuales los mismos son utilizados, en capital y gasto sociales, en forma respectiva. Este último se aplica en pos de consolidar legitimidad del sistema económico y político-institucional, garantizado la armonía social; dentro de dicho rubro es incluido, por ejemplo, el mantenimiento de la institución policial y del área “asistencial”. Por otra parte, el capital social -destinado a facilitar la rentabilidad de la acumulación privada- está compuesto, a su vez, de inversión social (gastos que aumentan la productividad del sector privado, verbigracia aportes financieros en infraestructuras o educación) y consumo social, que reducen el coste de la fuerza de trabajo, cuya ejemplificación emblemática remite al ámbito de la “seguridad social”.

[10] Dinatale, M., ob. cit., págs. 25-26

[11] Ídem, pág. 26

[12] Ídem

[13] Ídem

[14] Ídem

[15] Ídem

[16] Lo Vuolo, R. y Barbeito, A.: “La nueva oscuridad de la política social. Del Estado populista al neoconservador”; Bs. As., Ed. Miño y Dávila, 1993. Mientras que el giro fundamental surgió con la última dictadura militar, a través del desmontaje de las políticas populares peronistas, esta tendencia fue continuada durante la gestión menemista de los noventa [Dinatale, M., ob. cit., pág. 27]

[17] Ídem. A partir de fines de los años ochenta hasta mediados de la década subsiguiente se había detectado el pasaje de la fábrica al barrio, traslación que conlleva el surgimiento y/o expansión de ciertas “organizaciones comunitarias articuladas con políticas focalizadas”.

[18] Un punto de inflexión de la práctica referida remite al proceder de las manzaneras del Partido Justicialista bonaerense, que significó una modalidad reorganizativa con eje en los asentamientos poblacionales y barriadas, al llevar a cabo políticas focalizadas utilizando mediadores locales. Corresponde indicar que esas medidas clientelares concretadas en el propio “territorio” implican el abandono de la “dimensión contracultura”l (carácter distintivo del movimiento peronista liminar), de alguna manera transmitida después a las “organizaciones piqueteras” [Ídem]

[19] Ello dentro de un escenario degradado al respecto, teniendo en cuenta la derrota electoral del P.J. en Bs.As. -1997-) y frente a la emergencia velozmente progresiva del “piqueterismo”, el cual representaba un desafío territorial, de grandes proporciones, a la hegemonía convencional del peronismo en los espacios caracterizados por grados superiores de pobreza e indigencia [Ídem, pág. 28]

[20] Frente a la coyuntura descrita, la gestión gubernamental provisional encabezada por Duhalde (2002/03) implementó el precitado PJJDHD; el mismo, al cubrir a dos millones de receptores, habría conformado “el plan social más grande de la historia argentina”. Además de paliar urgentemente el quiebre profundo del entramado comunitario de la sociedad, tal “megaprograma” devino funcional a una parcial relegitimación de una dirigencia política nacional sumergida en un descrédito radical [Ídem]

[21] Ídem

[22] Ídem, pág. 30

[23] Calvi, Gabriel y Zibecchi, Carla: revista Textos para pensar, Nº 5, 2004. Ulteriormente, “la consolidación de este nuevo modelo de sociedad más desigual y fragmentada se acentuó de la mano de un gobierno democrático (1989-1999)” [Dinatale, M., ob. cit., pág. 32]

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