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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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PERFILES DEL CAPITALISMO "REGULADOR" - Juan Labiaguerre

            Beriain sostiene que “del factum histórico de una sociedad integrada sistemáticamente se puede hablar desde el momento en que se produce un despliegue total del mercado capitalista de bienes, trabajo y capital, así como el despliegue relacionado de una burocracia interventora altamente compleja, tanto socioestatalmente como político-administrativamente”. Ya a comienzos del siglo XX, Weber mencionaba el desacople entre las diferentes bases culturales ético-religiosas que sustentaban las prácticas económicas y burocráticas de la modernidad capitalista originaria [Beriain].

           Al respecto, el mundo de la vida no proporcionaría -en la concepción de Habermas- las orientaciones básicas de conducta que dirigen dichas prácticas y las acciones políticas. Para este último autor la solidaridad social enraizada en un mundo de la vida racionalizado, referida por caso a la idea de “patriotismo constitucional”, es previa a la forma económica mercantil de racionalidad y a la político-administrativa, así como también resulta anterior a todo tipo de tutelaje mítico-religioso.

            El modo de diferenciación funcional, según Luhmann, atañe a una sociedad constituida por una selección no arbitraria de funciones importantes en términos de la formación de subsistemas y radica en la “institución de la primacía de una función para cualquier sistema específico; una sociedad funcionalmente diferenciada tiende a ser una sociedad de iguales en la medida en que conforma un conjunto agregado de entornos para sus subsistemas funcionales”.

         Sin embargo, partiendo de un punto de vista divergente respecto del enfoque sistémico ortodoxo, puede sostenerse que -aún durante su apogeo- la sociedad salarial se encontraba “desgarrada” debido al antagonismo clasista; desde esta óptica, enfrentando la cohesión, identidad y organización de clase de los trabajadores, el capital debió esgrimir un arsenal disolvente compuesto, por la “volatilización, individualización, discontinuidad del trabajo, su abolición masiva e inseguridad para todos”, a efectos de resguardar la integridad del sistema capitalista [Gorz].

            En las sociedades modeladas por el régimen de producción, y consecuente distribución de bienes, inherente al capitalismo, coexisten los efectos resultantes de un juego de acumulación-explotación entre el capital y el trabajo bajo la cobertura de un beneficio creciente para el conjunto y un perjuicio colectivo generalizado, teniendo en cuenta que una modernización reflexiva promueve la conexión de los riesgos, considerados en términos de efectos no deseados, con las actividades particulares de los respectivos ámbitos sociales, divididos de acuerdo a un proceso de evolución social dentro del cual se produce una creciente diferenciación. Por lo tanto, emergería la necesidad de “una transformación de las estructuras simbólicas directivas” debido a que, de lo contrario, resulta imposible reducir operativamente aquellos nuevos niveles demandados referidos a la combinación de expectativas, controlando los rendimientos estructuralmente discrepantes [Beriain].

          En la etapa del capitalismo considerada tardía los reclamos y demandas de naturaleza defensiva, correspondientes al sector del trabajo, resultan articuladas alrededor de un eje centrado en el ámbito de las recompensas exclusivamente económicas, manifestadas a través de aumentos salariales y ciertas mejoras sociales; según Beriain dichas recompensas, sin embargo, no refieren necesariamente a la situación específica de clase -es decir respecto de la identidad de aquel sector en su condición  de vendedor de fuerza de trabajo-, sino que, en cambio, reflejan el resultado de una “individualización de los riesgos que surgen dentro de un espacio social de contingencia total, producto de un desencantamiento de la conciencia revolucionaria de la clase obrera”.

          Asimismo, desde algunas posiciones teóricas ubicadas en la perspectiva de los países desarrollados se llega a sostener que la relativa falta de obstáculos frente al avance del neoliberalismo, a partir de fines de los años setenta, radicaría -en un sentido general y más allá de otros motivos relevantes- en la extensión creciente del rechazo, aun por parte de la clase obrera, tanto de la “normalización propia del fordismo” como así también de la dictadura de las necesidades que caracterizó el orden burocrático del Estado “benefactor”.

            La producción de la sociedad en dos niveles implica, señala Beriain, la descripción de la misma en un plano funcional-sistémico y, a la vez, en otro correspondiente al sujeto y sus acciones; en este último ámbito emerge lo social no-funcional, representado por el dominio de la solidaridad, del sentido de la acción comunitaria que responde a la “alteridad del sistema, el ser frente al mero tener”; debe destacarse que ambos puntos de vista analíticos resultan complementarios, aunque operan orientándose por lógicas y dinámicas alternativas diferenciadas.

         Desde el punto de vista funcional, las sociedades modernas se encuentran integradas socialmente -de acuerdo a valores, normas y procesos de comprensión compartidos- y sistemáticamente, sobre la base del accionar del mercado y del poder utilizado administrativamente; por lo tanto, el mecanismo mercantil y el poder político-administrativo lograrían integrar la sociedad, “apoyados en la objetividad de procesos de interacción a distancia y en la coordinación de las consecuencias no intencionadas de la acción”, realizada ésta en la mayoría de las ocasiones a espaldas de los actores.

            Partiendo de una perspectiva moral, la búsqueda del equilibrio frente a los conflictos originados en las relaciones interpersonales o en el accionar de las organizaciones, en orden a una evaluación imparcial de las demandas en pugna, alude a la vigencia de cierto principio ético justo e igualitario, referido a la existencia de derechos y deberes recíprocos entre las partes contendientes y a la confianza mutua como presupuesto básico de cualquier tipo de acción social. Refrendando esta situación relativamente armónica, el componente simbólico o “construcción conjunta de sentido” remite a la esfera demarcada por la identidad colectiva y a la promoción de la autorrealización social e individual ligada a la satisfacción de necesidades, bregando por la “concordancia en las representaciones de valor, en los arquetipos e imágenes primordiales sobre la existencia”.

            En las sociedades modernas se manifiestaría entonces, a partir de una visión funcionalista, cierta articulación concatenada entre formas integrativas realizadas en tiempos diferentes, resultando cada una de ellas condición de las otras pero sin existir simultaneidad de los distintos procesos. El derecho, dentro de este conjunto, cumple la función de bisagra, imponiendo criterios normativos a través del ejercicio de la autoridad política y estableciendo cierto “anclaje de solidaridad” comunitaria mediante la legitimación de un orden asentado en algún elemento nómico integrador implícito; en este sentido, la vigencia de normas y valores compartidos remite a la presencia de un “vínculo constitutivo y no meramente regulativo”.

            En la etapa del capitalismo tardío cambia la relación entre el Estado y la economía, debido a la emergencia de fenómenos sociales nuevos que generan profundas mutaciones, en la medida en que “la actividad gubernamental ha alterado la forma de producción de valor excedente” porque la intervención estatal incide sobre el proceso de acumulación de capital para solucionar las falencias de índole funcional que presenta el mecanismo automático del mercado. Además, el procedimiento puramente mercantil se ve desplazado -en sectores económicos crecientemente extendidos- por un “compromiso cuasipolítico” entre organizaciones patronales y sindicales, referido al costo de la fuerza de trabajo, aunque el mismo resulta endeble teniendo en cuenta la atomización de intereses originada en la ruptura de las identidades de clase.

            En consecuencia, el reequilibrio gestado entre economía y Estado partiendo de una sociedad de suma positiva, en términos de Offe, resulta ficticio debido a que el aparato estatal no puede, frente a determinadas condiciones marginales, “controlar adecuadamente al sistema económico, produciendo de esta forma una crisis de outputs”. Por otro lado, siguiendo a Beriain, “la necesidad de distribuir el producto social de forma desigual, y sin embargo legítima, obliga al Estado a una repolitización de las relaciones de producción” considerando que ya no es suficiente apelar a la justicia inmanente del mercado, sino que deviene necesario recurrir a algún programa subsidiario, de manera que el “Estado subvenciona y reemplaza al mercado allí donde éste fracasa en sus funciones de producción y de acumulación”.

            El citado nuevo rol estatal genera el efecto no deseado de despertar expectativas irrealizables en la sociedad civil, provocando el “aumento de la demanda de justificación pública del Estado”, produciéndose de esta forma una crisis de inputs, dado que el consenso social característico de la sociedad de suma positiva desemboca inevitablemente en un “cuello de botella”.             Dentro de la lógica central inmanente del mecanismo de acumulación capitalista, la reproducción de la fuerza de trabajo social incluye la reconstitución física entre los sucesivos ciclos de producción, así como también la renovación intergeneracional de los trabajadores; los gastos implícitos en dicho proceso de reproducción abarcan el mantenimiento y la formación de la prole (futuros asalariados), la subvención de la fuerza laboral retirada a cierta edad (pasivos, jubilados) y seguros que cubran eventuales enfermedades incapacitantes durante el periodo de actividad de la mano de obra.

               El conjunto de necesidades citadas se encuentran incorporadas a la "norma de consumo obrero", al haber surgido de las transformaciones de la condición de existencia del trabajo asalariado, concomitantes con una tendencia hacia la socialización de las condiciones generales de producción, característica a su vez del paradigma fondista de organización del trabajo en su tipo ideal; por otro lado, debe destacarse que los desniveles entre los salarios pagados a la fuerza de trabajo en distintos países obedecen, en parte, a las diversas modalidades mediante las cuales se atienden las necesidades mencionadas anteriormente.

            Durante la etapa de apogeo del esquema fordista puro, traducida en la extensión de la relación salarial, la cobertura de gastos creados por el auge del consumo de masas se asentó sobre las formas estructuradas de los sistemas de asistencia, financiados a través del presupuesto correspondiente a organismos públicos, y de seguridad, reglamentados mediante la vinculación entre cotizaciones y prestaciones, y generadores de una relativa socialización de ciertos riesgos inherentes al trabajo asalariado, representando esta cobertura una parte esencial de los convenios colectivos salariales.

            Aglietta señala la complejidad implícita en la morfología global de la relación salarial, atendiendo a que las formas que la misma adopta resultan cualitativamente diferentes y cambiantes, motivo por el cual la ley que rige la reproducción de las condiciones de existencia del asalariado, en el contexto de las formaciones sociales concretas, constituye el principio de la unidad orgánica, denominada "forma estructural" o, en otras palabras, modo de cohesión de las formas sociales elementales producidas por el desarrollo de una misma relación social fundamental.

            En dicho sentido, el fordismo unificó las diferentes modalidades parcializadas de existencia de la relación salarial, consolidando una formato estructurado que conlleva una determinada codificación jurídica, plasmada en los convenios colectivos de trabajo; al respecto, la articulación del conjunto de relaciones sociales con raigambre económica, política y jurídico-ideológica conforma una unidad de las prácticas sociales requeridas por la reproducción de la condición salarial en sí misma.

            Una de las aristas decisivas que tipifican al mecanismo del modelo de acumulación vigente en la actualidad se basa en que, dentro de un contexto generalizado de devaluación monetaria, el capitalismo moderno tiende a acelerar el aumento de los precios durante aquellos ciclos caracterizados por un descenso relativo del nivel de acumulación, mientras el costo salarial social real permanece estable. Además, el capital se encuentra naturalmente fraccionado en distintos sectores que configuran "centros de decisión individuales, autónomos desde el punto de vista de su valorización" y entre los que se establecen relaciones competitivas, pero sustancialmente constituidas en su globalidad por la relación salarial.

            Mediante un mecanismo intrínseco avalado por la competencia, los capitales se rigen en última instancia por los imperativos de la ley de la acumulación; de manera que la teoría de la regulación social se encuentra sujeta al predominio de la relación fundamental determinante del capitalismo, representada crucialmente por la condición asalariada. En este contexto analítico, los convenios colectivos de trabajo habrían asegurado el principio de la "rigidez del salario nominal", elemento imprescindible para que la evolución regular del modo de consumo y el sistema de protección social apunten en el sentido de mantener a los trabajadores desempleados en su status de consumidores.

            El conjunto de conquistas del movimiento obrero permitió una mejora económica real de los trabajadores, de acuerdo al citado autor mucho más veloz que la conseguida en el contexto de los socialismos reales; para la concreción de ese progreso material, debió existir un compromiso de las organizaciones sindicales con el capital, reflejado en acuerdos que implicaron algún nivel de seguridad social para las clases trabajadoras [Lipietz].

            En los países latinoamericanos, el esquema bienestarista fue adoptado principalmente en el sector industrial correspondiente al modelo sustitutivo de importaciones; dentro de la región emergió una aristocracia obrera, a la luz del peronismo en la Argentina o del varguismo en el Brasil, a través de una reconversión de las relaciones entabladas entre los respectivos sectores pertenecientes a la órbita del capital o del trabajo e inspiradas de alguna manera en el formato del Estado de Bienestar clásico.

            Al margen de los planteos de raíz sistémica, la sociedad salarial, aún durante su apogeo, se encontraba cruzada por contradicciones latentes emanadas de los diferentes posicionamientos de clase ya que, en forma gradual y enfrentando la cohesión, identidad y organización clasistas de los trabajadores, el capital comenzó a esgrimir un arsenal disolvente que redundó con el tiempo en la volatilización, individualización, discontinuidad del trabajo, su abolición masiva e inseguridad para todos [Gorz]. Este resultado tiende a demostrar que el Estado de Bienestar no tuvo como objetivo suprimir los antagonismos entre capital y trabajo, sino mitigar la potencialidad de eventuales conflictos dilatando las fases cíclicas depresivas intrínsecas del capitalismo; debido a ello, no se trató de un modelo transformador de la distribución de la riqueza, sino que representó meramente una concepción específica referida a los mecanismos redistributivos de ingresos. 

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