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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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PRECEDENTES REMOTOS DEL ESENCIALISMO Y DEL NOMINALISMO METODOLÓGICOS - Juan Labiaguerre

En defensa del orden establecido, Heráclito señalaba que “la ley puede exigir, también, que sea obedecida la voluntad de un Hombre”, aunque su esfuerzo por defender las antiguas leyes fue inútil ante la emergencia de cambios político-institucionales, concebidos mediante la famosa expresión todo fluye, representada simbólicamente con aquella frase sobre que “no es posible bañarse dos veces en el mismo río”. Al respecto, puede decirse que la insistencia en las transformaciones permanentes, sobre todo los cambios experimentados por la vida social, marca un punto nodal originario del historicismo en términos generales. No obstante ello, al margen de la aceptación de la inevitabilidad de las mutaciones, “el todo padece una de las características más perniciosas del historicismo, a saber, la atribución de una importancia excesiva al cambio, junto con la creencia complementaria en una ley del destino inexorable e inmutable” [1].

Corresponde indicar el énfasis reiterado del historicismo en “lo mudable como síntoma de un esfuerzo necesario para vencer una resistencia inconsciente a la idea de cambio”, actitud que remite a una especie de resignación ante la ineludible inestabilidad del mundo, sujetándose a la idea de que cualquier mutación está determinada por la vigencia de una ley inmodificable. Popper consigna que “habiendo reducido todas las cosas a llamas, a procesos semejantes a la combustión, Heráclito cree ver en esos procesos una ley, una medida, una razón, una sabiduría; y habiendo destruido el cosmos como edificio y declarado que sólo era un montón de basuras, lo rescata para introducirlo nuevamente bajo la forma del orden predestinado de los sucesos en el proceso universal” [2].

El conjunto de la dinámica del universo se desarrollaría, entonces, de acuerdo con los dictámenes de una ley predefinida, que constituye su medida, representando este mecanismo cierto designio “inexorable e irresistible”, por lo cual -en dicho aspecto- la visión de Heráclito resulta un antecedente remoto temporalmente, aunque próximo desde un punto de vista conceptual, de las versiones modernas respecto de la existencia de una ley natural, trasladadas a la creencia en el determinismo de leyes históricas de índole evolucionista [3]. Sin embargo, la ley es equiparada a un decreto de la razón, que debería cumplirse bajo el imperativo de la coerción latente del castigo y, -además, el orden cósmico –expresado de manera equivalente en el devenir de todos los fenómenos- es representado como un “fuego eternamente encendido”.

Es típica la presencia de un componente determinado, de raíz mística, articulado a la cosmovisión de un destino implacable característica del historicismo, por lo que se destaca como antecedente filosófico el rol desempeñado por el misticismo y el antirracionalismo desde la perspectiva de Heráclito. Tal enfoque tiende a menospreciar a aquellos estudiosos que hacen hincapié en las investigaciones de carácter empírico-experimental, subestimando la actividad específicamente científica, posición conducente a un acercamiento a la “teoría mística de la comprensión intuitiva”[4].  Ello alude a una especie de intuición sagrada asignada a los “elegidos”, supuestamente videntes en referencia a un destino oculto para el común de los mortales, con relación a la presunta subyacencia de transformaciones de orden universal. Bajo la superficie de los epifenómenos visibles, actuaría por lo tanto una fuerza impulsora de las transformaciones, denotándose un perfil historicista en términos de su puntualización enfática de la dinámica social, en marcado contraste con los abordajes <estáticos>.

Dentro de los filósofos presocráticos se habían destacado, además de Heráclito, para quien toda unidad se reducía a diferencia, Parménides, quien, de modo semejante a Zenón, interpretaba que cualquier tipo de diferencia implicaba una unidad. Se discutía fundamentalmente acerca de esa oposición, planteándose el interrogante sobre el significado del movimiento: mientras para el primero resulta impensable, porque todo movimiento supone siempre algo relativamente inmóvil, que permanece igual a sí mismo, aunque esta instancia desaparece a través de la guerra de los contrarios, para los otros dos pensadores el movimiento es simple apariencia. La lucha o la guerra representarían los ejes del dinamismo, principio creador por antonomasia, de todos los cambios y diferencias existentes entre los hombres, adjudicándosele un contenido de raigambre moral a cualquier juicio sobre la historia. Asimismo, el propio parámetro atribuido al comportamiento meritorio se encuentra en permanente fluir, cuestión resuelta a través de una concepción relativista y de la doctrina heraclítea referida a la inmanente identidad entre los opuestos. De manera que la conceptualización acerca del cambio de alguna forma configurará el basamento de las teorías políticas de Platón y, sobre todo, de Aristóteles [5].

Más allá de la argumentación anteriormente expuesta, la visión de carácter éticamente relativista no resulta óbice para el desarrollo por parte de Heráclito, al interior del contexto teórico “de la justicia, de la guerra y del veredicto de la historia, de una ética tribalista y romántica de la Fama, del Destino y de la superioridad del Gran Hombre” [6]. El conjunto descrito de ideas, con veinticinco centurias de antigüedad, preanunciaban en cierto modo -según Popper- los caracteres básicos que adoptarán las corrientes historicistas modernas y el advenimiento de los regímenes totalitarios en el siglo XX.

La construcción ontológica de Platón (427-348 a. C.), es decir referida a la naturaleza última del ser, determinaba que la realidad se encontraba configurada por aquella instancia, denominada Ideas por su sistema conceptual, mediada a través de un proceso de abstracción intelectual, requiriendo ésta el conocimiento previo del “significado de la palabra Forma”. En otras palabras, la posesión de un concepto debe ser siempre presuposición para observar aquello que cae bajo tal idea [7]. Teniendo en cuenta que las ideas son inmutables y eternas, ellas resultan reales, en tanto exclusivamente aquello que presente dichas cualidades puede ser considerado “portador de realidad”.

El ser humano detenta una naturaleza de carácter dualista, en la medida en que posee un cuerpo y un alma; el primero pertenece al mundo empírico y, en consecuencia, está sujeto a la ley del cambio y de la destrucción. El alma, por el contrario, se encuentra arraigada en el universo constituido por el campo de las ideas y, debido a ese anclaje, es eterna. Corresponde aclarar que la doctrina platónica sobre el alma establece que la historia psicológica experimenta una evolución paralela y concomitante respecto de la historia sociopolítica e institucional.

Aquel tipo de explicación que demanda un conocimiento del propósito es denominada “final” y generalmente devendría imprescindible en el tratamiento de ciertas conductas o actitudes manifestadas en la vida del hombre. A través del contenido sustancial del texto La República, se intenta explicar “el orden que gobierna el Estado justo”, a su vez reflejo del ordenamiento propio expresado en el cosmos, el cual remite a una especie de <universo> determinado por el Bien. Cabe destacar que, siguiendo tal enfoque, “el mundo real es el mundo de las ideas, es decir el mundo perfecto, eterno e inmutable” [8].    

Platón escribió una Apología de Sócrates en la que alabó su posición filosófica, aunque su propia actitud se diferenció de la específicamente socrática; por ejemplo, esta última sostenía la pretensión inclaudicable de que sólo el sabio se erigiera en hombre de Estado, promoviendo la idea acerca de que los políticos debieran poseer esa aptitud “en el sentido de que comprendieran que el hombre tiene límites, especialmente en su saber [porque] la sabiduría consiste en la realización de sus límites, en la comprensión de sus propios límites y especialmente en su falta de sabiduría”. Una de las consignas platónicas señala, al igual que lo había hecho Sócrates, que “el hombre de Estado debe ser sabio. Pero, por <sabiduría> no entiende la comprensión de su no-saber, sino que piensa que el político debe estar instruido, versado en la dialéctica”, por lo que dichos políticos gobernantes formarían una especia de elite ilustrada con tendencias dictatoriales [9].

Popper creyó necesario evaluar la enciclopédica obra de Platón a través de una revisión severamente crítica, teniendo en cuenta la admiración extendida de la cual es objeto su concepción filosófica general, venerada sobre la base real de su abrumador legado teórico. Al margen del reconocimiento del mismo, se identifica a la idea platónica sobre la justicia con “la teoría y práctica del totalitarismo moderno” [10]. Ante la inestabilidad e inseguridad políticas de su tiempo, el filósofo griego (de cuna aristocrática, al igual que Heráclito) se interesó vivamente por el manejo de la cosa pública, percibiendo que la sociedad, del mismo modo que el universo en su conjunto, experimenta mutaciones continuas. Su cosmovisión lo llevó a concebir una ley que estimaba válida para la totalidad de los objetos existentes, a partir de la premisa de que “todo cambio social significa corrupción, decadencia o degeneración” [11].

No obstante la hipotética validez universal del anterior presupuesto teórico, al margen del carácter <ideal cósmico> de las fuerzas que promueven las transformaciones históricas, Popper argumenta que todos los fenómenos no pueden interpretarse a través de la aplicación de dicha ley de la degeneración. Al respecto, el enfoque platónico alude a la vigencia milenaria de un “gran año” -el cual abarcaría alrededor de 360 siglos-, caracterizado por el móvil del progreso, rotando cíclicamente con otro lapso cronológicamente equiparable, signado por la decadencia [12]. Sin embargo, la ley del destino histórico resultaría superable mediante la voluntad moral humana, sustentada en el dominio de las facultades racionales. La tendencia generalizada hacia la degeneración se expresaba en la decadencia moral conducente a la corrupción política pero, asimismo, la llegada de cierta instancia crucial devendría merced al advenimiento de la figura de un gran legislador, cuyas aptitudes intelectuales, junto a su decisión de contenido ético, detentarían la capacidad de revertir la proclividad a la decadencia [13].

El propio Platón sostenía que “como todo lo que está sujeto a corrupción, ese sistema de gobierno no durará siempre, sino que habrá de disolverse... No sólo para las plantas arraigadas en a tierra, sino para los animales que viven en su superficie hay alternativas de fecundidad y esterilidad que influyen sobre el alma y sobre el cuerpo, y estas alternativas se producen cada vez que los retornos periódicos cierran las circunferencias de los ciclos, circunferencias breves para los seres de vida breve, y lo contrario para sus contrarios” [14].

La predicción referida al regreso a una edad de oro quizás represente el reflejo de la creencia anteriormente expuesta, configurada de acuerdo con la formulación de un mito, aunque Platón concebía tanto la “tendencia histórica hacia la corrupción” como, así también, la factibilidad de neutralizar las actitudes políticas corruptas, a través de la misma supresión de todo cambio político. Dicho estadio implica la emergencia de una situación liberada del conjunto de los males que afectaban a “todos los demás estados, pues toda transformación se halla paralizada en él y, por lo tanto, no degenera” [15]. Platón extendió su idealización acerca de un estado perfecto inmutable, proyectándolo hacia el universo objetual, al señalar que “a toda categoría de objetos ordinarios sujetos a la corrupción, corresponde un objeto perfecto que no se altera”. Esta visión representa un eje determinante de su sistema filosófico, configurando la teoría de las formas o ideas, doctrina que generaliza la existencia de objetos dotados de inmutabilidad y perfectibilidad.

Corresponde mencionar la restricción en la inclinación hacia el historicismo dentro de la concepción platónica, asentada en su idea respecto de que es posible incidir sobre el devenir de un sino predestinado, creencia ésta contrastable con aquella otra perspectiva ubicada en sus antípodas, que remite a la denominada “ingeniería social”, la cual también fue abordada por este filósofo en algunas de sus obras [16]. El ingeniero social actúa convencido de que la base científica de la política reside en la portación de “la información fáctica para la construcción o alteración de las instituciones sociales, de acuerdo con nuestros deseos y propósitos”, es decir una especie de tecnología de la sociedad. Esta actitud contradice la predisposición intelectual del historicista, cuyo prototipo considera que una acción política inteligente sólo resulta practicable una vez que ha sido determinado el futuro, creyendo en la influencia decisiva de “tendencias históricas inmutables” [17]. Por otro lado, se manifiestan diferencias sustanciales entre las ingenierías sociales graduales y utópicas.

Las corrientes teóricas signadas por el historicismo tienden, en un sentido general, a evaluar las instituciones sociales a partir de un enfoque que apunta a su génesis, evolución y significado actual, siendo proyectado hacia el futuro. En cambio, los ingenieros y tecnólogos sociales, teniendo en cuenta exclusivamente los objetivos pragmáticos trazados, se preguntan si determinada institución se encuentra adecuadamente “concebida y organizada para alcanzarlos”, sugiriendo los métodos más apropiados -en términos de su eficacia- a efectos de lograr la meta preestablecida. El tecnólogo tiene la obligación de diferenciar nítidamente la problemática atinente a la cuestión de los fines y su elección, respecto de los temas enraizados fácticamente, alusivos a las consecuencias sociales producidas por la aplicación de una medida determinada [18]. El ingeniero o tecnólogo “puede ser perfectamente consciente del hecho de que [las instituciones] difieren en muchos aspectos importantes de las máquinas o de los meros instrumentos mecánicos..., no tiene por qué caer forzosamente en una filosofía instrumentalista de las instituciones sociales”.     

Ambos talantes y predisposiciones cognitivas, y político-prácticas, opuestos pueden expresarse -simultánea o complementariamente- a través de algunas articulaciones específicas: en tal sentido, el caso estereotípico de mayor antigüedad clásica, y quizás el más trascendente, se encuentra cristalizado en la concepción filosófica y sociopolítica platónica. En su cosmovisión “se combinan un primer plano de elementos tecnológicos perfectamente evidentes y un segundo plano a fondo dominado por un minucioso despliegue de rasgos típicamente historicistas”. Dicha mixtura devino asimismo característica de los aportes conceptuales de numerosos teóricos de las disciplinas sociales, exponentes de diversas versiones utopistas del pensamiento en esa materia. Tales vertientes doctrinarias promueven la adopción de procedimientos de carácter ingenieril, al requerir por ejemplo la creación de mecanismos y entes institucionales puntuales -aun teñidos de irrealismo- en vista de la concreción de sus objetivos. Sin embargo, si se toma en cuenta la esencia de los mismos, habitualmente su logro se encuentra severamente condicionado por una impronta de raigambre claramente historicista [19].

El horizonte político pergeñado por Platón se halla marcado crucialmente por el canon común a algunas expresiones del historicismo, teniendo en cuenta que su encuadre filosófico tiende a eludir la incidencia heraclítea, que remite al eterno fluir de los fenómenos universales, el cual deriva en la apreciación prioritaria de las realidades manifestadas en <la revolución social y la decadencia histórica>. Complementariamente, estima viable “el establecimiento de un estado tan perfecto que se mantenga al margen del impulso general de la evolución histórica”; además, señala el antecedente remoto de su modelo original correspondiente a ese estadio de perfección, situado en el contexto temporal de una “edad de oro que se remonta a los albores de la historia” [20].

Popper remarca puntualmente que “el estado perfecto sería algo así como el primer antecesor, el padre original de todos los estados posteriores, los cuales vendrían a ser la descendencia degenerada” de aquella instancia ideal que, sobre la base de su estabilidad, presenta un nivel superior de realismo, en contraste con la evolución del conjunto de “sociedades decadentes sumergidas en el flujo de todas las cosas y condenadas a extinguirse en cualquier momento” [21]. De manera que la meta de orden político preestablecida por Platón se encuentra fuertemente incidida por su perspectiva historicista.

Según el esencialismo metodológico, escuela gnoseológica de la que el filósofo griego fue un pionero, el conocimiento específicamente científico se dedica al descubrimiento de la naturaleza verdadera de los objetos, es decir de su “realidad oculta”, procediendo en consecuencia a su análisis descriptivo. En la concepción platónica al respecto, “la esencia de los objetos sensibles podía hallarse en otros objetos más reales..., en sus progenitores o Formas”. Al margen de algunas discrepancias sustantivas, las doctrinas filosóficas, continuadoras a grandes rasgos de esta línea de pensamiento epistemológico, incluyendo a Aristóteles, compartieron aquella idea respecto de que “la tarea del conocimiento puro consistía en el descubrimiento de la naturaleza oculta, la Forma o esencia de las cosas”, que podía discriminarse sobre la base de la puesta en práctica de una especie de intuición intelectual, denominándose “definición a la descripción de la esencia de un objeto” [22].

La actitud y predisposición epistemológicas ubicadas en las antípodas del esencialismo o realismo filosófico radican en el llamado “nominalismo metodológico” que, en vez de apuntar al cometido investigativo acerca de “lo que es realmente una cosa”, mediante la definición de su naturaleza auténtica, procede a “describir cómo se comporta un objeto en diversas circunstancias y, especialmente, si se observan ciertas irregularidades en su conducta”. Esta tendencia sostiene que la meta del conocimiento propio de la ciencia reside en la descripción de objetos, fenómenos o eventos experimentados, explicándolos a través de la apreciación de determinadas leyes vigentes de carácter universal. Además, en ciertos casos tiende a estimar las reglas lingüísticas, sobre todo aquellas que distinguen “las oraciones adecuadamente construidas [de] las inferencias de un simple cúmulo de palabras”, en términos de instrumento descriptivo crucial, característico del saber científico propiamente dicho [23].

 


[1] POPPER, Karl: "La sociedad abierta y sus enemigos"; Barcelona, Paidós, 1998, pág. 28

[2] Ídem

[3] Ídem, pág.29

[4] Ídem, pág. 30

[5] Ídem, págs. 30-31

[6] Ídem, pág. 31

[7] HARTNACK, Justus: "Breve historia de la filosofía"; Madrid, Cátedra, 1994, ob. cit., págs. 27-28 (En su diálogo Fedón, Platón aclara que “una condición para observar que dos cosas son más o menos iguales es que poseamos este concepto o idea”)

[8] Ídem, págs. 30-31 y 34. Se refiere a un orden cuya justificación residiría en la constancia acerca de que sólo mediante el mismo es factible la realización del Bien.

[9] POPPER, K.: "Sociedad abierta, universo abierto" (conversación con Franz Kreuzer); Madrid, Tecnos, 1997, págs. 19-20

[10] POPPER, K., ob. cit., pág. 19

[11] Ídem, págs. 33-34

[12] Ídem, pág. 34. En el diálogo “El político” Platón estimaba que, en una era previa a su contemporaneidad, el Dios Cronos gobernó una edad de oro, mientras que en época, llamada “el periodo de Zeus, el mundo ha sido abandonado de la mano de los dioses y librado a sus propios recursos, por lo cual la corrupción es cada vez mayor en su seno, [aunque] una vez alcanzado el punto más alto de corrupción, el dios volverá a tomar el timón de la nave cósmica y las cosas comenzarán a mejorar nuevamente”.

[13] POPPER, K., ídem, pág. 35

[14] PLATÓN: "República"; Buenos Aires, EUDEBA, 1963 (Libro VIII, pág.  426)

[15] POPPER, K., ob. cit., pág. 35. En este sentido, “el mejor estado, el estado perfecto, es aquel que se halla libre del mal del cambio y la corrupción. Es el estado de la edad de oro que nunca cambia, es el estado detenido”.

[16] Ídem, pág. 36

[17] Ídem, pág. 37

[18] Nuestro autor aclara al respecto que “el ingeniero encara racionalmente el estudio de las instituciones como medios al servicio de determinados fines y que, en su carácter de tecnólogo, les juzga enteramente de acuerdo a su propiedad, eficacia, simplicidad, etcétera. El historicista, por el contrario, trataría más bien de descubrir el origen y destino de estas instituciones para establecer el verdadero papel desempeñado por ellas en el desarrollo de la historia” (Popper, K., ob. cit., pág. 38) 

[19] Ídem, pág. 39.

[20] Debido a que el mundo se corrompería en el transcurso del devenir temporal, debiera hallarse un grado de creciente perfectibilidad directamente proporcional a la antigüedad de las formas sociales y políticas (Popper, K., ídem, pág. 39)

[21] Ídem, pág. 39

[22] Ídem, pág. 45

[23] Ídem, pág. 46; el autor agrega que “a aquellos filósofos que sostienen que antes de haber contestado el qué es no puede pretenderse responder a los cómo [el nominalismo argumenta] simplemente que prefiere el modesto grado de exactitud que les proporcionan sus métodos a la pretenciosa confusión en que [los esencialistas] han incurrido con los suyos”.  

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