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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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ASPECTOS SOCIALES DE LAS MUTACIONES LABORALES CONTEMPORÁNEAS - Juan Labiaguerre

               Las profundas transformaciones del universo laboral, desde el último cuarto del siglo XX, derivaron en un proceso anómico de género inédito. El mismo refiere a cierta deconstrucción de las bases socioeconómicas, junto a la de su correspondiente espectro valorativo cultural, que consolidaron la vigencia histórica del <sistema industrial> convencional, reconocido como tal por corrientes teóricas divergentes. Éstas comprendieron desde visiones utopistas decimonónicas alternativas (Saint-Simon, Marx, Spencer) hasta concepciones formuladas una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, en el apogeo de los Estados del Bienestar. Mientras la integración, normatividad y homogeneización representaron las claves de una articulación, relativamente orgánica, entre los factores del capital y del trabajo -con relación al funcionamiento del mercado-, en las tres décadas finales del milenio se conformó un nuevo escenario ocupacional, proclive a la marginación de amplias franjas de la sociedad, debido a la desregulación de las actividades laborales, junto a una progresiva diversidad del conjunto de la población económicamente activa.   

               La temporalidad creciente de las inserciones laborales, que puede favorecer a un fragmento menor de trabajadores, en las antípodas genera condiciones ocupacionales masivas de carácter precario. Esta situación determina la proliferación de empleos o actividades autónomas inestables, los cuales -en un sentido general- provocan la marginación de numerosos grupos sociales, apartados de los eventuales beneficios obtenidos dentro de un círculo, reducido, de concentraciones productivas “modernas”. En la medida en que dichas manifestaciones tienden a ampliarse, deviniendo además crónicas, cristalizan reductos compuestos por segmentos poblacionales excluidos de la dinámica, y del progreso económico, propios de una franja minoritaria de la sociedad global. Tal problemática nos introduce en el tratamiento de los desajustes del mercado de trabajo y de sus consecuencias sobre la evolución de la estructura social.

               En referencia al problema del paro y de la desestabilización del “mundo del trabajo”, de acuerdo a lo ya expuesto, el capital empresarial recurre a formas renovadas de utilización de mano de obra, requerida en la producción, bajo modalidades discrecionales o arbitrarias, frente a las oscilaciones de una economía <globalizada>. El sector empleador argumenta que esos tipos de contratación resultan imprescindibles, de cara a la adecuación a un mercado laboral transnacional, ultracompetitivo, y en pos del logro de niveles superiores de productividad, en un marco tecnológico reconvertido. Es decir que la necesidad imperante, en orden a la revalorización de sus activos financieros, representaría un elemento objetivo, impulsor de la depreciación progresiva del valor “mercantil” del trabajo humano[1].    

                El desempleo existe mientras haya una cantidad de personas, que buscan una ocupación, superior a los puestos existentes, y este desequilibrio cuantitativo es diagnosticable desde dos perspectivas: la oferta de fuerza laboral es excesiva, o el requerimiento de la misma deviene demasiado pequeño. Cierta interpretación <economicista> remite a indicadores precisos, demostrativos de que la demanda de trabajadores es reducida, debido a los costes elevados salariales y extrasalariales[2].

                En cuanto a la restricción del coste total de la mano de obra, que comprende la remuneración salarial más los “gastos” por cobertura previsional, las teorías prevalecientes del lado de la oferta parten de la premisa de que cuando el trabajo es menos costoso para el capital privado, éste crea automáticamente mayor cantidad de empleos. Sobre dicho presupuesto, aquellos costes deberían acercarse al nivel de un “salario de equilibrio”, cuya imposición despejaría de obstáculos el funcionamiento del mercado ocupacional[3]. La causa del predominio de la “doctrina de oferta”, en el diseño de las estrategias sobre el empleo, desde los años ochenta (reflejo de la decadencia del modelo keynesiano), radica -en gran medida- en el accionar de la <nueva economía-mundo>, que neutraliza el ejercicio de una auténtica soberanía nacional en materia económica, lo cual impide manejar el gasto público mediante una orientación social[4].

                La era iniciada con el fin de la guerra fría, a partir de la caída del muro de Berlín (1989), denota la vigencia del poscomunismo, en las áreas ex-soviéticas y -obviamente- dentro del espacio “occidental”. Durante la última década del siglo, las naciones europeas debieron adaptarse a la proximidad geográfica de sistemas económicos donde, si bien los niveles de cualificación laboral son similares, los costes del trabajo representan, en algunos países del este, una séptima parte de los valores correspondientes al mercado capitalista clásico[5]. El marco de prosperidad  y “ocupación plena”, característico de los Estados del Bienestar en países industrialmente avanzados, cambió junto a la “mundialización” emergente[6]. Asimismo, el alto grado de eficiencia productiva alcanzado por los denominados tigres asiáticos, hasta mediados de los noventa, neutralizó -parcial y coyunturalmente- las ventajas competitivas de algunas economías avanzadas en infraestructura y tecnología, al tiempo que puso de manifiesto ciertas trabas a la continuidad del desarrollo en su propia localización[7].

                En América Latina, por otra parte, el deterioro de la situación ocupacional, conectado a las crisis económicas recurrentes, presenta mayor gravedad que en el “viejo continente”, dado que las continuas políticas de ajustes recesivos, acentuadas en el transcurso de la última década del siglo, potenciaron la precariedad laboral preexistente[8]. La ocupación total, en términos absolutos, creció moderadamente ( bajo condiciones de menor estabilidad y calidad), la productividad disminuye y los montos salariales del sector industrial decaen nominalmente, aun cuando el proceso  inflacionario se detuvo en algunos países, debido a la misma recesión económica y/o a la aplicación de los mencionados reajustes.

                No obstante, en ciertas regiones latinoamericanas los salarios mínimos mejoraron de manera significativa, en los últimos años de la década citada, debido a que determinadas políticas, en algunos países, insinuaron la implementación de medidas activadoras tenues, dentro del marco de sus fuertes restricciones de orden macroeconómico. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) efectuó el siguiente diagnóstico, acerca del estadio en que se halla el panorama laboral en el área:

                La recesión en que se encuentra la actividad económica de la mayor parte de los países latinoamericanos ha provocado un aumento del desempleo abierto urbano de la región en su conjunto, desde 8.1% en los tres primeros trimestres de 1998 a 9% en el mismo período [de 1999]. Esto significa que en las áreas urbanas de América Latina y el Caribe hay actualmente 18 millones de desocupados, 4,5 millones más que a comienzos del año [anterior], cuando el número de personas sin trabajo alcanzó a 13.5 millones. El desempleo abierto urbano aumentó en la mayoría de los países. Sólo en Barbados, México, Panamá y Trinidad Tobago, el desempleo disminuye. Es de notar que actualmente en diez de los quince países para los que se dispone de información, la tasa de desempleo promedio del periodo enero-septiembre alcanza ya dos dígitos: Argentina (14.5%), Barbados (11.1%), Chile (10.1%), Colombia (19.8%), Ecuador (11.1%), Jamaica (15.8%), Panamá (13.0%), Trinidad Tobago (12.9%), Uruguay (12.1%) y Venezuela (15.3%). En estos países, el desempleo femenino se acerca al 20% y el de los jóvenes al 25%[9].            

                La reconversión del escenario político y económico mundial, desde el fin de la guerra fría, demanda -a la hora de comprenderla- una reconceptualización sociológica, que actúe como marco para el análisis de tales mutaciones[11]. En ese sentido, la crisis de la “sociedad salarial”, es decir el declive del trabajo asalariado convencional, en tanto fundamento cohesivo de la interacción colectiva, remite al ocaso de la labor remunerada estable, a través de una retribución “digna”, y protegida socialmente. Para un contingente inmenso de mano de obra disponible en todo el orbe, en especial de las naciones subdesarrolladas y con elevados índices de crecimiento demográfico, es utópico pensar en el reestablecimiento de aquel modelo perimido, ni siquiera de manera parcial y en el futuro mediano plazo[12].

                La fragilidad presentada por el ámbito ocupacional, en el seno de extensas franjas de la sociedad mundial, responde entonces al deterioro del estado inherente al asalariamiento regular. Ello acontece en el marco de una inclinación de la mayoría de los gobiernos a promover el privilegio y beneficio empresariales, vulnerabilizando las condiciones -y restringiendo el alcance temporal- del trabajo, factor potenciador de los efectos señalados[13]. Cabe señalar que, desde una perspectiva notablemente sesgada, se ha estimado la emergencia de una era finisecular marcada por el “fin del trabajo”, la cual induce a buscar opciones alternativas frente al mismo, condicionadas por los patrones actuales de la economía mundializada y del nuevo paradigma tecnológico[14].

              Corresponde indicar que esta última concepción, con pretensiones de supuesta “objetividad”, intenta transmitir una visión relativamente optimista acerca del futuro de los trabajadores, procurando -en definitiva- la aceptación resignada de un desarrollo “inevitable”, consistente en el desplazamiento de la labor humana, en aras del desempeño de la maquinaria avanzada[15]. Semejante tratamiento teórico soslaya las consecuencias de las estrategias económicas, surgidas de una acentuada competitividad entre capitales transnacionales, tales como las manifestaciones crecientes de violencia, la desintegración del núcleo familiar tradicional, el sentimiento de desarraigo y expresiones individuales de stress, junto a la progresiva configuración nómade de amplios grupos sociales, que bregan por insertarse laboralmente, emigrando de sus lugares de origen[16].            

                Bajo la concepción utópica acerca de la posibilidad de liberación del esfuerzo físico, implícito en el quehacer laboral, subyace la legitimación de una hipotética instancia, donde el progreso tecnológico determinará la prescindencia del trabajador. De modo que un logro importante de la racionalidad del hombre, como lo es la aplicación de las innovaciones técnicas a la generación de bienes, se vuelve perjudicial para la mayoría de la humanidad[17]

 

[1] Dicho procedimiento es aplicado ante la amenaza de la caída de la tasa de beneficio de las empresas, originada -entre otros factores- en una posible sobreacumulación de stocks de productos finales.

[2] OFFE, Claus: ¿Pleno empleo? Para la crítica de un problema mal planteado, versión digital, 1998. El poskeynesianismo en boga deduce, entonces, la necesidad de disminuir las erogaciones derivadas de la creación de empleos, y/o mejorar los incentivos, a fin de que los inversores aumenten las fuentes de trabajo, más allá de las repercusiones que esta medida signifique en el campo de la política redistributiva. Es decir, al margen de si tales nuevas ocupaciones impliquen retribuciones mínimas -muchas veces de mera subsistencia material-, inseguridad y desprotección laborales.

[3] Sin embargo, aun en las economías avanzadas, coexisten dos salarios de ese tipo, signados por valores diferentes, de acuerdo a sus roles alternativos de transparentar los respectivos mercados de trabajo o de bienes, y ambos requieren un equilibrio simultáneo. De manera que, si la cuantía de aquella retribución no permite la adquisición de mercancías, la demanda de fuerza laboral tiende a ser “demasiado pequeña”, ante la amenaza latente de sobreproducción (Offe, C., ídem).

[4] Además, la activación de la demanda ocupacional -sostenida por Keynes- sólo es eficaz cuando se promueve de modo imprevisto pues, al convertirse en práctica gubernamental rutinaria, deriva en una continua subvención al sector empresarial, sin generar necesariamente más puestos de trabajo. Por otra parte, tal estrategia conduce a procesos inflacionarios, al crecimiento del déficit fiscal y al encarecimiento del costo financiero de la inversión, como consecuencia de la escasez de capital monetario (Offe, C., ídem).

[5] Debe destacarse que “tras la caída del socialismo real ha perdido peso específico aquel viejo imperativo político de la guerra fría por el que se trataba de restar posibilidades políticas a la otra parte mediante el pleno empleo, una seguridad social relativamente generosa y las políticas redistributivas” (Kay, C., ob. cit.)

[6] Por ejemplo, la integración económica de la Comunidad Europea relativiza la autonomía estatal de sus miembros, justificando una relativa pasividad de los gobiernos, en orden a la activación de políticas nacionales de empleo, ante los mecanismos propios del mercado “global”.

[7] OFFE, C., “Pleno empleo…”, ob. cit. Corresponde aclarar que el autor, en esta última apreciación, refiere especialmente al caso alemán

[8] El nivel de paro tiende a aumentar, en general, pese a que -como vimos anteriormente- el incremento de la oferta de mano de obra es menospreciado, en virtud del retiro de la fuerza de trabajo desalentada, compuesta por aquellas personas que abandonaron la búsqueda de empleo, ante el reiterado fracaso en conseguirlo.

[9] Organización Internacional del Trabajo (OIT): “Panorama Laboral 1999”, ob. cit. Cabe destacar, teniendo en cuenta sus graves repercusiones sociales, que “el desempleo de los jóvenes, por su parte, aumentó de 18,9% a 20,6% en el conjunto de los países de la región, en [el mismo] período. Como se observa, son los jóvenes los más perjudicados por la actual situación económica que se vive en la mayoría de los países de la región, y ellos explican un alto porcentaje del aumento del desempleo total en el período considerado. En la actualidad, uno de cada cinco jóvenes está desempleado en América Latina”.

[10] Fuente: Cuadro estadístico elaborado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), basado en índices suministrados por Censos de Población y Encuestas de Hogares oficiales. Esquema tomado de Tokman, V., ob. cit.

[11] No obstante, de cara a dicho propósito, es necesario un abordaje interdisciplinario, a partir de los antecedentes históricos de aquella transformación, a escala planetaria. En ese sentido, los análisis especializados sobre <el desarrollo> deberían propender a investigar los procesos experimentados en ese orden, tanto en los países industrialmente avanzados como en los “periféricos”. Ellos comprenden el agravamiento continuo y acelerado de las condiciones ocupacionales -con sus secuelas de pobreza, indigencia, y marginación-, el problema de las migraciones internacionales de trabajadores y refugiados, la degradación ecológica, la violencia social generalizada, etcétera.

[12] Esta realidad, sin embargo, no debe obviar que el uso indiscriminado del concepto de masa marginal tiende a eludir la presencia de una serie de procesos complejos de inserción laboral, que absorben una porción considerable del <excedente poblacional> (Nun, J.: “El futuro...”, ob. cit.)

[13] En vista de lo expuesto, es evidente que el desempleo coarta las posibilidades de organización gremial o sindical de los asalariados, en primer lugar del colectivo compuesto por los parados, de modo que conlleva la erosión de las bases de una fuerza laboral integrada, junto a la desaparición de sus esferas de interacción social (Murmis, M. y Feldman, S., ob. cit., pág. 195)

[14] Uno de los exponentes destacados de esa postura es Jeremy Rifkin (La fin du travail, París, 1997). La circunstancia mencionada obedecería al estadio ocupacional de nuestros días, en el contexto de un remodelado capitalismo ultratecnologizado e informatizado, cambiante y con diferentes realidades de mercado. Partiendo de indicadores minuciosos, esta perspectiva aborda la evolución laboral, haciendo hincapié en el contraste, aparentemente paradójico, entre desarrollo y atraso (riqueza  y miseria), que remite a la dicotomía entre progreso <técnico> (“robotización”) y condición humana (trabajo). Dicha enfoque reseña los efectos puntuales del avance tecnológico, en detrimento de la utilización de mano de obra, destacando los factores de eficacia y precisión, medios exclusivos en aras del rendimiento creciente del capital. Es decir que para maximizar los beneficios empresariales, en un marco intensificado de competencia, el uso del “trabajo vivo” deviene prescindible en muchos rubros de la economía.

[15] No existiría por lo tanto ningún tipo de actividad industrial, iniciativa de carácter estatal o emprendimientos orientados a la cualificación laboral que hagan realidad la generación del número suficiente de puestos de trabajo, a efectos de contrarrestar -o al menos compensar- las causales esencialmente tecnológicas del paro hacia fines del milenio. El factor determinante de la eclosión del mundo laboral es visualizado, desde la óptica de Rifkin y sus exégetas, en cuanto logro naturalmente exitoso de la evolución del sistema capitalista, derivando entonces en la concepción ideal respecto de la posibilidad de orientar el desarrollo de la tecnología “de punta” hacia la autonomización de la esfera productiva, en referencia a la participación activa del trabajo humano.

[16] Tampoco considera el fenómeno de desplazamiento selectivo de las categorías  ocupacionales, a veces motivado por discriminaciones de índole cultural o étnica, resultante de la reingeniería de gran parte de las ramas productivas, que promueve una relocalización de actividades hacia el sector terciario. De acuerdo a estas imposiciones, resulta improbable la puesta en práctica de procedimientos contractuales, o de alguna otra modalidad de ingreso salarial, tendentes a la creación de condiciones dignas para el trabajo, que comprendan al grueso de la población activa mundial.

[17] Si nos atenemos a esa “ley económica” inevitable, según la cual se desplazará progresivamente el trabajo humano por la acción mecánica, se propicia una actitud pasiva frente al designio de un nuevo orden productivo, en el que conseguir una ocupación, en lugar de un derecho, será un <favor> concedido por los empleadores (Pachecho Reyes, Celia: Rifkin y la utopía capitalista como fin; México, Universidad Autónoma de México [UAM], Departamento de Relaciones Sociales –Xochimilco-, 1998). Esta autora considera que “el advenimiento de la robótica y de la electroinformática, así como los avances en la biotecnología y en la industria química, hacen hoy posible la materialización de la utopía”. Según Castells, la concepción de Rifkin conlleva una actitud “reaccionaria”, proclive a la pasividad y a la resignación ante los cambios objetivos del mundo laboral. Paradójicamente Marx y Engels, en el siglo XIX, consideraban factible la liberación del trabajo pesado, como condición “estructural” del socialismo, que eliminaría la propiedad privada de los medios productivos y las clases sociales, lo cual derivaría en la supresión del Estado.

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