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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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CORPORATIZACIÓN DE LAS RELACIONES PRODUCTIVAS - Juan Labiaguerre

El funcionamiento económico, mayormente desreglamentado, determinaba que la actividad del Estado, en términos de su adecuación a los requerimientos del orden social establecido, abarcara áreas circunscriptas -en términos generales- al logro de la conservación del statu quo. Esas acciones apuntaban a solventar el modelo de producción, manteniéndolo incólume y garantizando su desarrollo pleno, mediante el sustento de un marco normativo difuso en ese aspecto, acotado a dicho aseguramiento. Asimismo, esas actuaciones comprendían la adaptación del sistema jurídico a formas empresariales de organización, exigidas por el mecanismo preestablecido de acumulación, restringiéndose aquéllas a establecer el formato legal de situaciones de facto, entre ellas las relaciones laborales.

 

Sin embargo, gradualmente, ciertas estrategias estatales atenuaron el papel protagónico del mercado, por vía de un proceso no librado a la dinámica “inmanentemente mercantil”, lo cual afectó premisas sobre las que se asentaba el conjunto organizacional de la sociedad. De manera paulatina, entonces, el aparato público administrativo balanceó los efectos disfuncionales del régimen productivo que generaban reacciones políticas, al interior de ciertas fracciones del capital, o dentro de la esfera de los trabajadores sindicalizados (u otros grupos dotados de potencialidad organizativa), reglamentando los distintos mercados. Tal comportamiento tuvo como propósito el logro de una coexistencia pacífica, entre sectores con intereses económicos antagónicos. En el campo ocupacional, se procuró disminuir la explotación desmedida de los trabajadores, y el consiguiente potencial conflictivo engendrado por ese factor.

 

Es necesario precisar que un mínimo grado de cohesión social, representado por cierta integración orgánica colectiva, constituye un requisito indispensable en aras de la gobernabilidad por parte de las instituciones políticas. En las sociedades modernas, dicha conformación holista abandona las premisas comunitarias “tradicionales”, transfiriendo -simbólicamente- la responsabilidad del accionar concertado a la esfera de la comunidad nacional, en cuanto entelequia. De modo que las restricciones socioeconómicas, impuestas a los ámbitos de actuación política y sindical, permiten implementar mecanismos regulatorios, dirigidos a la afirmación del sentido de pertenencia a una colectividad, forjada a través de un designio que alude a la subyacencia de un sentimiento patriótico[1].

 

La comunidad asentada en la conciencia de pertenencia a una Nación, como valor superior, tiende a configurar la identidad de “ciudadanía”, en sí misma y como tal. Al aludir a un compromiso de tal índole, la integración social es inexplicable en un sentido meramente funcional abstracto, por lo que es legitimada en orden a la división del trabajo industrial, expresada en la dinámica del mercado. Esta temática remite a las concepciones sociológicas clásicas desarrolladas por Spencer y Durkheim, respectivamente, teniendo en cuenta que el primero -mediante una postura darwinista- sostenía que el mecanismo industrializador, por sí mismo, autorregulaba las funciones sociales, mientras que para el sociólogo francés la solidaridad orgánica requería la existencia de un sustrato “nómico”, afirmado en principios comunitarios, arraigados  tradicionalmente.

 

Por otra parte, el intercambio económico implica que, más allá de las apetencias personales, asentadas en las capacidades de autoafirmación, el patrón orientador constituido por la acción racional, motivada por la consecución de objetivos, devenga “vinculante en tanto que valor cultural, es decir, justo como patrón de decisión, y quede asentado sobre una base ética”[2]. Cabe mencionar que, ya a comienzos del siglo XX, Max Weber mencionaba el desacople entre las diferentes bases culturales ético-religiosas, frente a las prácticas económicas y burocráticas de la modernidad capitalista[3].

 

Partiendo de las estimaciones precedentes, vale reseñar que, durante alrededor de las tres décadas inmediatas de posguerra, los gobiernos occidentales llevaron a cabo estrategias “intervencionistas”, mediante las cuales la expansión productiva incentivó la reactivación de la demanda de objetos de consumo. Para la consecución de ello, fueron aplicadas políticas fiscales y medidas de orden financiero, tendientes a redistribuir una porción de la riqueza nacional. A través de una asignación selectiva del gasto público, se propendía a crear nuevos puestos de trabajo, relativizando -en cierta medida- el aumento descontrolado correspondiente a la productividad de las empresas del sector privado.

 

Mediante la emergencia del Estado de Bienestar, la relación contradictoria entre las clases sociales fue de algún modo institucionalizada, moderándose la radicalidad político-ideológica de su antagonismo, alimentada por las manifestaciones crudas de su anterior versión “salvaje”. Ello se alcanzó sobre la base de la reglamentación fordista de la organización productiva, en el contexto ampliado de una administración pública “intervencionista”, y prestadora de servicios básicos, a la población en su conjunto. Dicho proceso sobreviene como resultante de los efectos generados en la etapa previa, cuando los requisitos inherentes al funcionamiento pleno del mercado, en su faz autorreguladora, resultaban ya incompatibles con sus propios presupuestos básicos. En tal coyuntura, los mismos exponentes de la economía liberal giran hacia una oposición al dogma del laissez faire, propiciando la adopción de medidas tendientes a cierta normalización estatal, anteriormente despreciadas por su carácter “colectivista”[4].

 

Obviamente, la consigna del dejar hacer había significado la prescindencia -relativa- de la actuación estatal con relación a los mecanismos de acumulación, supuestamente determinados por las leyes de oferta y demanda, cuando en realidad garantizaba el marco jurídico apropiado, para el resguardo y la continuidad de los procedimientos de reproducción del capital. Este aseguramiento requería el control social y, llegado el caso, el accionar gubernamental represivo frente a las demandas y protestas de los sectores económicamente desfavorecidos o, en otras palabras, la acción expeditiva del “Estado gendarme”.

 

Cabe aclarar que el dilema entablado entre Estado o mercado alude al rol que cada uno de ellos debería desempeñar en la evolución económico-social; en cuanto al primero, puede consignarse que para el pensamiento estructuralista, el Estado juega un papel clave en el desarrollo y de hecho en la economía del desarrollo. El Estado planea e interviene en la economía para superar fallas del mercado, enfrentar circunstancias externas, proveer bienes públicos, superar la falta de actividad financiera del sector privado, o lo inadecuado de ésta, etcétera. Según los estructuralistas el Estado es racional, progresista y actúa en favor del interés nacional, justificando un aparato estatal fuerte a fin de aumentar el poder de negociación financiera del país en relación con las corporaciones transnacionales y en el interior de la economía mundial[5].

 

Los componentes característicos del capitalismo “tardío”, en el cual el sistema económico es normalizado estatalmente, corresponden a un estadio avanzado de dicho régimen de acumulación donde la gran concentración empresarial, sustentada en el desarrollo de corporaciones locales y transnacionalizadas, promueve la reorganización de los mercados de bienes, financiero y laboral. Enmarcada en ese ordenamiento parcialmente reconvertido, la extensión de formaciones oligopólicas significa, en cierto modo, el ocaso definitivo de la fase capitalista competitiva, decadencia iniciada hacia fines del siglo XIX, aunque las actividades económicas continúan siendo guiadas por el principio de rentabilidad, de manera que el criterio mercantil sigue operando en forma determinante.

               

El denominado fin del capitalismo liberal no equivale a la puesta en práctica de una genuina planificación económica estatal, en sentido estricto, dado que las prioridades de la sociedad global prosiguen fijándose espontáneamente, y siempre en términos de efectos colaterales, respecto de las estrategias desplegadas por los sectores empresariales privados. Sin embargo, la órbita política propiamente dicha, en cuanto instancia de poder -supuestamente externa a la problemática de la creación de empleos- puede atenuar, y aún equilibrar de hecho, el desfase entre oferta y demanda de los mercados, incluido el de trabajo. Asimismo, el sistema público administrativo tiende a compensar la situación desfavorable en que se encuentran determinados segmentos de la población económicamente activa disponible, estimada como “secundaria” y, por ende, con dificultades de inserción ocupacional.

               

En el contexto descrito, las funciones de integración social, correspondientes a la administración del Estado, ya no son legitimables por medio del acervo tradicional y obsoleto de origen precapitalista, ni a través del mercado en términos de entelequia, sino que obedecen al orden institucional. Bajo este encuadre, la conformación clasista de la sociedad se refleja en las pujas y negociaciones de índole redistributiva, reguladas por el poder estatal. En otras palabras, las formas y el alcance del ejercicio de la dominación de clase, cristalizada en la explotación económica de la fuerza de trabajo, se encuentran enlazados a configuraciones políticas concretas, que posibilitan la reglamentación de los procedimientos inherentes a la mera lógica mercantil.

               

El Estado Benefactor evidenció, de modo paulatino, una instancia de saturación -producto de su misma lógica operativa-, al toparse con un límite, establecido por la propia racionalidad interna de su estructura, y expresado en su incapacidad para realizar una planificación integral, que asegurase la continuidad de sus mecanismos de integración colectiva. De manera que su objetivo en torno a extender progresivamente el proceso de democratización social, que derivaría por mera “inercia” en el aumento indetenible del nivel de las demandas de todos los segmentos de la sociedad, aun de los más carecientes, enfrentó barreras insalvables. Ese obstáculo respondió a que la administración pública generó un creciente déficit presupuestario fiscal, provocado por el mantenimiento de las políticas keynesianas, y el capital privado no se hallaba dispuesto a financiar un andamiaje, socialmente protector e “inclusivo”, que no podía autosostenerse con recursos estatales genuinos y propios.

 

Debe estimarse que el funcionamiento adecuado del mercado, que nunca dejó de incidir en el manejo de los resortes económicos, requirió el accionar de elementos aparentemente extraños a la esencia del mismo sistema, es decir factores extramercantiles. Conviene recordar que, aun en la “edad de oro” del Estado social, perduraron segmentos residuales de la fuerza de trabajo, cuya reproducción, muchas veces referida a su mera subsistencia material y biológica, se garantizó sobre la base de subsidios y prebendas asignados estatalmente.

               

Actualmente, las corrientes teóricas neoestructuralistas asumen una perspectiva portadora de un mayor grado de realismo -respecto de las funciones estatales-, aconsejando la adopción de un intervencionismo moderado, que mantenga un balance equilibrado con el radio de acción del mercado. Es decir que reconocen el papel cumplido por los precios, dentro del juego establecido por las leyes mercantiles, propiciando “una correcta relación entre el Estado y el mercado, para estimular una interacción dinámica y positiva entre ellos”[6].

 

La progresiva racionalidad del capitalismo organizado tendió a privilegiar la programación orientada a que los actores económicos, comenzando por la mano de obra asalariada, se autorregulasen, mediante prácticas que apuntaban a motivar a los trabajadores, en pos de objetivos pragmáticos. Este proceso requiere de una dinámica que remite al ejercicio de cierto poder, vinculado a funciones jerárquicamente graduadas en torno al prestigio, el dinero o la seguridad, es decir a mecanismos predominantemente “incitativos”. Pero también se llevaron a cabo procedimientos de carácter prescriptivo, los cuales coaccionan a los trabajadores a asumir conductas funcionales, en general reglamentadas y formalizadas, en orden a la consolidación de aquellas actitudes demandadas por la organización empresarial o el ente empleador[7].

 

Debe destacarse el rol funcional del Estado Benefactor, ya que en el periodo de posguerra cambia la relación entre el aparato estatal y la economía, generando fenómenos sociales nuevos que provocan profundas transformaciones, teniendo en cuenta que la acción público-administrativa afecta el modo de generación de valor excedente, por parte del capital privado. Es decir que el intervencionismo incide sobre el proceso de acumulación, con el propósito de solucionar los déficits, de carácter funcional, que presenta el mecanismo automático del mercado. Dentro de ese contexto, el procedimiento predominantemente mercantil es desplazado, en sectores económicos crecientemente extendidos, por un “compromiso cuasipolítico” entre organizaciones patronales y sindicales, referido a las condiciones y remuneración del trabajo.

 

No obstante, tal pacto social resulta relativo y parcial, teniendo en cuenta la atomización de intereses originada en la ruptura de las identidades convencionales de clase. Por lo tanto, el reequilibrio gestado entre el accionar del mercado y el proceder del ente gubernamental, partiendo de una supuesta sociedad de suma positiva, resulta ficticio, en la medida en que el último no puede, frente a determinadas condiciones marginales, “controlar adecuadamente al sistema económico, produciendo de esta forma una crisis de outputs[8].

 

Sintetizando la concepción respecto de la esencia del capitalismo tardío, puede indicarse que el ámbito del mercado fue despojado de su relativa autonomía funcional, con relación al organismo estatal, razón por la cual las crisis recurrentes de dicho régimen de producción perdieron su explosividad latente, en términos de conflictos sociales. La tendencia cíclica hacia las crisis económicas fue desplazada al sistema institucional, a través de una accionar compensatorio por parte del Estado. Además, a menor capacidad del espectro sociocultural para el logro de motivaciones suficientes, en el ámbito político, educativo y profesional, resulta mayor la necesidad de llenar el hueco generado por dicho “vacío de sentido”, mediante la provisión de valores orientados al consumo[9].

               

Las estructuras propias del Estado de Bienestar pueden visualizarse en cuanto reacciones frente a las crisis crónicas del capitalismo, al concentrar sus mecanismos de integración en aquellos sectores sociales que podrían organizarse para generar acciones contestatarias. Con el objeto de mantener estos conflictos potenciales en su nivel latente, es instrumentada una condición salarial sesgada políticamente, mediante la realización de convenciones colectivas formalizadas por un sindicalismo unificado, ante las asociaciones representativas del sector capitalista.

 

Mediante las políticas del Estado benefactor, todos los problemas que habían afligido al capitalismo en la era de las catástrofes parecieron disolverse y desaparecer. El ciclo terrible e inevitable de expansión y recesión, tan devastador en la fase de entreguerras, se convirtió en una especie de sucesión de leves oscilaciones gracias (o eso creían los economistas keynesianos que ahora asesoraban a los gobiernos) a su gestión macroeconómica. En esa etapa, "Europa tenía un paro medio del 1,5% y Japón un 1,3%", aunque en EE.UU. no se había conseguido eliminar todavía la desocupación masiva. Por otra parte, la mayor parte de la humanidad seguía siendo pobre, pero en los viejos centros industriales el mensaje de la doctrina marxista no cuajaba, teniendo en cuenta el progresivo nivel de vida de los operarios fabriles de las naciones económicamente desarrolladas. Se manifestaba entonces una "peculiar combinación keynesiana de crecimiento económico capitalista basado en el consumo masivo por parte de una población activa plenamente empleada y cada vez mejor pagada y protegida"[10].

 

En la medida en que la economía transnacional consolidaba su dominio mundial iba minando una gran -y desde 1945 prácticamente universal- institución, los Estados-nación, los cuales ya no podían controlar más que una parte cada vez menor de sus asuntos. Además, "la desaparición de las superpotencias, que podían controlar en cierta forma a sus Estados satélites, vino a reforzar dicha tendencia". Hasta la más insustituible de las funciones que los Estados-nación habían desarrollado en el transcurso del siglo XX, la de redistribuir la renta entre sus poblaciones mediante las transferencias de los sistemas educativos, de salud y de bienestar social, además de otras asignaciones de recursos, no podía ya mantenerse dentro de los límites territoriales en teoría, aunque en la práctica lo hiciese.

 

Asimismo, "durante el apogeo de las teologías del mercado libre, el Estado se vio minado también por la proclividad a desmantelar determinadas actividades hasta entonces realizadas por organismos públicos, dejándoselas al mercado. El libre comercio continuó representando el ideal y -en gran medida- la realidad, sobre todo tras la caída de las economías controladas estatalmente, a pesar de que varios Estados desplegaron métodos hasta ese momento desconocidos para protegerse contra la competencia extranjera [Italia, Japón, Francia][11].

  

Es preciso evaluar la relevancia de la dominación interclasista, del mismo modo que el grado de explotación de la mano de obra disponible en las sociedades respectivas, operada por los sectores del capital y/o estatales. Aquí se exponen las políticas gubernamentales en la "sociedad del bienestar", señalando la impronta de Keynes en el Estado Benefactor, las modalidades renovadas de "intervencionismo", el contrato social típico de la salarización estable y protegida, junto a la regulación política del mercado ocupacional.

 

[1] HABERMAS, J., ob. cit. Por otra parte, la integración en las sociedades modernas es el resultado de la coordinación entre un conjunto de procesos, los cuales se manifiestan en las esferas respectivamente funcional, moral y simbólica, y de ninguna manera es generada dentro de un ámbito específico excluyente. Corresponde aclarar, además, que dichos procesos integradores no presentan simultaneidad (Beriain, Josetxo: La integración de las sociedades modernas; Barcelona, Anthropos, 1996) 

[2] HABERMAS, Jürgen: Teoría de la acción comunicativa; Madrid, Taurus, 1999, PÁG. 319 (vol. II)

Asimismo, debe señalarse que “del factum histórico de una sociedad integrada sistemáticamente se puede hablar desde el momento en que se produce un despliegue total del mercado capitalista de bienes, trabajo y capital, así como el despliegue relacionado de una burocracia interventora altamente compleja, tanto socioestatalmente como político-administrativamente” (Beriain, J., ob. cit.)

[3] WEBER, Max, Economía y Sociedad; México, Fondo de Cultura Económica, 1997. Además, el “mundo de la vida” no proporcionaría las orientaciones básicas de conducta que dirigen dichas prácticas y las acciones políticas, en la medida en que la solidaridad social, enraizada en un mundo de la vida racionalizado, referida por caso a la idea de “patriotismo constitucional”, es previa a la forma económica mercantil de racionalidad y a la político-administrativa, así como también resulta anterior a todo tipo de tutelaje de raigambre mítico-religiosa (Habermas, J., “Teoría...”, ob. cit.)

[4] POLANYI, K., ob. cit.

[5] KAY, Cristóbal: Neoliberalismo y estructuralismo, Regreso al futuro; México, Revista “Memoria”, N° 117 (Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista), 1998.

[6] KAY, C., ídem

[7] GORZ, A., ob. cit.; este autor destaca, al respecto, que sólo los métodos de índole incitativa garantizan cierto tipo de integración funcional, desde el momento en que inducen a los individuos a prestarse de buen grado a la realización de una actividad instrumentada en forma predeterminada.

[8] OFFE, C., ob. cit. Asimismo, “la necesidad de distribuir el producto social de forma desigual, y sin embargo legítima, obliga al Estado a una repolitización de las relaciones de producción” considerando que ya no es suficiente apelar a la justicia inmanente del mercado, sino que deviene necesario recurrir a algún programa subsidiario, de manera que “Estado subvenciona y reemplaza al mercado allí donde éste fracasa en sus funciones de producción y de acumulación”. El citado nuevo rol estatal genera el efecto no deseado de despertar expectativas irrealizables en la sociedad civil, provocando el “aumento de la demanda de justificación pública del Estado”, produciéndose de esta forma una crisis de inputs, dado que el consenso social característico de la sociedad de suma positiva desemboca inevitablemente en un “cuello de botella”.

[9] A comienzos de la década de los setenta se estimaba que sólo podía evitarse una crisis futura de legitimación en la medida en que la articulación de clases inherente al capitalismo tardío fuera reestructurada o, subsidiariamente, se dejara de lado la necesidad de legitimar el sistema administrativo. El régimen capitalista en su estadio avanzado presenta una creciente necesidad de legitimarse a través del sistema político, situación que conlleva la intensificación del nivel de demandas, eventualmente generadoras de conflictos, referidas a la distribución de bienes de uso, que pueden chocar con los requerimientos inherentes al funcionamiento normal del proceso de valorización capitalista. En dicho contexto, las relaciones mercantiles de intercambio resultan parcialmente sustituidas por la actividad surgida de la autoridad administrativa, en la medida en que la planificación estatal detente un poder “legítimo”. Al respecto, esta condición debía satisfacerse mediante los instrumentos de la democracia política, basados en la vigencia del sufragio universal (Habermas, J., “Problemas…”, ob. cit.)

[10] Hobsbawm, E., ob. cit.

[11] Hobsbawm, E., ob. cit. 

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