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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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DESOCUPACIÓN Y VULNERABILIDAD SOCIOECONÓMICA - Juan Labiaguerre

En la actualidad, resulta más nítido el predominio de intereses económico-financieros, por encima de los factores político-ideológicos, en torno a tal funcionamiento, en la medida en que sus metas prioritarias radican en la complementación de políticas macroeconómicas, monetarias, fiscales y comerciales. Una visión panorámica de esta constelación regional remite a la presencia de áreas donde prevalecen las distintas superpotencias, respectivamente Norteamérica, la Cuenca del Pacífico y Europa. Subyacen al concepto de globalización financiera tendencias orientadas a la exacerbación de la concentración económica, al incremento de la acumulación capitalista en escala mundial, y a la implementación de prácticas institucionales, incentivadas a través de medidas políticas gubernamentales, funcionales al desenvolvimiento de tal proceso.

En ese sentido, la estrategia del capitalismo se impuso en el escenario planetario, eliminando la dinámica convencional de las finanzas y del intercambio internacionales, junto a la supresión de las barreras locales, con el objeto de implantar una afluencia de capitales y mercancías bajo un proceder regulado, primordialmente, por la ley de la maximización del excedente del capital transnacional. No puede dejarse de lado la consideración del peso notable ejercido por el derrumbe del "sistema comunista", representado por el desmembramiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a partir de 1989, mediante la caída del muro de Berlín. Dicho trascendente evento alimentó el surgimiento de teorías referidas a un supuesto "fin de la historia o de las ideologías", el cual remite al hipotético advenimiento de una era marcada por la vigencia de un pensamiento único. Éste, una vez desustanciada la doctrina marxista, expresaría el nacimiento de una sociedad mundial, regida por los principios económicos del régimen de producción capitalista y las premisas políticas de la democracia representativa, en el contexto emanado de la caducidad de modelos alternativos.  Hasta comienzos de los años ochenta el pensamiento "liberal neoclásico" constituía sólo una escuela reconocida dentro el círculo académico formado por las disciplinas económicas. Sin embargo, desde el decenio anterior había logrado afirmarse en el ámbito de los organismos financieros internacionales (Banco Mundial, o "Internacional de Reconstrucción y Fomento", Fondo Monetario Internacional, etcétera). En el marco del declive de posturas tercermundistas, ello sumado a recurrentes crisis económicas de los países "del sur" y a la creciente influencia de aquellas entidades en la implementación de los planes de ajuste estructural, surgió el denominado consenso de Washington. Éste predicaba las ventajas del recetario neoconservador, intentando demostrar que los Estados más capaces de crecer económicamente serían aquellos fundados en una arquitectura institucional racionalizada, reducida al ejercicio de las funciones universales y de las políticas públicas, que otros actores que no fueran el Estado estarían en condiciones de elaborar con la misma eficacia. La concepción neoliberal constituye el cimiento ideológico del proyecto de los grupos económicos hegemónicos concentrados, aunque descentralizados operativamente, impulsores del "Nuevo Orden Internacional".

La adecuación al nuevo paradigma tecnológico, asentado en el principio inalienable de la productividad, se erigió en el objetivo último de las políticas económicas de los gobiernos y de la lógica empresarial, generando como contrapartida una progresiva desigualdad y polarización sociales, antesala de la pobreza y la indigencia de masas crecientes de la población mundial. Desde hace varias décadas se ha planteado una controversia, a partir de la emergencia de las corrientes teórico-políticas que auguraban, anticipadamente, el surgimiento de ese renovado ordenamiento neoconservador a nivel mundial. También adquirió relevancia, teniendo en cuenta la presente coyuntura histórica, el debate referido al rol estatal, en tanto factor activo (o ente pasivo) con respecto al funcionamiento del mercado. Además, aún subsisten las discusiones acerca de la conveniencia, en vista de los intereses nacionales de determinados países, de asumir estrategias de desarrollo dirigidas "hacia adentro o afuera", es decir entre industrialización sustitutiva de importaciones o producción local exportadora.

La cuestión alusiva a los efectos de los sucesivos ajustes estructurales, realizados en el seno de economías de distintos continentes y regiones, remite a una circunstancia paradójica, consistente en que "mientras los Programas de Ajuste Estructural proclaman una drástica reducción del Estado, su implementación exitosa requiere una intervención estatal aun mayor, para llevar a cabo las reformas necesarias y para reprimir las protestas sociales que estas reformas provoquen". En ese sentido, organismos financieros supraestatales, tales como por ejemplo el Banco Mundial, instruyen, bajo un poder coercitivo directo o latente -dada su condición de acreedores-, acerca de la necesidad de emprender "cambios estructurales a gran escala", los que determinan un achicamiento del aparato administrativo de los Estados, restringiendo el gasto público, sobre todo aquel destinado a las políticas sociales.

Además, se procura la privatización de las empresas pertenecientes al ámbito estatal y la renuncia a cualquier tipo de proteccionismo comercial, eliminando los subsidios destinados a la producción autónoma local, junto a la liberalización de los mercados, incluyendo el de trabajo. De acuerdo a lo expuesto, los planes económicos antedichos comprenden  entonces medidas de austeridad fiscal, antiinflacionarias, privatizaciones de las empresas público-estatales, liberalización comercial, devaluación monetaria y desregulaciones generalizadas del funcionamiento económico, sobre todo en los mercados financiero y laboral. En tal sentido, estos programas han pretendido también atraer inversiones extranjeras, incrementar la libertad de los empresarios y de los inversores, mejorar los incentivos pecuniarios y la competencia, reducir los costes, procurar la estabilidad macroeconómica, reducir cuantitativamente al Estado y reducir también su intervención en la economía. El desenvolvimiento adecuado del Nuevo Orden Internacional requiere la actuación de instituciones con alcance universal, idóneas a efectos del disciplinamiento de las "economías deudoras", tras la pantalla eufemística de una supervisión hipotéticamente neutral, enfocada desde un supuesto ángulo rigurosamente técnico.

El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional actúan en función de organismos directrices del régimen de acumulación capitalista en todo el orbe, teniendo en cuenta que, bajo sus dictámenes y recomendaciones, fueron ejecutados los drásticos planes estabilizadores de los países "emergentes" y subdesarrollados, cuyas estructuras socioproductivas experimentaron profundas alteraciones, acicateadas por el enorme peso de su deuda externa. Los requisitos demandados a las naciones solicitantes de ayuda financiera consistieron en la adopción de políticas monetarias favorecedoras de las importaciones; reducción salarial en tanto mecanismo tendente a controlar los procesos inflacionarios e incrementar la productividad laboral, recorte pronunciado del gasto público-estatal -asignando los recursos disponibles al área del capital privado- y desnormativización en torno a la fijación de precios, tasas, y subsidios. El dogmatismo mercantil-liberal continúa rigiendo el devenir de los procesos socioeconómicos en tanto que, bajo su égida, hombres y recursos naturales en su conjunto resultan evaluados, de hecho, como meras mercancías.

La idea fetichista, acerca de que la mecánica movida por el comercio internacional promueve la equiparación del precio de los distintos factores de producción, obliga también a la fuerza de trabajo escasamente calificada, perteneciente a las sociedades industrialmente avanzadas, a competir con la oferta laboral de un contingente inagotable de trabajadores de otras partes del mundo, también con baja (o nula) cualificación, y por ello sus niveles retributivos apuntan a una caída permanente.  Las firmas transnacionales resultan en definitiva las promotoras, y beneficiarias directas cuasi exclusivas, de esta renovada mundialización de la economía. La subordinación del capital productivo al financiero, la obtención facilitada de réditos prácticamente inmediatos y la subsunción de las medidas estatales, de índole monetarista, a la conveniencia de los grandes capitales privados, representan el componente medular del modelo de acumulación vigente. Corresponde subrayar que el poderío en aumento de las empresas transnacionalizadas obedece, principalmente, a su control sobre el flujo de capitales, la transacción de productos y la transferencia de tecnología, en orden a la reproducción del plusvalor generado por sus actividades.

La actuación protagónica de dichas firmas conduce a una transformación de las tensiones en las relaciones sociolaborales, partiendo de los intereses enfrentados de los factores del capital y del trabajado. Tal proceso acontece no sólo priorizando las demandas del sector capitalista, sino también provocando una potenciación de la competencia entre distintos países, a afectos de captar las inversiones de tales corporaciones. Ese condicionamiento obliga a ejecutar políticas restrictivas del gasto público y a la ampliación de las facultades empresariales. Éstas refieren a la discrecionalidad para imponer sus exigencias de inversión, dado su poder unilateral, relativo a las condiciones laborales y salariales de una fuerza de trabajo desamparada. La globalización económica, en suma, equivale a un proceso conducido por firmas multinacionales, que han logrado hacer prevalecer el dominio de su propio esquema de acumulación en el ámbito mundial. El modelo desigualitario polarizado, entre sectores sociales ricos y pobres, se ha acentuado durante la década de los años noventa, quedando demostrado palmariamente que el crecimiento económico no conlleva la disminución de los altos índices de desocupación previgentes. En este contexto, es refutada la visión parcial y sesgada de la ideología hegemónica, que divide a las naciones en "industrializadas" por un lado, y "en vías de desarrollo", por el otro.

Además, deviene asimismo obsoleta la concepción, paralela, en cuanto a que la evolución económica de las primeras promueve el progreso simultáneo de los países subdesarrollados, cual si se tratara de un efecto derrame en el marco internacional. El poderoso "Grupo de los Siete", conformado por las naciones más evolucionadas industrialmente (EE.UU., Alemania, Japón, Canadá, Francia, Inglaterra e Italia), a las cuales luego se sumó Rusia, se autoatribuye el manejo de los resortes económicos mundiales, marcando la dinámica de los procesos político-económicos, sin atenerse a los efectos sociales globales perniciosos, declaradamente "no deseados", provocados por sus decisiones. De manera que dicho conglomerado reinante toma en cuenta exclusivamente aquellas medidas coordinadas que afectan particularmente el diseño de las propias estrategias de sus integrantes.

Dentro del reseñado esquema internacional distintas sociedades, separadas por enormes distancias geográficas y culturales, se ven incididas perjudicialmente por la aplicación de programas globalizadores, que llevan aparejada una aparentemente ilimitada movilidad de los factores, con lo cual se obstruye severamente la posibilidad de cualquier tipo de desarrollo económico nacional autosostenido. Acerca de las implicaciones socioinstitucionales de la mundialización económica, mediante la influencia progresiva del poder financiero internacionalizado y la vigencia de mercados "globales", ha cambiado sustancialmente el ordenamiento político-social previo. En nuestros días, las líneas directrices estipuladas por el funcionamiento mercantil determinan los alcances del espacio asignado a la acción política, de manera que los gobiernos son coaccionados en el sentido del logro de cierta competitividad, requerida por la transnacionalización de los procesos económicos, a efectos de incrementar el valor de sus exportaciones.

Un complejo entramado de inversiones de índole meramente especulativa se fue apropiando gradualmente de los mercados de capitales, a través de múltiples y veloces giros monetarios, caracterizados por una creciente autonomía, respecto de los mecanismos propios de las economías reales, y portadores del contralor, merced a su grandioso volumen financiero, de la evolución de las monedas "nacionales". En la realidad actual, las grandes corporaciones transnacionales "toman posesión del capital humano restableciendo relaciones precapitalistas, casi feudales, de vasallaje y de pertenencia; los países periféricos cuentan actualmente [1998] con 800 millones de desempleados, totales o parciales, y 1.200 millones de jóvenes llegarán al mercado de trabajo en los próximos veinticinco años". Al interior del escenario abierto por el denominado fenómeno globalizador, las mutaciones económicas generales consisten en una vinculación recíproca entre firmas localizadas y mercados, circuitos y entidades financieras centrales operantes en el terreno mundializado. Además. las instancias innovadoras del campo tecnológico, junto a los canales de diseminación de las mismas, se encuentran también ampliamente transnacionalizados.

Con ese telón de fondo, la instrumentación de disposiciones político-económicas dentro de los marcos nacionales contiene un elevado componente conflictivo. Ello, verbigracia, si se evalúa que la incidencia de los cambios pronunciados, vinculados por caso con la orientación productiva de una provincia o municipio, manifiesta una estrecha conexión con aquella dinámica transformadora. Las connotaciones de esas transformaciones afectan, asimismo, otros niveles, o se combinan ineludiblemente con procesos localizados en los ámbitos regional o sectorial, nacional y en muchas ocasiones, también mundial. Se afirma, acertadamente, que "en nombre de la modernización y el desarrollo muchas ilusiones y falsas esperanzas han sido creadas sólo para ser aplastadas más tarde", debido a lo cual deviene radicalmente cuestionable aceptar la imposición de una concepción axiomática excluyente, proclive a derivar en cierta "tiranía del globalismo". Resulta inadecuado entonces interpretar las tendencias globalizantes en el sistema mundial y el colapso del Segundo Mundo como el fin de la historia, que algunos pensadores neoliberales proclaman confiadamente.

Las luchas contra la opresión y por la democratización han alcanzado éxitos notables en los años recientes, éxitos que han cambiado el curso de la historia. Los conflictos étnicos y nacionales en Europa del Este son también un recordatorio dramático -si no es que trágico- de que la historia está viva y patalea. Los nuevos movimientos sociales hacen la historia, así como otras fuerzas menos deseables. La historia también está llena de sorpresas como lo muestran los eventos que llevaron al súbito e inesperado final de la guerra fría. La lógica excluyente del sistema capitalista determina que una masa inmensa de la sociedad mundial, y áreas geográficas muy extendidas, resulten marginadas de los beneficios y ventajas representados por el acceso al "informacionalismo", característico de la nueva era tecnológico-productiva. Ello acontece tanto en los países desarrollados como en los periféricos y/o emergentes, obedeciendo tal devenir a la propia naturaleza incontrolada de las redes globalizadas del capital internacional.

En las diferentes sociedades actuales, afectadas por el desarrollo económico "global", el proceso de destrucción creativa manifiesta una potenciación de sus efectos originales. La tan proclamada liberalización de las barreras comerciales entre países, contrariada en los hechos por las políticas proteccionistas de su propia producción en las naciones avanzadas o centrales, perjudica gravemente la evolución de las economías periféricas. El doble rasero a través del cual la Organización Mundial del Comercio recomienda la apertura competitiva de las fronteras interestatales, generalmente coaccionando a los países menos desarrollados en esa dirección, contrasta frente a su consentimiento de la aplicación de aranceles aduaneros o subsidios gubernamentales a las potencias, circunstancia que incide sobre el deterioro creciente de los aparatos productivos de los primeros.

La vinculación asimétrica entre bloques regionales y naciones, en nuestros días, atenta contra las posibilidades del progreso socioeconómico de una parte sustancial de la población mundial en la mayoría de los países del orbe. Por otro lado, allí donde opera la supuesta y trillada unificación de los mercados, la globalización implica la destrucción de numerosos ámbitos de producción en los sectores  primario e industrial de las economías locales, dada su obsolescencia desde el punto de vista tecnológico, junto a la proliferación de rubros tercerizados, sobre todo correspondientes a las áreas de servicios de la más variada índole. Dicha mutación alienta el ensanchamiento de la brecha preexistente en cuanto a la evolución desigual entre continentes, regiones, países, territorios intranacionales y grupos sociales. 

La extensión orbital del "neocapitalismo" conllevó la incorporación de millones de trabajadores, residentes en diferentes zonas subdesarrolladas del planeta, a la lógica económica instaurada por los parámetros del nuevo "paradigma productivo".    Debido a las graves derivaciones sociales de las drásticas "reformas del Estado", hasta los mismos organismos financieros internacionales que las habían impulsado percibieron sus resultantes concretas, a punto tal que esa problemática crucial pasó a ocupar un lugar privilegiado en las nuevas "agendas del desarrollo".

Ciertas posturas recientes del propio Banco Mundial tienden a erradicar veleidades al estilo del Estado mínimo, afirmando rotundamente que "han fracasado los intentos de desarrollo basados en el protagonismo del Estado, pero también fracasarán los que se quieran realizar a sus espaldas. Sin un Estado eficaz el desarrollo es imposible". Dicha eficacia estatal ya no obedecería ni al aparato burocrático, sostén -por caso- de la industrialización sustitutiva, ni al órgano minimalista propugnado por el ultraliberalismo. En consecuencia, esa nueva concepción descarta el Estado latinoamericano todavía existente, el cual más que reformado necesita ser reconstruido o refundado, sino un Estado a crear, con roles y capacidades nuevos, coherentes con las exigencias del nuevo modelo de desarrollo. Los procesos de ajuste y reconversión estructurales devienen continuos, al tiempo que se desvanece, mediante su aplicación a un segmento crecientemente minoritario de la fuerza laboral, el modelo típicamente fordista de relaciones entre capital y trabajo.

Este esquema organizacional del empleo es reemplazado, de manera progresiva, por variantes acordes con la mutación de los vínculos ocupacionales, como por ejemplo aquellas expresadas en las versiones toyotista, kalmariana o neotaylorista. Esta cuestión deriva hacia el tratamiento, en el capítulo siguiente, de los cambios operados en los modelos "postfordistas" de organización productiva, en el marco ampliado de la decadencia de los Estados de Bienestar. Las concepciones "desarrollistas" de distinto carácter, vigentes en los años cincuenta y sesenta en el contexto latinoamericano, fueron radicalmente cuestionadas durante gran parte de las dos décadas siguientes, como hemos visto en la primera parte, por la doctrina económica neoclásica. Ésta renació en el preciso momento en que las diversas teorías del desarrollo iniciaron un proceso de revisión interna y de consecuente autocrítica, en vistas de los resultados prácticos conseguidos mediante sus propuestas.

Ya hacia el ocaso del siglo XX, en particular desde la llamada caída del muro de Berlín, las visiones afines al neoliberalismo concibieron un "fin de la historia y/o de las ideologías", representado por la emergencia "objetiva" de un nuevo ordenamiento mundial, marcado por los designios de la democracia política y de las leyes universales del mercado. No obstante, resulta nítidamente contrastable el postulado axiomático acerca de que la teoría neoclásica aporta soluciones a la problemática del subdesarrollo económico-social de las periferias de los centros mundiales dominantes, en la medida en que interpretemos el desarrollo no únicamente en cuanto erradicación de la pobreza, sino además como la construcción de un sistema internacional más equitativo y participativo; la brecha en el reparto de la riqueza entre las poblaciones "del norte y del sur" ha continuado ensanchándose, sobre todo desde los años ochenta, la denominada década perdida en una América Latina agobiada por su endeudamiento externo. En ese sentido, han sido muy escasos los países "industrialmente emergentes" que han conseguido disminuir dicho "abismo" entre los ingresos con relación a las naciones avanzadas, pues los que lograron hacerlo constituyen casos excepcionales, por lo que la evolución de aquel grupo de naciones no presupone la neutralización o desintegración del tercer mundo. Más allá de tal predominio coyuntural, debe reconocerse que en nuestros días la ortodoxia de las posturas neoliberales es progresivamente criticada, como se ha indicado en forma previa, inclusive por aquellas instituciones financieras internacionales que la habían apuntalado dos décadas antes del fin del milenio.

Esa reacción responde a las consecuencias evidentes de la aplicación rigurosa de los continuos programas de ajuste estructural, por ejemplo aquellos llevados a cabo en el contexto latinoamericano, escenario permanente de tensiones sociales derivadas de los efectos perniciosos de esas políticas desfavorables para la amplia mayoría de su población. Al respecto se afirma acertadamente que "la guerra fría puede haber terminado, pero no los problemas del desarrollo del sistema-mundo, sin considerar la periferia y los países pobres". La puesta en práctica de la doctrina neoconservadora, acentuada en los noventa, por parte de varios gobiernos del subcontinente, implicó la renuncia indeclinable a la figura del Estado Benefactor, en cuanto emblema de construcción político-institucional, orientada hacia el logro de una "protección social colectiva".

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