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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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KEYNESIANISMO Y ASALARIAMIENTO FORDISTA - Juan Labiaguerre

Según el fordismo original, el espacio atribuido al consumo sólo reflejaba, de manera puntual, un modo de relativo control patronal directo e individual de la fuerza de trabajo, ampliado al conjunto de expresiones sociales que rodeaban su actividad laboral. Sin embargo, luego de aceleración del ritmo del sistema productivo, aquel esquema devino obsoleto. Debe indicarse que, hasta mediados del último siglo, el único y exclusivo fin de la innovación tecnológica residió en la reconversión gradual de los procedimientos fabriles. La misma se sustentó en una subdivisión creciente de operaciones, a través del proceso de mecanización, junto al incremento y potenciación de la productividad de la mano de obra utilizada, equiparable a una “mercancía trabajo”[1].

               

Los métodos productivos tayloristas, y luego los pertinentes a la cadena de montaje iniciados por el fordismo, apuntaban a la fabricación de enormes series de objetos de consumo, en el contexto de un mercado relativamente estable, al presentar modificaciones irrelevantes en los productos ofrecidos a la venta masiva. El consumidor potencial carecía del atributo de incidir, aunque fuese de manera indirecta, en la concepción y en el diseño de los mismos, excepto en lo que se refiere a detalles insignificantes, por lo cual la producción resultaba estratégicamente planificada, en vista del lanzamiento de grandes volúmenes de mercancías para su comercialización, a partir de la cuasi nula elasticidad de la demanda dirigida a ellas.

 

Dentro de dicho condicionamiento el trabajador, estabilizado en a su ámbito consumista privado, reflejaba la contracara -expresada a través de la misma persona- del obrero disciplinado por el ritmo de la producción en serie, el operario de mameluco o “cuello azul”. Éste fue homogeneizado por el proceso industrial, mediante la aplicación de una premisa de orden <mecanicista>, inherente a la propia producción en masa, y simultáneamente masificado él mismo a través de un tipo de consumo regimentado, dada la existencia de grandes volúmenes de mercaderías indiferenciadas. Pese a ello, esta figura del proletariado contrastaba nítidamente con el escenario decimonónico, dominado por la proliferación de obreros crecientemente pauperizados y por una correlativa cultura contestataria, transmitida a veces a una práctica político-sindical radical, forjada en la lucha autónoma en cuanto clase social. En esta nueva etapa, el núcleo privilegiado de la fuerza de trabajo industrial reflejó una imagen que se aproximaba económicamente, en cuanto a los niveles de ingresos laborales obtenidos, a la situación de ciertos estratos sociales medios, aunque portara valores culturales propios.

 

Las bases e implicaciones del nuevo tipo de “intervencionismo estatal”, acaecido a partir de la segunda mitad de los años cuarenta, condicionaron que, al margen de la evidente heterogeneidad del orden internacional, el canon determinante del progreso presenta como objetivo prístino el logro de un avance en la producción industrial. Tal circunstancia, más allá de la aplicación continua de innovaciones técnicas al proceso de trabajo, requiere una absorción permanente de mano de obra, que se incorpora a un mercado laboral asalariado. De allí que la conceptualización moderna, en general, sobre el significado y la función esencial de "el trabajo", desde algunas visiones iluministas dieciochescas, hasta la mayoría de los posicionamientos teóricos de la segunda posguerra del siglo XX, no obstante sus divergencias ideológicas, giran alrededor de semejante patrón evaluativo. Esta última apreciación conduce al tratamiento de la evolución seguida por la actividad laboral, en la era postkeynesiana y postfordista, que será abordada más adelante.

 

La consideración de las mutaciones experimentadas por el "universo del trabajo" durante las últimas tres décadas conduce al estudio de la articulación entre las esferas estatal y mercantil, en lo que atañe especialmente al devenir del proceso de trabajo, paso necesario a fin de tratar -posteriormente- las modalidades de inclusión laboral y de integración social propias del fordismo, bajo la vigencia de políticas estatales de raigambre keynesiana. En ese sentido, una aproximación fáctica a la contrastación de aquellas se efectuará mediante el análisis de las connotaciones del Estado de Bienestar y de la aplicación del modelo fordista de organización productiva, en el ámbito particular de ciertas sociedades latinoamericanas, y específicamente en el caso argentino, durante la posguerra.

 

El sustrato contextual respecto del origen -y desarrollo- del “trabajo fordista” refiere a un marco ampliado acerca de la vigencia plena del Estado de Bienestar, desde la postguerra y hasta los inicios de la década de los años setenta. El tratamiento de dicha problemática presenta un carácter “panorámico”, debido a que su único objeto consiste en fijar un punto de referencia, a partir del cual poder considerar, posteriormente, los aspectos sustantivos centrales de este estudio. En principio, a la modalidad taylorista de organización de la actividad productiva fabril se le superpuso -y gradualmente superó- el modelo surgido en las fábricas de Ford, en el transcurso de gran parte de la primera mitad del siglo XX. La reconversión de las relaciones laborales, y de las condiciones concretas de realización del trabajo, alteró la estructura social preexistente en su conjunto, al cambiar, no sólo el quehacer laboral en su esencia específica, sino también diversos factores económicos, de índole clasista y estamentales (políticos, jurídicos y socioculturales), originados en la aparición del asalariamiento regular, junto al consumo, de carácter masivo.

 

El tratamiento de la evolución seguida por la actividad laboral, en la era poskeynesiana y posfordista, requiere una verificación empírica de las premisas establecidas, al considerar las mutaciones experimentadas por el “universo del trabajo” durante las últimas tres décadas. La revisión de los mecanismos articuladores entre las esferas estatal y mercantil, en lo que atañe especialmente al devenir del proceso de trabajo, fue necesario a fin de abordar las modalidades de inclusión laboral y de integración social propias del fordismo, bajo la vigencia de políticas estatales de raigambre keynesiana. En ese sentido, una aproximación fáctica a la contrastación de aquellas se efectuará mediante el análisis de las connotaciones del Estado de Bienestar y de la aplicación del modelo fordista de organización productiva, en el ámbito particular de ciertas sociedades latinoamericanas, durante la postguerra.

 

La situación internacional del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en la órbita de los países capitalistas, se caracterizó por la vigencia de Estados del Bienestar -de impronta keynesiana-, con diversos alcances e implicancias según los niveles respectivos de desarrollo económico alcanzado en cada caso. Junto a dicha configuración del aparato estatal, y en forma estrechamente ligada a la misma, tuvo una gran difusión el modelo fordista de relaciones productivas, que coadyuvó a delinear un contexto marcado por el ejercicio del derecho a la “ciudadanía plena”, reconocido parcialmente a una masa considerable de la población.

 

En tal coyuntura, la forma de asalariamiento regular, estable y protegido socialmente fue articulado con la emergencia de ese Estado Benefactor, en muchas naciones pertenecientes al “bloque occidental”, comenzando por los países económicamente poderosos. La aplicación de políticas intervencionistas, que conllevaba la participación más directa de la administración pública en cuestiones socioeconómicas, condujo a la puesta en práctica de un contrato (o pacto) social, entre representaciones colectivas de empresarios y trabajadores. La regulación estatal del mercado laboral indujo al establecimiento de pautas específicas, cumplidas en el ámbito ocupacional, lo cual determinó la estimación de tal instancia, en términos figurativos, en tanto “sociedad asalariada”.

 

El periodo de apogeo del Estado Benefactor, estrechamente ligado al auge del modelo fordista de organización productiva del proceso de trabajo, constituyó la culminación de una prolongada era histórica, originada en la consolidación de la revolución industrial en los países económicamente desarrollados. En sus comienzos se manifestó a través de la progresiva integración, dispar en cuanto a su velocidad -según el estadio tecnológico alcanzado en diferentes continentes y naciones-, de la masa asalariada a un mercado ocupacional crecientemente abarcativo de la mano de obra disponible en el mercado. La combinación de “fordismo y política keynesiana”, referida a sus efectos sobre la condición social de los trabajadores, expresó el máximo nivel integrativo alcanzable dentro del régimen de acumulación capitalista, en términos del modelo convencional de producción industrial.

 

El tratamiento de la articulación entre Estado social y fordismo es necesario a fin de contrastar el devenir posterior de la cuestión ocupacional, evaluando el avance logrado en la integración de la fuerza de trabajado al funcionamiento del régimen de producción vigente. El trasfondo teórico de tal problemática refiere a la continuidad de una perspectiva acerca de la organización de las sociedades, heredada del siglo XIX, que concebía a la industrialización capitalista como eje del progreso de la civilización occidental. Sin embargo, dicho común denominador contenía expresiones divergentes en torno a los efectos colaterales, a veces supuestamente “no deseados”, de esa evolución, y por otro lado manifestaciones claramente contestatarias frente a sus consecuencias sobre la conformación crecientemente desigualitaria de la estructura social contemporánea.   

               

La configuración fordista de las relaciones laborales alcanzó su apogeo en la coyuntura planetaria marcada por la “guerra fría”, es decir por el enfrentamiento latente del mundo occidental, democrático y capitalista, y el “este comunista”. De allí que el paradigma productivo nacido en las fábricas de la empresa automotriz Ford en los Estados Unidos, durante las primeras décadas del siglo XX, y luego ampliado a escala extracontinental, remite al desarrollo del “Estado Benefactor”. La combinación de una condición asalariada formal y relativamente digna desde el punto de vista material, con la implementación de políticas públicas sociales, propició la institucionalización del bienestar económico realizable dentro de un “universo libre”, en contraste respecto a los regímenes totalitarios marxistas, cuya eventual expansión amenazaría la estabilidad del orden sociopolítico establecido por el sistema capitalista.

 

La corriente teórica de la economía política denominada keynesianismo procede de los estudios y diagnósticos realizados por John Maynard Keynes (1883-1946), quien elaboró una propuesta de solución macroeconómica en el marco histórico determinado por el estallido de la “gran crisis” de los años treinta. Este momento de inflexión, con honda repercusión a escala internacional, condujo al quiebre de la estructura socioproductiva preexistente, dentro de los regímenes democráticos, y derivó en la inestabilidad político-institucional. En ese sentido, cabe mencionar el surgimiento de movimientos con ideología fascista en diferentes naciones, sobre todo algunas europeas, a partir de tensiones sociales progresivas. La caída abrupta de la producción en los países industrializados, debida al declive de la demanda de mercancías, provocó un corte en la generación de puestos de trabajo, lo cual expandió el problema del desempleo, alcanzando una proporción desmesurada los índices al respecto, en los mismos inicios del decenio señalado.

 

Frente a la gravedad del proceso antedicho, Keynes alertó acerca de las falencias inherentes a las premisas económicas de la doctrina liberal ortodoxa, dado que los mecanismos hipotéticamente espontáneos, promovidos por la “mano invisible” del mercado, resultaban insuficientes a efectos combatir la desocupación y contener el descontento social generalizado provocado por una pauperización en aumento. La consecución del pleno empleo redundaría, en última instancia, en la elusión de las crisis cíclicas de sobreproducción asegurando, por ende, el progreso del conjunto del sistema económico[2]. En vista del escenario descrito, resultó evidente la necesidad de acentuar las políticas de intervencionismo estatal, considerado por la teoría keynesiana como único camino idóneo en aras de la regulación de los mecanismos propiamente mercantiles.  

               

La participación anterior del Estado se había dado dentro del espacio asignado convencionalmente al libre juego de la oferta y la demanda del mercado por la doctrina económica clásica. No obstante ello, ante al desmantelamiento de las instituciones corporativas y gremiales, heredadas del medioevo feudal, que afectó el accionar de las organizaciones “intermedias”, de raigambre comunitaria, el liberalismo decimonónico ya había compatibilizado la relativa prescindencia estatal con algunas medidas de asistencialismo público. La creación de una especie de tutelaje tuvo como objeto reivindicar un significado -aún difuso- atribuido al contrato laboral, que presentó connotaciones extrasalariales de índole protectora, en pos de la gobernabilidad política, acordes con la recomposición del universo del trabajo, con relación a compromisos de raigambre ética[3].

 

Si bien las políticas intervencionistas en cuestiones sociales y económicas no constituye, entonces, un fenómeno exclusivo del siglo XX sino que, por el contrario, presenta antecedentes históricos, desde el estallido del “crack financiero” de la plaza bursátil de Wall Street en 1929, y con mayor intensidad en el periodo de posguerra, aquellas adquirieron caracteres acentuados y de género inédito[4]. En ese sentido, a partir de la crisis de los años treinta y, sobre todo, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se desarrolló en el marco de occidente, bajo la vigencia del régimen capitalista de producción, cierto esquema solidario, a fin de neutralizar los efectos disgregadores de la política del laissez faire, que había provocado severos desajustes e inequidades en diferentes sectores sociales, mediante la falaz “autorregulación de las leyes del mercado”[5].

 

Durante esa fase, los sistemas políticos democráticos debían, simultáneamente, garantizar la libertad ciudadana y aminorar la desigualdad social, a través de un reparto más justo de los bienes e ingresos de la población, mediante la actuación, entre otros instrumentos, del aparato fiscal. Tal propósito obedecía a la voluntad, compartida por los países llamados “libres”, en aras de la preservación de los espacios socioinstitucionales e ideológicos, disputados en el terreno planetario con la potencia soviética, en el transcurso de la guerra fría. La regulación estatal representaba la solución adecuada, al ponderarse que los defectos más salientes del funcionamiento económico, desplegado hasta la década de los años treinta, habían consistido en el fracaso en conseguir la ocupación plena y, de acuerdo a la prédica keynesiana, en la “arbitraria y desigual distribución de la riqueza y de las rentas”[6].  

 

El Estado pasaría, en consecuencia, a asumir la responsabilidad directa de intervenir, con el propósito de acceder a un progreso económico más equitativo, desde el punto de vista social, en cuanto al reparto del producto generado en el orden nacional. Esta nueva conformación político-institucional fue calificada, de manera alternativa, mediante diversas expresiones, que muchas veces reflejan divergencias conceptuales profundas, tales como Estado del Bienestar o Benefactor (Welfare State), Providencia o Asistencial.

En cuanto a las modalidades renovadas de “intervencionismo” estatal, la continua reconversión de los métodos de fabricación habían acelerado notablemente el ritmo la producción en serie y, por vía de la asignación del gasto público, el sistema político administrativo contribuyó a incentivar el consumo masivo, apuntalando el lado de la demanda, para absorber aquel incremento productivo. El sostén del sistema de seguridad social, junto al despliegue de una estrategia redistributiva de los ingresos, correspondientes a distintos estratos de la sociedad -y reflejada en el crecimiento del poder adquisitivo de los trabajadores-, redundó en un mantenimiento del salario real, al margen de sus variaciones nominales. El citado proceso, acompañado de la aportación de una asignación salarial indirecta a la fuerza laboral, destinada a ciertas prestaciones de carácter socioprevisional, conllevó un cambio sustancial de las condiciones materiales de vida de una importante masa de la población, la cual fue de alguna manera integrada al funcionamiento general del régimen de acumulación[7].             

En resumidas cuentas, en las naciones occidentales de posguerra, dotadas de algún grado de evolución industrial, el ámbito del Estado proveyó los instrumentos necesarios con el objetivo de asegurar la reproducción de la población activa. Tal proceder regulatorio apuntaba, a su vez, a crear normas que orientasen la interacción entre los diferentes sectores del quehacer productivo, dirigida a la obtención de un consenso básico, legitimador de las relaciones interclasistas. Asimismo, el nivel relativo de eficacia de dicho proceso respondió a su capacidad de cara a que esas premisas fueran percibidas en tanto expresión de intereses universales, dentro de un marco general caracterizado por tensiones estructurales, debidas a la disparidad de las situaciones económicas de clase. De allí la dificultad en términos del alcance de un punto de equilibrio entre las necesidades propias del aparato productivo, en general, y aquellas otras correspondientes al mecanismo reproductor de la fuerza laboral, al interior de un contexto normativo, consensuado, medianamente equilibrado en orden al reparto de la riqueza generada socialmente.

 

[1] Cabe consignar que la consecuencia de esta dinámica fordista clásica consistió en la concreción de grandes series de “objetos de consumo que, en realidad, no expresaban más que el resultado de la naturaleza misma de los procedimientos de estandarización y de máxima racionalización que habían intervenido en su fabricación” (Alonso, L. E., ob. cit., pág. 25)

[2] Por ocupación, o empleo, “plenos” se interpreta convencionalmente -desde una perspectiva econométrica- un estadio en el cual el índice de trabajadores parados es inferior al 5% de la población económicamente activa de un determinado país. Por ejemplo, en la actualidad, los Estados Unidos de Norteamérica experimentan esa situación, aunque los empleos sean -en gran parte- temporales, “flexibles” o precarios.

[3] A efectos de caracterizar la emergencia del Estado social, se consideraron varios aspectos tratados por Castel, R., ob. cit. Asimismo, se tuvo en cuenta  el enfoque previo, y relativamente crítico, abordado por Offe, Claus, a través del texto Contradicciones del Estado del Bienestar (Madrid,  Alianza, 1991). Al respecto, este último autor estimaba que la provisión de los recursos aportados por el conjunto de políticas sociales no debe depender de la caridad voluntaria, sino de la acción estatal orientada por un criterio no productivista, en cuanto manifestación poderosa del accionar colectivo.

[4] La caída estrepitosa de la bolsa de valores de Nueva York repercutió en el ámbito internacional, dentro del mundo occidental ya que, aunque tuvo por epicentro la economía estadounidense, se produjo en una instancia donde la potencia norteamericana devenía gradualmente hegemónica, en el campo de las sociedades capitalistas. 

[5] POLANYI, Karl: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico; Madrid, La Piqueta/Endymion, 1997. En forma simultánea al apogeo de la revolución industrial en los países centrales, ya durante la segunda mitad del siglo XIX, se produjo cierta  reacción universal de carácter colectivista, frente al giro expansivo adoptado por la economía de mercado, resultando tal hecho una demostración palmaria del riesgo impuesto a la sociedad por el intento de aplicación del “principio utópico de un mercado autorregulador”. La creación de un ámbito social protectivo deviene complemento obligado de dicho proceso teniendo en cuenta que, en definitiva, el factor que de alguna manera obligó a la intervención política en la esfera económica consistió en la emergencia de una instancia crítica, comprometedora de la misma permanencia del sistema, sirviendo la salida intervencionista a efectos de asegurar mínimamente la reunificación del cuerpo social, amenazado en su integridad por los efectos disolventes de los conflictos clasistas.

[6] KEYNES, John Maynard: Teoría general del empleo, el interés y el dinero; México, Fondo de Cultura Económica, 1983 [publicado originalmente en 1936]. 

[7] Al respecto se ha afirmado que “bajo condiciones de constante expansión económica (1947-1973), las clases obreras de los países capitalistas avanzados optaron por aceptar la política reformista socialdemócrata (en el sentido lato de la palabra, que llegó a englobar a los llamados eurocomunistas, o comunistas occidentales) de aceptación del pluralismo político, el fomento del Estado asistencial o benefactor (“Welfare State”) y la restricción de las reivindicaciones obreras al economismo, es decir, a la subida paulatina de sueldos y la mejora progresiva de las condiciones de trabajo” (GINER, Salvador: Sociología; Barcelona, Península, 1999, pág. 265)

 

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