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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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TARDOLIBERALISMO NEOCONSERVADOR O "POPULISMO" - Juan Labiaguerre

No obstante, el uso habitual del vocablo “populismo” prosigue refiriendo -en la actualidad- a un conjunto de sentidos semánticos, muchas veces incongruentes, los cuales abarcan una panoplia de significaciones extendidas, que comprenden criterios que van más allá de lo concerniente a un puñado de políticas económicas proactivas reguladoras del funcionamiento libre de las “leyes mercantiles”.

Lejos de un desplazamiento absoluto de su significación, el significante de “populismo” deviene polisémico, porque una amplia serie de situaciones han sido sucesivamente designadas con tal nombre. De allí que, al lanzar nuevamente al ruedo el término, estemos evocando un contradictorio conjunto de ideas que se ha ido sedimentando con el transcurso del tiempo, ideas que siempre pueden ser unilateralmente actualizadas, convirtiendo al populismo en un pseudoconcepto cuyo abandono parecería aconsejable [Aboy Carlés / Roxborough].

Debiera plantearse seriamente la utilidad eventual de dicha categoría conceptual, aplicable tanto a la alianza izquierdista de Syriza como, así también, a sus enemigos acérrimos integrantes del movimiento neonazi en Grecia. Este dilema condujo a sostener que, en cuanto noción tendiente a la comprensión reflexiva y crítica de la problemática sociopolítica, la definición de populista “se ha extinguido” [Adamovsky].

Al término en cuestión se le han asignado variadas interpretaciones, tales como “corriente político-ideológica que sostiene defender aspiraciones e intereses populares, tendencia a la afición popular en todas las esferas cotidianas, movimiento que rechaza a los partidos convencionales, de carácter contestatario -en la praxis o discursivamente- frente al poderío de los estratos predominantes de la sociedad”, etcétera.

El accionar populista aludiría entonces, bajo esa concepción sesgada, a la interpelación al “campo popular” a fin de edificar un poder alternativo y opuesto al statu quo conservador o liberal, revirtiendo la dominación política vigente a favor de los sectores sociales económicamente desposeídos, gran parte de cuyos derechos fueron conculcados. Habitualmente fundamenta sus propósitos en el perjuicio continuado que les provoca la supremacía, en todos los órdenes, la prevalencia institucional de las clases privilegiadas, por lo cual los “caudillos o líderes” de estos movimientos políticos son considerados redentores de las capas empobrecidas de la sociedad.

El término populismo detentaría, según la versión ya obsoleta de acuerdo a una vertiente de la ciencia política contemporánea, una connotación nítidamente peyorativa, dado que refiere a estrategias proclives al soslayo del “bienestar o progreso nacionales”; en cambio, las mismas procurarían obtener apoyo electoral masivo al margen de sus consecuencias. Los latiguillos más frecuentes en tal sentido remiten, entre otras a las siguientes simplificaciones generalizadas: “las penalizaciones a las corporaciones estadounidenses constituyen medidas claramente populistas, con efectos económicos contraproducentes para el país, o el populismo espanta las inversiones extranjeras y nacionales, y hunden a los habitantes en el pauperismo”.

Reaccionando ante semejantes endilgaciones, los acusados suelen argumentar que “aquellos nos atribuyen ser populistas resultan justamente quienes usufructuaron, en beneficio propio, durante un extenso periodo de tiempo, de enormes ganancias en detrimento de la precarización económica, la pobreza y el desamparo del resto de la población”. En tanto y en cuanto la expresión “populismo” implique una significación virtuosa, su sentido inherente conllevaría la ejecución de proyectos tendientes a la construcción de un poder hegemónico fundado en la actuación participativa “del pueblo”, junto al fomento de medidas socialmente inclusivas.

Las agrupaciones políticas de índole populista configuran colectivos heterogéneos, al demostrar ciertas divergencias considerables desde los ámbitos ideológicos y socioeconómicos; sin embargo, fusionan -al menos coyuntural y circunstancialmente- al conjunto de sus partes una plataforma de principios comunes, antagónicos a los poderes (fácticos y/o institucionales) vigentes en determinadas instancias.

Hacia mediados del siglo XX, el término populismo pasó a soslayar su significado en tanto cualquier proceso político de formato “movimientista”, esto es no partidocrático; en lugar de ello, comenzó a aludir a una matriz ideológica existente en sociedades de toda especie, en escenarios urbanos como así también campesinos. Aquella expresión, refería a ciertos pensamiento y accionar resentidos con respecto al ordenamiento colectivo impuesto por un segmento o estrato sociales tradicionales, detentadores del control cuasi-excluyente del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura [Shils]. Tratándose de un fenómeno ambiguamente polisémico, el adjetivo “populista” reflejaba la acepción semántica de una serie de manifestaciones políticas variopintas de la centuria próximo pasada, tales como la corriente bolchevique en la naciente Unión de repúblicas Socialistas Soviéticas, el nacional-socialismo alemán, la persecución macartista en los Estados Unidos de América, entre otros casos.

Dicho conjunto de experiencias históricas tendrían como denominador común, solamente, la pretensión de canalizar los “impulsos” masivos de grandes sectores de la sociedad, con el objeto de enfrentarlas a distintos enemigos. Éstos podían identificarse en términos de clases sociales, “comunidades despreciables”, o adherentes a ideologías contrincantes. Es decir que el sentido sustantivo del populismo equivalía a un proceder específicamente carente de alguna racionalidad, alejado de los cánones estereotipados del comportamiento “liberal-democrático”, aunque se tratase de motivaciones y enemigos netamente diferenciados.

En el transcurso de los años cuarentas hasta los setentas del pasado siglo, por otro lado, numerosos intelectuales utilizaron recurrentemente la expresión gobierno populista, en cierta forma vinculada a la versión antedicha, pero con un sesgo parcialmente divergente. Aplicaron entonces ese término con la finalidad de catalogar una serie de “movimientos políticos reformistas tercermundistas”, en especial el peronismo argentino, el varguismo brasileño, y el cardenismo mexicano [Adamovsky].

Más allá de que algunos de los autores mencionados ensalzaron la ampliación de derechos sociopolíticos y laborales otorgada a los estratos medio-bajos de la sociedad, promovidos por los movimientos de marras, cuestionaban los liderazgos predominantemente carismáticos o caudillescos, de carácter personalista no formalmente institucionalizados, emocional por encima de lo racionalista, “verticalizado” antes que plural. Al respecto, sus rasgos movimientistas devenían mensurados con el parámetro teórico-conceptual propio de los sistemas republicanos demoliberales, indirectamente representativos mediante el sufragio, prototípicos del occidente civilizado. En consecuencia, estas visiones academicistas estaban inspiradas, de modo implícito, en “una mirada normativa sobre cómo se suponía que debían ser y lucir las verdaderas democracias” [Adamovsky].

En el mundo académico el concepto de “populismo” mutó de un uso más restringido que refería a los movimientos de campesinos o granjeros, a un uso más amplio para designar un fenómeno ideológico y político más o menos ubicuo. Para la década de los años setenta el “populismo” podía aludir a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una “ideología del resentimiento” que amenazaba por todas partes a la democracia. En todos los casos, el término tenía una connotación negativa [Adamovsky].

Una significación alternativa novedosa, y con mayor elaboración teórica, propuso la sustitución del concepto de “luchas interclasistas”, en términos de antagonismo dicotómico esencial, provocado por la misma naturaleza de la opresión de clases, por la visión acerca de que opera una diversidad de contradicciones y oposiciones dentro de la sociedad en su conjunto, de variada índole, y no basadas exclusivamente en factores económicos estructurales [Laclau]. De acuerdo a esta última apreciación, resultaría discutible que la totalidad de los reclamos masivos, bajo cualquier régimen republicano, converjan articuladamente en aras de un “frente” único opositor a la hegemonía de la alianza de sectores dominantes.

El desempeño político juega un rol crucial de cara a la conjugación de esa complejidad de enfrentamientos heterogéneos, siendo los relatos discursivos imprescindibles para el logro de tal objetivo, puesto que los mismos proveen la articulación de demandas relativa y potencialmente encontradas. Merced a ello, pudiera formarse un “campo popular” enfrentado a una ínfima y minoritaria de la coalición elitista gobernante; de modo que el pueblo constituiría de alguna manera un derivado de la interpelación del discurso convocante, en mayor medida que un actor sociopolítico “preexistente”.

Según el encuadre teorético señalado, el accionar popular articulado en contra de una entente, donde coinciden su supremacía político-institucional con los intereses de los poderes fácticos de un país, posibilitaría el encauzamiento ordenado de una pluralidad de reclamos. Ello configuraría una oposición binaria, lo cual deviene esencial con el propósito de “radicalizar positivamente el sistema democrático” [Laclau].

Hace poco más de un decenio, adjetivo populista ya designaba esa especie singular de agrupamiento de interpelaciones políticas que aunaba al campo “popular”, contrariando el predominio de los estratos socioeconómicos predominantes, y de sus medios corporativos y masivos de comunicación. En tal sentido, “el populismo comienza allí donde los elementos popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la ideología del bloque dominante” [Laclau].

La modalidad propia de estructuración política calificada así como populista respondería a aquello que otros politólogos denominaría, por ejemplo, democráticos populares, o cualquier apelativo semejante, aunque se mantuvo la expresión “populismo” en aras de adjudicarle a ella una connotación valorativamente favorable, contradiciendo de esta manera la acepción adoptada por los intelectuales de la academia clásica.

Teniendo en cuenta la cosmovisión laclausiana, dicho vocablo designa el proceso virtuoso de “radicalización democrática”, razón por la que determinados movimientos y políticos, así como ciertos gobiernos latinoamericanos de contenido fuertemente anti-neoliberal, desde fines del siglo pasado, inéditamente empezaron a auto-referenciarse como populistas. Ello alteró el sentido común de la opinión pública bien-pensante, para el cual se trataba de “experiencias nefastas”, y simultáneamente alteró las “defensas precautorias del establishment”, representantes de los poderes fácticos en distintos países. Tal alerta, simbolizada en la advertencia de “caer en el peligroso populismo”, que pondría en riesgo las hipotéticas bonanzas republicanas que, en el caso de administraciones gubernamentales neoconservadoras, son proclives a ocultar o tamizar sus políticas liberales “salvajes” pre-keynesianas.

El prerrequisito indispensable para que se genere un quiebre de las hegemonías  neoconservadoras vigentes requiere la consumación de un proceso donde el cuerpo social se haya bifurcado, y en cual los individuos -y grupos de ellos- se autoconsideren en términos de su asimilación a algunos de ambos “frentes” antagónicos. La formación de segmentos de la sociedad, en cuanto actores colectivos, requiere una especie de interpelación a los sectores más postergados, marginados o excluidos del funcionamiento de un sistema político-económico neoliberal represor, que los oponga nítidamente a las estrategias del poder vigente, institucional y/o fáctico.

Lo antedicho conlleva que -de algún modo- los procedimientos gubernamentales, de hecho tendientes, a canalizar de los reclamos y protestas socioeconómicas experimentaron un desgaste en su “eficacia y legitimidad”, y que la emergente configuración hegemónica, asentada en un nuevo bloque histórico [Gramsci], implicará una cambio de régimen y una reestructuración del espacio público.

Las variantes “populistas” pueden abarcar un amplio espectro de ideologías, de la izquierda a la derecha, aunque bajo cualquier sesgo eventual responden a cierta dimensión de ruptura con el estado de cosas actual, que puede ser más o menos profunda, según las coyunturas específicas [Laclau]. Al respecto, toda estrategia política -inclusive la llevada a cabo por el neoconservadurismo fasciliberal de “cambiemos”- albergaría algún elemento asociado al populismo [Meny y Surel]. Esta expresión no significa entonces per se ninguna estimación despreciativa, lo cual no resulta óbice para evaluar posibles connotaciones cuestionablemente negativas inherentes a la utilización del término “populista”.

De acuerdo a lo expuesto, en la medida en que corrientes ideológicas sumamente heterogéneas, y hasta contrapuestas frontalmente entre sí, son pasibles de adoptar perfiles asimilables al populismo, el eventual seguimiento de una agrupación política de con dicho rasgo obedecería a la ponderación del numen sustantivo portado por las propuestas electorales, ratificadas o desmentidas por las medidas concretas en caso de acceso al gobierno, al margen de sus formatos circunstanciales, y del tenor de sus relatos discursivos una vez en el poder.

Existiría una divergencia de una “lógica social diferenciadora” contrastando con otra alternativa correspondiente a de la equivalencia, representando la primera la asunción de un criterio “institucionalista” predominante, donde los requerimientos de distintos sectores de la sociedad devienen “individualmente respondidas y absorbidas por el sistema”. La hipotética supremacía excluyente de tal, lógica institucional derivaría en “la muerte de la política y su reemplazo por la mera administración” [Laclau]. La consigna saintsimoniana acerca de la necesidad de la transición desde el gobierno de los hombres a la administración de las cosas constituye el lema emblemático de la concepción utópica sobre una sociedad idealizada, armónica y consensual.

Por otro lado, la cuestión varía diametralmente cuando prevalece la lógica de la equivalencia, dado la base de su predominio radica en el desarrollo de “demandas que permanecen insatisfechas y entre las que comienza a establecerse una relación de solidaridad”. Verbigracia, en el caso de colectivos de demandantes de viviendas, quienes advierten que otros reclamos, por ejemplo en cuanto a la falta de trabajo, inseguridad pública, deficiencia en la prestación de servicios básicos, etcétera, lo cual deriva en el entrelazamiento de demandas al Estado, mediante la conformación interconectada de equivalencias [Laclau].

La superposición del conjunto de protestas, como las precitadas, comienza a percibirse en tanto “eslabones de una identidad popular común que está dada por la falla de su satisfacción individual, administrativa, dentro del sistema institucional existente”. Tal diversidad de reclamos deviene a la postre cristalizada en una simbología compartida y, en algunas instancias, determinados líderes proceden a la interpelación de esas masas frustradas por fuera del sistema vigente y contra el mismo.

Por ende, “éste es el momento en que el populismo emerge, asociando entre sí estas tres dimensiones: la equivalencia entre las demandas insatisfechas, la cristalización de todas ellas en torno de ciertos símbolos comunes y la emergencia de un líder cuya palabra encarna este proceso de identificación popular” [Laclau].

Según la argumentación indicada, una configuración populista remitiría a una cuestión de grado, referida a la proporcionalidad que refleja la supremacía alternativa entre las lógicas diferenciales y equivalenciales. Debe aclararse que el predominio de una de ellas bajo ninguna circunstancia, fácticamente, alcanza la totalidad de los casos existentes: nunca habrá una lógica popular dicotómica que disuelva en un cien por ciento el aparato institucional de la sociedad.

Asimismo, “tampoco habrá un sistema institucional que funcione como un mecanismo de relojería tan perfecto que no dé lugar a antagonismos y a relaciones equivalenciales entre demandas heterogéneas”. Teniendo en cuenta esta situación, cualquier estudio sociopolítico de una realidad concreta debiera iniciarse a partir de evaluar la dispersión de hecho de las demandas, tanto en el campo de la sociedad civil como en el espacio público [Laclau].

Justamente, debido a la anterior especificación, un objeto de cuestionamiento severo, y reiterativo, por parte de los sectores que pretenden legitimar el orden establecido sistémicamente por el neoliberalismo, apunta ferozmente a la figura del “populismo”, en la medida en que el hecho más temido por aquellos consiste en la politización de las demandas sociales. El marco idealizado por los mismos reside en la existencia de una esfera pública enteramente dominada por la tecnocracia.

Al interior del contexto teórico-empírico reseñado, sería preciso mensurar la coyuntura contemporánea que atraviesa América Latina, cuyas naciones cargan con un sobrepeso negativo de “dos experiencias traumáticas e interrelacionadas: las dictaduras militares y la virtual destrucción de las economías del continente por el neoliberalismo, cuyo epítome han sido los programas de ajuste del Fondo Monetario Internacional” [Laclau].

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