Overblog
Edit post Seguir este blog Administration + Create my blog
INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

Cognición y Epistemología. Política y Sociedad, Estado, Democracia, Legitimidad, Representatividad, Equidad Social, Colonización Cultural, Informalidad y Precariedad Laborales, Cleptocracia, Neoconservadurismo, Gobiernos Neoliberales, Vulnerabilidad, Marginaciones, y Exclusión Colectivas y Masivas, Kirchnerismo Peronista, Humanidades, Sociología, Ciudadanía Plena, Descolectivización e Individualismo, Derechos Sociopolíticos, Flexibilidad ocupacional. Migraciones Laborales. Discriminaciones por Género, y Étnico-raciales, Políticas Socioeconómicas, Liberalismo neoconservador, Regímenes neoliberales de acumulación, Explotación laboral, Mercado de trabajo, Flexibilización y precariedad ocupacional, Desempleo, subocupación, subempleo, Trabajo informal...

DESINTEGRACIONES ESTATALES Y SOCIALES

El proceso de desocialización neoliberal redunda en transformaciones sustanciales del trabajo, mientras presenta derivaciones sociopolíticas de la reconversión de las relaciones productivas. Habiendo desarrollado previamente las consecuencias sociales de la creciente inestabilidad que presentan los puestos de trabajo en la actualidad, es preciso considerar sus derivaciones en el espectro ampliado de las vinculaciones entre individuos y colectivos, por lo que corresponde ingresar al análisis de las aristas disolventes del entramado comunitario, coherentes con el predominio del neoliberalismo.

La gradual extinción de la labor fabril masiva, acompañada por el declive paralelo de la influencia política de las organizaciones sindicales, desestabilizó el equilibrio parcial entre los factores del capital y del trabajo. Ello coadyuvó a despejar el avance del nuevo régimen socioproductivo evaluado, mediante una visión sesgada, en cuanto camino exclusivo hacia un progreso factible, dado su “realismo pragmático”. La doctrina neoliberal fue el sustento teórico del esquema de acumulación capitalista predominante durante el último cuarto del siglo XX, encauzando su cuestionamiento básico hacia las formas asumidas por las políticas estatales y sociales del Estado Benefactor, a las que les adjudica directa responsabilidad en las recurrentes crisis, exteriorizadas en el sistema económico mundial en la primera mitad de los años setenta. Al respecto, puede decirse que “las corrientes neoliberales en boga no sólo rechazan a Keynes, sino que [reafirman]el abandono neoclásico de la preocupación de los economistas clásicos por la distribución del ingreso: el mercado proveerá y lo hará tanto mejor cuanto más mínimo sea el gobierno y menos interfieran los sindicatos y las organizaciones populares”.

Es preciso indicar que el Estado de Bienestar se había fundamentado en principios universalistas, que pretendían comprender al conjunto de la población, pero su modernización progresiva determinó que se convirtiera en un proyecto inconcluso. Por otra parte, ante la declinación del intervencionismo estatal, y mediante la paulatina desconexión del trabajador de los ámbitos -privados o públicos- en los que se realiza la producción “directa”, se genera un vuelco forzado hacia actividades terciarias y/o autónomas. Tal circunstancia propicia el traslado del eje de las contradicciones sociales, desde el convencional espacio de la “fábrica u oficina” al terreno de los reclamos y protestas generales, surgidas en el seno de la comunidad.

El predicamento ideológico del neoconservadurismo, impulsado en los años ochenta y propagado a escala planetaria durante la década siguiente, fue esgrimido por dirigentes políticos y empresariales de distintos continentes a efectos de justificar la necesidad de implementación del renovado esquema económico. De manera que, respetando las premisas neoliberales, muchos gobiernos se vieron impedidos de especular con promesas de resolución integral de la problemática afín a la “crisis del trabajo”. Simultáneamente a los sectores capitalistas se les sugiere, con medido recato, la posibilidad de que financien programas de ayuda solidaria y apoyen a ciertas organizaciones no gubernamentales dedicadas al asistencialismo.

Las conducciones políticas de numerosos países recurrieron a la aplicación de ajustes macroeconómicos estructurales, debido a que la reproducción del capital requería una revolución técnica, con el objetivo de enfrentar los desequilibrios de sus cuentas fiscales. Éstos fueron causados por la saturación del modelo redistribucionista, propio del Estado Benefactor, por otra parte superpuesta a la eclosión del fordismo, en cuanto regulador de las relaciones laborales. Dicha mutación del paradigma productivo requería una precondición ineludible, ya que únicamente resultaba realizable si la articulación de las clases sociales, y las implícitas interrelaciones entre el Estado y los grupos económicos dominantes, inclinaban la balanza -decididamente- en favor de los factores hegemónicos del capital. Además, bajo esta orientación, tal como se ha señalado, la transnacionalización de las empresas, a través del extrañamiento respecto de los espacios políticos nacionales, devenía “imperativo de supervivencia” para la firma capitalista.

Un campo alterado por la desreglamentación ocupacional atañe a ciertos componentes del Estado de Bienestar, los cuales anteriormente podían neutralizar los efectos socioeconómicos de un desempleo en ascenso y constante. Pero el financiamiento de la cobertura previsional resultaba demasiado oneroso, según el sector empresarial, factor que habría perjudicado su propia situación económica, por lo que habría surgido la necesidad del desmantelamiento de los sistemas de seguridad social.

La marginación de amplios segmentos sociales del mercado laboral, y por ende del consumo tanto individual como colectivo, representa una realidad que tiende a expandirse. El trabajo, en cuanto componente medular de integración social y base generadora de identidad cultural, abandonó dichos roles, sin que su lugar haya sido cubierto por alternativas sustitutivas, en orden al cumplimiento de sus funciones elementales. En tal contexto, los progresos tecnológicos plantean la cuestión del contenido y del sentido del tiempo disponible, de la naturaleza de una civilización y de una sociedad en las que la extensión del tiempo disponible prevalece, con mucho, sobre la del tiempo de trabajo y en las que, en consecuencia, la racionalidad económica deja de regir el tiempo de todos.

Dentro del marco consignado proliferaron teorías, ideológicamente sesgadas, que legitimaron las políticas estatales recientes, alusivas a la mudanza objetiva de las relaciones entre capital y trabajo. En ese sentido, la prédica sobre los requisitos del “mercado global” apunta a privatizar, no sólo el máximo posible de medios de producción, sino todos los procesos de inserción laboral. Tal como se desarrolló en forma previa, el fenómeno de “desestabilización de los estables”, tiende a desafiliar al individuo (descolgándolo) del marco de la sociedad postsalarial, inclinada hacia una conformación disgregada y excluyente.

El problema de la desintegración de los vínculos comunitarios, típicos de la pasada “sociedad del bienestar”, remite a que el desguace del aparato estatal interventor, aunque haya sido un moderado soporte de equilibrio social, desbalancea las relaciones interclasistas. Esta circunstancia determina un viraje profundo de la conceptualización secular, elaborada en torno al mismo significado existencial del universo del trabajo. De allí que resulte afectada la esencia de la legitimidad adjudicada, anteriormente, al ámbito específico de la denominada ciudadanía social. En dicho aspecto, el menoscabo de pautas organizativas, basadas en algún tipo de lazo de carácter solidario,  conlleva “el fracaso de la concepción tradicional de los derechos sociales, para ofrecer un marco satisfactorio, en el cual pensar la situación de los excluidos”.

Cabe precisar que los desajustes sociolaborales, implícitos en la dificultad que atraviesan grandes contingentes de personas para incluirse bajo el rol de trabajador, se yuxtaponen con conflictos paralelos, igualmente de corte adaptativo, cuando no de exclusiva defensa del mantenimiento de sus condiciones materiales de vida, frente a su continua degradación. Dentro de un panorama dominado por el desempleo de masas y la extensión de las ocupaciones marginales, el papel convencionalmente asignado al conjunto de los derechos sociales, en tanto compensadores de un disfuncionamiento pasajero, se desdibuja aceleradamente. Se pone en tela de juicio, entonces, la función de la inserción laboral, en tanto “lazo social fundamental”, en la medida en que crecen los niveles de desocupación y las modalidades atípicas de empleo. Alguna de éstas generan ligaduras tenues con cierta actividad, cuya generalización justifica el cuestionamiento de la concepción clásica, que aludía a una tendencia a la incorporación progresiva de los individuos al mercado de trabajo. Al iniciarse la década de los años noventa ya era evidente la pérdida de la capacidad de la esfera ocupacional productiva, respecto de la conformación de una sociedad integrada a su alrededor, por lo que las relaciones laborales abandonaron su carácter de vínculo comunitario crucial.

En vistas de lo expuesto, tiende a diluirse la creencia en el rol incluyente, para unos, o emancipador, en la visión de otros, desempeñado por la condición del asalariamiento “regular y formal”, como modo de integración laboral predominante del capitalismo industrial, aunque en éste las relaciones de producción resultasen sólo parcialmente equitativas y, en muchos casos, personalizadas. Puede decirse, en consecuencia, que la figura central y la condición normal no son más la del trabajador -obrero, empleado, asalariado-, sino la del precario que ya trabaja, ya no trabaja [ejerciendo] de manera discontinua múltiples oficios, de los cuales ninguno es un oficio, no tiene profesión identificable y tiene como profesión el no tenerla; no puede por lo tanto identificarse con su trabajo y no se identifica, sino que considera como su verdadera actividad aquella por el ejercicio de la cual se esfuerza en las intermitencias de su trabajo remunerado.

El desenvolvimiento del capitalismo mundializado, apoyado en un mercado global liberado de normas y reglamentaciones, induce el reemplazo de “las sociedades-Estado por la no-sociedad absoluta y los Estados-Nación por un Estado virtual sin territorio ni fronteras ni distancias ni ciudadanos”. Tal mutación cuestiona, en sus raíces, la capacidad de determinación macrosociológica que presenta el proceso de trabajo, como de algún modo lo era hasta hace poco más de tres décadas. En ese sentido se señala, radicalmente, que “no hay que esperar nada de la crisis, pues ya no hay más crisis: se ha instalado un  nuevo sistema que tiende a abolir masivamente el trabajo, restaurando las peores formas de dominación, servidumbre, explotación, al obligar a todos a luchar contra todos para obtener ese trabajo que se ha abolido”.

No obstante esta última apreciación, de modo aparentemente paradójico, se promueve la perduración, en un plano normativo simbólico, de ese mismo tipo de actividad laboral cuya existencia, y consecuente probabilidad de acceso a la misma, amenaza con extinguirse. La actual instancia representa una transformación más esencial que la originada en una mera coyuntura socioeconómica crítica, con eje en la cuestión laboral, al manifestarse un derrumbe de la concepción general sostenida por las más variadas exégesis del “industrialismo”, a lo largo de casi dos siglos. La neutralización de ámbitos laborales estables, aunque fuesen potencialmente conflictivos, acarrea notables desniveles en las remuneraciones de diversos segmentos de trabajadores, asalariados o autónomos, generando una distribución regresiva de los ingresos. Este proceso perjudica en mayor grado a la fuerza laboral, en relación de dependencia frente a la patronal, no organizados sindicalmente, junto a otros sectores marginados del mercado ocupacional “regular”.

Una resultante emblemática del giro sustancial experimentado en la configuración ocupacional radica en que el empleo estándar, característico de la sociedad industrial, aunque destinado a decrecer en términos proporcionales, abandona los rasgos distintivos de las ocupaciones laborales normales, evaluadas en su aspectos tanto antropológico, como así también existencial, modernos. En otras palabras, el trabajo no representa actualmente “la exteriorización por la cual un sujeto se realiza inscribiéndose en la materialidad objetiva de lo que crea o produce; en el sentido de realización de sí, de creación de una obra o de una producción, el trabajo desaparece más rápidamente en las realizaciones virtualizadas de la economía de lo inmaterial”.

Durante las últimas décadas de la centuria pasada se produjo una separación progresiva entre los campos económico y social, fenómeno del cual un reflejo nítido lo constituye la extensión del paro y de vivencias prolongadas de desocupación o subempleo. A su vez, los cambios apuntados en el mundo laboral, que se profundizaron durante los años noventa, coadyuvaron -como vimos- al declive del Estado de Bienestar, desnudando el flanco más pernicioso, desde el punto de vista de la cohesión colectiva, de las políticas neoliberales.

Puede considerarse que el conjunto de relaciones, establecidas entre personas y grupos, que se desarrollan al interior de una sociedad determinada, opera de acuerdo a una diferenciación en dos planos interactuantes, como sistema (político, económico, cultural) y en términos de “mundo de vida”. Dentro de ese enfoque conceptual, la integración implica algún tipo de coordinación de las acciones colectivas, mediante la armonización de las orientaciones de los individuos que realizan aquéllas. Históricamente, en el ámbito de la sociedad industrial decimonónica, resultó complicado obtener un consenso básico, alrededor de premisas normativas que regulen las interacciones grupales y personales pues, en última instancia, el conjunto social no puede asegurar su unidad mediante la mera vigencia de creencias compartidas, debido a la creciente complejidad adoptada por los vínculos entre sectores y clases.              

Realizando un salto cronológico, la comprensión de las sociedades contemporáneas remite a elementos característicos de la vida moderna, encarnados en el factor ambiguo introducido por la “emergencia del riesgo y de la contingencia permanentes”, sobre todo en el contexto de una cultura política dominante de clara raigambre liberal. En ésta las diferenciaciones de índole funcional propician la fragmentación de  la sociedad, dividida en una variedad de subsistemas especializados y relativamente autónomos, cuya dinámica centrífuga obstaculiza la unidad de acción de diferentes colectivos. El complejo marco teórico elaborado por esta especie de “sistemicismo” puede vincularse con el devenir concreto de la desocialización promovida a través de medidas neoliberales. Las aportaciones previsionales y a los entes prestadores de servicios resultan proclives a particularizarse, privatizándolos, en forma paralela a la autonomización de las inserciones ocupacionales, por lo cual el conjunto del beneficio de las relaciones industriales y del Estado de Bienestar entra en crisis potencial, no sólo de financiación, sino de solidaridad social.

Los procesos detallados en este capítulo obligan a reconceptualizar la problemática del trabajo, al verse afectado el significado de las funciones de la fuerza laboral, del sindicato y -en un contexto ampliado- de todo tipo de asociación colectiva. El universo ocupacional atraviesa, en los albores del nuevo milenio, un punto de inflexión, precedido por cerca de tres décadas de cambios sustanciales, que provoca la extensión del empobrecimiento de una gran masa de la población mundial, junto a una acentuación de los fenómenos de marginalidad y exclusión sociales. No debiera menospreciarse, entonces, el impacto profundo que la coyuntura indicada ejerce sobre el progresivo desguace del “conjunto de instituciones que permiten la convivencia social y no una sociedad de individuos en competitividad y agresividad constante”.

La exposición realizada, sobre las mutaciones del trabajo bajo el esquema neoliberal, en un marco político-cultural disociativo, permite acceder al análisis pormenorizado del conjunto de connotaciones que rodea la emergencia -y gradual afirmación- de la especialización flexible en los empleos. La imposición de la misma, como se desarrollará en el capítulo siguiente, abarcan un amplio espectro de vivencias ocupacionales, que incluyen desde situaciones de paro (en el mejor de los casos, provisorias) hasta modalidades asalariadas regulares, aunque condicionadas por imposiciones, laborales y salariales, que restringen la faz creadora de la actividad productiva, generalmente retribuida con montos reducidos.           

Las implicaciones sociales de la vigencia de la “especialización flexible” remite a sus efectos económicos y culturales del paro, la subocupación y las inserciones laborales temporalizadas, junto a la consolidación progresiva de la “flexibilidad del empleo”.

A partir del apogeo de las políticas neoliberales, tal como fuera indicado en forma previa, la flexibilización en las modalidades del empleo se incentivó y extendió progresivamente, lo cual presentó una serie de derivaciones en los campos social, económico y cultural. Este panorama renovado complementó una configuración desbalanceada en aumento, a favor del capital y en desmedro del colectivo de trabajadores. Tal situación redundó, entre otros factores, en un declive notable del peso de las asociaciones sindicales en la toma de decisiones políticas por parte de los gobiernos   

La transición del “mundo del trabajo”, hacia fines del milenio, implica el empeoramiento masivo de la situación laboral, debido a la coyuntura económica crítica, junto al quiebre del modelo asalariado fordista. Los cambios del campo ocupacional diluyeron, tal como se detallara anteriormente, los compromisos previos contraídos por los sectores capitalistas y trabajadores, vigentes durante el auge del Estado Benefactor.

Desde comienzos de la década de los setenta, han abundado las interpretaciones sociológicas sobre la exclusión social, a veces ligadas a una visión centrada tanto en la conversión del paradigma tecnológico, como así también en el comportamiento cambiante e impredecible de un mercado mundializado. La incidencia articulada de ambos elementos habría tornado al trabajo en una figura etérea, cristalizando tal evolución en una precarización ocupacional creciente. Ésta, a su vez, se encadena a procesos de marginalidad sociolaboral, nuevas manifestaciones de pauperización masiva y síntomas de disgregación, conjunto de efectos característicos de la sociedad “postindustrial”. Al aumento del paro se adiciona una mayor porción de población inactiva, debido al incremento relativo del sector pasivo y/o al retiro de la oferta laboral, desalentada para buscar empleo. Las propuestas de resolución del problema de la marginalidad, y las estrategias para tratar la cuestión de la pobreza, remiten a la composición de la estructura social, por lo que conllevan decisiones de carácter político.

La existencia de colectivos excluidos, con expresiones variadas, de acuerdo al grado de desarrollo económico alcanzado en distintas sociedades, deriva hacia la consideración de caracteres complejos y muchas veces ambiguos de esa condición. Adoptando un enfoque teórico-empírico, el abordaje de tal problemática suele derivar en el tratamiento más abarcativo de la cuestión social en su conjunto. Es decir que “cuando se formulan planteamientos en términos de exclusión y de pobreza, se está hablando de una construcción social, que comprende representaciones sociales y aspectos político-institucionales, relacionados con una situación que plantea problemas”.

Dentro de los denominados agujeros negros del capitalismo informacional debe señalarse el entramado complejo de vinculaciones entre los caracteres del régimen actual de producción y acumulación, por un lado, y el incremento de la polarización social, el empobrecimiento y la indigencia en la mayor parte del planeta, por el otro. Tal conexión implica una profunda reestructuración de muchas sociedades, más allá de su ubicación geográfica en particular, lo cual a su vez conlleva la exclusión de numerosas poblaciones y localidades irrelevantes en términos del funcionamiento, en plenitud, del nuevo modelo económico internacionalizado.

Las transformaciones mencionadas hasta aquí se plasman en vivencias concretas de marginalidad socioeconómica y cultural, causadas en gran medida por el giro sufrido por el universo laboral. En ese orden, se desestructura el entorno normativo, y en los sectores más desfavorecidos se extienden las manifestaciones de exclusión, resultante de la acentuación de un proceso preexistente, agravado por las nuevas formas organizativas y relacionales, surgidas a partir del deterioro de la situación ocupacional.

La coyuntura actual del mercado de trabajo determina que el estadio de pleno empleo, en condiciones de asalariamiento por tiempo indefinido y cubierto previsionalmente, resulte un objetivo inalcanzable en el corto o mediano plazo. En consecuencia, evaluando las proyecciones a futuro de los grados contrastables de crecimiento económico y demográfico -sobre todo en los países subdesarrollados-, una gran proporción de la población activa mundial no encontrará una ocupación que le permita obtener ingresos regulares, a través de inserciones laborales normales. La salida propuesta por los sectores patronales consiste en concederle al capital amplia libertad para contratar personal utilizando mecanismos flexibles, los cuales, en la práctica y para la masa trabajadora sin calificaciones elevadas, significan en nuestros días empleos transitorios, desprotegidos y mal pagos. 

Un aspecto crucial de la historia económica internacional contemporánea radica en la divergencia enorme existente en la producción per capita de los distintos países. En este sentido, en el transcurso de ciento veinte años (1870-1990) la proporción de la misma en las naciones más ricas, respecto a las más pobres, se ha sextuplicado, mientras que el desvío estándar del P.I.B. (Producto Interno Bruto), medido también por persona, ha aumentado entre un 60% y un 100% [Pritchett, Banco Mundial]. Asimismo, es preciso señalar que “si la evolución de las desigualdades en el interior de los países varía, lo que parece ser un fenómeno global es el aumento de la pobreza, y sobre todo de la indigencia; la aceleración del desarrollo desigual y la inclusión y exclusión simultáneas de los pueblos en el proceso de crecimiento [rasgo potenciado en el capitalismo informacional] se traduce en polarización y en la extensión de la miseria de un número creciente de personas”.   

En el caso de gran parte de las naciones latinoamericanas, los niveles de paro y los grados de pauperización se encuentran directamente entrelazados. El índice medio de desocupación de la masa laboral, que percibe los ingresos inferiores, registró una tasa del 15,2% durante el año 1999, cifra 1,7 veces superior a la correspondiente al promedio de desempleo en el sector urbano (9%), 2,3 veces mayor al de la franja de ingresos medios (6,7%) y “4,2 veces más elevada que la de los trabajadores pertenecientes a las familias de más altos ingresos (3,6%)”.

Los ajustes estructurales recientes de las políticas macroeconómicas en América Latina, incluyendo la zona del Caribe, resultaron aún más estrictos promediando la segunda mitad de los años noventa. Ello aconteció debido a las repercusiones financieras de la crisis de los países denominados “tigres asiáticos” y a la acentuación de los desequilibrios externos, incentivados además por la caída de los precios de los productos exportables del sector primario.

Interesa destacar, en principio y de acuerdo a la temática del presente capítulo, la variación de los indicadores sobre evolución del salario correspondiente al sector industrial, y del paro, en espacios urbanos. En la Argentina, México y Perú la variación de los salarios industriales registró tasas negativas si consideramos, conjuntamente, el periodo total 1950-1995, al margen de una leve recuperación de las mismas en el primer lustro de los noventa, en los dos primeros países, y más notoria en el caso peruano, aunque allí luego de una década marcada por un retroceso cercano al 10%. Las situaciones de Chile, Brasil y Colombia -en ese orden- demuestran evoluciones positivas generales de este índice.

Resultan más emblemáticas las cifras porcentuales referidas a la desocupación en áreas urbanas latinoamericanas consideradas en bloque, que constatan la presencia de una media de paro oscilante del 7 al 8%, entre 1990 y 1995 inclusive. Sin embargo, surgen contrastes nítidos si se evalúan los guarismos de las distintas naciones. En tal sentido, dentro del grupo seleccionado de ellas, la Argentina, que en el primer año consignado registraba un desempleo urbano inferior en medio punto al promedio subcontinental, hacia mediados de los noventa duplicaba dicho indicador. Brasil, Chile y México mantuvieron cierta coherencia, ateniéndonos al mismo ejercicio comparativo, al detentar tasas inferiores a aquel promedio a lo largo del periodo, aunque en el último caso de acercó a él, debido a las implicaciones del denominado efecto tequila. En cambio, Colombia y el Perú tuvieron índices superiores a la media de América Latina, exceptuando el año 1992 en el segundo país citado.

Retomando el eje conceptual acerca de las consecuencias de la situación ocupacional, el significado del término “exclusión” tiende a expresar la cristalización de una condición social, derivada del incremento de diversas formas de pauperización, muchas veces producto de sucesivas crisis económicas. Actualmente, la cuestión del empleo se refleja en un imaginario social, resultante  de la multiplicación de experiencias concretas personales y grupales, aunque alude a cierta sensación de riesgo colectivo pero desocializado, una vez que afecta al individuo al que sólo le resta intentar diferentes estrategias en el mercado.

Dicha instancia moviliza un mecanismo cuasi reflejo de autodisciplinamiento, usado por los parados en búsqueda, frecuentemente infructuosa y desgastante, de una ocupación laboral acorde a sus antecedentes y capacitación, así como también a sus requerimientos salariales básicos. Asimismo, “la carencia de seguro de desempleo restringe el poder individual del desempleado para oponerse a dicho proceso, coaccionándolo a la eventual aceptación de cualquier tipo de condiciones laborales”.

Además, esa vivencia de los desocupados se traslada a aquellos trabajadores que, insertos laboralmente, actúan de manera dócil, si no directamente sumisa, frente a la patronal o a sus superiores jerárquicos inmediatos, acuciados por el temor a “perder el empleo”. Bajo esa circunstancia coercitiva, tienden a consentir medidas arbitrarias respecto de su situación ocupacional. De todas formas la precariedad del trabajo, en cualquiera de las expresiones señaladas, es proclive a entreligarse con el fenómeno de la pobreza, condición que no representa una dimensión excluyente a la hora de un análisis puntual del proceso de fragmentación social. Sin embargo, en la medida en que la aquélla situación tiene una incidencia sobre el pauperismo, es conveniente diferenciar -cualitativamente- diversos estadios marcados por carencias económicas. En este sentido, pueden distinguirse la pauperización en un contexto de inserción laboral -del trabajador ocupado-, la indigencia integrada asistida comunitariamente, o -en su defecto- desafiliada, condición que implica, de modo simultáneo, la marginación del mercado ocupacional y la exclusión de las redes integradoras al núcleo de la sociedad.

Compartir este post
Repost0
Para estar informado de los últimos artículos, suscríbase:
Comentar este post