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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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LA INCÓGNITA CRUCIAL SOBRE EL FUTURO DEL TRABAJO - Juan Labiaguerre

   La consolidación de la “flexibilidad” del empleo, al demostrar cierta afinidad con la evolución del pensamiento <sistémico> contemporáneo, resulta proclive a develar su esencia concreta y resultantes fácticas. Éstas conciernen a la insustancialidad de la premisa sobre la estabilidad y la especificidad calificacional del empleo, principio sostenido por las organizaciones sindicales. Al respecto, la normativa jurídica del trabajo es condicionada por la tendencia al abandono del ámbito de las negociaciones colectivas, en el orden nacional, reduciendo su radio de acción -cuando se aplica- a la esfera localizada del establecimiento o fábrica. 

   Los cambios en la legislación, junto a la restricción de su campo de actuación, alimentan la fractura de la demanda de mano de obra, polarizando el colectivo conformado por ella. Dicho proceso cristaliza en una proclividad hacia la dualización, económica y social, de la población activa, establecida al margen de la condición coyuntural marcada por la ocupación o el desempleo circunstanciales a nivel de cada individuo, y dicha inclinación conlleva un desafío inédito para un sindicalismo en decadencia. 

  En la región latinoamericana, la flexibilización de las inserciones ocupacionales presenta un perfil particular, teniendo en cuenta que en dicho espacio geográfico constituye, a partir de la década de los años ochentas, un factor crucial en la reestructuración productiva en América Latina...

   Cuando se iniciaron las transformaciones actuales en los procesos productivos en Latinoamérica se pensó que el eje de los cambios productivos serían las innovaciones en tecnología dura; sin embargo, la discusión muy pronto pasó hacia el ámbito de las nuevas formas de organización del trabajo y finalmente hacia la flexibilidad del trabajo, sea asociada con las nuevas formas de organización o como desregulación laboral... 

   Hacia finales de los ochentas, desde los nuevos Estados neoliberales y a partir de las gerencias modernizantes se impulsaba sostenidamente la flexibilidad del trabajo como condición de competitividad en las nuevas circunstancias de apertura de los mercados y de globalización. 

   Asimismo, "la flexibilización del trabajo no podía considerarse como un problema técnico de cómo optimizar funciones de producción, puesto que afectaba al patrón de relaciones laborales e industriales que predominó en países como México durante varios decenios. Es decir, aunque fuera encubierto con una fraseología técnico-económica, la flexibilidad del trabajo se convirtió en espacio de lucha. En este espacio, gobiernos, empresas y sindicatos se enfrentaron, negociaron o estos últimos aceptaron pasivamente los cambios. Como espacio nuevo de lucha, el campo de la flexibilización implicó la existencia de amigos y enemigos, cambios en relaciones de fuerzas (normalmente en favor del capital) y especialmente un choque discursivo en el que los sindicatos salieron mal librados”[1].

   A partir de los mecanismos señalados, se propende, entonces, a polarizar el amplio espectro de las relaciones sociales de producción, consideradas en su totalidad, dado que “cuanto más se arraiga en los centros altamente productivos de la economía un microcorporativismo utilitarista, cada vez se amplían más los sectores económicos que no se encuentran bajo el control de sindicatos de ningún tipo”[2]. Ello debido a los efectos de la expansión del desempleo, las permanentes migraciones laborales y el trabajo a domicilio, subcontratado, en negro, autónomo o temporal.

   Bajo esas circunstancias, las organizaciones centrales del sindicalismo ven obstaculizada su capacidad de maniobra, dado que la misma tendencia a la segmentación de la fuerza de trabajo implica la desestructuración del poder negociador de la entidad sindical “madre”. Tal circunstancia obstaculiza la formación de conductas cohesivas, campo compartido de intereses e, inclusive, comportamientos mínimamente disciplinados entre sus integrantes, ahora atomizados y dispersos. 

   Un efecto saliente de los empleos flexibles radica en el incremento proporcional de la “desregulación negociada”, figura que soslaya la connotación convencional asignada a la negociación colectiva, cuya función tradicional concierne a su utilidad en defensa de las conquistas logradas, históricamente, por el movimiento sindical. Respecto de los cambios de las relaciones sociales intraempresariales, debe considerarse la revalorización de la “imagen de la firma”, durante las últimas décadas, y la recuperación absoluta de la iniciativa por parte de los empleadores, a costa de la progresiva falta de participación de los representantes institucionales de los trabajadores.

   El sector empresarial privilegia la estrategia hacia el logro de mayores grados de “elasticidad” del mercado laboral, en la medida en que ello le permite readecuarse continuamente a las oscilaciones cíclicas de la demanda de sus productos, sobre todo manipulando a discreción el gestionamiento de recursos humanos, en otras palabras, la puesta en disponibilidad de una oferta de mano de obra individualizada, debilitada y desprotegida.

   Teniendo en cuenta el mencionado cúmulo de condicionamientos, el sindicalismo se ve imposibilitado de apoyar su accionar en cierta mediación política institucionalizada, encargada de la resolución de los conflictos obrero-patronales. Al respecto, el Estado poskeynesiano actúa siguiendo parámetros estrictamente mercantiles, que facilita una reestructuración de la oferta laboral, acorde a los intereses empresariales.

  En consecuencia, la organización sindical es coaccionada a ocuparse de actividades concretas, en cuanto agente exclusivamente capacitado para una actuación, de carácter defensivo, en torno a los derechos conculcados a los trabajadores ante al aparato estatal, así como también frente a los manejos desregulados del mercado. El universo del trabajo se encuentra, como vimos, mutuamente imbricado con la marginalidad social, ya que el límite ambiguo y borroso entre ambas esferas, signadas por la inserción en el mercado laboral y la integración o inclusión en la sociedad en forma respectiva, determina que la problemática sindical y el fenómeno de la “exclusión” se conecten mediante un vínculo sustantivo.

   Desde la perspectiva de la psicología social, la vivencia de paro recurrente, o crónico, acarrea un proceso de estigmatización del desocupado, consistente en cierto desplazamiento de sentido, por el cual parte de la responsabilidad/causalidad de una determinada situación social empieza a ser atribuido a algún tipo de características o comportamientos de las propias víctimas[3]De allí que en numerosas ocasiones las personas que no consiguen insertarse laboralmente, luego de búsquedas repetidas e inútiles, al comprobar los requerimientos exigidos por el mercado “formal” de trabajo, tienden a percibir que ciertos caracteres y atributos personales propios, hasta entonces no relacionados con su potencial de empleo, ahora sí lo están.

   Por otra parte, recordemos que la incentivación de las privatizaciones -en la era neoliberal- actuó como factor reactivador del mercado capitalista, y eje de una economía, de algún modo, <remercantilizada>. Tal elemento conlleva la institucionalización de una especie de “colectividad del riesgo”, en la medida en que el conjunto de relaciones sociales, y no sólo aquellas surgidas del trabajo en sí mismo, queda a merced del comportamiento cíclico, inherente a los campos productivo y comercial. En virtud de ello, se extiende un escenario ocupacional desestabilizado, con trayectorias laborales azarosas, cuando no fútiles.

   Esta problemática remite a experiencias contingentes de vida, teniendo en cuenta que los estados marginales respecto del mercado de trabajo, o de desocupación de larga data, requieren el pasaje desde    un enfoque aleatorio y circunstancial de los desperfectos sociales, a una visión más determinista, en la cual se advierte la más débil reversibilidad de las situaciones de ruptura: todo un conjunto de poblaciones tiende a salir del campo asegurador. El autor señala que el concepto de riesgo social, explicativo del declive del Estado Benefactor, es desagregable en diferentes niveles, si estimamos que “la atención al riesgo de catástrofe y el retorno a la culpa individual se conjugan para reducir su centralidad”[4].

   Una vez desestructurados los mecanismos equilibradores, propios de la <sociedad del bienestar>, es realimentada la distribución grupal inequitativa de los riesgos, implícitos en un mercado de trabajo que opera sin controles políticos, y más visibles aún durante las cíclicas crisis del empleo. En dicho contexto, ciertos segmentos de la masa laboral quedan expuestos a estados de paro prolongado, presentando graves dificultades para insertarse ocupacionalmente, o son objeto de despidos recurrentes cuando consiguen hacerlo, en este caso mediante salarios bajos y desprotegidos en términos de cobertura social.

   Esas condiciones de precariedad acentuada resultan acumulativas en algunos fragmentos de la población activa, se potencian de manera recíproca y se ven condicionadas al mismo tiempo por evaluaciones adscritas, en torno a factores socioculturales, tales como sexo, edad, aspecto físico y lugar de residencia, entre otros. 

   Asimismo, un componente decisivo de la reconversión del mercado de trabajo “formal” fue la necesidad, por parte de los sectores capitalistas, de fracturar el colectivo sindical más politizado y combativo, mecanismo articulado a las tendencias negociadoras, asumidas por una porción considerable, generalmente mayoritaria, importante del sindicalismo en su conjunto, proclive a la búsqueda de soluciones economicistas. En definitiva, debían quebrarse “las rigideces que las convenciones colectivas, los acuerdos de empresas, los derechos sociales habían introducido en las relaciones de producción: era preciso liberar al mercado de trabajo de lo que lo falseaba”, procediendo en tal sentido a la desregulación del uso de las capacidades laborales[5].            

   Una causa complementaria que coadyuva al extrañamiento moral y a la irrelevancia subjetiva de la actividad laboral regular, en nuestros días, radica en la disgregación de entornos vitales homogéneos, compuestos por categorías ocupacionales -junto a su respectiva cualificación profesional- asentadas en tradiciones familiares. Además, se intensifican paralelamente procesos de desafectación del individuo con relación a organizaciones comunitarias.

   Ello implica el cese de determinadas interrelaciones sociales espontáneas, que incumben a la esfera educacional, aspectos vinculados al consumo y a la utilización del tiempo libre, entre otros ámbitos alternativos de referencia sociocultural. Las distintas formas de combinación de esos elementos tienden a conformar un estadio de retroceso sustancial de la masa trabajadora, en cuanto a su "ubicación dentro de un contexto sociocultural proletario"[6].

   La regularidad del trabajo constituye un medio poderoso de “socialización, normalización y estandarización”, dada la homologación que aquélla genera, en las diversas áreas afectadas por el quehacer laboral, homogeneizando procedimientos y necesidades, inherentes a la estabilidad ocupacional[7]. El desempleo creciente, junto a la proliferación de modalidades irregulares de empleo, coadyuvan a erosionar los vínculos integradores de la sociedad, en un entorno colectivo signado por débiles -o inexistentes- mecanismos reaseguradores, y/o compensatorios, frente a la omnipresencia del riesgo contingente, derivado de la vulnerabilidad en que se desenvuelve, azarosamente, la condición del trabajador[8].

   Una argumentación a favor del pleno empleo sostiene que no es la búsqueda de cierto equilibrio distributivo la razón esencial para integrar al mayor número posible de trabajadores al mercado laboral, sino que su motivo principal radica en el control social. Al respecto, sobresale el “rasgo antropológico negativo”, inspirador de esa concepción, alusiva a que, si las personas no se hallan vigiladas, y carecen de un contexto determinado por obligaciones contractuales formales, tienden a adoptar conductas anárquicas o violentas, perjudiciales desde una perspectiva “comunitaria” sistémica.

   Los trabajadores desocupados, en especial aquellos que permanecen durante tiempos prolongados en tal estado, experimentan un sentimiento de aislamiento social, ya que fueron eliminados los lazos cotidianos que los unían con sus compañeros de “rutina”, como también cierto alejamiento de un núcleo de interrelaciones tejidas en el ámbito extralaboral, pero ligadas indirectamente a su ocupación. Ello obedece a la percepción de dejar de compartir un conjunto de problemas y temas comunes con las amistades tradicionales, debido a la sensación de privación que sufren los parados.

   La vivencia misma del no-trabajo debilita la propia funcionalidad de determinadas vinculaciones, que representan un canal acostumbrado de apertura de ocasiones, propicias al logro de alguna inserción laboral, en la medida en que decrece su eficacia en términos de proveedores de oportunidades, ante la realidad extendida del desempleo.

   Resistiendo los embates recibidos, desde distintos sectores, ya hacia fines del milenio, la vigencia del neoliberalismo -aun en boga- determina la emergencia de un discurso apologético de la empresa justamente cuando [la misma] ha perdido buena parte de sus funciones integradoras: una creencia compartida por distintos desocupados es que, para aumentar las oportunidades de empleabilidad, es necesario realizar un cambio de mentalidad, acorde con las nuevas exigencias del mundo del trabajo

   Dicha situación condiciona que, “para sobrevivir, el desocupado tiene que ser indefectiblemente flexible, dinámico, emprendedor, creativo, dispuesto a tomar las oportunidades al vuelo, en íntima consonancia con los intereses de su eventual empresa, a la que deberá entregarse en cuerpo y alma, [actitud  que refleja] una situación en la que existe plena conciencia de las graves consecuencias en el plano personal de la situación social, sin que se visualice ningún tipo de acción colectiva capaz de modificarla; la reformulación de problemas sociales en tanto conflictos individuales presenta en determinadas circunstancias un tinte autoculpabilizador que induce a la aceptación e, indirectamente, a la legitimación de situaciones de disciplinamiento”[9].

   Dentro del mencionado nuevo ordenamiento sociolaboral, se produce la reaparición de modalidades de marginalidad, miseria económica y lumpenproletarización, que remiten retrospectivamente al proceso de pauperismo masivo, resultante histórica paralela al desarrollo de la primera revolución industrial. Este término refiere al concepto de “lumpenproletariado”, elaborado por Marx en su obra “El capital”, que alude a aquellos sectores absolutamente marginados -laboral y socialmente- por el proceso de industrialización en Inglaterra, a mediados del siglo XIX, conformado por “bohemios, poetas. alcohólicos, prostitutas”, etcétera. En el espectro ocupacional reconvertido de nuestros días la evolución de las actividades productivas, valorizadoras del capital, derivó en una depreciación del trabajo, que en algunas franjas de la sociedad adopta formas de subsistencia material mínima.

   Tal mecanismo engrosó las filas de pobladores rurales, en países periféricos, que migraron masivamente hacia chabolas de las grandes concentraciones urbanas, en regiones subdesarrolladas caracterizadas por una situación laboral ya de por sí crítica. Tal mecanismo engrosó las filas de pobladores rurales, en países periféricos, que migraron masivamente hacia chabolas de las grandes concentraciones urbanas, en regiones subdesarrolladas caracterizadas por una situación laboral ya de por sí crítica.

   A pesar de los antecedentes detallados, puede decirse que “la plenitud de los derechos económicos, sociales y políticos sigue asociada sólo con los empleos, cada vez más raros, ocupados de manera regular y a tiempo completo”[10]. Ello determina que persista la sensación justificada del temor a perder, junto con el asalariamiento estable, no sólo la fuente central de ingresos, sino también muchas posibilidades de actividades anexas, como vimos,  a dicho tipo de ocupación, incluyendo contactos sociales derivados de ellas.

   De manera que la inserción laboral presenta un valor en sí misma, más allá de las satisfacciones de necesidades económicas de consumo, afincado en atributos inherentes al empleo en sí mismo. En este sentido, puede decirse que el trabajo expresa, fundamentalmente, un derecho en orden a la posibilidad de acceso a la “ciudadanía social plena”.

   De allí que la desocupación representa una problemática que conlleva una afectación colectiva, que a su vez altera sensiblemente los comportamientos particulares. Es decir que la extensión del paro representa una amenaza, cernida sobre la mayoría de la población, y la vivencia concreta del no-trabajo coacciona hacia la búsqueda de una resolución individual, correspondiendo a cada persona bregar por reposicionarse en el mercado. Esta sensación generalizada refleja un riesgo colectivo pero desocializado, porque -salvo los casos de despidos masivos de una misma fuente de trabajo- difícilmente dé lugar a acciones colectivas[11].

   La carencia de protección social, debida a la irregularidad ocupacional, genera un sentimiento grupal de desamparo. El excedente actual de capacidades laborales, estructural y progresivo, junto a la caída creciente de empleos estables y a tiempo completo, configura una situación donde la economía “no tiene necesidad -y tendrá cada vez menos- del trabajo [regular] de todos”, el cual deja de representar un fundamento de la integración social, por lo que la “sociedad del trabajo”, entendido como empleo asalariado formal, por tiempo indefinido y protegido, manifiesta su caducidad.

   En vinculación con esa instancia, La ofensiva de las elites económicamente hegemónicas, reflejada en el avance del <neoliberalismo posfordista>, erosionó los cimientos del pacto keynesiano, reconvirtiendo el papel del Estado hacia funciones basadas en la eficiencia técnica, es decir productivistas y “empresariales”. Tal giro constituye una causa de la creciente inequidad social, expresada -entre otros factores- en el desplazamiento del anterior rol estatal, en tanto promotor indirecto de fuentes de empleo y árbitro de las desigualdades intersectoriales e interclasistas[12]

   El emblema de la sociedad global, al esgrimirse por parte de los defensores del mencionado nuevo orden económico, remite entonces a una instancia anómica de nuevo cuño. La misma es proclive a favorecer acciones individualistas, que benefician sólo a segmentos sociales reducidos y privilegiados, mientras que sectores masivos de la población resultan condenados a la habitualidad resignada “del riesgo, la vulnerabilidad y la incertidumbre”.

   Recordemos que la crisis del modelo de acumulación, iniciada hace alrededor de tres décadas, recrudeció el estado de precariedad ocupacional, como consecuencia de la reestructuración del aparato productivo y la consiguiente marginación de amplias masas de trabajadores del mercado laboral. Esta circunstancia, disparada en los países desarrollados, se proyectó exponencialmente hacia las sociedades periféricas, generando un marco extendido de desprotección social, en virtud de la multiplicación de efectos provenientes del paro en constante aumento, la falta de cobertura asistencial, y una pauperización acentuada por ambos factores.

   En otras palabras, fueron desarticuladas las regulaciones estatales, características del capitalismo de organización, las que propiciaban formas definidas de respuesta ante los desequilibrios propios de la estructura socioeconómica. Recordemos, en ese aspecto, que durante el apogeo del Estado de Bienestar existían referentes alternativos de poder, que afectaban los modos organizativos de la sociedad, apoyada en última instancia en la institucionalización del mercado de trabajo, aunque éste presentase algunos desajustes en su funcionamiento.

   En nuestros días, las ocupaciones laborales convencionales, y el tipo de conformación social tejida alrededor de las mismas, atraviesan una situación crítica, debido a que el trabajo en un sentido preciso ha llegado a ser escaso y porque lo que hay que hacer no responde más que a una parte decreciente de ese trabajo. Puede decirse, que la resultante de la gradual <terciarización de la economía>, que implica un ensanchamiento progresivo del sector de servicios, en lo que hace a la demanda proporcional de fuerza laboral, se refleja en el reemplazo de la consigna, simbolizada con el término dar trabajo, por aquella otra expresada en el lema crear empleo[13].

   Por otra parte, tienden a desmembrarse las políticas públicas dirigidas a fomentar la generación de puestos de trabajo, las cuales resultan focalizadas hacia ciertos grupos sociales, favoreciendo la situación ocupacional de algunos segmentos restringidos de la mano de obra disponible, mientras es desatendida la búsqueda de objetivos globales, que apunten al ámbito de las recalificaciones laborales, y a una consecuente promoción de la movilidad social.

   Esta trascendencia concedida al espacio mercantil, ante la retirada del Estado Benefactor, genera una extendida de una sensación de inseguridad ante la eventualidad de pérdidas constantes, tal cual lo demuestran las vivencias actuales de inestabilidad ocupacional, comenzando por las situaciones crecientes de paro prolongado. 

   En la actual coyuntura ocupacional, existe una amenaza latente de “privación absoluta”, adjudicable al propio marco de desprotección social, en los espacios periféricos de las economías “centrales” y, sobre todo, en las regiones subdesarrolladas del planeta. Debe tenerse en cuenta que, mientras los estudios acerca del desempleo en gran parte de los países avanzados refieren, en lo esencial, al accionar de la órbita estatal y al despliegue de estrategias públicas, en aquellas sociedades que no lograron un desarrollo económico sostenido, la esfera delimitada por el mercado concentra la atención al respecto.

   En ese sentido, sin embargo, los procedimientos de racionalización técnico-organizacional, herederos mediatos de los principios taylorianos, concentran su estrategia en la erradicación del componente humano del trabajo, debido a que la éste conlleva hoy en día un elemento potencial de inseguridad y perturbación.

   Corresponde indicar que las actitudes de compromiso propias de la actividad laboral, dentro de una normativa definida, se debilita en la medida en que la etificación del trabajo sólo tiene vigencia cuando se presentan condiciones para que los trabajadores puedan consolidarse en sus respectivos puestos. Ello significa un reconocimiento personalizado de su quehacer productivo, que acredite al sujeto como actor social, portador de roles en tanto titulares, no sólo de obligaciones, sino también de derechos adquiridos mediante su empleo.

   Al respecto, se agrega que cuando “las premisas y los márgenes de autonomía estructurales relativos a las orientaciones morales pueden eliminarse por vía de racionalización, se hace también inconsistente desde el punto de vista sociológico considerar como probable esperar y fomentar la persistencia de tales virtudes del trabajo”. Dentro de este escenario el empleo, transformado en inserción frágil, elástica, mudable, esporádica, y tornadiza en términos de temporalidad, jornada horaria y retribución salarial, abandona su carácter integrador colectivo y su papel estructurador del tiempo cotidiano y de las etapas vitales.

   Es decir que la actividad laboral es proclive a abandonar su función de “zócalo sobre el cual cada uno puede construir su propio proyecto de vida”. Desde esta óptica, la sociedad del trabajo, entendida como espacio donde cada individuo tiene cierto lugar asignado, una relativa certidumbre hacia el futuro y determinada utilidad, tiende a desaparecer para el grueso de la población activa mundial.[14].

   En virtud de lo anteriormente expuesto, desde la perspectiva de los intereses empresariales, resulta acorde con ellos la lógica de la “emancipación del proceso objetivo de producción”,  con respecto a las normas acerca de la responsabilidad y la capacidad del trabajador. Debido a ello, no solamente en sus márgenes, sino también en el núcleo de la estructura social, debe ubicarse el eje de la cuestión social en el presente.

   La degradación de las condiciones laborales explica el motivo por el cual la vulnerabilidad de la propia fuerza de trabajo central alimenta el incremento de los sectores excluidos, pues la proliferación de éstos deriva de un proceso dinámico y evolutivo, no constituyendo por ende “un estado social dado”. Además, el mecanismo de desestructuración de la condición asalariada regular, en otras palabras, la creciente precarización de la mayor parte de las ocupaciones “flexibles”, responde a la presencia de cambios estructurales en la sociedad.

   Al respecto, cabe precisar el significado de las vivencias de “desafiliación”, entendidas como expresiones de disociación, descalificación o invalidación sociales, que aluden a determinadas trayectorias laborales concretas, haciendo hincapié en los puntos de inflexión generados por ciertos estados límite. En ese sentido, actualmente, la zona de riesgo ocupacional, abierta y en continua expansión, "alimenta las turbulencias que debilitan las situaciones logradas y deshacen las estabilidades aseguradas"[15].

   Las personas comprendidas bajo estas condiciones conforman amplios segmentos sociales, inhibidos en cuanto a la evolución plena de su potencialidad laboral, condición impuesta por el esquema de acumulación predominante a fines del siglo. Dentro de dichos grupos, los individuos distribuyen su tiempo en la realización de tareas destinadas a su propia subsistencia, manifestándose en estos casos, con cierta frecuencia, la emergencia de ocupaciones desmercantilizadas, es decir alejadas de la generación de bienes y servicios que refieran directamente a un intercambio monetario, pautado por el funcionamiento del mercado. Sobre la base del fenómeno extendido del trabajo desprofesionalizado, el sostén valorativo cultural -internalizado subjetivamente- de la propia categorización ocupacional, y cualificación operativa, se desestabiliza. 

   Tal factor genera una especie de “desentendimiento psicosocial”, por el cual numerosos trabajadores, y sobre todo aquellos que realizan actividades intensas, desligadas de su propia especialización, perciben un desacople con relación al estilo de vida específico de su trayectoria profesional anterior y de la imagen presente de sí mismos. Además, carecen de una forma de identidad alternativa, más allá del trabajo concreto que ejecutan a efectos de subsistir materialmente, experimentado como ajeno y artificial.

   A esta altura de la exposición, es necesario precisar que la temática compleja del trabajo resulta insoslayable de cara a un análisis global de las políticas sociales, sobre todo porque, frente a un desarrollo inédito de las fuerzas productivas, en condiciones potenciales de solventar la supervivencia material cotidiana de la sociedad en su conjunto, los puestos generados por el mercado laboral no presentan un aumento correlativo. El desfase entre el incremento demográfico y la creación de empleos provoca entonces un deterioro en las condiciones de vida de franjas ampliadas de la población.

   En nuestros días se acentuaron problemas ya vigentes durante la década de los años ochenta, tales como la desocupación, la regresión distributiva de los ingresos y la marginación de fragmentos sociales, excluidos de la cobertura suministrada por las prestaciones público-estatales. Estos factores acumulativos inciden en que exteriorizaciones diversas de pauperismo persisten a través de dimensiones elevadas y progresivas.

   A comienzos del nuevo milenio, los efectos de la aplicación del modelo económico neoliberal se verifican en la magnitud de los sectores de la población con necesidades básicas insatisfechas y la existencia de grupos sociales en el límite de la sobrevivencia básica, percibiendo ingresos inferiores a las líneas de pobreza o indigencia. La realidad actual, fundada en indicadores empíricos, de este último fenómeno remite a un agravamiento de las carencias correspondientes a dichos estados.

   Los criterios políticos en el plano social, adoptados en un marco de “ajuste estructural”, resultan aún más restrictivos, dado que las medidas aplicadas en tal sentido son focalizadas sólo en dirección a los casos extremos. Debe subrayarse que las citadas estrategias públicas expresan una concepción de neto corte asistencialista, en la medida en que su eventual eficacia se limita a garantizar los controles sociales, pero develando su impotencia para evitar la reproducción de la pobreza, tanto en lo que se refiere al aumento poblacional de los segmentos comprendidos bajo dicha condición, como así también a la agudización de esta. 

   El perfil específico asumido por las políticas estatales obedece a que las actividades socioeconómicas contemporáneas se caracterizan, frecuentemente, por la presencia de “relaciones sociales indirectas”, desde que los mercados en gran escala, organizaciones corporativas y tecnología informática tiñen de contenido mundializado el ámbito de las interacciones colectivas. Dentro de este contexto general, las vinculaciones directas subsisten, aunque compartimentadas, al cristalizarse en ciertos reductos crecientemente anonimizados.      

   El conjunto de implicaciones que rodea a la implementación de formas de empleo “flexible”, más allá de las ventajas que puedan conllevar para un núcleo estrecho de trabajadores con alta cualificación, representa para la mayoría de la población activa mundial una instancia desestabilizada e insegura, promotora del riesgo y de la incertidumbre. Esta temática se conecta de modo directo con el avance proporcional de las ocupaciones temporales, el cual determina la configuración de un nuevo mapa de la estratificación sociolaboral, ahora profundamente fragmentado, tal como desarrollaremos en el capítulo subsiguiente.

   Las profundas transformaciones del universo laboral, durante el último cuarto del siglo XX, derivaron en un proceso anómico de género inédito. El mismo refiere a cierta deconstrucción de las bases socioeconómicas, junto a la de su correspondiente espectro valorativo cultural, que consolidaron la vigencia histórica del <sistema industrial> convencional, reconocido como tal por corrientes teóricas divergentes.

   Estos últimos abordajes teóricos comprendieron desde visiones utopistas decimonónicas alternativas (Saint-Simon, Marx, Spencer) hasta concepciones formuladas una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, en el apogeo de los Estados del Bienestar. Mientras la integración, normatividad y homogeneización representaron las claves de una articulación, relativamente orgánica, entre los factores del capital y del trabajo -con relación al funcionamiento del mercado-, en las tres décadas finales del milenio se conformó un nuevo escenario ocupacional, proclive a la marginación de amplias franjas de la sociedad, debido a la desregulación de las actividades laborales, junto a una progresiva diversidad del conjunto de la población económicamente activa.   

   La temporalidad creciente de las inserciones laborales, que puede favorecer a un fragmento menor de trabajadores, en las antípodas genera condiciones ocupacionales masivas de carácter precario. Esta situación determina la proliferación de empleos o actividades autónomas inestables, los cuales -en un sentido general- provocan la marginación de numerosos grupos sociales, apartados de los eventuales beneficios obtenidos dentro de un círculo, reducido, de concentraciones productivas “modernas”.

   En la medida en que dichas manifestaciones tienden a ampliarse, deviniendo además crónicas, cristalizan reductos compuestos por segmentos poblacionales excluidos de la dinámica, y del progreso económico, propios de una franja minoritaria de la sociedad global. Tal problemática nos introduce en el tratamiento de los desajustes del mercado de trabajo y de sus consecuencias sobre la evolución de la estructura social.

   En referencia al problema del paro y de la desestabilización del “mundo del trabajo”, según lo expuesto, el capital empresarial recurre a formas renovadas de utilización de mano de obra, requerida en la producción, bajo modalidades discrecionales o arbitrarias, frente a las oscilaciones de una economía <globalizada>. El sector empleador argumenta que esos tipos de contratación resultan imprescindibles, de cara a la adecuación a un mercado laboral transnacional, ultracompetitivo, y en pos del logro de niveles superiores de productividad, en un marco tecnológico reconvertido.

   Es decir que la necesidad imperante, en orden a la revalorización de sus activos financieros, representaría un elemento objetivo, impulsor de la depreciación progresiva del valor “mercantil” del trabajo humano. Dicho procedimiento es aplicado ante la amenaza de la caída de la tasa de beneficio de las empresas, originada -entre otros factores- en una posible sobreacumulación de stocks de productos finales.     

   El desempleo existe mientras haya una cantidad de personas, que buscan una ocupación, superior a los puestos existentes, y este desequilibrio cuantitativo es diagnosticable desde dos perspectivas: la oferta de fuerza laboral es excesiva, o el requerimiento de la misma deviene demasiado pequeño. Cierta interpretación <economicista> remite a indicadores precisos, demostrativos de que la demanda de trabajadores es reducida, debido a los costes elevados salariales y extrasalariales[16].

  El poskeynesianismo actualmente en boga deduce, entonces, la necesidad de disminuir las erogaciones derivadas de la creación de empleos, y/o mejorar los incentivos, a fin de que los inversores aumenten las fuentes de trabajo, más allá de las repercusiones que esta medida signifique en el campo de la política redistributiva. Esto es, al margen de si tales nuevas ocupaciones impliquen retribuciones mínimas -muchas veces de mera subsistencia material-, inseguridad y desprotección laborales.

   En cuanto a la restricción del coste total de la mano de obra, que comprende la remuneración salarial más los “gastos” por cobertura previsional, las teorías prevalecientes del lado de la oferta parten de la premisa de que cuando el trabajo es menos costoso para el capital privado, éste crea automáticamente mayor cantidad de empleos. Sobre dicho presupuesto, aquellos costes deberían acercarse al nivel de un “salario de equilibrio”, cuya imposición despejaría de obstáculos el funcionamiento del mercado ocupacional.

   No obstante, aun en las economías avanzadas, coexisten dos salarios de ese tipo, signados por valores diferentes, de acuerdo con sus roles alternativos de transparentar los respectivos mercados de trabajo o de bienes, y ambos requieren un equilibrio simultáneo. De manera que, si la cuantía de aquella retribución no permite la adquisición de mercancías, la demanda de fuerza laboral tiende a ser “demasiado pequeña”, ante la amenaza latente de sobreproducción[17].

   La causa del predominio de la “doctrina de oferta”, en el diseño de las estrategias sobre el empleo, desde los años ochenta (reflejo de la decadencia del modelo keynesiano), radica -en gran medida- en el accionar de la <nueva economía-mundo>, que neutraliza el ejercicio de una auténtica soberanía nacional en materia económica, lo cual impide manejar el gasto público mediante una orientación social.

   Además, la activación de la demanda ocupacional -sostenida por Keynes- sólo es eficaz cuando se promueve de modo imprevisto pues, al convertirse en práctica gubernamental rutinaria, deriva en una continua subvención al sector empresarial, sin generar necesariamente más puestos de trabajo. Por otra parte, tal estrategia conduce a procesos inflacionarios, al crecimiento del déficit fiscal y al encarecimiento del costo financiero de la inversión, como consecuencia de la escasez de capital monetario[18].

   La era iniciada con el fin de la guerra fría, a partir de la caída del muro de Berlín (1989), denota la vigencia del poscomunismo, en las áreas ex-soviéticas y -obviamente- dentro del espacio “occidental”. Durante la última década del siglo, las naciones europeas debieron adaptarse a la proximidad geográfica de sistemas económicos donde, si bien los niveles de cualificación laboral son similares, los costes del trabajo representan, en algunos países del este, una séptima parte de los valores correspondientes al mercado capitalista clásico.

   Debe destacarse que “tras la caída del socialismo real ha perdido peso específico aquel viejo imperativo político de la guerra fría por el que se trataba de restar posibilidades políticas a la otra parte mediante el pleno empleo, una seguridad social relativamente generosa y las políticas redistributivas”[19

   El marco de prosperidad y “ocupación plena”, característico de los Estados del Bienestar en países industrialmente avanzados, cambió junto a la “mundialización” emergente. Por ejemplo, la integración económica de la Comunidad Europea relativiza la autonomía estatal de sus miembros, justificando una relativa pasividad de los gobiernos, en orden a la activación de políticas nacionales de empleo, ante los mecanismos propios del mercado “global”.

   Por otro lado, el alto grado de eficiencia productivista alcanzado por los denominados tigres asiáticos, hasta mediados de los noventa, neutralizó -parcial y coyunturalmente- las ventajas competitivas de algunas economías avanzadas en infraestructura y tecnología, al tiempo que puso de manifiesto ciertas trabas a la continuidad del desarrollo en su propia localización[20].

   En América Latina, por otra parte, el deterioro de la situación ocupacional, conectado a las crisis económicas recurrentes, presenta mayor gravedad que en el “viejo continente”, dado que las continuas políticas de ajustes recesivos, acentuadas en el transcurso de la última década del siglo, potenciaron la precariedad laboral preexistente. El nivel de desocupación tendió entonces a aumentar, en general, pese a que -como vimos anteriormente- el incremento de la oferta de mano de obra es menospreciado, en virtud del retiro de la fuerza de trabajo desalentada, compuesta por aquellas personas que abandonaron la búsqueda de empleo, ante el reiterado fracaso en conseguirlo.

   La ocupación total, en términos absolutos, creció moderadamente (bajo condiciones de menor estabilidad y calidad), la productividad disminuye y los montos salariales del sector industrial decaen nominalmente, aun cuando el proceso inflacionario se detuvo en algunos países, debido a la misma recesión económica y/o a la aplicación de los mencionados reajustes.

   No obstante, en ciertas regiones latinoamericanas los salarios mínimos mejoraron de manera significativa, en los últimos años de la década citada, debido a que determinadas políticas, en algunos países, insinuaron la implementación de medidas activadoras tenues, dentro del marco de sus fuertes restricciones de orden macroeconómico. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) efectuó el siguiente diagnóstico, acerca del estadio en que se halla el panorama laboral en el área:

   La recesión en que se encuentra la actividad económica de la mayor parte de los países latinoamericanos ha provocado un aumento del desempleo abierto urbano de la región en su conjunto, desde 8.1% en los tres primeros trimestres de 1998 a 9% en el mismo período [de 1999]. Esto significa que en las áreas urbanas de América Latina y el Caribe hay actualmente 18 millones de desocupados, 4,5 millones más que a comienzos del año [anterior], cuando el número de personas sin trabajo alcanzó a 13.5 millones. El desempleo abierto urbano aumentó en la mayoría de los países. Sólo en Barbados, México, Panamá y Trinidad Tobago, el desempleo disminuye...

   Es de notar que actualmente en diez de los quince países para los que se dispone de información, la tasa de desempleo promedio del periodo enero-septiembre alcanza ya dos dígitos: Argentina (14.5%), Barbados (11.1%), Chile (10.1%), Colombia (19.8%), Ecuador (11.1%), Jamaica (15.8%), Panamá (13.0%), Trinidad Tobago (12.9%), Uruguay (12.1%) y Venezuela (15.3%). En estos países, el desempleo femenino se acerca al 20% y el de los jóvenes al 25%[21]

   Cabe destacar, teniendo en cuenta sus graves repercusiones sociales, que “el desempleo de los jóvenes, por su parte, aumentó de 18,9% a 20,6% en el conjunto de los países de la región, en [el mismo] período. Como se observa, son los jóvenes los más perjudicados por la actual situación económica que se vive en la mayoría de los países de la región, y ellos explican un alto porcentaje del aumento del desempleo total en el período considerado. En la actualidad, uno de cada cinco jóvenes está desempleado en América Latina”.

   Si contemplamos, retrospectivamente, la trayectoria seguida por la tasa de desocupación en los sectores urbanos latinoamericanos, durante la segunda mitad del siglo pasado, puede visualizarse -a grandes rasgos- su devenir general en el largo plazo histórico, y especialmente en ciertas naciones, en vista de los indicadores de la siguiente tabla:

 

DESEMPLEO URBANO EN AMÉRICA LATINA, EN GENERAL, Y EN CIERTOS PAÍSES EN PARTICULAR: (Cifras porcentuales respecto de la Población Económicamente Activa) [22]

Años                                   1950                                           1980                                               1985               1990                1995

                                             a                                    a                                 b                                 b                     b                   b    

América Latina                     3,4                                 3,9                              6,7                              10,1                8,0                8,0

Países

Argentina                              2,8                                 1,8                              2,6                               6,1                  7,5              16,5

Brasil                                    3,4                                  2,9                             6,2                               5,3                   4,3               4,5

Chile                                     5,2                                  5,7                           11,7                             17,0                   6,5               5,7

Colombia                              6,2                                  5,2                             9,7                             13,8                 10,5               8,5

México                                  1,3                                  4,3                             4,5                               4,4                   2,7               6,6

Perú                                      3,8                                  6,7                             7,1                              10,1                  8,3               8,2

 a. Datos censales. b. Datos de Encuestas de Hogares, correspondientes al segundo semestre de cada año.

 

    Es posible verificar, a través del cuadro precedente, la evolución diferenciada del desempleo en áreas urbanas, teniendo en cuenta las distintas naciones y épocas. No obstante, es notable la trayectoria ascendente de los guarismos, con picos elevados en etapas diversas para cada uno de ellos. Destaca la situación desfavorecida por la que atravesaron la Argentina y México, en el primer lustro de la década de los noventa, dado que, mientras -en el conjunto del subcontinente- el paro urbano se mantuvo en una media del 8% (y en varios casos descendió), en ambos países aumentó proporcionalmente un 120%, y casi 145%, de manera respectiva.

   Teniendo en cuenta los valores consignados, consideremos que la reconversión del escenario político y económico mundial, desde el fin de la guerra fría, demanda -a la hora de comprenderla- una reconceptualización sociológica, que actúe como marco para el análisis de tales mutaciones. A pesar de ello, de cara a ese propósito, es necesario un abordaje interdisciplinario, a partir de los antecedentes históricos de aquella transformación, a escala planetaria. Los análisis especializados sobre <el desarrollo> deberían propender a investigar los procesos experimentados en ese orden, tanto en los países industrialmente avanzados como en los “periféricos”.

   Ese desenvolvimiento comprende el agravamiento continuo y acelerado de las condiciones ocupacionales -con sus secuelas de pobreza, indigencia, y marginación-, el problema de las migraciones internacionales de trabajadores y refugiados, la degradación ecológica, la violencia social generalizada, etcétera.

   La crisis de la “sociedad salarial”, es decir el declive del trabajo asalariado convencional, en tanto fundamento cohesivo de la interacción colectiva, remite al ocaso de la labor remunerada estable, a través de una retribución “digna”, y protegida socialmente. Para un contingente inmenso de mano de obra disponible en todo el orbe, en especial de las naciones subdesarrolladas y con elevados índices de crecimiento demográfico, es utópico pensar en el restablecimiento de aquel modelo perimido, ni siquiera de manera parcial y en el futuro mediano plazo[23].

   La fragilidad presentada por el ámbito ocupacional, en el seno de extensas franjas de la sociedad mundial, responde entonces al deterioro del estado inherente al asalariamiento regular. Ello acontece en el marco de una inclinación de la mayoría de los gobiernos a promover el privilegio y beneficio empresariales, vulnerabilizando las condiciones -y restringiendo el alcance temporal- del trabajo, factor potenciador de los efectos señalados[24.

   Cabe señalar que, desde una perspectiva notablemente sesgada, se ha estimado la emergencia de una era finisecular marcada por el “fin del trabajo”, la cual induce a buscar opciones frente al mismo, condicionadas por los patrones actuales de la economía mundializada y del nuevo paradigma tecnológico.

  Uno de los exponentes destacados de esa postura fue Jeremy Rifkin (La fin du travail, París, 1997). La circunstancia mencionada obedecería al estadio ocupacional de nuestros días, en el contexto de un remodelado capitalismo ultratecnologizado e informatizado, cambiante y con diferentes realidades de mercado. Partiendo de indicadores minuciosos, esta perspectiva aborda la evolución laboral, haciendo hincapié en el contraste, aparentemente paradójico, entre desarrollo y atraso (riqueza y miseria), que remite a la dicotomía entre progreso <técnico> (“robotización”) y condición humana (trabajo).

   El enfoque precitado reseña los efectos puntuales del avance tecnológico, en detrimento de la utilización de mano de obra, destacando los factores de eficacia y precisión, medios exclusivos en aras del rendimiento creciente del capital. Es decir que, para maximizar los beneficios empresariales, en un marco intensificado de competencia, el uso del “trabajo vivo” deviene prescindible en muchos rubros de la economía.

   Corresponde indicar que esta última concepción, con pretensiones de supuesta “objetividad”, intenta transmitir una visión relativamente optimista acerca del futuro de los trabajadores, procurando -en definitiva- la aceptación resignada de un desarrollo “inevitable”, consistente en el desplazamiento de la labor humana, en aras del desempeño de la maquinaria avanzada.

  No existiría por lo tanto ningún tipo de actividad industrial, iniciativa de carácter estatal o emprendimientos orientados a la cualificación laboral que hagan realidad la generación del número suficiente de puestos de trabajo, a efectos de contrarrestar -o al menos compensar- las causales esencialmente tecnológicas del paro hacia fines del milenio.

   El factor determinante de la eclosión del mundo laboral es visualizado, desde la óptica rifkiana y sus exégetas, en cuanto logro naturalmente exitoso de la evolución del sistema capitalista, derivando entonces en la concepción ideal respecto de la posibilidad de orientar el desarrollo de la tecnología “de punta” hacia la autonomización de la esfera productiva, en referencia a la participación del trabajo humano.

   Semejante tratamiento teórico soslaya las consecuencias de las estrategias económicas, surgidas de una acentuada competitividad entre capitales transnacionales, tales como las manifestaciones crecientes de violencia, la desintegración del núcleo familiar tradicional, el sentimiento de desarraigo y expresiones individuales de stress, junto a la progresiva configuración nómade de amplios grupos sociales, que bregan por insertarse laboralmente, emigrando de sus lugares de origen.

   Tampoco considera el fenómeno de desplazamiento selectivo de las categorías ocupacionales, a veces motivado por discriminaciones de índole cultural o étnica, resultante de la reingeniería de gran parte de las ramas productivas, que promueve una relocalización de actividades hacia el sector terciario. De acuerdo con estas imposiciones, resulta improbable la puesta en práctica de procedimientos contractuales, o de alguna otra modalidad de ingreso salarial, tendentes a la creación de condiciones dignas para el trabajo, que comprendan al grueso de la población activa mundial.

   Bajo la concepción utópica acerca de la posibilidad de liberación del esfuerzo físico, implícito en el quehacer laboral, subyace la legitimación de una hipotética instancia, donde el progreso tecnológico determinará la prescindencia del trabajador. De modo que un logro importante de la racionalidad del hombre, como lo es la aplicación de las innovaciones técnicas a la generación de bienes, se vuelve perjudicial para la mayoría de la humanidad.

   Si nos atenemos a esa “ley económica” inevitable, según la cual se desplazará progresivamente el trabajo humano por la acción mecánica, se propicia una actitud pasiva frente al designio de un nuevo orden productivo, en el que conseguir una ocupación, en lugar de un derecho, será un <favor> concedido por los empleadores (Pachecho Reyes, Celia: Rifkin y la utopía capitalista como fin; México, Universidad Autónoma de México [UAM], Departamento de Relaciones Sociales –Xochimilco-, 1998). Esta autora considera que “el advenimiento de la robótica y de la electroinformática, así como los avances en la biotecnología y en la industria química, hacen hoy posible la materialización de la utopía”.

   En cambio, siguiendo a Castells, la concepción de Rifkin conlleva una actitud “reaccionaria”, inclinada a la pasividad y a la resignación ante los cambios objetivos del mundo laboral. Paradójicamente Marx y Engels, en el siglo XIX, consideraban factible la liberación del trabajo pesado, como condición “estructural” del socialismo, que eliminaría la propiedad privada de los medios productivos y las clases sociales, lo cual derivaría en la supresión comunista del Estado.  

1- De La Garza, Enrique y Bouzas, Alfonso (1999): "Flexibilidad del trabajo y contratación colectiva en México"; México, Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM.

2- Alonso, Luis Enrique (1999): "Trabajo y ciudadanía estudios sobre la crisis de la sociedad salarial"; Madrid, Editorial Trotta.

3- Kessler, Gabriel: "Algunas implicaciones de la experiencia de desocupación para el individuo y su familia"; en Beccaria, Luis, y López, Néstor, "Sin Trabajo, Las características del desempleo y sus efectos en la sociedad argentina", Bs.As., UNICEF/Losada.

4- Rosanvallon, Pierre (1995): "La nueva cuestión social"; Buenos Aires, Editorial Manantial.

5- Gorz, André: “Miserias del presente, riqueza de lo posible"; Buenos Aires, Editorial Paidós.

6- Offe, Claus, et al. (1992): “La sociedad del trabajo. Problemas estructurales y perspectivas de futuro"; Madrid, Editorial Anaya.

7- Gorz, André (1991): "Metamorfosis del trabajo"; Madrid, Editorial Sistema.

8- Offe, C., ob. cit.

9- Gorz, A., "Miserias...", ob. cit.

10- Gorz, A., ibidem

11- Kessler, G., ob. cit.

12- Gorz, A., "Metamorfosis...", ob. cit.

13- Gorz, A., ibidem

14- Offe, C., ob. cit.

15- Castel, Robert (1995): "La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado"; Buenos Aires, Editorial Paidós.

16- Offe, Claus (1998): ¿Pleno empleo? Para la crítica de un problema mal planteado, versión digital.

17-Offe, C., ibidem

18- Offe, C., ídem

19- Kay, Cristóbal (1991); "Teorías latinoamericanas del desarrollo"; revista Nueva Sociedad, Nº 113

20- Offe, C., ob. cit.

21- Fuente: Cuadro estadístico elaborado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), basado en índices suministrados por Censos de Población y Encuestas de Hogares oficiales.

22- Fuente: Cuadro estadístico elaborado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), basado en índices suministrados por Censos de Población y Encuestas de Hogares oficiales.

23- Nun, José (1998): "El futuro del empleo y la tesis de la masa marginal"; Montreal, Congreso Mundial de Sociología.  

24- Murmis, Miguel, y Feldman: (1996): “De seguir así”; en Beccaria, Luis, y López, Néstor, Sin Trabajo, Las características del desempleo y sus efectos en la sociedad argentina, Buenos Aires., UNICEF/Losada.

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