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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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DEL EMPIRISMO LOCKEANO A LA RACIONALIDAD "PRE-JACOBINA" - Juan Labiaguerre

    John Locke (1632-1704), uno de los fundadores del empirismo moderno, fue un representante emblemático, junto a Berkeley y Hume, de la escuela empirista clásica inglesa, y autor, entre otras obras, del “Ensayo sobre el entendimiento humano” -1690-. Este filósofo afirmaba que “las ideas no son innatas en la mente humana”, sino que en la instancia de nacimiento de las personas su intelecto sería como una especie de tabla rasa, es decir se hallaría absolutamente vaciado de contenido sustancial. Por lo tanto, sólo mediante la experimentación aquél obtiene conocimiento: la función de la inteligencia consiste entonces en “reunir las impresiones y los materiales que suministran los sentidos” [1].

   Siguiendo el precitado enfoque clásico, el papel de la mente es esencialmente pasivo, con poca o ninguna función creadora u organizadora. En consecuencia, esta perspectiva estimaba que el entendimiento provenía, de manera necesaria, de la aplicación de una metodología experimental, sustentada en la percepción sensorial. Además, el autor mencionado propugnaba la concentración en las magnitudes medibles, debiéndose ignorar otros aspectos de los objetos investigados, al proponer una clasificación de las cualidades de la materia en primarias y secundarias [2]Al respecto, sostenía que es posible experimentar directa e inmediatamente la extensión, el número y el movimiento; en cambio, el color y el sonido no tienen existencia fuera de la mente del observador.

   El “Ensayo sobre el entendimiento humano”, publicación aparecida a comienzos de la última década del siglo XVII, como gran parte de la filosofía elaborada durante esta centuria, constituyó una reacción frente al pensamiento racionalista cartesiano. Desde una perspectiva diferente a la asumida por Spinoza, quien abordó en términos metafísicos la dicotomía mente/cuerpo, el representante del empirismo inglés trasladó la cuestión al terreno de la experiencia puramente psicológica, contrastando los sentidos interior, referido al campo experiencial reflexivo propio de la mente, respecto al exterior, o <experimentación mental sobre las cosas>. A pesar de que tanto Bacon como Descartes habían planteado, aunque a partir de enfoques claramente distinguibles, la temática acerca del método apropiado para obtener conocimientos, Locke fue quien propuso en primer lugar el problema epistemológico referido a las restricciones del entendimiento.

   Partiendo de la antedicha visión epistemológica lockeana, resultaría factible destacar el carácter vívido de las ideas transmitidas por el segundo sentido citado como, así también, señalar la certeza intuitiva correspondiente al acto reflexivo, o sentido interno, criterio éste tomado en cuenta luego, primordialmente, por Condillac, expresando la fuente de conocimiento en la que él se concentró, lo cual dará pábulo a a la atribución de «sensacionalismo» a su postura.

   Apelando a la utilización de una noción muy general sobre las “ideas”, comprensiva de un cúmulo heterogéneo de entidades, entre las cuales la psicología contemporánea discrimina en percepciones, imágenes mentales y conceptuaciones, el abordaje lockeano prestó atención a la certeza de las ideas adquiridas, por el camino de la experimentación, mediante la reflexión (sentido interno), junto a la verdad contenida en esas ideas, en tanto que las mismas dependen del sentido externo.

   Locke también abordó la problemática sociopolítica, indicando que para comprender perfectamente en que consiste el poder, y conocer su verdadero origen, es preciso conocer el estado en que todos los hombres se hallan naturalmente; [...] el estado natural tiene por regla la ley de la misma naturaleza, a la cual cada uno está obligado a someterse y a obedecer: la razón, que es esta misma ley, enseña a todos los hombres que quieran consultarle [3]. Tal perspectiva teórica se despliega en un contexto histórico de desarrollo de las doctrinas denominadas «contractuales», legitimadoras del proceso de creación de normas de convivencia social y de gobierno, abordadas anteriormente por Hobbes, y a posteriori por Rousseau, ambos con posicionamientos diferenciados entre sí, y con respecto a la versión lockeana.

   Siguiendo con su tratamiento de la cuestión política, se señala que las leyes naturales “obligan absolutamente a los hombres a observarlas, aún en tanto que lo sean sin que haya ninguna convención ni acuerdo solemne pactado; [...] todos los hombres se hallan primitivamente en ese estado que llamo de naturaleza, en el que se conservan hasta que por su propio consentimiento se hayan constituido [como] miembros de alguna sociedad política”. 

   Al margen del Ensayo citado, que revolucionó el campo gnoseológico y epistemológico vigente en el siglo XVII, desde una perspectiva empirista, en la misma época se conoció el fundamento de su ideario político, plasmado en su obra "Dos tratados sobre el Gobierno Civil", en los cuales el autor abreva de fuentes teóricas variadas. En la teoría lockeana se advierte la impronta del pensamiento racionalista cartesiano, puesta de manifiesto en el rechazo a las concepciones tradicionales sobre el conocimiento humano, aunque afirmando las premisas de un empirismo clásico, proyectado en David Hume, y posteriormente volcado hacia posicionamientos pragmáticos, utilitarios y hedonistas.

   En cuanto a la transición desde la legitimación monárquica hacia la doctrina republicana, en términos de alternativa moderada a la postura teórica hobbesiana, en la propia Inglaterra y algunas décadas después, John Locke interpretaba que “si el estado de naturaleza es un estado de libertad, no lo es de ningún modo de licencia” [4]. En dicha instancia, el ser humano gozaría de una situación incontestable, en virtud de la cual puede disponer a su antojo de su persona y de lo que posee; sin embargo, el mismo “no tiene derecho a [autodestruirse], ni de hacer ningún daño a persona alguna, o turbar a nadie en la posesión de lo que goza” [5].

   El filósofo mencionado concebía dicho estado desde la perspectiva de la “validez intersubjetiva de un derecho natural a la satisfacción racional con arreglo a fines de los propios intereses. El derecho de cada uno a comportarse racionalmente en este sentido viene limitado por el hecho de que ese mismo derecho asiste también de antemano a todos”. Es decir que de la agregación de distintos cálculos de relaciones medios-fines que cada uno de los actores hace apoyándose en sus conocimientos empíricos y orientándose egocéntricamente hacia el propio éxito, solo puede seguirse, en el mejor de los casos, que todos consideran “deseable” la observancia de una norma común. Pero la deseabilidad de una norma no explica todavía la “fuerza obligatoria” que irradian las normas válidas, fuerza que no puede hacerse derivar de sanciones sino de un reconocimiento intersubjetivo de expectativas recíprocas de comportamiento, basado en última instancia en razones [6].

   Además, el estado natural tiene por regla la ley de la misma naturaleza, a la cual cada uno está obligado a someterse y a obedecer: la razón, que es esta misma ley, enseña a todos los hombres ... que, siendo todos iguales e independientes, no debe ninguno perjudicar a otro en cuanto a su vida, salud, libertad y bienes”. Locke sostenía que “a fin de que nadie pueda emprender invadir los derechos de otro, ni dañar a su prójimo, y de que las leyes de la naturaleza, que tienen por objeto la tranquilidad y conservación del género humano, sean observadas, por sí misma ha dado a cada uno en este estado derecho para castigar la violación de sus leyes” [7].

   Las leyes naturales “serían absolutamente inútiles si en el estado natural nadie tuviera poder para hacerlas ejecutar, para proteger y conservar al inocente y reprimir el acto del que le oprime, si en esta situación un hombre puede castigar a otro que haya cometido algún mal, cada cual puede practicar lo mismo; pues en este estado de perfecta igualdad, en el cual ninguno tiene naturalmente superioridad ni jurisdicción sobre otro, lo que uno puede hacer en virtud de las leyes de la naturaleza, lo puede así y necesariamente cualquiera”. Por ende, “en el estado de naturaleza, cada uno tiene ... un poder incontestable sobre otro”, aunque el mismo no es absoluto ni arbitrario, ni en fuerza de él se tiene derecho para castigar al culpable por pasión, abandonándose a todos los movimientos y furores. En cambio, en dicha situación se permite “infligir a aquél las penas que la tranquila razón, y una conciencia pura, dictan naturalmente ..., proporcionadas al delito”, con la finalidad exclusiva de reparar el daño efectuado y prevenir la reiteración del accionar delictivo [8]

   El parlamentarismo monárquico emergió como una firma político-institucional, bajo los cánones pretendidamente universalistas asentados en los principios ideales de la libertad y del individualismo. Esta concepción representó la respuesta a una serie de factores diversos, tales como los efectos de la “parálisis” económica producida por la estructura social del medioevo feudal y la perspectiva sesgadamente antropocéntrica del Renacimiento; a su vez, se nutrió de los enfoques racionalistas y utilitaristas que, adosados a la ética protestante-calvinista, fueron alimentándose mutuamente a lo largo de un periodo extenso. Asimismo, los componentes sustanciales que catalizaron aquellos ideales y situaciones temporalmente dispersas e ideológicamente heterogéneas, remiten a un núcleo teórico-antropológico centrado en la proclamación de una libertad imprescriptible, apoyada en el credo  individualista.

   Debe aclararse que el término “liberalismo” es polisémico, ya que engloba a un conjunto variado de premisas de orden político, o socioeconómico, las cuales habitualmente reflejan un ideario amplio que alberga posiciones divergentes en muchos aspectos. Este liberalismo sostiene la preexistencia de derechos individuales, en referencia a la conformación estatal, contrastando la posición absolutista, al señalar los acotamientos de raíz ética que deben fijarse al ejercicio fáctico del poder, límites que marcan la distancia que lo alejan de los lineamientos trazados por su connacional Hobbes.

   Resulta destacable en Locke la presencia de severas limitaciones, de carácter moral, sustentadas en el reconocimiento de un ámbito prioritario enmarcado en la ley natural y las pautas morales. Su punto doctrinal de arranque parte de una instancia, concebida axiomáticamente, que comparten todas las ópticas referidas al “contractualismo político”, más allá de las profundas divergencias entre estas corrientes: la existencia histórica de un supuesto estado de naturaleza, previo a la constitución de cualquier sociedad o gobierno institucionalizados [9]. Debido a su visión sustancialmente individualista, estima que el logro de la organización sociopolítica es resultante de acciones voluntarias y libres del ser humano, el cual, en el contexto del mencionado estadio natural, experimentaría una relativa felicidad.

   Mientras que la visión antropológica lockeana no asume el pesimismo hobbesiano, para quien todo hombre era un lobo para su semejante, tampoco adheriría a las posteriores distorsiones mitológicas rousseaunianas que, como veremos más adelante, defiendan la bondad “natural” humana. En cambio, el judeocristianismo subyacente en la doctrina de Locke conduce a la creencia en que el “pecado original” habría determinado la caída del estado de naturaleza social descrito. En éste, las personas habrían sido portadoras de ciertos derechos individuales, sintetizados en la expresión inglesa property, la cual alude a los derechos a la vida, a la seguridad, a las libertades individuales y a la propiedad. Respecto a la propiedad de tipo específicamente inmueble, indica que, teniendo en cuenta el estadio primitivo de “no-ocupación”, los hombres cercaron y mezclaron su labor personal con la posesión de tierras, lo cual habría dado origen al derecho de propiedad, descartando que el mismo pudiera ser compartido por muchas personas.

   Con el fin de mantener y poder gozar del conjunto de sus derechos particulares, la humanidad habría “decidido” alejarse de su fase original, anterior a la institucionalización político-social, estableciendo idealmente de tal modo pacto multilateralizado, diferente a los contratos imaginados, en forma previa por Hobbes y, en el siglo subsiguiente, por Rousseau. La distinción frente a ambos radica en que dentro del modelo lockeano los seres humanos no se alienarían en términos absolutos, esto es enajenándose con relación al conjunto de los derechos asignados como individuos. El único “atributo” a los cuales las personas renuncian es al de responder a través de acciones violentas a las eventuales agresiones de sus congéneres, constituyéndose un poder coactivo, devenido patrimonio estatal exclusivo, que obedece al mencionado convenio multilateral.

   El Estado, entonces, procura legitimar la instancia represora ante las transgresiones a los derechos individuales. A pesar de que Locke no diferencia explícitamente la existencia de dos “momentos” que atravesaría dicho proceso  contractual, en forma latente sí lo hace, por lo que la primera fase alude a ese pacto multilateral, celebrado hipotéticamente a efectos de configurar una comunidad política organizada, mientras que la etapa posterior refiere a un acuerdo bilateral, promotor de deberes mutuos entre el aparato estatal y los ciudadanos gobernados, cuyo objetivo apunta a  la determinación acerca de quiénes han de ejecutar el poder delegado al Estado.

   La humanidad se habría apartado de su naturaleza esencial a fin de garantizar, esencialmente, el respeto a sus derechos, portados en cuanto individuos, por lo que cabe entrever una faz negativa de esa concepción liberal ortodoxa, consistente en la falta de una referencia manifiesta al principio del “bien común”. Este enfoque sobre la conformación del gobierno civil refiere, permanentemente, a la vigencia de una especie de justicia conmutativa, normalizadora de las interacciones llevadas a cabo por la ciudadanía, junto a otra de índole distributiva, por la que la autoridad soberana se encontraría facultada en términos de la imposición de ciertas sanciones jurídicas, verbigracia, a los trasgresores. No obstante ello, no aparece una precisión de aquel componente que en actualidad suele denominarse justicia social.

   De acuerdo a la posición clásica expuesta por Locke, la entidad estatal ha sido depositaria sólo del mandato delegado por los ciudadanos a fin de repeler las circunstanciales violaciones a los derechos individuales, asegurando el resguardo de la propiedad privada, según lo establecido por el statu-quo imperante. Tal postura, de hecho, es reflejada en la garantía del goce de esa atribución, acotada al fragmento de la sociedad que en realidad puede ejercerla, es decir los sectores propietarios.

   El capítulo V de “Ensayo sobre el gobierno civil”, titulado De la propiedad, se inicia bajo la apelación a argumentos basados en la razón natural y en la revelación divina, de cara a intentar demostrar que todos los seres humanos poseyeron, primigeniamente, un derecho común sobre la propiedad de la tierra. No obstante ello, a determinadas personas les será dificultoso comprender de qué manera podría un hombre, considerado individualmente, tener posesión de cosa alguna, debido a lo cual la concepción lockeana apunta, prioritariamente, a la resolución de tal inconveniente, procediendo a interpretar cómo un particular puede lograr el acceso a una propiedad privada sin trasgredir los derechos del prójimo.

   La piedra basal de la argumentación precitada consiste en el hecho, manifestado intuitivamente, de que muchos bienes existentes, a fin de poder ser usados, requieren un consumo realizado privadamente, en la medida en que la utilización de aquéllos impide su consumición por parte de otras personas; por ende, resulta imprescindible que haya algún procedimiento de apropiación exclusiva de dichos bienes. A renglón seguido, se expone una cuestión relevante en la coyuntura histórica puntual, cual es la estimación, en tanto criterio de legitimidad respecto de la propiedad privada, de la circunstancia crucial de que ella derive, por caso, de una especie de convención de carácter universal.

   Si se quiere adjudicar la pertenencia de cualquier bien a la esfera de la posesión privada legítima, ello demandaría inexcusablemente el consenso de “los otros”. Locke explicita la intención de corroborar de qué modo las personas particulares podrían alcanzar el dominio “legal” de varias parcelas de tierra, entregada por el Ser Supremo a la humanidad con un sentido de propiedad comunitaria, eludiendo el condicionamiento alusivo a la necesidad de un consenso expreso, alcanzado entre los integrantes de la colectividad.

   La propuesta para el logro de la “convalidación” mencionada recurre a dos elementos explicativos: el trabajo y la estipulación, dado que la conexión estrecha de ambos factores justificaría la eventualidad de una actuación de orden económico, creadora de propiedad (de acuerdo a un nivel inequiparable al grado de suma-cero, que permitiese la realización de una actividad productiva rentable, y el consecuente consumo privado de bienes, que no devengan violatorios de los derechos del prójimo. En ese sentido, “aunque las cosas de la naturaleza son dadas en común, el hombre, al ser dueño de sí mismo y propietario de su persona y de las acciones y trabajos de ésta, tiene en sí mismo el gran fundamento de la propiedad..." 

   De ese modo, "cada hombre tiene una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto el mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos, podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor, y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tenga ya derecho a ella los demás hombres”.

   A partir de esta doctrina, los exponentes del liberalismo adujeron seguir la premisa de la libertad, “bajo la que subyace una defensa a ultranza de la propiedad”. El autor inglés procuró armonizar los postulados del derecho natural -que básicamente se resumen en que todo hombre tiene derecho a lo necesario para la subsistencia, lo cual justifica el disfrute de una pequeña propiedad- con la existencia de un grupo social desprovisto de cualquier medio de vida [10].

   Este filósofo ha trascendido históricamente a partir de sus dos perfiles, uno como exponente de una teoría empirista del conocimiento, y el otro en términos de pensador político. En el primer caso, su visión fue retomada por algunos representantes del iluminismo (Condillac entre ellos), siendo tenido en cuenta su enfoque, a posteriori, por la escuela positivista. Respecto al segundo ítem, Locke es considerado uno de los principales fundadores del liberalismo moderno y contemporáneo, ya que su doctrina inspiró la “revolución inglesa” (1688-1689) que instauró la monarquía parlamentaria británica, sistema institucional que perdura hasta nuestros días. 

   Contrastando con la visión lockeana, y en términos de propuesta de república político-social, la obra de Jean-Jacques Rousseau representó un caso atípico, entre los intelectuales franceses que integraron el movimiento de la Ilustración, durante el llamado “siglo de las luces”, teniendo en cuenta su divergencia con gran parte de los postulados genéricos de dicha corriente, cuya expresión emblemática fue la Enciclopedia dieciochesca Su punto de vista presentó implicaciones profundas, proyectadas al campo de la ética, a partir de su incidencia sobre el pensamiento kantiano.

   Al encaminar sus estudios hacia el área de la filosofía política, enraizada en una cosmovisión de corte antropológico, discrepó radicalmente con la noción de libertad, extendida entre sus contemporáneos, heredada de las conceptualizaciones elaboradas por Hobbes y Locke en Inglaterra [11]. La versión contractual de este autor se fundaba en que el hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado; algunos se creen los amos de los demás aun siendo más esclavos que ellos. El “orden social” sería un derecho sagrado que sirve de base a todos los restantes, el cual no provenía de la naturaleza, sino que obedecía a convenciones [12].    

   La doctrina rousseauniana procuró reivindicar la diferenciación clara de las voliciones  “virtuosas”, frente a las de origen “vicioso”, apuntando a reconfigurar el grado cualitativo de los actos humanos voluntarios, en tanto factor nodal de los principios éticos, y de su aplicación en el terreno de la práctica política. La base de aquella distinción radica en el hecho de que la voluntad resulte independiente, o por el contrario heterónoma, en la determinación de las finalidades íntimas perseguidas por los hombres. En lo que refiere a la separación entre el accionar libre, llevado a cabo autónomamente, y la libertad equivalente a la carencia de presiones u obstáculos, de orden  externo, Rousseau consideraba que, al buscar la satisfacción de los deseos propios en ausencia de trabas, las personas pueden sentirse más liberadas, en su rol de agentes de inclinaciones naturales, aunque en realidad continúan siendo dependientes en su papel de actores racionales.

   El individuo únicamente devendría auténticamente libre, condición inherente al verdadero estamento moral de la esencia humana, al alejarse de aquel estadio determinado por la consecución del objetivo de la satisfacción de sus aspiraciones egoístas, orientándose hacia la unión con sus semejantes, en el contexto de una organización institucional consensuada colectivamente, es decir aceptada (legitimada) como entidad compartida por la totalidad de los miembros de una comunidad.

   La idea del “pacto” se basaba en la argumentación de que la fuerza no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a los poderes legítimos; en la medida en que “ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y teniendo en cuenta que la naturaleza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones como único fundamento de toda autoridad legítima entre los hombres” [13]. En fecha cercana a la aparición de esta obra, también fue publicada la novela “Emilio” (o el buen salvaje), de Rousseau, la cual en esa instancia tuvo mayor repercusión que el propio “Contrato”, y demuestra la continuidad de la tendencia del pensamiento moderno a expresarse literariamente al mismo tiempo que a través de ensayos críticos.  Este modelo contractual remite a un compromiso de participación colectiva, conducente a facilitar la transición desde la dimensión “animal” de las personas hacia su esencia eminentemente ética.

   El componente sustantivo de dicho compromiso consiste en la predisposición de cada individuo a entregarse al compuesto sociocomunitario en idéntica igualdad de condiciones particulares, en la medida en que los compromisos que nos ligan al cuerpo social sólo son obligatorios porque son mutuos. La libertad de los individuos sería inmanente a su moralidad, lo cual conduce a sujetarse a una legislación normativa, no orientada exclusivamente al ego, sino al conjunto del género humano en su condición de tal.

   En las cláusulas del contrato se subraya, de modo implícito, el carácter universalista de la prescripción moral, dado lo cual aquello que es correcto, o no lo es, desde la perspectiva de un individuo, debe necesariamente resultar de la misma manera para cualquier otro congénere, en circunstancias similares. Ese condicionamiento constituiría la única garantía posible, a partir de la cual los juicios de esencia ética pueden tener un sustento firme, verbigracia, al admitir que “si X posee el derecho, o atribución, para realizar el acto Y, en consecuencia es preciso reconocer que todos tienen el derecho de hacer lo mismo que X”.

   La cuestión central que apunta a resolver esta figura contractual radica en encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a las personas y a los bienes de cada asociados, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes del acceso a la “civilización”.

   Asimismo, “las cláusulas de este contrato se encuentran tan determinadas por la naturaleza del acto que la más mínima modificación las convertiría en vanas y de efecto nulo, de forma que, aunque posiblemente jamás hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas partes, y en todos lados están admitidas y reconocidas tácitamente hasta que, una vez violado el pacto social, cada uno recobra sus derechos originarios y recupera su libertad natural” [14].

   Sólo en dicha instancia la voz del deber reemplaza al impulso físico, y el derecho al apetito, y el hombre, que hasta ese momento no se había preocupado más que de sí mismo, se ve obligado a actuar conforme a otros principios, y a consultar a su razón en vez de seguir sus inclinaciones. Es decir que “este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio importante, al sustituir en su conducta la justicia al instinto, y al dar a sus acciones la moralidad que les faltaba antes”. Debe aclararse que “la idea de la socialización de los medios de producción aun no está madura en la sociedad dieciochesca”  [15] .

   En resumidas cuentas, tal como anteriormente el contrato hobbesiano lo había aceptado, pero sin destacar su importancia como elemento moral, cada particular tiene derecho a requerir, para sí mismo, exclusivamente aquel bien que ha sido consensuado como atributo propio por parte del prójimo, por lo que ninguna persona debería ser obligada a “algo”, por parte de cualquiera otra, exceptuando lo que aquella puede obligarle, recíprocamente a hacer a los demás. Mediante este razonamiento es posible entender el significado profundo del lema de Rousseau, que señala que “dándose uno a todos, no se da a nadie”. En otras palabras, que al ser la normativa jurídica idéntica para todos, nadie desea hacerla onerosa para los alter. Ser libre, entonces, conlleva el seguimiento estricto de dicha normativa, cuyo rasgo crucial radica en encontrarse dirigida a todos, y cada uno, de los seres racionales, al resultar tal disposición reconocida por parte del colectivo compuesto por individuos portadores de una moralidad intrínseca.

   Por otra parte, el posicionamiento rousseauniano se aleja de la concepción contractual expuesta por Locke en su relativización de la perspectiva individualista defendida por el mismo. Ello acarrea una diferente valorización de los aspectos referidos al “bien común”, que resultan priorizados por el filósofo ginebrino, quien los ubica en una escala jerárquica superior, normativamente, con relación al respeto irrestricto de los intereses particulares, incluyendo el resguardo de la propiedad privada. Sin embargo, ello no significa que la meta de la igualdad implique un igualitarismo absoluto, dado que no existe una aspiración a la comunización de los bienes, sino únicamente a que “la sociedad provea a la subsistencia de todos los hombres”. Se postulaba una “sociedad igualitaria donde los pobres no se vean obligados a venderse a los ricos, y donde todos los ciudadanos tengan asegurados los medios de subsistencia, es decir, un trozo de tierra que les permita subsistir sin depender de nadie”.

   La propuesta de Rousseau apuntaba a un tipo de sociedad austera y autosuficiente, donde los valores éticos predominen sobre los mercantiles, y el bien común sea el valor por excelencia [16]. En este sentido, “la utopía radica en su pretensión de aferrarse a un modelo de sociedad que la ascensión imparable del capitalismo hace ya inviable. Detrás de la denuncia de la propiedad privada del Discurso sobre el origen de la desigualdad subyace la condena de la sociedad capitalista”. A pesar de que este autor no alcanza a percibir nítidamente las transformaciones sociales profundas de esa fase histórica, posee al menos la sensibilidad suficiente como para identificarlas a grandes rasgos. Tal apreciación se manifiesta en el párrafo siguiente, impregnado de cierto romanticismo ingenuo:

   El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío”, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ese fue el verdadero fundador de la sociedad civil ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: “Guardáos de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie” [17].

   La obra de Rousseau incidió en el escenario político-ideológico de la Revolución Francesa, a través de los seguidores de su doctrina, llamados jacobinos, cuya ala más radicalizada constituyó el gobierno transitorio del partido de “La Montaña”, encabezado por Robespierre hacia fines del siglo XVIII, caracterizado históricamente como una dictadura del terror. Asimismo, ya en la centuria subsiguiente, parte de su legado puede comprobarse en la concepción de algunos “socialistas utópicos”, así como también en ciertos escritos del marxismo clásico.

 

[1] Zeitlin, Irving (1993): “Ideología y teoría sociológica”; Bs. As., Amorrortu, pág. 18

[2] Ibidem

[3] Locke, John (1968): “Tratado sobre el gobierno civil”; Bs.As., CEAL, Capítulo I; Método científico y poder político, pág. 157

[4] Ídem 

[5] Ídem 

[6]  Habermas, Jürgen (1999): “Teoría de la acción comunicativa”; Madrid, Taurus volumen II, págs. 300-301

[7] Locke, J., ob. cit., págs. 157-158

[8] Locke, J., ídem, págs. 157/159

[9] Locke, J., ídem

[10] Villaverde, María J. (1988): Estudio preliminar; en Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, o Principios de Derecho Político -Barcelona, Tecnos, 1988-, pág. XVI y s.s.)

[11] Rousseau, Jean-Jacques, “El contrato social...”, ob. cit., Cap. I, pág. 4

[12] Ídem, Cap. III, pág. 8

[13] Ídem, Cap. VI, págs. 14-15

[14] Ídem, Cap. VIII, pág. 19

[15] Villaverde, M. J., ob. cit.

[16] Ídem

[17] Rousseau, Jean-Jacques (1987): “Discurso sobre el origen de la desigualdad”; Madrid, Tecnos, págs. 161-162

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