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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EL EMPLEO LÁBIL DURANTE EL NEOCONSERVADURISMO TARDOLIBERAL - Juan Labiaguerre

Desde fines del milenio pasado, se asiste a la eventualidad de un apartamiento radical con relación al esquema sociolaboral convencional, imperante en los últimos dos siglos, constitutivo de un modelo social basado en el trabajo, hecho que representaría un fin históricamente previsible [1]. Se cuestiona de manera crucial “la capacidad del trabajo para seguir estructurando la sociedad”, aludiéndose a la improbabilidad de que el mismo, expresado a través del desarrollo de una actividad productiva (generadora de ingresos específicamente laborales) continúe “ejerciendo una función nuclear de regulación de la vida y de integración social de la personalidad. Tampoco es muy probable que puedan reivindicarse y reactivarse políticamente”, en el sentido de normativa referencial [2]. Debe, sin embargo, consignarse, que “las energías utópicas no han abandonado completamente la conciencia histórica, sino que una determinada utopía ha llegado a su fin, aquella que en el pasado cristalizó en torno al potencial que residía en la sociedad del trabajo” [3].

A partir de perspectivas teoréticas alternativas divergentes, Dahrendorf publicó el texto La desaparición de la sociedad basada en el trabajo (1980), Guggenberger Cuando falta el trabajo (1988), Gorz Metamorfosis del trabajo (1991), La declinante relevancia del trabajo y el auge de los valores posteconómicos (1992) y Salir de la sociedad salarial (1994), Castel Metamorfosis de la cuestión social (1997) y Calvez Necesidad del trabajo ¿Desaparición o redefinición de un valor? (1999). La aparición “en avalancha” de este cúmulo de obras, muestrario sumamente escueto de la proliferación de tratados que comprenden el abordaje -durante las dos últimas décadas del siglo XX- de la misma problemática, denota la coyuntura crítica atravesada por la controvertida cuestión sobre el denominado (en forma esquemática en extremo simplificada) “fin del trabajo”.

La preocupación en aumento, respecto del deterioro progresivo de las inserciones laborales, que aqueja a gran parte de la humanidad, resultó potenciada desde la segunda mitad de la década de los años setentas, caracterizada por la paralización del crecimiento económico -como consecuencia de la crisis internacional desatada en los comienzos de dicho decenio-, inductor de una severa encrucijada del sistema capitalista, con repercusiones a nivel planetario.

Actualmente, la actividad laboriosa, productiva y rentada dejó de configurar -en la práctica- un tiempo que conforma y “polariza el conjunto de los tiempos sociales alrededor de su propia estructura” [4]. Además, desde el momento en que el trabajo pierde su relevancia de carácter cuantitativo, abandona asimismo su rol sociointegrador, generándose en consecuencia, dentro del núcleo medular de la sociedad industrializada, un vaciamiento de índole cibernética, es decir de “conducción y encuadre”, que ningún factor, hasta ahora, demuestra poder a rellenar de contenido sustancial [5].

Los cambios operados, en términos de la valorización, y respectiva actitud, hacia el trabajo -en el mundo industrializado “tardío”- obedecen al conjunto de transformaciones experimentadas, tanto en su misma naturaleza como, así también, en su significación social y en la esencia de las relaciones laborales. El número de operarios industriales se ha reducido, drástica y velozmente, desde comienzos de la década de los años setentas, mientras el sector compuesto por las ramas manufactureras -situadas en la vanguardia tecnológica- emplean cada vez más trabajadores administrativos, en relación inversamente proporcional respecto de la contratación de obreros de producción directa. Además, las empresas dedicadas al suministro, o prestación, de servicios tienden progresivamente a absorber mayor número de personal destinado a transporte, limpieza, tareas de reparación o mantenimiento y soporte técnico [6].

La situación descrita genera un desvanecimiento creciente de la “sensación de poder y cohesión de la clase trabajadora”, debido a que la cantidad proporcional de obreros industriales disminuye abruptamente -a causa de la automatización productiva- y, por otro lado, como consecuencia de que “sus habilidades manuales tradicionales y sus oficios están desapareciendo”. Emerge entonces la destrucción de ocupaciones no calificadas y también de aquellos puestos de trabajo que requerían la aplicación de ciertas cualidades operativas de raigambre artesanal, tales como las correspondientes a carpinteros, herramentistas, ajustadores, fresadores, etcétera.     

Los años ochentas estuvieron signados básicamente, en el campo del proceso de trabajo, por la reorganización productiva, mecanismo socioeconómico trascendente a través del cual se generó un desplazamiento de las actividades, desde los enormes establecimientos fabriles hacia “una miríada de centros menores de producción”, inaugurándose en tal sentido el tiempo de las pequeñas empresas. De modo que la evolución simultánea de las transformaciones, de orden técnico, reconvirtió el entramado social de la producción integralmente, devenir que propició una remodelación de fondo con relación a los caracteres principales de los “actores sociales en presencia” [7].

Se produjo entonces un retorno a la problemática nuclear tejida alrededor de la reorganización del propio trabajo, y de la consiguiente reformulación de su significado profundo, volviéndose al tratamiento de temas seculares como los abordados por el taylorismo y su mutación en el modelo fordista de relaciones industriales. Cobraron inusitada importancia cuestiones atinentes a los círculos de calidad o grupos de producción, junto a los procedimientos encaminados a la “implicación de los trabajadores”. En cierta forma esta orientación reflejó el intento de ubicar los cambios de índole económico-productiva en referencia a su auténtico dimensionamiento societal, consistente en la emergencia de “un mundo más complejo y menos controlable”, engendrado por el quiebre de la división convencional del trabajo industrial, determinante de variaciones sustantivas y genéricas de la sociedad moderna, evaluada en su totalidad.

Respecto del surgimiento de modalidades posfordistas de organización productiva del trabajo, se señalan variadas formas de implementación de acuerdo con el grado de desarrollo, económico-social y tecnológico, alcanzado en diferentes regiones del mundo. Resultaron especialmente destacados, dentro del ámbito de las naciones avanzadas al respecto, los modelos toyotista en Japón y fundados en el kalmarianismo aplicado en las fábricas de la empresa sueca Volvo, así como la aparición de una especie de “neotaylorismo” en los Estados Unidos. Por otro lado, en regiones subdesarrolladas afloraron expresiones de “fordismo periférico”, por caso instrumentado en México, o manifestaciones caracterizadas por cierta taylorización primitiva como la llevada a cabo, verbigracia, en Marruecos [8].

El reconocimiento generalizado acerca de la vigencia de una era laboral, marcada por el “posfordismo”, en la esfera de las economías reconvertidas industrialmente, través de la incorporación de tecnologías de punta, conlleva un consenso relativo sobre el énfasis otorgado al fenómeno de la denominada ambivalencia productiva, mediante el rol asignado a los factores referidos a la confianza y/o a la participación, carácter devenido “consentimiento paradójico que se revela y desvela con especial fuerza analizando la organización del trabajo” [9].  

Corresponde precisar que la noción genérica de modelo productivo admite diversas interpretaciones, en tanto “descripción simplificada [abstracta] de la realidad, elaboración teórica o conjunto orgánico de conceptos, o ideal al que se aspira. A esta última acepción responde el proyecto diseñado por la Comunidad Europea, que apunta en dirección a la implementación de sistemas antropocéntricos de producción (APS, según la sigla en idioma inglés), propuestos a modo de panacea en términos de prescriptive framework, sobre la base de la argumentada necesidad de crear un nuevo modelo organizacional del trabajo.

Se trataría, en última instancia, de la aspiración a instaurar modelos productivos idealizados, “asistidos por ordenadores” en forma sistemática y denotados por su radical dependencia respecto del papel esencial que deberían cumplir, tanto el rol del trabajo altamente cualificado como, así también y complementariamente, el ejercicio de toma de decisiones humanas.

El advenimiento del nuevo paradigma tecnológico-productivo determina que la mayor parte de los productos ya no remiten a la materialización de la actividad física e intelectual de las tareas laborales sino, en cambio resultan del mecanismo activado por complejas maquinarias, dirigidas mediante sistemas informatizados de fabricación. De manera que los trabajadores abandonan su función consistente en formatear los objetos de producción por ellos mismos: ahora controlan, atienden, alimentan y mantienen máquinas “inteligentes”, a las que les programaron capacidades humanas. Este proceso condujo a la situación de que el operario de fábrica considera cada vez en menor medida el bien producido en términos de efecto de “su propio poder humano”.

Tal consecuencia es acentuada en virtud de que las unidades de producción se tornan cada vez más pequeñas y especializadas, debido a que los gigantescos y complejos establecimientos industriales, que fabricaban íntegramente un producto determinado, fueron desplazados en forma gradual. En su lugar, surgió una creciente cantidad de unidades de montaje, mayormente automatizadas, a las cuales les son entregados los diversos elementos o componentes del producto final -bajo la consigna justo a tiempo-, a través de numerosas subcontratistas o fábricas satélites especializadas, ubicadas en diferentes territorios nacionales o continentales. Teniendo en cuenta esta circunstancia, el propio esquema organizacional deviene “una de las principales fuerzas de producción” [10].

De manera que un sistema productivo conformado por diversas unidades técnicas, coordinadas a efectos de fabricar un determinado “producto final complejo, requiere un personal de organizadores y coordinadores que no son los productores directos”. Por otro lado, el avance de la informática facilitó en una dimensión inusitada la actividad administrativa, provocando “una complejidad y especialización funcional aun mayores de los subsistemas” integrantes del proceso total llevado a cabo en el ámbito de la producción.

Como resultantes de ese conjunto de mutaciones, “los sistemas productivos ya no pueden ser entendidos por los subgrupos funcionalmente especializados cuyo trabajo se está coordinando. Su racionalidad queda ajena y desconectada de la autocomprensión de los subgrupos. La especialización funcional significa que los trabajadores no se especializan por lo que respecta a un producto que pueden identificar como el resultado de su trabajo, sino que son especializados para servir a las necesidades de un sistema cuya complejidad está más allá de la capacidad de comprensión de cualquiera”. Es decir que la automatización sustituyó la mayoría de los oficios de índoles artesanal, reemplazándolos por competencias profesionales provisionales [11].

En el contexto productivo detallado, los trabajadores se ven obligados a una adecuación, continua y cambiante, respecto de un esquema tecnológico recurrentemente actualizado, motivo por el cual deben encontrarse predispuestos a adaptarse a cierto “reciclaje que les permita mantener su puesto de trabajo o aceptar uno diferente, menos cualificado”, en el sentido de una polivalencia funcional exigida por las actuales políticas flexibilizadoras de las condiciones, y contratos, laborales. En consecuencia, las ocupaciones, junto a la posición social asignada convencionalmente a las mismas, pasan a tener un carácter inestable, cuando no volátil o fugaz, a la vez que inseguro.

La mano de obra queda entonces condenada a una “autodeterminación de por vida por un contexto social incoherente, en permanente cambio”, de modo que la sociedad actual, teniendo en cuenta su cimiento moderno-industrial anclado en el trabajo, pasa a constituirse en “fuente de riesgos y de inseguridad”, forzando a una mayor autonomía de las capacidades laborales. Las personas, bajo el mencionado entorno, son coaccionadas socialmente a “preocuparse más por sí mismas”, razón por la cual es esa misma coerción colectiva del medio sociolaboral la causante de actitudes y comportamientos cada vez más individualistas, al sentirse presionadas a “buscar su identidad en actividades y relaciones al margen de su trabajo” [12].

En la medida en que tiende a prevalecer la situación ocupacional consignada, los lazos solidarios disueltos, tradicionalmente comunitarios y luego representados por la socialización típica del mercado laboral, deben ser sustituidos por otra forma de vinculaciones sociales si se quiere mantener un mínimo de cohesión colectiva. Ya no se trataría de una mera reconversión de valores culturales, “sino del reflejo de cambios objetivos en el entramado material de la sociedad”.

Bajo ese aspecto, un segmento privilegiado de la población económicamente activa dispone de ciertas carreras profesionales demandadas por las grandes firmas empresariales con el objeto de conformar el “núcleo estable de su personal”. La especialización flexible exigida por ellas conlleva que la estabilidad en el empleo queda supeditada a la propia voluntad de los trabajadores, en relación de dependencia, además de encontrarse sujeta a las aptitudes de las personas empleadas en orden a “poner sus movimientos y sus capacidades técnicas al día periódicamente y para adquirir una versatilidad multicalificada” [13].

El producto final del trabajo, de modo paralelo al desarrollo de la específica actividad laboral, se halla predeterminado por ese mismo encuadre productivo intensamente tecnologizado, razón por la que “el trabajador versátil, policualificado, flexible, está funcionalmente especializado para servir a un complejo sistema de fabricación o de servicio que requiere su iniciativa”. No obstante ello, la persona contratada no detenta ningún tipo de dominio o control respecto de la naturaleza y el valor de uso de la mercancía que sale a la venta y, en numerosas ocasiones, sus aptitudes particulares únicamente se adecuan al establecimiento donde se desempeña.

Dado el conjunto de condicionamientos expuestos, “la identidad que las empresas avanzadas ofrecen a sus empleados no implica identificación con lo que hacen, sino con una función dentro del sistema que lo determina y la de su significado, siendo la propia empresa este sistema”. Por ende, una modalidad peculiar de identificación corporativa deviene elemento supletorio de una identidad colectiva desvanecida, basada en la pertenencia a una clase, o a un estrato socio-ocupacional, determinados.          

De acuerdo a la problemática descrita, la expansión de las actividades subcontratadas, junto a la externalización generalizada de los servicios, correspondientes a tareas productivas y administrativas intraempresariales, restringiendo el “núcleo duro del salariado tradicional” con el consiguiente ensanchamiento de los círculos concéntricos de la precariedad laboral y del área ocupada por nuevas modalidades de trabajo independiente [14]. De manera que “el empleo industrial en su forma tradicional resultó directamente cuestionado como consecuencia de la automatización, que a su vez es fruto de la informática” aunque ésta, todavía, “se encuentra lejos de haber producido todos sus efectos” [15].

Teniendo en cuenta tal expectativa, la búsqueda de soluciones a efectos de moderar las derivaciones de la denominada crisis del empleo se orienta hacia el “desplazamiento del trabajo en dirección a los servicios”, y -en cuanto salidas alternativas- en orden a la reducción del tiempo de trabajo y el ingreso de existencia. En las circunstancias actuales no existe aun un “imperativo categórico para que las mentalidades se adapten positivamente, respecto del bien común, a las consecuencias no queridas de los descubrimientos de los ingenieros, [en la medida en que] el trabajo sigue siendo la principal fuente de ingresos de las personas y cada una de ellas incluye su vida profesional [base de su] prestigio y riqueza, en su proyecto de vida” [16].              

Por otra parte, en el contexto de las transformaciones señaladas, puede concebirse que “la empresa se ofrece como una sociedad sustitutiva en un medio social inseguro”, aunque el tipo singular de seguridad aportada a sus empleados se encuentra severamente condicionada, tal como se refleja fácticamente en la escasa, o nula, predisposición empresarial en lo que se refiere a la negociación colectiva con la representación sindical, organizada a nivel nacional, optando por los convenios dentro del marco de la misma firma.

Ello deriva en que “los empleados de la compañía deben escoger entre su identificación corporativa” o aquella otra que remite a su condición clasista de trabajador: pueden lograr la primera alternativa siempre y cuando manifiesten una predisposición en el sentido de autoconsiderarse, o aparentar hacerlo, una “elite privilegiada cuyos vínculos de solidaridad con la clase”, a la que objetivamente pertenecen, fueron arrancados de cuajo.

En términos de ejemplificación, se sostiene que dicha modalidad de identificación “social” puede conducir a la instrumentación del denominado patriotismo de empresa, puesto en práctica por parte de algunas grandes empresas japonesas, que cuentan con uniformes claramente distintivos, y hasta “himnos” propios, orgullosamente identificatorios [17]. .

Por otra parte, fuera del ámbito exclusivo formado por el círculo áulico de las empresas dotadas de niveles superiores de capitalización y avance tecnológico, y debido a que el Estado, sujeto a los cánones establecidos por el régimen de acumulación vigente, resulta ineficaz para otorgar a los trabajadores una posición estable (que conceda cierta identidad social, basada en su rol laboral), las personas -individualmente- son obligadas a definir su misma identidad por sus propios medios, a través del desarrollo de actividades que optan por realizar en su tiempo disponible, más allá de la cuantía de ingresos generada por ellas [18].

El fundamento económico actual para la consecución de mayor productividad, y por ende de superior competitividad, reside en el avance informático asentado en el desarrollo tecnológico, junto al anexo imprescindible representado por la capacidad de gestión y procesamiento. Ante el progreso incesante de nuevas tecnologías informáticas, los sectores ligados a las mismas tornan a desempeñar un rol más decisivo dentro del aparato económico-productivo evaluado en su conjunto. Por otra parte, y en forma yuxtapuesta al factor descrito, el fenómeno de la globalización económica difiere sustancialmente del significado atribuido a los términos convencionales “economía mundial o fuertemente internacionalizada”.

Castells indicó que entre el 80 y el 90% de la mano de obra mundial se desempeña en mercados locales de trabajo, inclusive en las áreas comprendidas por la economía de tipo urbano: las empresas realizan sus actividades principales en los espacios nacionales o regionales, aunque, sin embargo, los emprendimientos esenciales económicos generales se encuentran globalizados, actuando “como una unidad en tiempo real a escala planetaria”. Es decir que sus operaciones cruciales funcionan en términos globalizados, aunque el mercado de capitales -por ejemplo- no lo hace absolutamente en esa dirección, pero sin embargo existe una interconexión entre ahorros e inversiones más allá de las fronteras de los países y de las demarcaciones trazadas por las divisiones subcontinentales. Al respecto, durante el transcurso de la década finisecular fue construida una infraestructura consistente en un soporte tecnológico que facilita la interrelación simultánea, al instante, de capitales provenientes de los espacios geográficos enormemente distanciados entre sí [19].             

Hacia fines del siglo XX se evidencia una tendencia globalizadora -manifiesta y explícita- en las áreas tecnológico-informáticas, debido a que existen centros de tecnología intercambiables según el grado de operacionalidad empresarial, a efectos de contactarse con esos circuitos mundializados. Asimismo, la mano de obra dotada de cualificación ocupacional más elevada, no así la fuerza de trabajo en general, también demandada en forma “global”.

La mayoría de los mercados opera regionalmente, pese a que deviene esencial la aptitud de las firmas transnacionales en orden a interpenetrar los reductos mercantiles situados en otros países y continentes. De allí la relevancia, si bien de índole relativa y sujeta a la acción convergente de los factores complementarios expuestos, de las estrategias trazadas por el capital en el ámbito del comercio internacional. En definitiva, la esfera productiva trasciende globalizadamente en función de la dimensión presentada por las distintas firmas que operan en la órbita multinacional, de manera concomitante al desarrollo de sus “redes auxiliares de producción” en todo el planeta [20].

Al margen de la magnitud indudable que demuestran, las empresas transnacionalizadas emplean “sólo unos 70 millones de trabajadores” en el espacio mundial conjunto, cifra que no refleja una dimensión exorbitante teniendo en cuenta la base global de mano de obra, aunque esa capacidad laboral equivale a cerca de la tercera parte respecto de la “producción de valor” a escala planetaria. En último análisis, puede decirse que a pesar de que la mayor parte de los entes empresariales, y el grueso de la fuerza de trabajo total, no proceden prima facie en sentido globalizado absoluto, “la dinámica, la situación y el funcionamiento de las economías de todos los países” obedecen a las conexiones establecidas con aquel nucleamiento nodal.

Durante parte del transcurso de las décadas de los años sesenta y setenta, “las grandes teorías de la sociedad postindustrial contemplaban un futuro muy optimista”, conducido por profesionales elevadamente capacitados técnicamente. En cambio, hacia fines del siglo, las concepciones tejidas alrededor de la cuestión social incorporan una alta dosis de pesimismo, en la medida en que ellas deben referirse, no sólo a la emergencia de nuevas clases (entre las mismas, la de un nuevo proletariado), sino también al aumento de la marginalidad y exclusión sociales, proceso que provoca el surgimiento de renovados “estratos bajos”, correspondientes a los sectores perdedores, dentro de las reglas actuales de juego establecidas por el sistema capitalista21].

Los elementos fundamentales, causantes del mencionado giro en el carácter de la evaluación (y de las perspectivas) respecto del futuro social, remiten por lo general -en primer término- al fenómeno de la “globalización y sus consecuencias”, proceso estimado como el más discutido y que, no obstante, probablemente resulte el de menor importancia en la coyuntura presente. En este sentido, se indica que nos lo presentan como un gran movimiento internacional que limita en gran medida la libertad de los gobiernos para tener autonomía en la gestión de la economía, en especial, a nivel macroeconómico. Al mismo tiempo se sostiene que el sistema global conduce a un nuevo y fuerte dilema, inexistente en épocas pasadas, de un lado la igualdad y del otro el empleo, indicándose que, si deseamos lograr una creciente demanda de empleo, debemos aceptar mayores grados de desigualdad y menores márgenes de seguridad social, por tanto, de protección del trabajador.

Al respecto, el hecho de que la fuerza de trabajo forme parte, no sólo del mercado laboral nacional, sino también del mundial, significa que ella compite -en distintos países- con la mano de obra tailandesa o malaya, residente en regiones donde los salarios representan montos muy inferiores a los vigentes, verbigracia,  en los países europeos más desarrollados económicamente. Debido a esta circunstancia, en algunas naciones de Europa occidental los obreros con bajas calificaciones se ven obligados a aceptar niveles salariales reducidos a efectos de lograr insertarse ocupacionalmente.

El segundo factor que coadyuva a una visión pesimista radicaría en la aparente urgencia de una desregulación ilimitada de la economía, sobre todo en la esfera comprendida por el mercado de trabajo. La flexibilización de la normativa jurídico-legal, con relación a los estatutos o convenios que regían anteriormente la actividad laboral, deriva en una drástica reducción de la cobertura socioprevisional y en el logro de mayor fluidez, es decir superior capacidad de ajuste a los requerimientos del empleador, en forma simultánea a una progresiva liberalización del componente retributivo salarial. Es preciso aclarar que “si seguimos un modelo de desregulación, es inevitable desmantelar, paralelamente, el Estado de bienestar. Al menos en parte, porque no es posible mantener las promesas y las garantías sociales en un nivel alto y que, al mismo tiempo, los salarios sean muy desiguales en el mercado de trabajo” [22].

La tercera fuente de pesimismo se afirma en la evidencia acerca de que actualmente el trabajo tiende a concentrarse en el sector de servicios, que crea el 90% de los nuevos empleos. Sin embargo, continuamos hablando de crear trabajo industrial, como si no tuviéramos conciencia de que el modelo productivo tradicional ya no existe. El incremento de dicho sector genera cierta decepción, respecto de las expectativas puestas en el mismo, por variados motivos. La capacidad de aumentar la productividad en servicios es mucho más baja que en la economía industrial, de manera que pareciera que deseáramos un futuro dotado de una riqueza que aporta una industria que ya no crea trabajo. Y, viceversa, el trabajo lo debemos buscar en los servicios, que no aportan mucha riqueza productiva. Hoy, este es un gran dilema, que será mucho mayor en el futuro. La cuestión referida a la búsqueda de una política de plena ocupación, determinando si es posible encontrarla en los servicios, obligaría a plantearse el aumento de la productividad a largo plazo.

Numerosos economistas coinciden en la apreciación acerca de la existencia de una solución factible, frente a la realidad planteada por el citado dilema entre igualdad y empleo, sosteniendo que, si bien es cierto que “casi todo el empleo nuevo está en los servicios, podremos evitar los problemas de la globalización, pues gran parte de los servicios de las economías europeas más industrializadas no están en competencia con Tailandia o Malasia”. Es decir que un empleado malayo no compite con un camarero español, razón por la que -dentro de ese sector específico- sólo incide la competencia internacional a través de la emigración de trabajadores [23].

El proceso económicamente crítico atravesado a nivel mundial durante los años setentas, seguida de la poscrisis desatada en la década siguiente, quebraron el modelo de equilibrio, aunque fuera inestable, “entre sociedad del bienestar, producción en masa y clase obrera desmiserabilizada”. Tal realidad indujo a cuestionar radicalmente la mayoría de las premisas sobre las cuales se cimentaron el llamado pacto keynesiano, como así también el propio sistema de fabricación industrial. En principio, debe indicarse que el esquema productivista implantado en los años ochenta dejó de mantener “al obrero-masa como sujeto social central”.

Además, el punto de inflexión del keynesianismo coincidió con el momento en el cual el capital, en cuanto bloque social y debido a los requerimientos objetivos demandados por la reestructuración productiva, rechazaba cualquier límite a la acumulación impuesta por el Estado “benefactor”. El carácter flexible de las modalidades posfordistas de organización del trabajo incorpora un sistema asentado basado “en la informalización, deslocalización y relocalización de la estructura productiva”, implante de orden técnico que deriva en el logro de mayores velocidad, especialización y difusividad. El fraccionamiento de la producción genera una segmentación sociolaboral progresiva, desestructurante de homogeneidad, característica y elemental, de los actores y estratos convencionalmente configurados por el fordismo,

Por ende, se trataría de una “eEspecialización flexible -señala Alonso- donde la configuración del producto, la producción asistida por ordenador [computarizado] y la robótica, antes que adaptarse al consumo masivo, se dedican a segmentar y adecuar su oferta a nichos muy específicos de demanda personalizada. Las grandes series se acortan y se hacen más complejas, los productos se transforman incluso estructuralmente –no simples variaciones cosméticas- en cortos espacios de tiempo; mientras que las bases tradicionales del fordismo -producción en cadena de grandes series de mercancías uniformadas- se han exportado hacia zonas semiperiféricas, reforzando así las tendencias al desempleo estructural en los países del centro” [24].

La cualidad específica de la producción especializada, en contraste con aquella típicamente fordista, radica en que el conjunto de consumidores resulta potencialmente heterogéneo, es decir que existen segmentos correspondientes a la demanda ampliamente diversificados, a los cuales las empresas -que se pretenden innovadoras- deben adecuarse. Para ello, necesitan maquinarias muy flexibles y, en forma consecuente, “mano de obra adaptable, que se ajuste rápidamente a las nuevas pautas de organización y a la turbulencia y rápida variabilidad de los mercados”. El neofordismo tiende a desplegar una flexibilidad acorde con la satisfacción de determinadas demandas, correspondientes a mercados más articulados, se trate del establecimiento fabril robotizado y modularizado, o de redes formadas por pequeñas empresas coordinadas en distritos industriales, manteniendo los niveles de productividad de la “era fordista”.

Asimismo, se generan mutaciones de fondo “en la estructura sectorial y en la composición de ramas productivas motoras en el despliegue de la nueva economía industrial”, presenciándose la declinación de aquellos sectores en los que se basó el auge económico de posguerra, tales como las ramas del acero, metalmecánicas y eléctricas, otras dedicadas a bienes de consumo durables convencionales, etcétera). 

El mencionado declive “puede ser total -fabricación de productos cuya demanda ha caído definitivamente o ha sido absorbida por países periféricos o semiperiféricos que gracias a sus costes laborales inferiores y a la relativa facilidad tecnológica que comportan los productos en que se han especializado, se convierten en los suministradores aventajados para el conjunto de la economía-mundo-, o puede ser parcial -para encontrar una nueva demanda solvente es necesario modernizar los productos o su elaboración industrial acudiendo a las nuevas tecnologías-; a la vez que conocemos la irresistible ascensión de la microelectrónica, fundamental en el crecimiento económico, no sólo porque por sí misma proporciona nuevos espacios rentables de inversión, sino también porque se convierte en el elemento imprescindible para la transformación de toda la producción industrial, la gestión empresarial y el rediseño del sistema de objetos de consumo” [25]

En forma yuxtapuesta a este proceso, las sucesivas crisis financieras de las últimas tres décadas impactaron fuertemente sobre el funcionamiento del mercado de trabajo, provocando una gradual precarización de las situaciones laborales, que incluyen la desocupación, el subempleo y la informalización de las inserciones ocupacionales, subyacentes en los mecanismos de reconstrucción de los fundamentos de una nueva economía posfordista”. De modo tal que “la incertidumbre, la inseguridad, los contratos eventuales y la degradación de las condiciones generales de contratación son realidades absolutamente generalizadas y determinantes del actual” contexto que enmarca la evolución de las relaciones sociales de producción. La salida de la crisis ha supuesto un enorme cambio en la estructura social de las sociedades occidentales que, en gran medida, puede ser caracterizado por un fenómeno general: la fragmentación y el aumento de la disponibilidad social de la fuerza de trabajo.

Las acciones públicas y privadas para restaurar la tasa de beneficios supusieron, desde principios de los años ochentas, el definitivo abandono de cualquier política de pleno empleo y con ello la contención de las demandas salariales, el desempleo masivo, la intensificación del uso del factor trabajo contratado y el desarrollo de «políticas de oferta», destinadas a destruir cualquier obstáculo que impidiera el funcionamiento del mercado, aun cuando produjese fallos de asignación y desigualdad social evidentes [26] .

La implantación del modelo posfordista desencadenó continuas fracturas de los diferentes mercados de trabajo, mecanismos socialmente dualizadores, situaciones extendidas de paro de corte estructural, ofertas de bienes y servicios diversificadas crecientemente segmentadas, hasta llegar a su “personalización”, y la emergencia de un aparato estatal actuante en términos de mero agente mercantil empresarializador. Como consecuencia de las transformaciones mencionadas, los perfiles correspondientes a las diferentes identificaciones sociolaborales, y por ende culturales, devienen erráticos, dejando el andarivel libre a la expansión de actitudes personales enroladas en una especie de subjetividad nómade. En definitiva, “de los mecanismos centralizados de todo tipo hemos pasado a las redes de producción, de distribución, de consumo, de información” [27].

Según el economista francés Jacques Attali (1994), “esta nueva forma de orden comercial comienza a instaurarse a escala planetaria. Surgen las tecnologías -informática, telecomunicaciones, ingeniería genética- y los objetos nuevos, los objetos nómadas (objetos industriales portátiles como fax, teléfono móvil, juegos de vídeo, órganos artificiales, ordenadores portátiles, etcétera) que preparan para el día de mañana la individualización y la industrialización de los servicios, del ocio, del juego y luego de la pedagogía, del diagnóstico de la prevención y del tratamiento médico. El hombre de mañana, trabajador nómada, asalariado temporal de empresas -nómadas ellas mismas, porque están instaladas en los lugares donde el coste del trabajo no cualificado es más bajo-, consumidor de objetos nómadas, dueño de sí mismo, informado y manipulador, será a la vez enfermo y terapeuta, maestro y alumno, espectador y actor, consumidor de su propia producción, enmascarado y narcisista, mezclando la ficción y la realidad en un universo de fronteras indefinibles, verdugo víctima de sí mismo, portador de sus propias prohibiciones, marginal y policiaco”. 

La mundialización financiera de los sistemas económicos, junto al surgimiento de ciertos tipos de empleos relativamente especializados en la gestión empresarial, y elevadamente remunerados salarialmente, proveyeron la cristalización de un estrato social conformado por capas medio-altas. Estos grupos expresan cierta remodelada cultura promocionista e individualista, movilizadoras de comportamientos orientados básicamente hacia el logro de mayores niveles de ingreso y de consumo, denotando una ambición desmedida por el incremento de su poder económico. El ascenso estratificacional de dicha subclase coadyuvó al quiebre del “unificador simbólico” basado en el consumo masivo, referido a la autovalorización sociocultural de la clase trabajadora-media anteriormente integrada progresivamente a la sociedad, y actualmente en vías de extinción. Al tiempo que tal proceso conduce a la relegitimación y encumbramiento de un nuevo elitismo meritocrático, encaminado hacia la adopción de conductas consumistas, tienden a proliferar “infraclases” en cuanto manifestación emblemática y dinámica de modernización de la pobreza.

Dentro de este marco, “a la pobreza patrimonial -tener poco- hay que añadir la extensión inocultable de la pobreza funcional asociada a la nueva dinámica económica del modo de regulación flexible posfordista. Una subclase que más que como una bolsa tiende a comportarse como un comodín en la formación económica de una economía formalmente desindustrializada y con un enorme crecimiento del sector servicios; pero no sólo del sector de los servicios cualificados y postindustriales, sino de los servicios subproletarizados e infraindustriales” [28].

La clase obrera tradicional resulta proclive a desustancializarse, siendo reemplazada por una “nueva subclase funcional”, formada por jóvenes desocupados o precariamente empleados, inmigrantes, fragmentos residuales de estratos obreros y de capas medias que descendieron en la escala social debido a las continuas reconversiones industriales y comerciales, etcétera. Como consecuencia de tal mecanismo tienden a proliferar vivencias marcadas por la desafiliación, consistente en la escisión de una masa considerable de actores sociales respecto de los factores económicos y jurídicos que los integraban a los ámbitos productivos.

De allí existe un paso hacia la caída en zonas de vulnerabilidad social, en las cuales la pobreza, anteriormente circunscrita a una esfera localizada, se convierte en una realidad expansiva. Dicho proceso se desarrolla asimismo a escala espacial, de modo que amplias regiones de Europa por caso, situadas al margen de los nucleamientos hegemónicos en las áreas tecnológica o financiera, pueden experimentar la dinámica descrita [29].

Castel refiere a unas primeras zonas sociales autocentradas y soberanas: las zonas integradas, zonas tanto a nivel social como a nivel espacial, que representarían esos espacios de alto consumo, alta innovación, alto dinamismo tecnológico, alta disponibilidad de servicios, etcétera. Espacios que son capaces de generar políticas ganadoras, situaciones de hegemonía económica y social. Las nuevas clases dominantes se mueven por esta zona social y espacial a gran velocidad, en ese universo cosmopolita de grandes ciudades/regiones interconectadas, efectuando consumos cada vez más individualistas y productivistas

La evolución mencionada, crecientemente representativa del mundo actual, remite al fenómeno de incrustación local de la globalización o glocalización, es decir mixtura del devenir de la economía global y de los campos de acción particulares prefigurados por ciertos localismos sociopolíticos. Más allá de los “designios insoslayables de la economía planetaria”, condicionantes de todo tipo de situaciones administrativas o productivas, la misma globalidad se conecta a una extensa red formada por circunstancias económicamente interdependientes, tendiendo a incrementarse -en consecuencia- determinadas demostraciones circunscritas a la peculiaridad emergente de los espacios locales.

De manera que “culturalmente somos más globales, utilizamos consumos más internacionales, tenemos situaciones de uniformidad” aunque, al mismo tiempo, actuamos de forma más particularista en el terreno político, lo cual propende a generar eclosiones sociales producidas por la aparición de “localismos y nacionalismos agresivos” [30]. De allí los problemas de “escala de las políticas públicas”, emanados de la “indeterminación de los espacios geográficos y sociales donde se aplica la política real. El Estado tiende a perder fuerza y surgen los elementos locales para actuar, muchas veces, como elementos empresarializadores del propio tejido local”, a través de las gestiones municipales de los ayuntamientos, tal como -por ejemplo- se manifiesta bajo la figura del alcalde-empresario en algunas ciudades francesas.               


[1] HABERMAS, Jürgen (1993): "El discurso filosófico de la modernidad"; Madrid, Taurus.

[2] OFFE, Claus (1985): “La implosión de la categoría trabajo”; en Le travail comme catégorie de la sociologie, “Les Temps Modernes” N° 466

[3] HABERMAS, J. (1982): "Ensayos Políticos"; Madrid, Tecnos.

[4] SUE, Roger (1994): Temps et ordre social; París, PUF, pág. 29 

[5] MARÉCHAL, Jean Paul (1995): Revolution informationnelle et mutation du travail; París, “Esprit”, pág. 54

[6] GORZ, André (1992): "La declinante relevancia del trabajo y el auge de los valores posteconómicos"; Madrid, revista “El socialismo del futuro”, N° 92, pág. 25.

[7] CASTILLO, Juan José (1998): "A la búsqueda del trabajo perdido"; Madrid, Tecnos, pág. 21

[8] LIPIETZ, Alain (1995): "El mundo del postfordismo"; Madrid, revista “Utopías” N° 166, págs. 11 a 47

[9] LINHART, Danièle (1990/1994): revista “Sociología del Trabajo” N° 11 (1990/91) y Nº 21 

 [10] GORZ, A., ob. cit., pág. 26)

[11] Ídem, págs. 26-27

[12] Ídem, pág. 27

[13] Ibidem

[14] BRUHNES, Bernard (1994): Sept pistes pour l’emploi [París, “Études”] y L’Europe de emploi, ou comment font les autres [Organisation]. 

[15] CALVEZ, Jean-Ives (1999): "Necesidad del trabajo ¿Desaparición o redefinición de un valor?"; Buenos Aires, Losada, pág. 17 

[16] MARÉCHAL, J., ob. cit., pág. 73. MOTHÉ, Daniel (1995): Raréfaction du travail el mutation des mentalités, “Esprit”.

[17] GORZ, A., ob. cit., pág. 27

[18] Ídem, pág. 28

[19] CASTELLS, Manuel (1999): Globalización, tecnología, trabajo, empleo y empresa; en Castells, M. y Esping-Andersen, G., Castells, Manuel y Esping-Andersen, Gösta, “La transformación del trabajo”, Barcelona, La Factoría Cultural, págs. 25-26

[20] CASTELLS, M., ídem

[21] ESPING-ANDERSEN, Gösta: "El futuro del Estado de Bienestar"; en Castells, M. y Esping-Andersen, G., ob. cit.  

[22] Ídem

[23] Ídem           

[24]  ALONSO, Luis Enrique (1999): "Trabajo y ciudadanía. Estudios sobre la crisis de la sociedad salarial"; Madrid, Trotta.

[25] Ídem 

[26] Ídem            

[27] Ídem  

[28] Ídem             

[29] CASTEL, Robert (1997): "Metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado"; Bs. As., Paidós. 

[30] ALONSO, L. E., ob. cit., págs. 125-126

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