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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EL "CONTRATO SOCIAL" Y LA SALIDA DE LA CRISIS ARGENTINA DE 2001/2002 - Juan Labiaguerre

           La función política intermediadora, junto a la estrategia comunicacional, requieren del componente mediático, el cual conlleva contar con un dispositivo institucional y tecnológico, que posibilita exponer públicamente los polisémicos contenidos, cuestiones y problemas que caracterizan la convivencia colectiva [Ferry]. La actual resonancia, inédita, de la redificación informática en la generación y emisión de múltiples e ilimitados discursos es proclive a ampliar el margen de intersticios entre los espacios “público físico, digital y virtual”. A partir de textos, expresión de personas y grupos de ellas, escalas y procedimientos técnicos, conectados en forma mutua internacionalmente, se considera al poder estatal en cuanto factor referente de cara a las eventuales participación y movilización ciudadanas, mediante la interpelación a las entidades institucionales que ejercen la representación popular.

            La interacción de las “estructuras de oportunidad política” provoca que el entramado representativo se desarrolle, en lo fundamental, en los territorios de cada país, aunque por lo general presenta también aristas correspondientes a planos transnacionalizados [Sikkink]. En la medida en que lo instituido nunca llega a estar del todo establecido [Lefort], en el devenir político-histórico sobrevienen coyunturas y periodos dotados de cierta estabilidad, pero también sucesos aleatorios contingentes; en este último sentido suelen emerger actores individuales y colectivos conformados “en el mismo acto de la presentación y de la representación, y otros que dan voz a quienes no la tienen y toman esas demandas” [Berdondini].

            Puede plantearse críticamente la eventual coherencia lógica de la elaboración constructivista rousseauniana clásica, ya que la misma conjugaría tres factores basados en la normatividad sociopolítica, esto es “el hombre natural, el hombre civilizado y el contrato social” [Carracedo]. El primer constructo procuraba reconfigurar la conformación primigenia de la humanidad, en el marco del “estado de naturaleza, teniendo en cuenta las certezas férreas del ginebrino, bajo la incidencia del pensamiento iluminista más radical surgido durante el proceso de la Revolución Francesa. Esta concepción concebía a las personas en términos de sus inmanentes racionalidad, libertad, igualdad y fraternidad.

            En el devenir del estadio natural, no obstante lo expuesto, el ser humano obedecía a la hipotética vigencia de un par de valores de carácter pre-racionalista: “el amor-de-sí o autoconservación y el de piedad o compasión; en la obra de Rousseau “Discurso sobre la desigualdad”, el autor señaló que, de la sola combinación de estos dos principios, sin necesidad de apelar al de la sociabilidad, se derivan todas las reglas del derecho natural. Asimismo, agregó de manera ambigua que “reglas que la razón se verá forzada a restablecer sobre otros fundamentos, cuando por sus desarrollos sucesivos llegue a sofocar la naturaleza”.

           Sin embargo, dicha supuesta instancia ideal, que no existe, ni existirá ni quizá haya existido jamás, resultaría deficiente, al dispensar una especie de “felicidad estúpida”, por lo cual la humanidad se habría encontrado obligado, debido a su “perfectibilidad innata” -premisa típica de la Ilustración- al tránsito hacia el estado social, pasaje empujado por determinada coyuntura propicia, y factible siguiendo un par de alternativas, a saber:

            El “antimodelo del hombre civilizado” [Torres del Moral] respondería a un contractualismo socialmente “abusivo”, el cual propende de algún a la legitimación de un ordenamiento inequitativo y desigualitario de la sociedad, y de sus consecuentes derivaciones. Éstas engarzan con los mecanismos opresivos del poder institucional, abordados con cierta ironía por el enfoque rousseauniano en el propio “Contrato”, en la Économie politique, y también en el “segundo Discurso”. Tal perspectiva aborda críticamente los efectos de la falta de un “contrato normativo auténtico” [Carracedo].

            En cambio, a través del modelo positivo de contrato social, el autor estipula detalladamente los “principios de derecho político”, tendiente a la regulación del funcionamiento y de las interrelaciones humanas en la sociedad civil, con el propósito de preservar -al mismo tiempo-,  los caracteres libertarios e igualitarios de la coexistencia colectiva. A partir de un prisma que puede considerarse histórico y realista el tratamiento teórico expuesto por Rousseau es cuestionado por su inconsistencia; no obstante, si se lo aborda desde la articulación conjugada del trío “constructos normativos” mencionados, podría estimárselo en su perfil coherente, pese a sus aristas complejas o ambiguas.

            Dicho autor, que experimentó la vivencia de su propio desclasamiento social, manifestaba una sensibilidad notoria ante el impacto de la inequidad vigente en su época: aunque falleció hacia mediados de 1778, once años antes de la “toma de la Bastilla”, puso en tela de juicio la realidad desigualitaria que lo rodeaba, y de allí su identificación, además potenciada, con los postulados revolucionarios insignes del pensamiento iluminista francés dieciochesco, encarnados en la bandera de “Libertad, Igualdad, y Fraternidad”.

          Es preciso apuntar que, durante el periodo secular de las luces, o ilustrado, la fuerza hipotéticamente emancipadora era asignada a un factor propio de la “naturaleza”, por lo cual el punto de partida se asentaba, modelísticamente, en los seres humanos naturales, “verdaderamente originales”. Pero Rousseau, a continuación, coteja tal modelo con una elaboración conceptual suplementaria, alusiva al hombre civilizado, el cual constituye lo opuesto a la representación anterior; “sólo le resta, pues, presentar un nuevo constructo normativo, el del contrato social, para establecer, ahora de modo directo y positivo, las condiciones de legitimidad de la asociación civil y política” [Carracedo].

            Dentro del paradigma ideal de la democracia republicana, se expresan formas representativas supuestamente pluralistas, junto a actores políticos y mediáticos, ciudadanos, opinión pública, y sufragantes, fluctuantes en su reconfiguración periódica, de acuerdo con problemáticas e instancias institucionales coyunturales. Ello implica el análisis de posturas ideológicas, de la validez en la atribución de derechos públicos y privados, acompañadas de significantes diversos en aras de la interpelación, convocatoria y movilización participante de la “masa electoral”.

            Cuando se hace hincapié en la condición contingente del campo político, debe estimarse la co-presencia heterogénea de sectores, agentes intermediadores, dirigentes, marcos identitarios, actores de variada índole, conveniencias, intereses y eventuales legitimidades encontradas, magma complejo que tiende a condicionar, a la par que relativizar, las proporciones numéricas de ciudadanos, sobre todo los votantes, si se pretende la comprensión de la divergencia en los posicionamientos “partidarios”.

          En sus procederes y dinámica, el sistema democrático representativo pueden distinguirse modalidades de la dimensión soberana y de la génesis de la legitimación del dominio político, consensuado de alguna manera por la ciudadanía, es decir aceptando una forma de autoridad determinada. Dentro de los gobiernos instituidos por vía del sufragio, con legislaciones promulgadas legalmente, según lo dictado por las Constituciones respectivas, prevalecen los acuerdos institucionales, realizados por los actores convencionales en la representatividad electoral.

            Los sectores de procedencia no-electiva, informales desde el punto de vista institucional, expresan una coalición que comparte la defensa de intereses y el reclamo por el reconocimiento de ciertos derechos de diferentes clases, en un contexto participativo y movilizante. Estas asociaciones, dotadas de diferentes grados de organicidad, no tienen el objetivo de ejercer el gobierno a futuro, sino que ponen de manifiesto y demandan las injusticias e inequidades de distinto tipo que experimentan distintos colectivos, entre ellas -sobre todo- las socioeconómicas. Su accionar reivindicatorio incluye las movilizaciones, actos y manifestaciones en las vías públicas, la presentación de denuncias ante organismos nacionales y supranacionales, la difusión mediática, la petición a los tres poderes estatales, etcétera.

            En referencia a los “grupos de presión” aludidos, se indicó que “con una construcción de públicos, opiniones, voces y ciudadanías cuya espacialidad y temporalidad desborda al territorio nacional, al Estado y las dimensiones electorales, las escalas supranacionales y las contiendas políticas nacionales no están escindidas. Pero el marco nacional es central en relación con las instituciones y los actores representativos en términos de la definición y tematización que realizan, si le dan curso, en cómo se canaliza el contenido y la forma de los debates, intereses y conflictos públicos. Porque allí donde está lo representado en sus representantes, se evidencia mayormente aquello que no está presente, en la medida que, incluso con la instancia electoral como variable de estabilidad que la funda, esta se forja en cada tema en disputa” [Carracedo].

            Teniendo en cuenta el panorama descripto, puede aprehenderse el planteamiento dialéctico rousseauniano naturalización-desnaturalización, tratado destacadamente en el “segundo Discurso” y Èmile, entre otras obras, el cual sostiene que “las mejores instituciones sociales son aquellas que mejor desnaturalizan al hombre”. Este abordaje conceptual concierne, justamente, a un supuesto proceso paralelo de ambas instancias, que conlleva la transición del estadio “natural” de la humanidad hacia la conformación de la “sociedad” propiamente dicha, en simultaneidad con una dinámica “renaturalizadora”, o contractualista en sentido estricto.

            A partir de la implementación del “Contrato Social”, considerando los principios citados propios del previo estadio de naturaleza, es decir “amor a uno mismo y pitié o compassion”,  éstos hipotéticamente se reestablecerían de modo racional fundados en otras bases, correspondientes ahora a la composición  del estado “civilizado”. Tal formación contractual equivaldría, entonces, a la renaturalización de las personas apoyada en pilares distintos a los de la instancia primigenia natural; este “constructo” original, dado su papel normativo genético, “abre la llave” de los dos subsiguientes.

            Ciertamente, se trataría de tres versiones de un único constructo: el de la legitimidad política, lo cual refutaría aquellas apreciaciones acerca de que el enfoque contractualista de Rousseau -únicamente- ejercería un rol cuestionador de la estructura socioeconómica en la época de la Ilustración francesa, sin la construcción de una propuesta concreta y viable [Jouvenel]. Además, aquel criterio coloca en tela de juicio a los autores que aun subrayan que la teoría del ginebrino expone “dos modelos irreconciliables entre sí (hombres o ciudadanos), optando él por el hombre natural” [Shklar].

            De modo que “el contrato social viene a completar, pues, tanto al segundo Discurso como a Èmile (e incluso a La nouvelle Hélo'ise): el primero ofrece sólo una versión en negativo; el segundo es también un constructo normativo sobre la educación natural en sentido preventivo de la niñez y adolescencia (que a veces adopta tonalidades de modelo alternativo, pero que culmina con la inserción en la sociedad civil mediante el proceso contractual); y la tercera obra es otro constructo sobre la vida doméstica, regida, sin embargo, por el principio de publicidad: lo que es público es legítimo. Principio ciertamente revolucionario que tendrá su desarrollo cabal en el modelo de la asamblea pública del Contrato y en la posterior trasposición kantiana como principio trascendental de la política” [Carracedo].

            El sentido de constructo normativo del planteo contractualista rousseauniano resultaría, a grandes trazos, de carácter unívoco, al procurar la justificación de los pre-condicionantes legitimadores de la conformación de la “sociedad política”, en la medida en que ésta no proviene de factores naturales por sí mismos, teniendo en cuenta que surge apoyada sobre ideas convencionales, y el autor intenta conocerlas.  Su perspectiva legitimista induce “cómodamente” al rechazo de las explicaciones acerca de las variables causales de la obligación política fundada en la coerción física, en “la astucia de los poderosos”, o en las supuestas sociabilidad o leyes de la naturaleza; en consecuencia, “si nadie tiene autoridad natural sobre sus semejantes, sólo quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres” [Carracedo].

            Asimismo, cabría interrogarse con respecto a la especie de acuerdo convencional concebido por Rousseau, ya que sus predecesores contractualistas tuvieron la falencia de soslayar el sustrato normativo del hipotético “pacto social”. En tal sentido, el ginebrino alegó la imprescindibilidad del desarrollo de un arte perfeccionado, el cual posibilitase la “unión” de los seres humanos, y no solamente su mera reunión. De esta forma, si únicamente se empieza a ser persona luego de haber sido ciudadano, es indispensable “un arte inconcebible que permita “obligar, sujetar a los hombres para hacerlos libres” [Carracedo].

            Este encuadre teórico contractual responde a un tratamiento “procedimentalista”, ya que las legislaciones solo serían, en sentido estricto, condiciones de la asociación civil; la propia ciudadanía sometida a la ley debiera ser la creadora de la misma, teniendo en cuenta que -exclusivamente- corresponde a quienes se asocian la facultad de imponer los requisitos bajo cuya vigencia desean hacerlo. En tal sentido, el enfoque iusnaturalista resultaría improcedente, en la medida en que, más allá de que cualquier tipo de justicia provendría de Dios”, “si la supiéramos recibir de tan alto no necesitaríamos ni de gobierno ni de leyes”, por lo cual ella, a los efectos de su aceptación colectiva, demanda de manera inexcusable su reciprocidad.

          Al respecto, cunde la necesidad de elaborar e implementar una reglamentación legal de índole convencional, con el propósito de conectar los atributos del derecho a las obligaciones del deber, redirigiendo “la justicia a su objeto”. Como se ha señalado, la legislación en toda circunstancia precedería a la justicia, y su aval deviene de carácter procedimental, “porque es contra natura que uno quiera perjudicarse a sí mismo, y esto no admite excepción”; la misma regla de oro de la moral precisa fundamentación, porque todavía hay que justificar la reciprocidad [Carracedo].

            En cuanto a la problemática compleja de la representación político-democrática, el caso argentino -a comienzos del presente siglo- constituye un ejemplo emblemático: la coyuntura sumamente crítica, acaecida en la transición de los años 2001 a 2002 resultó la mayor disrupción del sistema público-administrativo del país desde la recuperación del régimen democrático -en 1983-, luego de la dictadura cívico-militar. Ello transcurrió mediante el socavamiento institucional, y en un contexto de severo desmadre económico y social, cuando, tras un periodo abreviado de la gestión gubernamental de la “Alianza para la Justicia, el Trabajo y la Educación”, emergió la disconformidad colectiva multiforme, frente al incumplimiento de las propuestas preelectorales de la coalición triunfante en los sufragios de 1999, en aras de la reversión del neoliberalismo impuesto durante la década menemista.

            En la antedicha convocatoria a elecciones generales, el tándem compuesto por Fernando De la Rúa y Carlos “Chacho Álvarez”, candidatos a la primera magistratura por la fusión de la Unión Cívica Radical con el Frente País Solidario, alcanzó más del 48% de los votos emitidos, unos 10 puntos porcentuales por encima de Eduardo Duhalde, en representación del Partido Justicialista. Cabe destacar que, en el transcurso del debate legislativo sobre la reforma laboral, en la gestión aliancista, el Poder Ejecutivo cometió sobornos a senadores nacionales, a fin de lograr la aprobación de esa  legislación, claramente precarizadora de las inserciones en el mercado de trabajo, a través de recursos provenientes de la SIDE (Secretaría de Inteligencia de Estado).

            Los resultados del proceso electoral de “medio término” evidenciaron la presencia de un magma de partidos políticos segmentados, que arrojaron una proporción elevada de sufragios anulados y en blanco, junto a una cantidad sobredimensionada de agrupaciones partidarias que alcanzaron únicamente representación parlamentaria [Escolar et al.] El escándalo de las “coimas” en la cámara alta, que provocó la denuncia, y luego la renuncia, del vicepresidente Álvarez, la maniobra conocida como “corralito” (incautación general de depósitos bancarios), la renuncia de la Rúa, la rotación de cinco presidentes interinos en pocos días, la devaluación monetaria del peso argentino, la pauperización de segmentos extendidos de la sociedad, y el brutal accionar represivo estatal, que generó el asesinato de muchos manifestantes, constituyeron el cocktail explosivo que hizo estallar dramáticamente la crisis [Berdondini].

            La acumulación del conjunto de eventos señalados alcanzó una dimensión inusitada y extendida entre diferentes capas socioeconómicas, alterando las instituciones políticas, la convivencia colectiva cotidiana, y las esferas privada y pública. El repetido lema del reclamo popular, representado en el renombrado “que se vayan todos”, sintetizaba emblemáticamente la disconformidad generalizada ante el sistema representativo, correspondiente al ejercicio de la democracia formal indirecta, lo cual devino en la proliferación de acciones piqueteras, “caceroladas”, y demandas de diverso tipo, en un marco “asambleario” de amplitud inédita. Tales manifestaciones unieron, más allá de la heterogeneidad de sus expresiones concretas, en forma sui generis, los requerimientos de los más variados estratos sociales, incluso varios de ellos con intereses enfrentados recíprocamente, denotando la presencia de actores, cuestiones y significantes notablemente polisémicos.

            Al margen de constituir una eventual y abrupta disrupción de los representados con respecto a sus supuestos representantes políticos [Pousadela], “la pueblada” referida puso al desnudo que el sistema democrático formal indirecto no remite exclusivamente a la mera acción de sufragar periódicamente, aunque la misma resulte esencial. Es preciso estimar su condicionamiento socialmente relacional, dinámico, y de interpelación continua de los votantes que conlleva el vínculo representacional. En tal coyuntura de comienzos de siglo en la Argentina, “ningún tipo de mediaciones ni mediatizaciones bastaba, no había representante que pudiera erigirse en voz autorizada. Esta situación se expandió a la dirigencia y élites en un amplio sentido, involucrando a miembros del poder judicial, representantes del poder económico, gremios y sindicatos, e incluso referentes de los medios de comunicación” [Berdondini].

            Constitucionalmente, frente a la dimisión presidencial, o cualquiera otra circunstancia que imposibilitase la continuidad del ejercicio de la primera magistratura, debe asumir el vicepresidente, asimismo a la cabeza del Senado Nacional. A partir de las renuncias de De la Rúa, y la previa de Álvarez, debió ser investido Ramón Puerta (presidente provisional del Senado, perteneciente al Partido Justicialista), quien juró el cargo el 20-12-01); este funcionario reunió oficialmente a la Asamblea Legislativa y, mediando un consenso de los gobernadores, devino electo Adolfo Rodríguez Saá (tres días después). El último presidente del Poder Ejecutivo designado anunció el “no pago de la deuda externa”, aunque presentó inmediatamente su renuncia a la investidura, de acuerdo a sus propias declaraciones, debido a no contar con aval político, el 30-12-01; luego de un lapso brevísimo de asunción formal de la presidencia por parte de Eduardo Camaño, en la cumbre de la Cámara de Diputados, que abarcó las fiestas de fin de año, la nueva convocatoria  a la Asamblea Legislativa arrojó la elección de Eduardo Duhalde, el primer día hábil del año 2002.

            El Poder Legislativo se encontraba en el núcleo del torbellino, puesto en tela de juicio en forma masiva, sobre todo desde la denuncia sobre la corrupción de la “ley laboral Banelco” en la cámara alta; no obstante, pudo con esfuerzo sortear la grave instancia crítica que atravesaba, desde el punto de vista institucional, a través de la Asamblea, a fin de designar al último presidente interino mencionado, quien gobernó hasta el 25-03-2003, cuando asumió la primera investidura Néstor Kirchner. De este modo, “la no ruptura del régimen constitucional democrático fue el primer haber de este divorcio representativo. Sin embargo, la disrupción era tal que la clase política no podía representar, agregar demandas, caminar en la calle o hablar con la gente. La dislocación de la esfera público-política denotó dinámicas, sentires, experiencias, problemas y actores de los cuales el sistema representativo se había desentendido, esos mismos que movilizados daban sentido a las calles y a la vida colectiva, desacoplados de las instituciones del orden político” [Berdondini].

            Al cuestionar el carácter de representación formal del sistema político vigente [Iazzetta], bajo la inclusión de los variados ámbitos y sectores económicos informales [Quiroga], se intensificaron las iniciativas participativas, movilizaciones espontáneas, y creatividad de la sociedad civil, mediante la realización de asambleas barriales, clubes de trueque, fábricas recuperadas, piquetes, marchas callejeras, etcétera. Por vía de reconversiones profundas en las instituciones “representativas”, el fenómeno de la “autorrepresentación” adquirió sentidos de veto y negatividad [Cheresky], aunque además de índole propositiva, reclamando ser atendidos en sus múltiples demandas.

            En el marco del derrotero descripto, en simultaneidad con la construcción contingente de identificaciones “políticas” aleatorias y/o coyunturales, la población -en general- prosiguió actuando bajo el contexto institucional formal de la democracia indirecta, mientras que algunos dirigentes políticos encumbrados reconocieron la gravedad de la “crisis orgánica”, al continuar operando sin desbordar los lindes de la esfera constitucional. Apremiaba por entonces la resurrección de la actividad auténticamente “política”, desgajándola de la fuerte incidencia de la narrativa mercadotécnica propia de los dictados económico-financieros de la “globalización” en boga [Rinesi].

            Por medio del seguimiento de las normativas republicanas legales, al mismo tiempo que aceptando, ante la falta de otra opción racional, las modalidades emergentes de movilización participativa ciudadana en la sociedad civil, devino una reelaboración de los papeles de los distintos actores del proceso, de cara a la recomposición ineludible de la praxis de la genuina representación institucional de los “gobernados”. El Poder Legislativo, en términos de la manifestación de los acontecimientos acaecidos en el entorno público-administrativo, mutó las problemáticas anteriormente tratadas, así como también sus procederes habituales, con el objetivo de reubicarse en cuanto campo de salvaguarda de las instituciones legítimamente democráticas.

            Retomando el planteamiento contractualista rousseauniano cabe consignar que, en la obra Emile, se expresa una especie de “dialéctica” entre el elemento consciente y el pensamiento racional, la cual despeja el significado de la posición constructivista del ginebrino, a partir de una perspectiva semejante a la adoptada -verbigracia- por Dworkin y Rawls. El plano de la conciencia conformaría el orientador genuino del comportamiento humano, dada su situación primordial a través de cuya manifestación cristalizaría el “estadio natural” de las personas, en la medida en que hasta el conjunto del accionar histórico corrupto universal no refutaría las premisas inherentes de justicia y virtud, radicadas en el factor consciente.

            El autor clásico de “Contrato social” recurre, según el criterio antedicho, a su elaboración teórica sobre el estado de naturaleza de la humanidad, al enfocarse en la visión acerca de que “el impulso de la conciencia nace del sistema moral formado por esa doble relación a sí mismo y a sus semejantes” [Èmile]. De allí que aquélla constituya, siguiendo a Rousseau, “la guía de la razón” y, además, de carecer -hipotéticamente- de ese sustrato consciente, la mente de los sujetos resultará un entendimiento sin regla y una razón sin principio.

          Sin embargo, es preciso “reconocer y seguir” a la conciencia por vía deliberativa fundada en la reflexión. Previamente, el pensador de marras había desarrollado conceptualmente la noción de “equilibrio conciencia-razón”, ya que únicamente el raciocinio permitiría aprehender el bien y el mal. El atributo consciente que determina a los seres humanos a “amar a algunos y odiar a otros”, más allá de la autonomía con respecto a la razón, no podría desarrollarse sin la existencia de ésta; asimismo, “por la sola razón, independientemente de la conciencia, no puede establecerse ninguna ley natural” [Carrcedo].

            El constructo deliberativo, como especie conceptual idealizada en el pensamiento rousseauniano, correspondería al ámbito concreto de las “asambleas públicas”, estipulado, entonces, el modelo teórico contractual en tanto génesis normativa, el planteo procedimental dictaminaría que debiera seleccionarse un modo asociativo adecuado,  dotado de la mayor fuerza compartida posible, propulsor de la protección de las personas y “los bienes de cada asociado, y por la que cada uno, al unirse a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. Al respecto, el ginebrino subrayó que las cláusulas de este contrato están determinadas de tal modo por la naturaleza del acto, que la menor modificación lo hace vano y de efecto nulo, y ello independientemente de que dichas disposiciones “quizás no hayan sido enunciadas formalmente jamás, son siempre y en todas partes las mismas, tácitamente admitidas y reconocidas” [Carracedo].

            En consecuencia, la estimación de las puntualizaciones precedentes posibilita la reinterpretación del postulado, relativamente ambiguo y/o confuso, acerca de que “cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su capacidad bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo cada miembro como parte indivisible    del todo”. Este principio, en sí mismo, puede asimilarse a una creencia de orden teológico, en mayor medida que a una propuesta contractualista sobre la institucionalidad sociopolítica en una legitimidad racional; tal sesgo respondería al intento de atribuir al pacto fundacional un contenido cuasi-divino.

            Sin embargo, el “tufillo” a organicismo corporatista, proclive a una visión rayana en una perspectiva absolutista, resulta engañoso si se analiza el principio mencionado desde un punto de vista superficial, principalmente al soslayarse una diferenciación elemental dual, preanunciada en el texto rousseauniano Économie politique. Se trata del binomio “soberanía/gobierno”, y “voluntades general-particular”, respectivamente: El primer término del dueto refiere a la seguridad de que el poder soberano reside bajo cualquier circunstancia en la instancia asamblearia de los miembros asociados, los cuales “delegarán por ley el poder ejecutivo en alguno o algunos de ellos” [Carracedo].

            El enunciado antedicho evitaría el riesgo político-institucional de caer en un régimen dictatorial, y esta garantía devendría asimismo de tipo procedimentalista, pues el “Soberano” únicamente se halla integrado por individuos, y por lo tanto no tiene, ni puede tener, un interés contrario al suyo. La auténtica traba conceptual que presenta esta versión contractualista “republicana” reside, por otra parte, en la conjugación armoniosa de las conveniencias divergentes de los sujetos y grupos que conforman la sociedad, cuestión que conduce a Rousseau a dilucidarla a través del desarrollo de la idea de voluntad general o razón pública, noción también cercana a cierta proclividad hacia un sistema totalitario. Esa propensión negativa, que denota una estimable evidencia, no conllevaría de manera ineludible un carácter sustancial absolutista, mientras que el propio autor explicitó un conjunto de dispositivos con el propósito de contrarrestar la eventual tendencia al totalitarismo, a pesar de que privilegió el análisis de los medios de elusión con respecto a una probable “mera compaginación liberal de los intereses particulares en el Estado” [Carracedo].

            A partir de la prevención antedicha, el contrato rousseauniano sugiere otra diferenciación teórica, esta vez de la “voluntad general”, la cual remite de modo unívoco al interés público, con relación a la “voluntad de todos”, eventual reflejo meros intereses individuales. Implícitamente en tal concepción subyace la divergencia entre el enfoque negativo de la libertad, cuestionador de la imposición tiránica “de la mayoría”, y la visión positivamente idealista de aquel valor, interpretado en términos de una especie de “autodeterminación” fundada en la racionalidad. Esta última perspectiva, partiendo histórica y filosóficamente desde la versión platónica hasta la volcada en el pensamiento hegeliano, tiende a visualizar los riesgos que implicaría la vigencia de un Estado justo, o “la concepción de la política como pedagogía” [Carracedo].

            Sería conveniente puntualizar claramente, mediante el análisis de estipulaciones reglamentarias reales, la construcción teórico-normativista de Rousseau, evitando caer en sesgos axiomáticos con respecto a su elaboración conceptual. En ese sentido, el “Estado soberano” responde a los designios de la voluntad general, teniendo en cuenta que únicamente la misma tendría la facultad de conducir los poderes estatales, según el hipotético propósito gubernamental, consistente en la concreción del “bien común”.

            La condición de soberanía radica en su indivisibilidad e inalienabilidad, pues la voluntad es irrepresentable; la “voluntad general” no puede errar en la asamblea pública si el pueblo delibera suficientemente informado y se evita la formación de grupos partidistas en su seno. La difusión de los actos deliberativos garantizaría formalmente la expresión de aquella voluntad: desde el punto de vista procedimental, la acotación del “poder soberano” es establecida a través de la propia fórmula sociopolítica contractual. La asamblea pública, exclusivamente, detenta los atributos de legislar en forma autónoma y soberana, evaluando las proposiciones de legisladores y/o especialistas en la materia correspondiente. Sin embargo, las leyes no resultan dictaminadas abstractamente, sino “en concreto”, mientras que la función del poder legislativo apunta al resguardo de la libertad y la igualdad.

            Por otro lado, la Soberanía depositada en la asamblea pública se encontraría inhabilitada en cuanto al ejercicio  de las potestades del poder ejecutivo; asimismo, la institucionalidad gubernamental obedece a una legislación, y no a una disposición contractual, aunque el Soberano detenta la atribución permanente de supervisación del gobierno. La “voluntad general” es puesta de manifiesto, regularmente, por vía de la decisión electoral de la mayoría.

          El consenso unánime solamente es requerido con el objetivo de instrumentar el “pacto social”, mientras que utilizarlo en el conjunto de otras cuestiones levantaría “sospechas”; además, el sistema democrático mantiene la exclusividad en términos de su legitimidad político-institucional pese a que, a pesar de ello, los distintos regímenes gubernamentales remitirían a los rasgos peculiares de sus respectivas formaciones estatales (de cualquier manera, “todo gobierno legítimo es republicano”). Finalmente, se establece que la religión civil sanciona y refuerza el contrato social y la censura previene su corrupción, normativa proclive a adjudicar al planteamiento rousseauniano cierta afinidad rayana en la inclinación hacia el totalitarismo, aunque referiría a un ítem “residual”, y desdeñable, del abordaje teórico sobre el Estado justo, en última instancia afirmado nítidamente en un criterio liminar legitimista.

            Ya bien entrado el siglo XXI, determinadas y diversas problemáticas latinoamericanas esenciales son reconsideradas, a partir de algunos movimientos, o partidos, políticos, y de posicionamientos ideológicos correspondientes, que colocan en tela de juicio el paradigma, aun en nuestros días predominante, de vinculación de la sociedad civil y del mercado con respecto papel de la institución estatal, propio del tardoliberalismo del nuevo milenio. Al margen del retorno de las polémicas acerca del significado auténtico de las expresiones “progresistas, populares, populistas, refundacionales o de giro a la izquierda, con sus diferencias, el denominador común fue una revalorización de la política y del Estado” [Berdondini].

            La discusión alrededor del verdadero sentido semántico de los términos precitados fue retomada a partir del aporte de Laclau[1], autor que asignó una valoración favorable al vocablo populismo, distanciada crucialmente de la connotación despreciativa, extendida a escala internacional. A través de innumerables gradualidades, que abarcan desde la denostación hasta su reivindicación positiva, la utilización polisémica de dicha expresión es aplicada para vituperar o ensalzar, en sus extremos, a los movimientos, partidos, y coaliciones políticas, o gobiernos, a los cuales les endilgan tal calificación o mote.

          Esta polémica devino acentuada en América Latina, en el marco del auge transitorio o provisional de un puñado de gestiones presidenciales democráticas llevadas a cabo, con ciertos altibajos, en el transcurso la primera década y media del presente siglo. Al respecto, los liderazgos -sobre todo- de Chávez (Venezuela), Morales (Bolivia), Kirchner (Argentina), Lula (Brasil), y Correa (Ecuador), atizaron la brasa del debate “politológico”, que desnudaba fundamentalmente la preocupación y la inquietud del neoliberalismo “globalizado”, ante el surgimiento y evolución de modelos estatales enfrentados al Consenso de Washington.

            Las Administraciones Públicas indicadas, actualmente en retroceso -con la excepción del caso boliviano-, adoptaron medidas político-económicas reguladoras del “funcionamiento libre del mercado”, que apuntaban a una redistribución progresiva de bienes e ingresos de la población; ampliaron derechos populares de diversa índole, incluso referidos a minorías hasta entonces marginadas; intensificaron -numéricamente y en calidad- coberturas de los planes sociales destinados a los sectores más desposeídos y vulnerables; levantaron la bandera de memoria, verdad y justicia, frente a los delitos de lesa humanidad cometidos por las dictaduras cívico-militares; etcétera.

            Durante ese breve lapso histórico que abarcó cerca de tres lustros, la imagen institucional del ejercicio operativo de la política, luego de la grave “crisis orgánica” de 2001/2002, fue recompuesta merced a los sucesivos gobiernos de Néstor Kirchner (2003/2007) y Cristina Fernández (2007/2015), legitimados tres veces en las urnas por medio de elecciones generales cuatrianuales. Las reconversiones de la representatividad democrática dieron pábulo a la emergencia de patrones novedosos de reconstrucción de la movilización participativa colectiva.

            En el contexto sin duda progresista de tales presidencias, devino configurada la conformación “bipartidista” del Justicialismo con la Unión Cívica Radical, que mutó hacia un polipartidismo segmentado; este fenómeno sobrepasa  los componentes identitarios convencionales, a partir de prácticas con organizaciones que presentan una mayor elasticidad, desglosadas en agrupaciones políticas alternativas. El Frente para la Victoria kirchnerista, así como también el Partido Propuesta Republicana (PRO), mediante el ascenso electoral de la presidencia de la “macrista” alianza Cambiemos a fines de 2015, surgieron y se desarrollaron en la coyuntura postcrisis de inicios del milenio, localizándose territorialmente por medio de las siglas tradicionales históricas, PJ y UCR, respectivamente [Berdondini].

 

CITAS Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

 

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