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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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CONDICIÓN “NATURAL” DOMÉSTICA DEL QUEHACER PRODUCTIVO COMUNITARIO - Juan Labiaguerre

Se han reseñado distintas formaciones históricas en las cuales la propiedad de la tierra y la actividad agrícola conformaban la base del ordenamiento económico-social, en las que el fin económico consiste meramente en la producción de valores de uso y la reproducción del individuo subyace en ciertas relaciones establecidas con la comunidad de la que forma parte, caracterizadas esencialmente por constituir el hombre -en sí mismo- el fundamento de la integración comunitaria.

Consideradas dichas formas globalmente, existe apropiación de la condición natural del trabajo, no mediante la misma labor productiva sino como supuesto de ella, es decir que la persona se comporta, respecto del conjunto de condiciones objetivas inherentes al trabajo, simplemente como si se tratase de algo propio, considerando a aquellas en tanto componentes naturales inorgánicos de su misma subjetividad. En ese sentido, desde una perspectiva no marxista, Polanyi sostiene que “si la reciprocidad, la redistribución o la administración doméstica pueden existir en una sociedad sin que ello signifique adquirir un papel predominante, también el principio del trueque puede ocupar un lugar subalterno en una sociedad en la que priman otros principios” [1].

No obstante, la descrita actitud con relación a la tierra, considerada en términos de posesión del individuo que trabaja, se encuentra asimismo mediada por la existencia natural, gradualmente desarrollada -y reconvertida- en el devenir histórico, del ser humano “individual” asimilado a su condición de miembro comunitario, el cual -por consiguiente- en ningún caso puede manifestarse puntualmente bajo la forma de mero trabajador libre. Marx añade que, si las condiciones objetivas del trabajo conllevan su pertenencia, también el trabajador es subsumido en tanto integrante de la comunidad, mediante la que se trasluce su misma relación con el suelo. Al respecto, las diferentes formas de comportamiento de los miembros de la comunidad en referencia a la tierra, o al suelo de la tribu, se encuentran relativamente afectadas por las condiciones económicas, de acuerdo con las cuales el miembro comunitario actúa sobre la tierra como si fuera realmente propietario de ella, apropiándose los frutos de la misma mediante el trabajo [2].       

Durkheim, por su lado, enfatizó el rol imprescindible ejercido por los grupos profesionales vinculado a la organización comunitaria en diferentes sociedades históricas, para recalar en la situación anómica, que afecta las esferas jurídica y moral, característica de la actividad económico-productiva extendida a partir del progreso industrial, logrado por ciertas naciones europeas durante el siglo XIX. Este tipo de anomia aludía a la carencia de una reglamentación adecuada que provocaba la recurrencia de conflictos sociales, manifiestos o latentes, los cuales remitían a un virtual “estado de guerra” entre los diferentes sectores en que se había dividido la comunidad [3].

Según este enfoque la vida colectiva proviene de dos fuentes, la semejanza entre las conciencias particulares y la división social del trabajo; el ser humano, considerado a partir de un aislamiento hipotético, se socializa debido a que -no teniendo realmente individualidad propia- “se confunde en el seno de un mismo tipo colectivo” pero, aunque se diferencie  al portar una fisonomía y ejercer una actividad particular que lo distingue del resto, depende de los demás y de la colectividad resultante de la unión interpersonal.

La semejanza de conciencias proveería entonces la factibilidad del establecimiento de reglamentaciones jurídicas que, bajo la amenaza latente de aplicación de medidas represivas, imponen la uniformidad de creencias y prácticas; por otra parte, el citado autor resalta que cuanto más pronunciada es la convivencia comunitaria, tanto más se mezcla con la vida religiosa y el funcionamiento institucional del sistema económico se aproxima a formas sociales comunizantes [4].

Respecto de la articulación entre propiedad y comunidad en etapas históricas primitivas, Marx señalaba que el concepto de propiedad en principio refleja la actitud humana relacionada con sus condiciones naturales de producción en cuanto posesión personal, pertenecientes al individuo y presupuestas junto con su propia existencia, premisa de orden natural acerca de sí mismo, teniendo en cuenta que sólo representan “la prolongación de su cuerpo”. Ser propietario entonces, bajo esta interpretación del término, equivale a la inserción en determinada entidad comunitaria -en principio, la organización tribal- al detentar el individuo en el seno de esta una determinada existencia subjetiva-objetiva.

Además, a través del comportamiento de la comunidad frente a la explotación de la tierra y de la actitud del trabajador ante ella -de acuerdo con la condición originaria mediante la que se desenvolvió la producción-, se ven afectados los valores compartidos relativos a presupuestos correspondientes a la individualidad humana y a los modos de existencia de ésta [5].  

Realizando una abstracción histórica, Durkheim diseñó teóricamente una especie o tipo de cohesión social “máxima” factible en una colectividad, apuntando a los lazos comunitarios vigentes en agrupamientos primitivos, en los cuales la causa de la integración social radicaba en cierta concordancia del conjunto conformado por las conciencias particulares, con relación a la vigencia de determinado tipo psíquico común de la sociedad. Ello obedecía a que no solamente todos los componentes individuales del todo colectivo se hallan mutuamente atraídos en la medida en que presentan semejanzas entre ellos, sino que también se conectan estrechamente a aquel factor que representa la condición de existencia de la colectividad, es decir a la “asociación comunitaria” construida a través de su reunión.

El citado autor señala que en las sociedades inferiores la personalidad individual ocupa un espacio insignificante, no debido a su compresión o a que haya sido rechazada artificialmente, tal como sugería el concepto de sociedad militar elaborado por Spencer, sino sólo teniendo en cuenta que en esa etapa histórica, lisa y llanamente, la figura del individualismo no denotaba ningún significado sustantivo. De acuerdo a su entorno específico, la solidaridad mecánica remite a la existencia de una forma segmentaria de configuración comunitaria, concretamente a cierta estructura singular que posibilita al cuerpo social rodear estrechamente a las personalidades particulares, sujetándolas firmemente a su medio doméstico y, por consiguiente, a las tradiciones compartidas intergeneracionalmente y, al operar en el sentido de una limitación del horizonte social, contribuye asimismo también a hacerlo más “concreto y definido” [6].

La concepción marxiana, tal como se explicitó anteriormente, sostiene que “las condiciones originarias de la producción aparecen como presupuestos naturales de existencia del productor, respecto de los cuales él se comporta como un cuerpo inorgánico que le pertenece”; de esta manera se alude entonces a ciertas condiciones combinadas de naturaleza subjetiva y objetiva. Por lo tanto, el productor constituye un elemento preexistente en cuanto parte de una comunidad tribal o grupo doméstico y, como tal, se vincula concretamente a la naturaleza que lo rodea -por caso, la tierra- en términos de existencia inorgánica de sí mismo, es decir condición de su producción y reproducción.

Asimismo, en su calidad de miembro natural del ente comunitario participa de la propiedad colectiva, poseyendo una parte particular, lo cual remite a un derecho ideal al usufructo de la tierra pública y a otro derecho real a la explotación de cierta superficie del suelo; en dicho contexto, la propiedad del productor directo, es decir la conexión con los presupuestos naturales de su producción en tanto pertenecientes a él, es decir “como suyos”, implica su integración corporativa a la comunidad [7].  

Durkheim concebía la función de una “sociedad constituida” en el sentido de un determinado ejercicio de arbitraje, a través de una especie de ente mediador generado por un proceso consensuado y cuasi-espontáneo, a efectos de lidiar entre los intereses sectoriales enfrentados, asignándole a cada uno de ellos los límites adecuados con miras al objetivo de aseguramiento de la pacificación y la armonía colectivas. Al respecto, las corporaciones medievales habían representado una respuesta funcional ante determinadas necesidades que emergieron en distintos momentos de la historia, teniendo en cuenta que -como instituciones reconocidas- remiten a su precedente antiguo en los inicios de la república romana, debido a que surgen a partir del momento en que existen oficios es decir cuando “la industria deja de ser puramente agrícola”.

El objetivo primordial de los cuerpos de oficio o corporaciones gremiales, según Boissier, consistía en la asociación establecida “por el placer de vivir en comunidad, por encontrar [el trabajador] fuera de su casa distracciones a sus fatigas y a sus tedios, para hacerse una intimidad menos estrecha que la familia, menos extendida que la ciudad, y hacerse así la vida más fácil y agradable” [8]. Debe señalarse que el régimen corporativo medieval proveía una contextualización de índole ética, asentada en la fijación de finalidades religiosas y en la concreción de obras de beneficencia, pero asimismo instituía una reglamentación precisa dirigida a las actividades profesionales y destinada a cada oficio en particular.

El mencionado importante agregado -prácticamente ausente en la Antigüedad- corrobora una especial preocupación por el interés referido a la convivencia normativizada del cuerpo social, es decir a la subordinación de la utilidad privada a la común, remitiendo a un carácter moral afincado en el desarrollo del espíritu de sacrificio y abnegación. Dentro de tal marco comunitario, los reglamentos sobre aprendices y obreros, un difuso “derecho al trabajo” y el control sobre la honestidad del ejercicio profesional, representan algunos ejemplos del tipo de vínculos socioestamentales, característicos de esta forma histórica de articulación del trabajo con la permanencia de lazos interpersonales de índole tradicional.

Ya en el siglo XVI, el Estatuto de los artesanos correspondiente al sistema mercantil inglés -el cual data del año 1563- protegía de algún modo a los trabajadores activos de la época, al tiempo que la Ley de pobres se encontraba dirigida a la atención de los desocupados, con excepción de “viejos y niños”. En este sentido Polanyi señalaba que “por muy ajustado que fuese el baremo de los subsidios era suficiente para asegurar la subsistencia más elemental”, lo cual implicaba un retorno a cierto espíritu reglamentarista, sobreviviente todavía dos centurias después, justamente cuando el mecanismo propio de la revolución industrial requería una amplia libertad de trabajo [9]. 

Levasseur consideraba que -durante el transcurrir del medioevo- el artesano gremial compartía el espacio de labor con su maestro, al realizar sus actividades en la misma tienda, sobre el mismo banco; ambos operarios integraban la misma corporación y llevaban tipos de existencia similares, siendo casi semejantes entre ellos y resultando infrecuentes los conflictos internos en el taller, por lo menos hasta el advenimiento del siglo XV. En este aspecto el trabajador, en cuanto oficial perteneciente al gremio artesanal, compartía en alguna medida el fondo de consumo perteneciente al maestro que, aunque no constituía una propiedad de los oficiales, en el ámbito de la normatividad inmanente del corporativismo, resultaba en la práctica, una posesión común.

Posteriormente, el ámbito gremial deviene esfera poseída exclusivamente por los maestros, consumándose una diferenciación notable entre maestros y oficiales, al conformar éstos un sector apartado. Como consecuencia de ello, los antagonismos crecieron, aunque la instancia corporativa suministraba a los obreros herramientas de defensa frente al eventual accionar arbitrario de sus patrones. No obstante ello, “los oficiales se rebelaban para obtener un salario más fuerte u otro cambio semejante en la condición de trabajo, pero no tenían al patrono como enemigo perpetuo al cual se obedece por la fuerza; la lucha no era eterna, los talleres no contenían dos razas enemigas” [10].

La mayoría de las modalidades premodernas de organización social, siguiendo a Beriain, se encuentran determinadas en principio por relaciones directas interpersonales, en la medida en que el factor del parentesco, la convivencia comunitaria y además, y en un marco más estable, los contactos regulares de intercambio económico se desarrollan conscientemente y de manera frecuente en un contexto de copresencia; la citada forma de integración comunitaria respondería a una cosmovisión específica, anclada en cierta concepción de unidad mítico-ritual del mundo, teniendo en cuenta que “el simbolismo social constitutivo adquiere su sentido específico sólo cuando es dramatizado en el seno de una efervescencia colectiva o protointeracción social fundante; en la movilización solidaria que persigue un  bien simbólico colectivo es donde emerge la conciencia colectiva que articula las relaciones selectivas entre hombre, mundo y Dios, en el seno de una totalidad axiológica indiferenciada” [11].

La solidaridad mecánica, determinada por la existencia de semejanzas entre los individuos que integran un cuerpo social comunitario, remitiría a la presencia de una creencia o de un sentimiento colectivos pasibles de adquirir un elevado grado de incidencia, sobre la base de su manifestación por parte de una misma comunidad de hombres mutuamente interrelacionados. Aquí se alude entonces a la naturaleza grupal de dichas vivencias, dado que al encontrarse internalizadas en el conjunto de las conciencias particulares, “la infracción cometida suscita en todos una misma indignación [porque] los sentimientos que están en juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el mundo, son enérgicos porque son indiscutidos”; las emociones que embargan a una agrupación relativamente numerosa de personas provoca una especie de aglutinamiento coactivo debido a la semejanza y proximidad entre ellas.

La citada concentración material del agregado, generando mayor intimidad en la consustanciación espiritual colectiva, torna más asequibles los movimientos del conjunto, porque los sentimientos individuales tienden a uniformarse, mezclándose unos con otros, y a subsumirse en una “resultante única que le sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido” [12].

El fondo de la cuestión referida a la integración corporativa de los particulares a una comunidad radica en que, siguiendo a Durkheim, cuando al interior de una determinada sociedad -de carácter político- cierto grupo de individuos posee un conjunto de necesidades, actividades, concepciones y afectos compartidos, ausente en el resto de la población, resulta ineludible que experimenten un sentimiento de correspondencia mutua, sobre el fundamento de aquellas semejanzas antedichas. Tal vivencia implica que tiendan a agruparse, estableciendo redes relacionales que configuran gradualmente un colectivo abigarrado, el cual expresa una fisonomía diferenciada dentro del marco general de la sociedad; asimismo, “esta unión con algo que supera al individuo, esta subordinación de los intereses particulares al interés general es la fuente misma de toda actividad moral”. 

Según esta visión de raigambre organicista, el grupo familiar constituye la escuela por antonomasia de devoción y abnegación, representando el núcleo hogareño el ámbito emblemático donde prevalece la moralidad que, genéticamente, es en primera instancia de carácter doméstico;  dicha aseveración responde al hecho radicado en que, más allá de los factores de consanguinidad o parentesco de sangre, la unión se conforma al encontrarse (y reunirse) un grupo social primario ligado mediante una comunidad particularmente estrecha de ideas, sentimientos e intereses, sobre la base de elementos tales como “la vacuidad material, solidaridad de intereses, necesidad de unirse para luchar contra un peligro común”.

La esfera de la influencia corporativa resulta más restringida que la perteneciente al nucleamiento compuesto por la familia, pero en las sociedades industriales la profesión asume un papel creciente en la vida social a medida que se intensifica la división del trabajo. Como resultante de ese proceso, el campo demarcado por las distintas actividades particularizadas tiende cada vez más a encerrarse dentro de las limitaciones configuradas alrededor de ciertas funciones específicas, respecto de las cuales el individuo se encuentra especialmente encargado, y la institución corporativa, en este aspecto, presenta una garantía de continuidad, independientemente del paso de las sucesivas generaciones.

Existen entonces relaciones de afinidad entre las instituciones familiar y corporativa, vinculación demostrada en el caso de las corporaciones romanas, conformadas a partir del modelo de la sociedad doméstica primaria, de las que constituyeron originariamente sólo una forma nueva y ampliada. Dicho lazo de filiación entre el agrupamiento familiar y la asociación profesional justificaría la apreciación acerca de que el ente corporativo -bajo la perspectiva durkheimiana- resulta heredero de la familia. Es decir que, a medida que la sociedad evoluciona históricamente mediante un desarrollo económico industrial, con la consiguiente acentuación de la división social del trabajo, se generan nuevas formas de actividades productivas que superan el contexto tradicional representado por la esfera doméstica. Frente a la concreción de tal cambio, con el fin de evitar una dispersión desorganizada, devino la necesidad de creación de un marco especial y renovado, formándose un grupo secundario de nuevo género, de manera que la corporación reemplazó a la familia en el ejercicio de una función -en principio- referida específicamente a este grupo primario.

La premisa de la administración doméstica radica en la producción para uso y por cuenta propios, desde que la práctica correspondiente a la provisión de los insumos requeridos internamente por el hogar ya constituye un elemento central de la vida y organización económicas en los sistemas agrícolas avanzados, aunque la misma se encuentre apartada de la institución mercantil incentivada lucrativamente. Su modelo prototípico remite a la presencia de un grupo cerrado y, al margen de las diferenciaciones entre los diversos entes que conforman la unidad autárquica, es decir más allá de que se trate de la familia, la aldea o la casa señorial, el principio imprescriptible compartido por el conjunto de estas formas consiste en “producir y almacenar para satisfacer las necesidades de los miembros del grupo” [13]. Esta función admite cierta variedad de aplicaciones, motivadas por la reciprocidad y/o la redistribución, resultando además indiferente respecto de la heterogeneidad de los núcleos institucionales que la corporicen; asimismo, el grado de emergencia de la actividad propia del intercambio mercantil resulta independiente de la prevalencia de una u otra de las motivaciones citadas.   

Debe consignarse que las corporaciones medievales, a partir de su misma evolución histórica original, fueron engendrando el espacio propicio para el desarrollo gradual de la clase burguesa, sector social por otro lado destinado a desempeñar en el futuro un rol destacado en la actividad estatal. Al respecto, cabe agregar que, en la concepción de Levasseur, “la burguesía en el siglo XIII estaba compuesta exclusivamente por gentes de oficio”.

Considerando tal precedente histórico, en el momento en que algunas ciudades se emanciparon del dominio y tutelaje ejercidos por los señores feudales, proceso paralelo a la constitución de las urbes en términos comunales, las corporaciones gremiales -partícipes pioneras en la gestación de este último movimiento- devinieron cimiento fundamental en la construcción de la comuna. De este modo, la organización político-municipal de las ciudades se encontró genéticamente ligada a las modalidades asumidas por la organización social del trabajo.

Dicha entidad institucional comunal, conformada mediante el progresivo agrupamiento de los diferentes cuerpos de oficios artesanales, se tornó a través del transcurrir histórico en la piedra basal de las ciudades-Estado de la era moderna, de manera que en última instancia el modelo corporativo incubó los componentes esenciales del sistema político derivado de la configuración comunal. Durkheim sostiene en ese sentido que, en la medida en que el rol cumplido en el pasado por las corporaciones debió intensificarse proporcionalmente al ritmo del progreso industrial y comercial, un posterior desarrollo evolutivo creciente de la dinámica económica no podría tener como resultado “quitarle toda razón de ser”.   

Desde un punto de vista teórico-sistémico contemporáneo, las distintas esferas sociales se autoconstituyen mediante la cristalización de un sistema a su vez auto-referido, distinguiéndose del entorno delineado al interior de un contexto temporal determinado, razón por la cual en la evolución  de los procesos sociohistóricos sólo se habrían manifestado unos pocos modos de diferenciación, modelo interpretativo que conduce a dicha concepción -de raigambre preponderantemente funcionalista- a legitimar la vigencia de un marco de posibilidades restringidas al respecto. Dentro de éstas, la forma segmentaria equivale a la “igualdad de todo subsistema social con cualquier otro en su entorno interno”, modalidad que remite a las sociedades arcaicas, en las cuales el modo prevaleciente de diferenciación social conlleva una segmentación condicionada por la existencia de principios tales como el de parentesco, edad, sexo, residencia o de combinaciones particulares entre los mismos [14].

Durkheim sostenía que una condición para el logro de cohesión social radica en la presencia de semejanzas fundamentales entre los individuos y debido a ello concibe una solidaridad sui generis basada en dicha homogeneidad, que liga directamente al individuo con la sociedad determinando que las voluntades particulares se movilicen en forma espontánea y de manera uniforme, orientadas hacia la misma dirección. En consecuencia, la solidaridad social deriva de la presencia de un determinado número de estados conscientes comunes, es decir compartidos por el conjunto de integrantes de una colectividad, y la importancia relativa del factor solidario -dentro del proceso de  integración general-  queda supeditado a la dimensión del espectro de la vida social abarcado y reglamentado por la mencionada consciencia común, en la medida en que cuántas más relaciones se encuentren afectadas por ella mayores serán los vínculos generados en torno a la unión del individuo al grupo [15].

Ya en su “Política” Aristóteles diferenciaba entre la administración doméstica, considerada en sentido estricto, y otro tipo de ella, definido acorde a su carácter crematístico, es decir orientada a la obtención de recursos monetarios. Según tal distinción, la actividad productora de bienes de uso, contrastada con aquella promovida por el objetivo del logro de un rendimiento lucrativo en el marco de una economía de cambio, constituye el eje de la administración doméstica propiamente dicha. Sin embargo, la producción de índole accesoria para el mercado no conlleva ineludiblemente la eliminación del perfil autárquico del hogar, teniendo en cuenta que el producto obtenido de la misma resultará -en definitiva- utilizado en el ámbito doméstico en orden a la subsistencia, por lo cual la venta del excedente no erosionaría el fundamento de la economía doméstica [16]. El móvil atado al lucro representaba un componente específico del quehacer productivo condicionado por el predominio del funcionamiento de la esfera mercantil y, por lo tanto, “el factor dinero introducía un elemento nuevo en la situación [pero] no obstante, mientras los mercados y el dinero fuesen simples accesorios para el gobierno de una casa, por otra parte autárquico, el principio de la producción de uso podría seguir actuando”.

Una forma mixta de relativa y gradual compatibilización entre la permanencia de lazos sociales primarios establecidos en torno a un grupo familiar, en sentido extendido, y el proceso diferenciador emergente de la actividad mercantil, se encuentra representada en el ejemplo original brindado por la economía típica del oikos. Esta modalidad se caracterizaba por la carencia de toda distinción entre la economía privada del príncipe y el negocio en sí mismo, dentro de un marco económico signado por la producción accesoria dirigida al mercado. En el citado contexto, el príncipe utiliza mano de obra, políticamente sometida a su dominio personal, a efectos de cubrir sus propias necesidades, aunque además con el objeto de destinar sus productos a la venta: “el comercio y la actividad industrial para el mercado son actividades económicas accesorias de estas grandes unidades domésticas”, careciéndose absolutamente de toda diferenciación entre economía doméstica de tipo consuntivo y economía de carácter lucrativo [13].

El conjunto de sistemas económicos históricamente conocidos, hasta los momentos finales del régimen feudal europeo occidental, se encontraba estructurado alrededor de las premisas referidas a los valores fijados a la reciprocidad, la redistribución, la administración doméstica, o a una combinación articulada entre ellos, los cuales estaban institucionalizados sobre la base de determinada configuración social que ponía en práctica ciertos modelos característicos, tales como los de “simetría, centralidad y autarquía” [14].

 

[1] POLANYI, Karl (1997): La gran transformación. Crítica del liberalismo económico; Madrid, La Piqueta/Endymion, pág. 104

[2] MARX, Karl (1995): Formaciones económicas precapitalistas; México, Siglo XXI, págs. 80 a 82

[3] DURKHEIM, Emile (1995): La división del trabajo social; Madrid, Aikal.

[4] DURKHEIM, E., ibidem, pág. 267

[5] MARX, K., ob. cit., págs. 89-90

[6] DURKHEIM, E., ob. cit., págs. 230 y 355

[7] MARX, K., ob. cit., págs. 86-87

[8] citado por Durkheim, E., ob. cit.

[9] POLANYI, K., ob. cit., págs. 149 y 153 

[10] DURKHEIM, E., ob. cit., págs. 417-418

[11] BERIAIN, Josetxo (1996): La integración en las sociedades modernas; Barcelona, Anthropos, pág. 18

[12] DURKHEIM, E., ob, cit., págs. 116/122

[13] POLANYI, K., ob. cit., pág. 98

[14] LUHMANN, Niklas (1998): Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general; Barcelona, Anthropos.

[15] DURKHEIM. E., ob. cit. págs. 124-125

[16] POLANYI, K., ob. cit., pág. 99

[17] WEBER, Max (1959): Historia Económica General; México, F.C.E., pág. 65

[18] POLANYI. K., ob. cit., pág. 100

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