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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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Implicaciones socioeconómicas y ocupacionales del proceso “globalizador” - Juan Labiaguerre

La emergencia y el desarrollo del proceso denominado globalización, más allá de las múltiples y heterogéneas acepciones sustantivas del término, conlleva un cambio trascendente en la política mundial, al haberse reconvertido sus patrones convencionales de funcionamiento. Éstos, en forma previa al surgimiento de aquel fenómeno iniciado a fines del milenio pasado, giraban en torno al presupuesto acerca de la vigencia de interrelaciones entre Estados hipotéticamente soberanos desde el punto de vista político-institucional, aunque en la mayoría de los países subdesarrollados en el aspecto económico-productivo, lo fueran parcialmente de hecho.

A partir, sobre todo, del derrumbe de la Unión Soviética en la última década del siglo XX, mediante la supuesta aparición de un pensamiento único, sustentado en una errática concepción sobre el “fin de las ideologías”, se erigió un mercado omnímodo, que traspasó casi todas las barreras impuestas por las fronteras nacionales. Ello significó una mutación radical en la ejecución de las políticas estatales, que perdieron gran parte de su autonomía de decisión, dejando el camino llano para la aplicación de medidas económicas, trazadas por entidades u organismos financieros “mundiales”, que tendrían graves y nefastas repercusiones para las sociedades, fundamentalmente entre los segmentos más carenciados de las mismas.

La puesta en práctica de un nuevo “paradigma productivo”, en el ámbito de las relaciones sociolaborales, se vinculó con la aparición de formas inéditas de transnacionalización económica, mediante las cuales el capital dispuso de modalidades alternativas y variables de utilización de mano de obra flexible, dispersa en todo el orbe. De manera que el nacimiento de la “era informática” fue complementado con el surgimiento de una esfera mundializada de inversiones, volátiles y especulativas, de fondos financieros calificados como “golondrinas”.

Operó entonces una compenetración recíproca entre el declive del modelo fordista de organización de las relaciones productivas y la emergencia de un ámbito “global” de movimientos de capitales. Tal coyuntura propició el acceso a la desregulación -y la consiguiente arbitrariedad- en la explotación de la fuerza de trabajo, más allá de los límites divisorios de naciones y continentes. Al margen de la proliferación de la desocupación y del subempleo horario, emergieron múltiples expresiones de inserciones ocupacionales precarizadas o vulnerables, legales o clandestinas, en un contexto ampliado de empleos “informales”.

Es preciso estimar la naturaleza y el grado de la valoración que una sociedad en un momento determinado otorga a un factor nucleador de integración /cohesión/organización/desarrollo social. Nos estamos refiriendo, claro está, al proceso social de legitimación de un valor centralizador que es el trabajo, un proceso que despliega y cumple toda una suerte de funciones (Agulló Tomas, 2001).

Tales funciones presentan rasgos con numerosas componentes psicosociales de índole universal, estructurante, primordial, independiente de las personalidades particulares y preexistentes a los sujetos en su calidad de ciudadanos; además, la inserción ocupacional a través de un empleo salarizado representa “una fuente significativa de bienestar psicosocial para los individuos” (Blanch, 1990).

La reductora, resbaladiza y multiforme (o deforme) noción o descripción de “empleo, y menos aún aquel trabajo doblemente adjetivado como formalmente asalariado, es un impedimento para pensar los trabajos de nuestros días, imperceptibles a una mirada que no se haga ella misma compleja (Castillo, 1998).

Por lo tanto, debe analizarse a fondo detrás de ese deslumbramiento de fuegos de artificio que se fabrica bajo el sello de el “fin de la sociedad del trabajo”, (dando cuenta) de la complejidad de las actuales formas de producir que esconden los lugares donde se crea el valor de las cosas, la riqueza de las personas, de las regiones y de las naciones. Hay que superar la “prégnance” de fórmulas ideológicas, metafóricas, que se han hecho sentido común, es decir, lo que no se discute, sobre lo que sea el trabajo -si al menos se cree que existe- impidiendo una reflexión sobre lo que realmente existe (Castillo, 1998).

El sistema capitalista económicamente regulado, y en el campo político “democrático-representativo”, emergente a escala internacional una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, había experimentado sus gloriosos veinte años hasta las postrimerías de la década de los sesentas del siglo pasado. En esta última coyuntura temporal, surgió una instancia crítica cuando los procesos inflacionarios de los países occidentales se tornaron incontrolables, luego de dicho periodo de apogeo económico.

El crecimiento del Producto Bruto Interno [PBI] resultó desacelerado, colocando en situación de riesgo la permanencia de una considerable morigeración de la conflictividad clasista inherente a las relaciones socioproductivas típicas del régimen de acumulación propio del “mundo libre”, enfrentado por entonces a las dictaduras del socialismo real soviético.

En lo fundamental, las prescripciones aplicadas durante el auge de los Estados del Bienestar consistieron en que los trabajadores aceptarían “la economía de mercado y la propiedad privada a cambio de la democracia política, la cual garantizaba protección social y una mejora constante del nivel de vida” (Streeck, 2012). La evolución material, prácticamente ininterrumpida en el transcurso del lapso mencionado, coadyuvó al asentamiento del ideario acerca de que el progreso socioeconómico era un derecho inherente a la ciudadanía democrática.

Tal concepción cristalizaba en un marco reivindicativo concreto interpretado en cuanto política estatal señera, cuyo reflejo plasmaría en prestaciones sociales extendidas, cumplimiento del derecho laboral a la negociación colectiva -a través de convenciones paritarias- y logro del “empleo pleno”, en un contexto imbuido de keynesianismo.

Sin embargo, en los inicios del decenio subsiguiente de los setentas aquel progreso económico-social ingresó en una curva descendente, razón por la cual el citado recetario amortizador de los efectos del mero y crudo capitalismo salvaje- “comenzó a tambalear”, generando un escenario inestable e incierto expresado mediante la proliferación de manifestaciones y reclamos diversos en numerosas sociedades. La población activa, todavía no azuzada por el “fantasma de la desocupación”, continuaba sosteniendo sus derechos a los atributo de la ciudadanía plena, incluyendo el del trabajo regular y digno.

Ulteriormente, el conjunto de gobiernos miembros del mundo occidental capitalista debieron afrontar una cuestión similar, esto es de qué manera inducir a las organizaciones sindicales a frenar las reclamaciones de incremento remunerativo de sus ocupaciones en el mercado laboral, soslayando la “premisa keynesiana del pleno empleo”. Al respecto, cuando en determinadas naciones aun la estructura institucional del sistema de negociaciones colectivas facilitaba la firma de “pactos sociales” tripartitos, en otros países los años setentas estuvieron signados por la creencia firme, “(compartida en las más altas esferas del Estado) de que dejar crecer el desempleo para contener el alza de los salarios constituiría un suicidio político o incluso el asesinato de la propia democracia capitalista” (Streeck, 2012).

A fin de encarar esa encrucijada, preservando en forma simultánea el pleno empleo y la esfera de la negociación paritaria entre la patronal y los trabajadores, fue elucubrada una fórmula sistémica, que propugnaba “la flexibilización de las políticas monetarias, a riesgo de dejar escapar la inflación” (Streeck, 2012).

Las concepciones acerca de un espacio económico mundializado, hacia fines del milenio reciente, modificaron el contenido representado convencionalmente por el término economía internacional; este giro lingüístico refleja una conversión profunda de los tipos de vínculaciones existentes entre diferentes países y regiones. En épocas anteriores al fenómeno de la “globalización”, existían de algún modo fundamentos políticos y territoriales que permitían hablar de Estados relativamente soberanos, por lo cual -aun subsistiendo dependencias neocoloniales- las relaciones entre naciones, al menos formalmente, remitían a contactos entre entidades en cierto sentido homogéneas (Guillen Romo, 1997).

El proceso omnicomprensivo, implícito en la emergencia de ese “universo global”, fue abordado en forma abundante por numerosos autores en sus aspectos generales, respecto de sus dimensiones cultural, mediática e informacional, conjunto de factores que remitirían al advenimiento de una “civilización mundializada”. Es preciso tratar específico sus efectos sobre la economía, puntualmente en las áreas financiera y tecnológico-productiva, junto a sus repercusiones en el ámbito sociolaboral. Desde esta perspectiva, dicho fenómeno tiende a asimilarse a la aplicación irrestricta de políticas neoliberales, que representan una manifestación socioeconómica propiciada -y acentuada- a partir de condiciones objetivas, generadas merced al ingreso en una supuesta “nueva era histórica fundacional”.

La existencia de un ámbito económico unificado planetariamente remite a la revisión del núcleo sustancial de la expresión relaciones internacionales, dado que los límites de las acciones realizadas por sectores o grupos, pertenecientes a un país determinado, no coinciden actualmente, en gran parte del orbe, con los espacios productivos y financieros precedentes, imperando en consecuencia “directrices de mercados” transnacionalizados. Un funcionamiento mínimamente armónico de la globalización requeriría el accionar de instituciones sólidas en los distintos países ya que, en ausencia de las mismas, el nuevo escenario mundial resulta proclive a exacerbar conflictos sociales, externos y locales, preexistentes.

En lo concerniente a las naciones “emergentes” o en vías de desarrollo, la década de los ochentas representó una época de “vacilación y búsqueda de nuevos paradigmas”, luego de que hacia fines del decenio anterior las políticas estadocéntrica habían mermado su capacidad de influencia e irradiación ideológicas. Estas últimas estrategias respondían a la teoría estructuralista de Prebisch y Singer, la concepción modernizadora rostowiana, la perspectiva “dependentista”, o la escuela del materialismo histórico. Advino entonces la fase de surgimiento y ulterior apogeo de la corriente intelectual de derecha “liberal-neoclásica”, que protagonizará la cosmovisión económica, sobre todo después de la caída del muro del Berlín, al menos hasta comienzos del presente milenio, identificada sencillamente como “neoliberalismo” (Prats i Català, 1997).

En las postrimerías del siglo pasado fueron intensificados los intercambios comerciales, y el flujo constante de capitales, que acompaña los traslados espaciales de las radicaciones productivas. Durante el transcurso de la segunda posguerra de esa centuria, aquellas transacciones habían crecido en una proporción equivalente al doble del aumento de la producción, a través del incentivo y de la consecuente ampliación en la transnacionalización de las empresas, en los inicios de origen estadounidense y, a posteriori, europeo y japonés. En los albores de los años setentas, las firmas multinacionales pugnaron por emanciparse de las limitaciones impuestas por las fronteras entre países, procurando socavar las propias bases institucionales soberanas de los Estados-nación.

Un grupo considerable de corporaciones empresariales potenció el despliegue de estrategias intercontinentales y entre diferentes regiones, en ocasiones muy distantes entre sí, aprovechándose de las circunstancias cambiantes de un mercado mundializado, bajo el imperio de nuevas formas desreguladas. Hacia mediados de dicha década, Estados Unidos eliminó las barreras vigentes de modo previo, interpuestas a la libre exportación de capitales; a su vez, Francia y Japón liberaron los obstáculos al flujo monetario, medida que posibilitó la salida indiscriminada de inversiones a otros países.

La dinámica precitada es ilustrada, por ejemplo, por el hecho de que -durante los años ochentas- la nación nipona amortizó el déficit presupuestario estadounidense. El proceso de globalización financiera redundaría a la postre en un quiebre profundo del mecanismo inherente a la “mera” internacionalización, al sustentarse en un sistema unificado, que actuará como eje organizativo de la economía y la producción, en sociedades muy alejadas territorialmente.

La idea de “aldea global”, traspolada del campo teórico referido a los medios masivos de comunicación, según el enfoque de Mc Luhan, responde a una lógica sui generis, desprendida de su connotación alusiva a relaciones económicas entabladas entre Estados autárquicos. Las firmas transnacionales operan de manera relativamente independiente de sus asentamientos matrices, los movimientos de capitales eluden las conveniencias patrióticas, mientras muchos países abandonan el control de su propio signo monetario. La evolución del conjunto de ciertas modalidades de transacción de diversa índole, entre distintas regiones y localidades, propende también a un direccionamiento hacia la conformación de mercados financieros, laboral-productivos y comerciales de alguna manera unificados.

La globalización capitalista obedecería en gran parte al robustecimiento de los fondos privados, desde la década de los sesentas, más que a la evolución per se de las nuevas tecnologías; la fortaleza creciente del capital industrial, frente a la declinación del poder sindical fungen simultáneamente en tanto condicionante y resultante de los procesos de privatizaciones indiscriminadas, políticas desregulatoria progresivas y desguace gradual de los Estados del Bienestar. Tales procedimientos fueron aplicados, de manera superpuesta y convergente, en los últimos veinte años del siglo XX, a escala internacional; esa conjunción articulada de estrategias neoliberales es complementada por la prevalencia y concentración en aumento del capital-dinero y de los mercados financieros, hecho que erosiona las autarquías estatales y económicas de los países, fundamentalmente aquellos más pobres, lo cual les impide elaborar políticas efectivamente soberanas (Camarero, 1994).

El funcionamiento adecuado del régimen de acumulación imperante, funcional al “neoliberalismo global”, demanda que cualquier tipo de actividades económico-productivas, y de flujos de inversiones, puedan ser velozmente transnacionalizados, mediante traslados hacia regiones semiperiféricas, dotadas de cierto avance en la producción manufacturera “en serie”. El mercado financiero opera de manera coordinada y sincrónica, por lo que el grueso de los movimientos de capital y ahorro internacionales es generado por vía de intercomunicaciones permanentes e inmediatas, pues en los años noventas ya se había consolidado una “infraestructura tecnológica que permite la interconexión instantánea de capitales” (Castells, 1999: 26-27).

La afirmación de un ámbito financiero mundializado provocó una transformación de las estructuras sociales y productivas en la mayoría de los países de distintos continentes, que condiciona en gran medida, a veces crucialmente, la independencia real y concreta de las naciones, en la gestión de sus políticas a escala macroeconómica. A las corporaciones empresariales le es atribuida una extraterritorialidad que socava la condición soberana de numerosos Estados, limitándose éstos -en lo primordial- a la relativa, y acotada, facultad de disponer medidas de carácter presupuestario e impositivo que instrumentan “reajustes” continuos.

Los capitales industrial, y sobre todo financiero, devienen proclives a emanciparse de la instancia política “nacional”, siendo ésta reemplazada por una dirección, omnipresente y supraestatal, ejercida mediante instituciones, dotadas de aparatos burocráticos y redes de influencia propios. Entes como la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BIRF) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), entre otras, imponen reglamentaciones restrictivas en orden a la circulación libre de productos y capitales. De modo paradójico, al mismo tiempo, esos organismos difunden la doctrina neoliberal, que sostiene que el sistema económico funciona de manera eficiente cuando las leyes del mercado son liberadas de toda imposición “extramercantil”.

Estados Unidos tiende a perder la hegemonía mundial en el sector de la industria, aunque mantiene su predominio internacional fundado en su poderío militar y el peso decisivo de sus ordenanzas en el campo financiero. América Latina experimenta la desventaja de contar con la “potencia del norte” como colindante continental, en momentos en que ésta, dada la vigencia de los nuevos paradigmas productivos, continúa desempeñando una función directriz, pero esencialmente abocada a la organización económica general, en el marco regional.

El aporte estadounidense con relación a las novedosas técnicas de fabricación ya no es tan decisivo; por ejemplo, en la rama industrial de la confección prevalecen tecnologías europeas y asiáticas: el desarrollo de maquinarias, correspondientes a las manufacturas textiles, está centrado en los países tecnológicos. Entre los mismos, verbigracia, destacan las naciones avanzadas del “viejo continente” y Japón o Corea, existiendo una especie de aislamiento de Sudamérica, con la salvedad relativa de México, integrado laboralmente al espacio norteamericano mediante la realización de actividades neotaylorizadas de un fragmento estimable de su población activa.

La dominación política de los Estados Unidos sobre América del Sur no tuvo, por ende, un correlato paralelo en cuanto a la preponderancia tecnológica, pues este subcontinente ha entablado contactos económicos y comerciales, en mayor proporción, con Europa y las naciones asiáticas indicadas, debido a factores de orden técnico. Ejemplificando, EE.UU. puede prescindir de Colombia, pese de su ubicación geográfica relativamente cercana, en términos de la producción de bienes industriales; para ello utiliza a México, pretendiendo cerrar las puertas a otros países de la zona, por lo que a Colombia le convendría unirse económicamente al resto de América Latina y, a través del MERCOSUR, negociar en forma más equilibrada con la cuenca asiática del Pacífico y la Unión Europea.

En la actual coyuntura, marcada por un proceso de transnacionalizaciones productivas y comerciales en aumento constante, el gran poder de los mercados obedece a la subordinación de los gobiernos al “reinado” financiero mundializado, que determina el control incondicional del capital sobre el trabajo. Este sometimiento afecta al conjunto de relaciones sociales, características de una etapa erráticamente denominada postindustrial del capitalismo; ello implica la emergencia de un sistema global que selecciona, discrecionalmente, determinadas localizaciones productivas con diferentes especializaciones. Tales espacios deben resguardarse, con frecuencia de modo conflictivo, no sólo frente a la inmigración internacional tradicional, sino también ante las migraciones internas, la traslación de los campesinos “sin tierra” y el continuo éxodo rural.

Puede decirse, en términos generales, que la globalización capitalista neoliberal engendra de manera inevitable una potenciación del deterioro masivo de las condiciones integrales de vida de los trabajadores, y sus núcleos familiares, en el escenario planetario (Camarero, 1994). El conjunto de reformas macroeconómicas de talante neoclásico, que conllevan imprescindiblemente ajustes estructurales del sistema productivo, sobre todo en las zonas periféricas o emergentes, motivó la readecuación de las políticas comerciales internacionales, los procesos desreguladores y las privatizaciones de empresas públicas.

Esas medidas no fueron complementadas con otras de carácter compensatorio, que reformulasen el accionar de las instituciones, los aparatos burocráticos estatales, los marcos jurídicos y el ámbito de la seguridad social. A partir de los efectos acumulativos de la totalidad de las señaladas causales, intercombinadas mutuamente, el universo económico-ocupacional devino factor inestable, degradante e inseguro para un segmento mayoritario de la sociedad mundial.

Los triunfantes discursos neoliberadores expandiéndose por doquier, la lógica mercantil desplegándose a sus anchas y el incremento constante de las estrategias de flexibilidad están arrinconando los logros de la lógica de los trabajadores, la lógica de la vida. Pero, en el trasfondo de todo el asunto, “lo que corre el riesgo de ser cuestionado totalmente es la estructura misma de la relación salarial” (Agulló Tomás, 2001).

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