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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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ERAS SOCIOESTRATIFICACIONALES HISTÓRICAS - Juan Labiaguerre

Un régimen productivo alternativo, política y socioeconómicamente, fue plasmado a través del denominado modo asiático, donde los seres humanos resultaron explotados laboralmente por sus congéneres dentro de un marco estratificacional singular. El mismo cuajó en el espacio de ciertos asentamientos rurales ubicados en China, India y Oriente Medio, en los cuales el progreso de la agricultura requería la implantación de sistemas de riego cuyo funcionamiento conllevó un tipo avanzado de organización social. En ésta coexistían la presencia de un aparato estatal fuerte con el carácter predominantemente comunitario de la propiedad de la tierra. La formación de un Estado basado en el soporte de elites políticas poderosas se había desarrollado en esas regiones de Asia de manera incipiente con relación al proceso homólogo acontecido en Europa.

En el modelo precitado un sector dirigencial supervisaba la realización de proyectos, referidos a la producción agrícola, que apuntaban a la satisfacción de necesidades colectivas, ejerciendo aquel grupo una supremacía y una dinámica superiores a las operadas posteriormente en el mundo occidental. La dimensión relativamente reducida de la propiedad territorial privada se conjugaba con el dominio practicado sobre los nuevos estratos de comerciantes por parte de las elites mencionadas. Tal estructuración tuvo una estabilidad que le permitió perdurar a lo largo de un lapso temporal mayor al que lo hizo la manifestación clásica del feudalismo europeo, y esa circunstancia implicó el retardo histórico del devenir de la industrialización. Sin embargo, en una fase ulterior el modo de producción de marras experimentó transformaciones graduales ante la emergencia de conflictos internacionales debidos a la puja entablada frente a las nacientes sociedades industrializadas.

Otra configuración histórica de la estratificación social corresponde a los sistemas estamentales de castas. Aunque la aproximación más cabal a este “tipo ideal” de estratificación social remite al caso específico y emblemático de la India, modelos semejantes pueden encontrarse asimismo, quizás a través de versiones menos puras, en otras sociedades históricas, como por ejemplo se refleja en la situación correspondiente a la fase preindustrial atravesada por Japón [Kerbo, 1998].

Algunos caracteres del sistema de castas pueden observarse en el tipo de estratificación vigente en Japón, durante el periodo comprendido entre principios siglo XVII y mediados del XIX, en la era Tokugawa, cuando los dirigentes shogun fijaron un esquema muy rígido de castas cerradas, a efectos de tener un control absoluto de la población, frente a la amenaza de colonización de ese país por parte de ciertas naciones europeas.

El modelo hindú evolucionó a partir de la dominación impuesta por la invasión aria hace 4.000 años: existían cuatro divisiones de castas principales, con la de sacerdotes y guerreros ubicadas en la cima de una jerarquización sumamente inflexible; además de ellas, habían muchas subcastas, cuyas variaciones locales dependían de la especialización ocupacional. Por otra parte, un gran número de personas, los “intocables”, resultaban marginadas de este sistema estratificado, al ser individuos tan míseros que quedaban afuera de aquél.

Los rasgos distintivos del sistema de castas consistían en la rigidez extrema presentada por el límite establecido entre sus diferentes rangos, a través de un casi total cierre normativo de esas compartimentaciones, donde no había lugar para la existencia de zonas grises, esto es espacios de mezcla, mixtura o confusión de rangos o categorías. Predominaba una forma exacerbada de posicionamientos sociales adscritos, factor que condicionaba la ausencia prácticamente absoluta de movilidad, junto a un grado elevado de institucionalización -y de correspondiente aceptación- de los deberes y derechos de cada casta. Se trataba, además, de un sistema ritualizado al máximo, en el que debían observarse reglas estrictas atinentes a las relaciones entre los distintos “status”.

No habría indicios de rebeliones por parte de los intocables en la India antes del siglo XX, y la explicación de ese conformismo extraordinario radica en el método de justificación o legitimación de la discriminación y de la desigualdad intercasta [Kerbo, 1998]. El mismo remite a un código pormenorizado propio de la religión hindú, que especifica de modo taxativo cuáles son las obligaciones, el derecho y el funcionamiento general de este cerrado régimen estratificacional. En tal sentido, prevalecían creencias que indicaban las sanciones pertinentes a efectos de hacer cumplir los deberes de cada casta, lo cual tenía como trasfondo la idea de la “reencarnación”, por la que las almas renacerían luego de la muerte física de los seres humanos. Dicha concepción teológica deviene elemento clave en el cumplimiento de las obligaciones respectivas, en la medida en que los individuos experimentarían una vida reencarnada, ascendente o descendente de acuerdo al respeto seguido a sus obligaciones de casta en su paso por el “mundo terrenal”.

El alto nivel de desigualdad económica en la descrita sociedad estratificada de la India responde, entonces, a la vigencia de un sistema hermético de franjas jerárquicas adscritas en ese país. Al respecto, se manifiesta una gran polarización entre los sectores sociales portadores de gran poderío y riqueza, por un lado, frente a una pobreza acentuada, o miseria, característica de la masa poblacional mayoritaria. Sin embargo, es la desigualdad de índole estamental -principalmente- el modo discriminatorio predominante, ya que el ordenamiento indicado obedece, sobre todo, a la “jerarquía estatutaria”, en tanto que las diferenciaciones económicas resultan derivadas de ella, o se encuentran de alguna manera tradicionalmente ligadas a la misma [Kerbo, 1998].

Ciertas formas de desigualdad basadas en la adscripción, como si se tratase de ordenamientos de castas, se expresa en divisiones sexuales o raciales y, por ejemplo, en el status adscrito de las viejas familias de clase alta en EE.UU. En ese sentido, la mayor parte de las referencias fuera de la India aluden a la discriminación racial de los negros en dicha nación. No obstante, el aspecto más importante de la desigualdad altamente institucionalizada de un sistema de castas no existe allí en la división blancos/negros, pues nunca ha habido una gran aceptación de la adscripción racial, especialmente entre los negros.

Por otro lado, en referencia a los regímenes con estamentos feudales, las denominadas “sociedades agrarias tardías” advinieron a partir del avance de la conquista de los pueblos nómades (alrededor del siglo VI d.C.), acontecimiento que significó la decadencia de la mayoría de los imperios antiguo. Esta nueva fase histórica ha sido calificada como la edad oscura del mundo occidental, representada a través de las invasiones “bárbaras” comandadas por Atila y, ulteriormente, del imperio de los mogoles dominado por Gengis Kan. Durante el medioevo, entre los pueblos germanos, superpuesta al uso de mano de obra servil, la propiedad de las personas no resultaba mediada por la comunidad, sino que la existencia de ésta y de la propiedad comunitaria se manifestaba a través de una relación recíproca entre individuos independientes, teniendo en cuenta que el “todo económico” se encuentra contenido en cada casa individual, representando la misma un centro autónomo de producción [Marx, 1995].

El fondo de la cuestión referida a la integración corporativa de los particulares a una comunidad radica en que, cuando al interior de una determinada sociedad -de carácter político- determinado grupo de individuos posee un conjunto de necesidades, actividades, concepciones y afectos compartidos, ausente en el resto de la población, resulta ineludible que experimenten un sentimiento de correspondencia mutua, sobre el fundamento de aquellas semejanzas antedichas. Tal vivencia implica que tiendan a agruparse, estableciendo redes relacionales que configuran gradualmente un colectivo abigarrado, el cual expresa una fisonomía diferenciada dentro del marco general de la sociedad. Asimismo, “esta unión con algo que supera al individuo, esta subordinación de los intereses particulares al interés general es la fuente misma de toda actividad moral” [Durkheim, 1995].

En forma complementaria, se indicó que la mayoría de las modalidades premodernas de organización social se encuentran determinadas en principio por relaciones directas interpersonales, en la medida en que el factor del parentesco, la convivencia comunitaria y además, y en un marco más estable, los contactos regulares de intercambio económico se desarrollan conscientemente y de manera frecuente en un contexto de copresencia. La citada forma de integración comunitaria respondería a una cosmovisión específica, anclada en cierta concepción de unidad mítico-ritual del mundo, teniendo en cuenta que “el simbolismo social constitutivo adquiere su sentido específico sólo cuando es dramatizado en el seno de una efervescencia colectiva o protointeracción social fundante; en la movilización solidaria que persigue un bien simbólico colectivo es donde emerge la conciencia colectiva que articula las relaciones selectivas entre hombre, mundo y Dios, en el seno de una totalidad axiológica indiferenciada” [Beriain, 1996]

Existe una interconexión recíproca entre fuerza de trabajo, estratificación y desigualdad. A partir del siglo XI comenzó una fase de progresos técnicos en el occidente europeo, que fue acompañada por el gradual afianzamiento de la organización sociopolítica de carácter feudal. Este periodo remite a la estructura clásica de las comunidades estamentales del medioevo en dicho espacio geográfico, conformación que significó el retorno bajo nuevas formas, y en muchos casos la potenciación, respecto a la época inmediata precedente, de las desigualdades sociales extremas. En una primera etapa, que abarca aproximadamente hasta el año 1200, la estratificación de la sociedad estaba escasamente institucionalizada, y en ella los desequilibrios e inequidades de poder y riqueza eran justificados mediante el respeto a la vigencia de costumbres arraigadas a través de la tradición. Tal instancia se caracterizó por la coexistencia de agrupamientos poblacionales protegidos militarmente por la nobleza, de modo que el pueblo llano rendía tributos personales a la misma prestándole diversos servicios (entre otros, los específicamente militares) y entregándole la mayor parte del excedente de la producción agrícola generada.

Aunque la mayor parte de las sociedades agrarias han presentado algún rasgo feudal, fue en la Europa medieval donde se desarrolló la forma que más se ajusta al tipo conceptualmente ideal. En el siglo XII europeo el feudalismo se encontraba sólidamente establecido, centrándose en la propiedad de tierras por una clase originalmente militar, la nobleza: dentro de tal contexto, existían lazos de obediencia, trabajo agrícola y protección entre la nobleza y los súbditos (la mayoría campesinos y siervos). El campesinado en condición de servidumbre tenía la obligación de trabajar y prestar servicio militar a los “señores” nobles feudales cuando ellos lo requiriesen, a cambio de productos básicos y de la protección contra amenazas externas.

Durante el siglo XIII la desigualdad social tendió a incrementarse, mientras que el sistema estratificado, en gran medida de condición informal, resultó amenazado merced a rebeliones de los estamentos campesinos más explotados económica y laboralmente, junto a la emergencia paulatina de una clase nueva de comerciantes cuya riqueza en algunas ocasiones podía equipararse a la de las franjas nobles de la población. El régimen socioproductivo del feudalismo en la Europa occidental constaba de un conjunto disperso de numerosos señoríos, habitados por propietarios terratenientes, arrendatarios y siervos, donde la actividad de la agricultura se encontraba relativamente coordinada orgánicamente en términos colectivos.

El aumento desproporcionado de las fortunas y del poderío de ciertos grupos aristocráticos, poseedores de considerables extensiones de tierra, permitió que ellos dominasen a otros sectores portadores de un linaje de sangre con categorías similares, factor que condujo al surgimiento y desarrollo de una fracción crecientemente rica y poderosa de la propia nobleza. Al margen de esta parcial diferenciación interna de la aristocracia, incontrastablemente los niveles superiores del componente desigualitario se expresaban con relación al campesinado pobre y, sobre todo, aquel sometido al yugo de la servidumbre.

La discriminación tajante precitada fue acendrada a partir del nacimiento y de la consolidación de los Estados modernos, lo cual representó una respuesta reactiva frente a un desafío de doble perfil que acuciaba a las capas sociales políticamente hegemónicas y económicamente privilegiadas. En el transcurso del siglo XIV, al mismo tiempo que proliferaban revueltas campesinas a lo largo del continente europeo, la evolución de determinados sectores urbanos acomodados, con dedicación a las transacciones comerciales, circunstancias ambas que implicaron un reto ante el poder institucional establecido, que de manera concomitante insinuaron desestabilizar el ejercicio del monopolio en la posesión de bienes y riqueza detentada hasta entonces por la nobleza terrateniente y militar. Debido a tales coacciones, los estratos dominantes de la sociedad instauraron sistemas estatales renovados con el propósito de mantener sus posiciones elevadas en la estructura de aquélla.

Con la afirmación de los primeros Estados feudales surgió la forma característica del sistema estratificacional “servil”, en la medida en que la sanción estatal formalizó jurídicamente los rangos, similares a las clases sociales, los cuales fueron justificados, legitimándolos, a través de la legislación, definiéndose tres capas estamentales: la correspondiente a los sacerdotes [primer estado], a los nobles [segundo estado] y a los plebeyos [tercer estado, esto es el resto de la sociedad, artesanos, comerciantes, campesinos, etcétera], los cuales constituían la franja inferior. Es decir que mientras en los comienzos feudales la costumbre o la tradición respaldaban las desigualdades sociales estructuradas, con el nacimiento del Estado la sanción legal cobró mayor relieve.

Dentro del contexto indicado, eran manifiestas las distinciones de “estilos de vida” vigentes entre los principales estados, que reflejaban la división típica de las sociedades de la época. En ese aspecto, a pesar de que los miembros de la iglesia y los nobles solían convivir e interconectarse mediante una relación compleja, y con frecuencia contradictoria, tendían a cooperar en forma mutua a efectos de conservar -y eventualmente reforzar- su dominio convergente sobre el tercer estado, compuesto por los campesinos en general, junto a los artesanos independiente y la burguesía mercantil incipiente, radicados en las ciudades. Con respecto al papel de la entidad eclesiástica, el segmento sacerdotal estimado integralmente era enormemente acaudalado, proviniendo la fuente primordial de su fortuna del usufructo de la gran propiedad terrateniente, de la cual procedían sus rentas, imposiciones tributarias y servicios brindados a la institución religiosa.

En Inglaterra y Francia, durante el siglo XIV, la iglesia poseía alrededor de la tercera parte del conjunto de tierras. No obstante ello, debe destacarse que la estructura de la misma se hallaba muy diversificada, a tal punto que la distancia estratificacional entre el alto y el bajo clero resulta parcialmente homologable a la existente entre los nobles y el campesinado.

La aristocracia concentraba en sus manos, entonces el núcleo fundamental del aparato de dominación socioeconómica y, a partir del surgimiento de Estados sólidos tendientes a la unificación política territorial, dicha influencia determinante fue corporizada en la figura del monarca. Cabe indicar que el rey y su séquito gobernante equivalían a cerca del 2% de las respectivas poblaciones totales, mientras percibían la mitad, aproximadamente, de la renta agregada [Kerbo, 1998]. En el polo opuesto, los “plebeyos” vivían habitualmente sumergidos en un pauperismo acentuado, debido a lo cual para la mayoría de ellos la existencia cotidiana resultaba mísera. Sin embargo, la aparición de ciertos grupos de artesanos y comerciantes en áreas urbanas conllevó el disfrute de algún grado de bienestar material por parte de los mismos. En última instancia, al poder de la nobleza se agregaba, complementariamente, el estatal-monárquico y el correspondiente a la iglesia, emblematizado en los mecanismos represores propios de la “inquisición”, en su conjunto enseñoreados por encima de la voluntad y de la libertad del pueblo llano y de las masas.

Las condiciones sociolaborales de la era medieval contrastan notablemente con aquellas vigentes a posteriori, desde el nacimiento del régimen capitalista y, en forma esencial, con las formas asumidas por el trabajo en el transcurso del siglo XX. Prácticamente la totalidad de las actividades productivas desarrolladas en el marco del feudalismo reportaba al hábitat centrado en el funcionamiento de las unidades domésticas, contexto en el cual el status prevalecía sobre la esfera ocupacional propiamente dicha.

Mientras tanto, en las sociedades modernas la presencia del trabajador asalariado obedecería a la instrumentación de una especie de contrato de índole republicana, aunque es “significativo que los rasgos esenciales de la espiritualidad cristiana, más o menos laicizados, hayan servido a la interpretación del nuevo trabajo y contribuido a hacerle reconocer esa importancia que le fue de hecho dada en la sociedad contemporánea” [Calvez, 1997].

En cuanto a la división estamental típica de este modo de producción, se ha discutido profusamente si el sistema feudal emergió de relaciones sociales basadas en la supremacía militar o, de manera alternativa, en la dominación de raíz económico-productiva. Al respecto, Bloch cuestionó esta última concepción al señalar que en la Alta Edad Media europea el poder militar lo ostentaba un grupo de familias, mientras que Marx había subrayado aquella otra dominación, sosteniendo la existencia de una clase que poseía los principales medios de producción (la tierra), al tiempo que los demás vivían merced a los mismos. Una interpretación articuladora de ambas concepciones sostiene que en la primera fase del régimen feudal europeo predominó la relación basada en el poderío militar, pero posteriormente adquirió mayor importancia una forma de control económico respaldado por el Estado, dado que en la etapa final del régimen el poder burocrático estatal pasó a ser un elemento relevante (por ejemplo en Francia, ya en el siglo XVIII).

La religión desempeñaba la función de justificar las desigualdades, en la medida en que la iglesia católica fue una institución jerarquizada que refrendaba la estructura social “naturalmente” inequitativa del género humano por medio de sus prédicas evangelizadoras. A partir del fortalecimiento estatal, las magistraturas eclesiales superiores recibieron sanción jurídica bajo la nomenclatura de primer estado. En esta fase ulterior de la organización feudal, las autoridades religiosas solían legitimar a los príncipes gobernantes laicos apelando a la ideología sacralizada del derecho divino y hereditario de los reyes.

En las sociedades feudales predominaba un cierre convencional entre los diferentes “rangos”, aunque sus grados de rigidez variaran considerablemente de acuerdo a los diversos periodos y regiones. Al respecto, sobre todo en una primera etapa, cuando las divisiones estamentales no habían sido aún sancionadas legalmente a través de una cobertura institucional formal que las avalase en términos jurídicos, existían algunas oportunidades de movilidad social ascendente. Sin embargo, durante las instancias tardías de tal sistema político-económico, las categorizaciones según “status” devinieron más herméticas, la posición hereditaria se convirtió en normativa inflexible y tendió a prevalecer en cualquier circunstancia el factor adcrispitivo. Por ejemplo, fue prohibido el matrimonio entre miembros de capas distintas, asegurándose de esta manera la vigencia de una escala fijada hereditariamente.

La separación estricta de los sectores favorecidos por el modelo de acumulación específico del feudalismo, cristalizados en el primer y segundo estados, con relación a los restantes estratos, integrados simbólicamente en el tercero de ellos, determinó que esa forma de estructura social tuviese un grado elevado de desigualdad entre sus distintos componentes. Debido a su relativa superioridad tecnológica, en términos comparativos con otras colectividades agrarias, en dicho tipo de sociedad se generó una producción de mucho mayor volumen, cuyo excedente era apropiado por las franjas elitistas dominantes, configuradas por estamentos basados esencialmente en la adscripción.

En cuanto al sistema moderno de clases sociales, su génesis advino simultáneamente con el declive del régimen feudal y la emergencia paralela y concomitante de la sociedad capitalista, proceso histórico que implicó una transformación paulatina y compleja. La misma presenta variaciones condicionadas por el desarrollo evolutivo propio de cada espacio geográfico y entorno cultural, en el escenario de la competencia político-económica internacional y del correspondiente a las respectivas conformaciones estratificacionales preexistentes, al tomarse en cuenta los casos particulares. A lo largo de los siglos XV y XVI, en el contexto europeo, continúo el ciclo de perfeccionamiento técnico de los métodos de producción agrícola, permitiendo la obtención de excedentes crecientes, a la vez que se liberaba a contingentes numerosos -y en aumento progresivo- de trabajadores previamente ligados a la labor en la tierra. A partir de entonces se irá gestando un modelo paradigmático de acumulación, dotado de una intensidad y una velocidad inéditas, dentro de una visión panorámica del largo plazo histórico.

La evolución productiva y comercial lograda por varias naciones condujo a los Estados más poderosos a conflictos entre ellos en el plano intercontinental, derivados de la cuestión acerca de cuáles potencias tendrían prioridad en la explotación colonial de las áreas mundiales subdesarrolladas. Tal tendencia provocó la preeminencia sucesiva de distintos países coyunturalmente hegemónicos, tales como España, Portugal, Holanda, Inglaterra y Francia.

El modelo social inherente a la esencia del capitalismo refiere a un tipo de asociación colectiva que vincula de modo contractual, y en forma recíproca, a distintas personas carecientes, por sí mismas, de predisposiciones hacia la cooperación y de instinto de sociabilidad. Los individuos que no poseen riquezas ni bienes se ven obligados, a los efectos de sobrevivir materialmente, a someterse a los dictados impuestos por las “leyes del mercado”, elevadas en cuanto estandarte del pensamiento economicista, al contar como único patrimonio, o propiedad, su propia fuerza de trabajo.

El intercambio mercantil cumple el papel de unificar los procedimientos de un agregado de seres humanos cuyos lazos mutuos dependen exclusivamente de las transacciones de índole económica, de manera que el aumento de ellas, junto con el de la producción, devinieron objetivos “sociales” en cuanto tales [Méda, 1998]. En ese sentido existió una afinidad relativa, emergente a partir de la articulación entre la condición impersonal del nexo de carácter político y la integración funcional en términos individuales. Dicho enlace fue promovido a través de la interrelación establecida por los mecanismos del mercado, en la medida en que -históricamente- el ámbito del mismo, paralelamente al desenvolvimiento de la esfera estatal, evolucionaron en forma independiente, incidiendo decisivamente -por medio de sus códigos respectivos- en la vida social y de los particulares [Perret, 1995].

Aunque a posteriori ambas instancias se hayan enfrentado parcialmente, el espacio mercantil ocupó el lugar de referente predeterminado y principal, dentro del cual se intercambiaban los productos generados socialmente no existiendo por lo tanto un ejercicio de la ciudadanía formal específicamente política para quienes quedaban marginados del funcionamiento del mercado. El énfasis normativo institucional que el “clasismo” característico del sistema capitalista le asigna a los principios de libertad y adquisición de corte individual soslaya, deliberadamente, una valoración correlativa en referencia a la igualdad. En el terreno hipotético puro la vigencia de esta última condición remite a la presencia de eventuales oportunidades debidas al aporte virtuoso de la libre competencia entre actores “sociales” compuestos por sujetos atomizados, puesto que las personas portadoras de capacidades o méritos superiores recibirían recompensas proporcionalmente mayores. Por ende, en teoría el nivel de desigualdad entre los grupos dotados de más poderío -económico y político- resultaría inferior al contrastarse con el correspondiente a las estructuras de las sociedades precapitalistas.

Sin embargo, las clases sociales dominantes en el mundo moderno no obtienen menores beneficios en general, sobre la base de la apropiación del excedente económico producido por sectores masivos de la población, comparados con las elites equivalentes en gran parte de los regímenes precedentes de acumulación, a pesar de que un segmento considerable de los miembros de la sociedad capitalista se hallaría en mejores condiciones materiales de existencia, de acuerdo a una estimación de alcance global. Operaría en consecuencia cierta reducción de la distancia abismal previa entre los círculos elitistas y las masas, lo cual no es óbice para que la configuración fundamentalmente desigualitaria haya retomado su incremento en periodos ulteriores.

El surgimiento y el desarrollo del nuevo modo de producción fueron posibilitados merced a determinados cambios que desencadenaron una serie de conflictos entre tres sectores estratégicos del orden vigente. Los mismos eran la vieja nobleza, cuyos beneficios e influencias giraban en última instancia alrededor de su calidad de propietaria terrateniente, la elite política fundada en la creciente expansión de la burocracia estatal creada -en un principio- para proteger los intereses aristocráticos, y un segmento social emergente, con poderío en ascenso, formado por comerciantes y artesanos autónomos con asiento en zonas urbanas. Mientras tanto, las capas restantes de la sociedad, absolutamente alejadas de los centros institucionales de decisión, y como consecuencia de su pauperización agudizada ante las reconversiones económico-productivas en curso, generaban un clima de inestabilidad potenciador de la crisis sociopolítica impulsada por la puja entre los actores colectivos anteriormente señalados, los cuales pretendía orientar el accionar de las masas en dirección a sus propias conveniencias.

Posteriormente, el acceso al industrialismo condujo a un punto de inflexión trascendental, dado que el establecimiento fabril desplazó a la unidad doméstica en términos de lugar de trabajo por lo cual la gran fábrica pasó a constituir un espacio donde la labor remunerada sólo importaba en cuanto al esfuerzo individual de los operarios, quienes percibían en contrapartida un salario monetario equivalente al sustento económico básico del obrero. Respecto a la situación laboral, “los trabajadores conocieron durante la primera mitad del siglo XIX condiciones de existencia peores que las sufridas antaño por los más desdichados”, si se tiene en cuenta que en forma previa al proceso dieciochesco de industrialización, el día de trabajo comprendía de once a doce horas en Inglaterra durante el siglo XV y diez en el XVII, jornadas muy inferiores a las existentes a partir de la “revolución industrial”.

Estimando dicha realidad histórica, puede indicarse que el progreso logrado a lo largo de la centuria próxima pasada resulta por lo general hipervalorizado, dada su mensuración comparativa en referencia a una auténtica edad de las tinieblas. Durante el medioevo sólo se trabajaba poco más de la mitad de los días del año, por lo que “la monstruosa extensión de la jornada laboral es característica del comienzo de la Revolución Industrial, cuando los trabajadores tuvieron que competir con la introducción de nuevas maquinarias” [Arendt, 1968]

Esta nueva fase del capitalismo, propulsada desde el siglo XVIII, dio pábulo a la estructuración de un nuevo esquema estratificacional, aunque algunos caracteres elementales de la configuración del sistema de clases en las sociedades industriales ya se habían insinuado durante la antigüedad, por ejemplo en el caso del imperio romano. No obstante ello, únicamente a partir de la evolución industrialista este tipo de régimen clasista se desarrolló en plenitud, alcanzando su apogeo, y consiguió perdurar hasta nuestros días, extendiéndose además a escala planetaria. Debe aclararse que se presentan numerosas diferencias entre las diversas estructuras de clase, tanto modernas como contemporáneas, pese a lo cual el conjunto de las naciones con algún nivel considerable de industrialización capitalista suelen adoptar rasgos similares alusivos a la estratificación social. Sin embargo, al margen de la factibilidad de identificar un modelo ideal abstracto en ese sentido, dentro de la sociedad de clases en los países industrializados existe una mayor variedad cualitativa de especies en referencia, verbigracia, a las divisiones por estamentos o castas.

Cuando la nobleza feudal perdió su posición dominante, en los ámbitos económico y político, tendieron a ceder en forma paulatina las desigualdades de origen adscriptivo y, por consiguiente, las diferenciaciones estamentales rígidas. Las sociedades industriales requerían un sistema estratificado distinto al preexistente a los efectos de que la burguesía, nuevo sector hegemónico, pudiera expandirse y prosperar en todos los aspectos, comenzando por la potenciación del proceso de acumulación del cual la misma era la principal favorecida.

Cundía entonces la necesidad funcional de un modelo de organización social adecuado a tales fines, frente al crecimiento de una fuerza laboral portadora de grados crecientes de formación y cualificación. Esta mano de obra se desempeñaba en una instancia técnico-productiva dotada de mayor complejidad, condicionante respecto al hecho de que la “situación de clase” dependiera más de la idoneidad, o de la dedicación, particulares, que de los criterios de adscripción, habitualmente de carácter hereditario, típicos de las comunidades precedentes.

Se trataba por lo tanto de posiciones supuestamente abiertas desde el punto de vista hipotético-normativo, basadas en el logro en mayor medida que en el factor adscriptivo, aunque este último todavía representa dentro de determinadas esferas un medio relevante de ubicación de individuos y grupos en la estructura social.

El marcado sesgo apoyado en un economicismo sumamente simplificador y abstracto, asumido por la evolución de la cultura “occidental”, determinó que ya desde los inicios del nuevo modo de producción -proceso acentuado con la revolución industrial- el sistema socioeconómico en su conjunto fuera colocado al servicio de una concepción de índole contractual, impregnada de valores netamente individualistas, acerca del funcionamiento integral de la sociedad. Esa inclinación provocó una gradual erosión del papel representativo correspondiente al campo político-institucional, con relación al ejercicio de la defensa de intereses colectivos, actitud ésta denigrada en cuanto “corporativa” de acuerdo a los cánones clásicos de la doctrina liberal en boga. Asimismo ese enfoque, conceptualmente enraizado con ciertas teorías industrialistas, propició la conformación del paradigma convencional asignado a la figura del “trabajo normal”, el cual persistió con el transcurrir de los dos siglos subsiguientes.

Arendt consideraba que la vita activa humana comprende tres ámbitos diferenciados; presentando cada uno de ellos una relevancia específica y autónoma: “el trabajo, la labor y la acción”. Sin embargo, en la era contemporánea el primero de esos elementos “ha llegado a ocupar todo el campo de la vida activa” del hombre, fenómeno que conlleva una especie de mutilación, causante de cierto desmedro en la integridad de la persona [Arendt, 1968].

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