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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EXPRESIONES ARCAICAS DEL QUEHACER LABORAL Y DE LA PROPIEDAD - Juan Labiaguerre

El significado existencial asignado del trabajo ha variado sucesivamente según los caracteres socioeconómicos propios de los distintos periodos de la historia humana, y de las peculiaridades de dicha actividad en épocas sucesivas: por ende, no remiten a una categoría antropológica abstracta, expresión de ciertos valores culturales inmutables. Se trata, en cambio, de representaciones ideales colectivas que reflejan necesidades concretas, y consiguientes evaluaciones, específicas de cada fase temporal y de diferentes espacios, es decir construcciones histórico-conceptuales relativas y particulares.

En épocas remotas, la cuestión laboral respondía a lógicas simultáneamente sociales y teológicas, debido a que las comunidades se organizaban entonces a partir de determinadas premisas implícitas, de índole sagrada o trascendental. Las ocupaciones dirigidas al abastecimiento indispensable en aras de la mera supervivencia económica, las cuales requerían esfuerzos sobre todo físicos, no ejercían por sí mismas la función de nexo colectivo, ni tampoco la de promover la “realización personal” de los individuo [Méda, 1998].

La unión del campesino a la tierra, considerada ésta en términos de su lugar natural de trabajo, la existencia de la pequeña propiedad de la misma, junto a la posesión territorial basada en el llamado comunismo oriental, refieren a modalidades donde el trabajador actuaba respecto de las “condiciones objetivas de producción”, en el orden fáctico, como si aquél fuera propietario, circunstancia que significaría la integración de la actividad laboral con sus fundamentos materiales. Esta situación obedecía, en gran medida, al hecho de que el sistema de intercambio formaba parte indivisible del marco organizativo social general, proceso común a muchas instancias preindustriales en su conjunto [Polanyi, 1997].

Las sociedades comunales primitivas presentaban formas incipientes de organización colectiva, en las cuales el funcionamiento de la economía reportaba a la realización de procedimientos sencillos, por ejemplo de caza y recolección, con una utilización escasa de técnicas agrícolas en la provisión de alimentos. De allí que la eventual reducción sistemática de recursos, aportados por el entorno geográficamente inmediato, determinara que estos pueblos fueran nómades o seminómades. La acumulación de posesiones de bienes era infrecuente, de modo que los productos disponibles solían distribuirse a través de un reparto, más o menos equitativo, entre todos los miembros dentro de las diversas tribus. De acuerdo a esta apreciación, debería descartarse, entonces, “la imagen de una humanidad primitiva aplastada por la apremiante tarea de satisfacer necesidades físicas y naturales”, teniendo en cuenta que el tiempo demandado por dichos empeños se hallaba nítidamente circunscrito en términos fácticos [Méda, 1998].

Al interior de aquellas comunidades prehistóricas no estructuradas por el trabajo, el tiempo insumido en la generación de insumos elementales, o absorbido por la misma reproducción de la mano de obra, tendía a restringirse sobre la base del carácter asimismo limitado que manifestaban las necesidades naturales. La función orientada a satisfacerlas, apelando a la búsqueda de medios de subsistencia, no estaba inserta en un mecanismo indefinido que bregara por la obtención de cierta abundancia económica potencialmente alcanzable, sino que tal proceder ocupaba sólo una porción reducida de los intereses y de la dedicación temporal de los seres humano [Kerbo, 1998].

En el estadio antedicho existían líderes, verbigracia jefes, hechiceros, o chamanes, quienes detentaban algún tipo de poder, aunque su influencia era acotada, circunscribiéndose al ejercicio de su capacidad personal para llevar a cabo emprendimientos debidamente valorados, en función de los requerimientos y conveniencias coyunturales de las unidades tribales. Ello acontecía dentro de un contexto de posiciones alcanzadas merced a un dispositivo abierto que establecía la “ubicación social”, mientras la causante primordial de los componentes desigualitarios residía en la portación -grupal e individual- de status u honor.

Además, dado que el nivel de inequidad era relativamente estrecho, no se precisaban justificaciones ideológicas o legales al respecto, puesto que los posicionamientos sociales desiguales se encontraban arraigados tradicionalmente; por ejemplo, el cazador más eficiente detentaba, por mera costumbre, un prestigio superior. Sin embargo, cabe señalar que se presentaban matices variables entre las distintas bandas y tribus, en referencia a la caracterización ideal esbozada.

Ese tipo de organización prevalecía en colectividades que acomodaban sus vinculaciones con el universo material en virtud de cosmovisiones existenciales específicas acerca del significado, y alcance, de la propia noción de necesidad vital. De manera que ninguna motivación extra acicateaba a sus miembros a producir más allá de aquello que fuera imprescindible, por lo cual las tareas que apuntan hacia el objetivo prioritario de la sobrevivencia remiten a concepciones alternativas fundadas en el predominio de una “economía de uso”, previa al surgimiento del afán especulativo inherente a la emergencia del intercambio mercantil [Méda, 1998]. Un componente habitual del comunalismo primitivo consiste, por lo tanto, en la tendencia a la equiparación entre los individuos, siendo poco corrientes las barreras de orden estructural que dividen a las posiciones o estratos sociales, dentro de un escenario de propiedades compartidas, reparto igualitario de enseres y vituallas, y ejercicio de una forma democrática de influencia.

Teniendo en cuenta las mencionadas condiciones, los trabajadores expresaban una esencia objetiva, independiente de sus actividades laborales, comportándose el individuo autorreferencialmente en términos de su calidad virtual de propietario. En consecuencia, de acuerdo a si el precitado supuesto derivase del mismo ente comunitario o, de manera alternativa, de las familias particulares constitutivas de la comunidad, el trabajador actuaba con relación a sus semejantes como si fueran copropietarios, encarnaciones de la propiedad común, o propietarios autónomos.

Al mismo tiempo la posesión colectiva, originalmente hegemónica, se explica por la existencia de una determinada “tierra pública”, junto a la presencia de numerosos propietarios privados de parcela [Marx, 1995]. La fuerza de trabajo y la posesión de la tierra se encontraban unidas, en la medida en que “la mano de obra formaba parte de la vida; la tierra continuaba siendo una parte de la naturaleza; vida y naturaleza formaban un todo articulado”; existía una estrecha conexión entre un conjunto de “organizaciones fundadas en la familia, el vecindario, el oficio y la creencia -con la tribu y el templo, la villa, la guilda y la iglesia”- y el usufructo de la tierra. Por otro lado, el conjunto de tareas realizadas con el propósito crucial de reproducción social generalmente no es cumplido, ni orientado desde el punto de vista motivacional, “a título individual”, circunstancia que invalidaría aquella “idea absurda de un hombre con cultura poco desarrollada movido por planteamientos puramente económicos [Malinowsky, 1986].

En cuanto al desenvolvimiento del sistema socioeconómico integral, la recolección cooperativa de alimentos conllevó la necesidad de distribuirlos recurriendo a un criterio básico de equidad, de modo que todos los miembros de la comunidad experimentasen los beneficios de la labor colectiva. Puede agregarse que la división sexual del trabajo responde a un proceso evolutivo característico de la condición biológica del género humano, articulado con el modo rudimentario de producción, típico de las etapas históricas remotas indicadas. En definitiva, la manifestación más saliente en respecto a la desigualdad en las sociedades comunales primitivas reporta al factor anidado en la recompensa, el cual cristaliza emblemáticamente a través de la elevación del “status” conseguida por el cazador hábil.

Las actitudes humanas motorizadas por el exclusivo interés personal resultan extrañas en el contexto cultural de las colectividades descritas, por lo que la obtención del “beneficio” no ejerce la función de incitación al trabajo. Esta circunstancia se debe a que los individuos, fuertemente condicionados por la impronta colectiva de raigambre comunitaria, no abordaban las actividades dirigidas al logro de insumos básicos en forma particular, ni tampoco se apropiaban del resultante de ellas en igual sentido.

Las modalidades laborales, que reflejan las singulares relaciones históricas de producción alusivas a determinados tipos de propiedad arcaicos, antiguos o medievales, se caracterizan básicamente por la peculiaridad, compartida genéricamente, de que las personas no desempeñan el rol de trabajadores stricto sensu sino que cumplen el papel de “propietarios”, en tanto integrantes de un cuerpo comunitario, aunque a la vez desplieguen su esfuerzo como mano de obra. La finalidad última de la realización de ese tipo de actividad productiva, en sí misma, no radica habitualmente en la función generadora de valor propiamente dicha, dado que la meta principal de aquella labor reside en la consecución de la supervivencia por parte del trabajador o propietario, atendiendo las necesidades del grupo doméstico al que pertenece, y en el mantenimiento de la comunidad estimada orgánicamente.

Dentro de las agrupaciones tribales primitivas la totalidad de los frutos del trabajo del ser humano, y en determinadas ocasiones el saldo remanente producto de su desempeño particular, no se asignaban a la persona dedicada a conseguir aquellos bienes de uso de manera individual, sino que eran destinados a las propias unidades familiares y, extensivamente, a los grupos parentales consanguíneos y político [Malinowsky, 1986]. Entonces, el reparto de los medios de vida implicaba la elección de criterios extraeconómicos, mientras que el trabajo es concebido en tanto deber comunitario, por ende no “remunerado” en un sentido convencional. La actividad laboriosa es efectuada sin tener prioritariamente en cuenta el rédito particular, y al margen de la predisposición hacia el regateo comercial, porque la acción del intercambio no responde en estos casos a un precepto de raíz esencialmente económica, motivo por el cual se deja de lado la aspiración al logro de cierta equivalencia exacta, ya que priman lógicas alternativas con mayor contenido social.

Una dimensión equiparable a la conformación ocupacional en dichas comunidades, el ámbito marcado por las transacciones de productos reporta a la égida de las relaciones interpersonales e intergrupales, sujetas a cierto ordenamiento colectivo general. Estos vínculos expresan en última instancia, y bajo cualquier circunstancia, los deberes implícitos en las conexiones comunitarias y parentales, de manera que los status respectivos, como así también la esfera legitimadora de los lazos cohesivos, no son establecidos convencionalmente a través de la actividad laboral productiva [Méda, 1998].

En el contexto de las formas primitivas de propiedad de la tierra, la familia o la tribu emergieron, en principio, en cuanto base de una entidad comunitaria resultante de un proceso natural, al desempeñar el papel de fundamento socialmente integrador. Dentro de ese ordenamiento, la colectividad tribal no se desarrolló como resultante sino en tanto implicación de la apropiación de la tierra y de su explotación, colectivamente. Al respecto, la configuración histórica de la horda constituye la referencia elemental que se proyecta hacia un tipo primario de apropiaciones, por parte de grupos humanos, de las condiciones objetivas de vida, es decir de los requisitos inherentes a la actividad autorreproductiva y de objetivación de la misma [Marx, 1995].

Desde una perspectiva teórica alternativa, notablemente diferenciada respecto de la precitada, Durkheim analizó la conformación comunitaria de estas agrupaciones primitivas en su obra La división del trabajo social (1995). Las comunidades estructuradas a partir del despliegue de lógicas premercantiles conllevaban una especie singular de vinculación del conjunto de vivencias personales, y a la vez colectivas, con cierta exterioridad manifestada en el mundo natural, los valores tradicionales o las creencias teológicas, factores solidificadores de las normativas vigentes en términos integrativos. Puesto que tales colectividades no requieren la presencia de ninguna modalidad “artificial” de regulación, no se desprenden del trabajo destinado a la sobrevivencia material, una función en particular entre muchas otras, determinadas directrices o jerarquizaciones sociales. Es decir que las funciones asignadas, respecto del aseguramiento de la supervivencia material del conjunto comunitario, previendo además eventuales instancias de escasez económica, se encuentran normadas “colectivamente, de modo que nadie puede apropiárselas” [Méda, 1998].

Los trueques o transacciones individuales no conducían necesariamente al desarrollo de núcleos mercantiles en aquellas sociedades donde aún prevalecían formas tradicionales de comportamiento económico. Ello obedece a que el intercambio comercial, según los parámetros valorativos propios de esas culturas y épocas específicas, era considerado un procedimiento subalterno, no requiriéndose del mismo en pos del suministro de bienes o productos de subsistencia demandados por la población.

Dicho condicionamiento rigió también en otras colectividades históricas donde tendía a predominar el principio de reciprocidad, dado que los factores restrictivos con relación al crecimiento del mercado procedían de un abanico de limitaciones de carácter esencialmente social. Las mismas cristalizaban en normativas reglamentadas o consuetudinarias, al mismo tiempo que en prácticas internalizadas y modos de conciencia de procedencia teológica o demiúrgica.

Esa contextura religiosa y costumbrista coadyuvó a circunscribir los cambios objetivos, y aquellos otros referidos a las conductas personales, al círculo delineado por el devenir de la “ocasión circunstancial”. Según Gorz (1998), la existencia de la comunidad conllevaría, en términos estrictamente sociológicos, una forma de agrupamiento colectivo cuyos miembros se encuentran ligados sobre el fundamento de una solidaridad vivida y concreta, sustentada mediante una base “factual”, debido a que se apoya en la aceptación mutua, por parte de sus integrantes individuales, de modo que cada uno de ellos comparte algún tipo de elemento sustantivo con el resto de los miembros del cuerpo social.

Las expresiones comunitarias señaladas coinciden, más allá de sus estructuras relativamente diversificadas, en que el lazo que interconecta a sus distintos miembros reconoce una especie de raíz cualitativamente existencial. Debido a ello, la premisa en torno a la prevalencia de la integración colectiva no se halla oficializada mediante representaciones simbólicas alusivas a algún tipo de cuadro jurídico-estamental, ni es avalada por formalizaciones institucionales, es decir que tampoco responde a un ordenamiento de corte contractual. Un sistema económico gestionado sin móviles especulativos, en función de objetivos o líneas direccionales encaminadas sólo a la autosuficiencia, dirigida a la producción de subsistencia, se refleja en el caso de aquellas sociedades tribales en las cuales “el interés económico del individuo triunfa raramente, pues la comunidad evita a todos sus miembros morir de hambre, salvo si la catástrofe cae sobre ella, en cuyo caso los intereses que se ven amenazados son una vez más de orden colectivo y no de carácter individual" [Gorz, 1998).

El conjunto de obligaciones comunitarias deviene campo propicio a la reciprocidad ya que, a través del respeto de ellas, “cada individuo sirve también lo mejor posible, en un toma y daca, a sus propios intereses”. Esta imbricación interpersonal mutua ejercía una coacción permanente y sistemática sobre las distintas personalidades singulares, conducente a la supresión del dictado de la conveniencia materialista egocéntrica sobre sus mecanismos conscientes, proceso enmarcado en un hábitat extendido y dominado por la realización frecuente de actividades compartidas o comunes. En un sentido figurativo, tal como fue expuesto previamente dentro de un escenario genérico de socialización primitiva, el ser humano experimentaría la sensación de riesgo de morir por inanición, exclusivamente, cuando la sociedad percibía colectivamente dicha hipotética contingencia [Polanyi, 1997].

Las actitudes sociales reseñadas configuran un tipo específico de trabajo, de carácter familiar o comunitario, a partir de un origen fundamentalmente tribal, en última instancia como “animal gregario”, condición progresivamente disuelta a medida que los individuos tendieron a aislarse durante el transcurso de la evolución histórica [Marx, 1995]. La comunidad representa específicamente, de acuerdo a la versión emanada del materialismo histórico, la primera gran fuerza productiva, al establecerse una unidad original entre cierta forma de organización comunal y un singular tipo de propiedad sobre la naturaleza, combinación que determina la predisposición social respecto de las condiciones objetivas de producción, lo cual remite a una actitud referida a determinada existencia natural del individuo mediada comunitariamente.

Aquella unidad que emerge, entonces, asociada a una forma particular de propiedad, refleja su “realidad viviente” a través de un modo determinado de producción, expresado en tanto comportamiento de los individuos entre sí y en términos de respuesta humana activa frente a la naturaleza inorgánica. El sesgo axiológico que orienta los patrones del accionar personal y colectivo alejado del área de influencia predominantemente económica, esto es ajeno a un criterio mercantil específico, resultaba proyectado en la fijación de valores forjados alrededor de cierto espíritu de reciprocidad, el cual se refleja en la concreción de tareas productivas, dentro de un marco prevaleciente de normativas sociales de índole redistributiva.

En esas comunidades primitivas no habría preponderado el tipo de motivaciones ancladas en la búsqueda del beneficio, aunque se reprendiese la escatimación de esfuerzos enrolados en la prosecución del bien colectivo, y además no se promovían la realización de trueques, la retribución en especie y el canje de productos. Fácticamente, entonces, en tal estructuración el sistema económico constituía una simple función de la organización social, teniendo en cuenta que “todas las economías de gran escala que reposan en los productos de la naturaleza han sido gestionadas con la ayuda del principio de redistribución" [Polanyi, 1997].

Los mecanismos redistributivos representaban un elemento, intrínseco y crucial, del sistema de dominación política correspondiente a dichas colectividades arcaicas, ya se trate de una tribu, de la organización institucional tejida en torno a la ciudad-Estado, de un gobierno despótico o del régimen feudal asentado en la explotación agrícola y/o ganadera. Al respecto, el estatuto correspondiente tanto a los amos como a los esclavos de la antigüedad podría distinguirse nítidamente respecto del que regulaba el accionar de “los miembros libres e iguales de algunas tribus de cazadores y, por consiguiente, los móviles de las dos sociedades serán completamente diferentes; sin embargo es muy posible que la organización de su sistema económico esté fundada en los mismos principios”.

Cierta mutación económica y sociocultural temprana operó a partir del inicio de un ciclo de avances técnicos graduales, hace entre 100 y 150 siglos, debido al aumento del número de cazadores y recolectores, lo cual redundó en un incremento poblacional constante y regular en muchas zonas, junto a la disminución de los recursos alimentarios disponibles. La dificultad creciente para encontrar territorios deshabitados condujo a conflictos intertribales recurrentes, sobre todo en África y Oriente Medio.

La introducción de métodos agrícolas renovados de producción de alimentos posibilitó la manutención material de una mayor cantidad de personas. Ello implicó la necesidad de que un conjunto más amplio de trabajadores aplicase esos nuevos procedimientos, de manera que prácticamente todos los integrantes de las tribus debieron participar en la actividad agrícola como medio de subsistencia. Tal circunstancia condicionó, a su vez, el abandono progresivo de las pautas nómades previgentes basadas en las actividades de caza y recolección.

El advenimiento de la era neolítica de evolución de la humanidad significó un acontecimiento de notable trascendencia en la organización social de las comunidades, proyectándose hacia un cambio en la tecnología de producción de alimentos, proceso que repercutió en casi todos los aspectos de la convivencia colectiva. No obstante ello, sólo después de alrededor de cinco mil años dichos métodos pudieron establecerse firmemente, a través de los asentamientos agrícolas y los sistemas de riego. Como resultante de esa transformación, la sobreexistencia de alimentos permitió liberar a determinados grupos de la tarea a tiempo completo de producción alimentaria, surgiendo entonces artesanos, una pequeña clase comercial, como así también nuevos líderes políticos y religiosos. En consecuencia, en las primeras tribus agrícolas las diferencias de “status”, aunque todavía no se encontraban ligadas directamente a la riqueza ni al poder de carácter hereditario, solían ser mayores que en los agrupamientos anteriormente señalados [Kerbo, 1998].

Mediante el desarrollo pleno de la agricultura se produjeron incrementos poblacionales y, simultáneamente, una creciente desigualdad social; a la postre, el poderío económico y político fue basándose crecientemente en el factor radicado en la herencia. Por otra parte, la religión conformaba el fundamento de las desigualdades estructuradas, aunque en forma paulatina emergieron fuertes elites políticas laicas, ya en las sociedades agrícolas avanzadas; al mismo tiempo, emergieron numerosas ciudades. A partir de la expansión de los conflictos militares, dado el estado de “guerra organizada” en que se encontraban las sociedades en aquella etapa histórica, la posición estamental elevada del “guerrero valeroso” reemplazó a aquella otra que previamente conllevaba la función de “cazador exitoso”; ello acarreó, asimismo, nuevas desventajas para el reconocimiento de la ubicación social asignada a las mujeres en esas culturas.

El crecimiento de los sectores militares y la evolución del Estado organizado ocasionaron el aumento de las desigualdades de prestigio social, reflejadas a su vez en el desequilibrio característico del ámbito de la dominación político-institucional. El desarrollo de los antiguos imperios agrarios condujo al ensanchamiento de la base económico-productiva asentada en la agricultura de las comunidades bajo el control de aquéllos, las cuales devinieron más complejas y avanzadas desde el punto de vista técnico. En ese contexto, los medios de transporte y comunicación -dotados de mayor velocidad- extendieron los poderes imperiales hacia áreas territoriales ampliadas, mientras que las diferencias tecnológicas en lo referente a la hegemonía propiamente militar potenciaron las formas preexistentes de explotación de la mano de obra dominada.

La esclavitud en la era antigua de la historia y la servidumbre típica del feudalismo medieval constituyeron modalidades diferenciadas entre sí de relaciones socioproductivas, aunque ambas fueron implementadas a favor de la conveniencia económica directa de las capas sociales políticamente hegemónicas. Dichas expresiones eran pretendidamente legitimadas, de manera respectiva, por la subvaloración de aquellas actividades que demandaban esfuerzo físico -por ejemplo en el caso de la antigüedad griega- y por la cosmovisión cristiana acerca del ordenamiento universal, dictado a través de la voluntad divina, durante el medioevo.

Las corporaciones romanas de artesanos cumplían las funciones propias de un colegio religioso en el que se practicaba un verdadero “culto profesional”, fundado en una concepción moral específica promotora de la beneficencia, la cual se concretaba mediante el reparto habitual -a cargo de la comunidad- de medios de subsistencia a los individuos más desposeídos. Al respecto, ciertos colegios desempeñaban el rol de sociedades de socorros mutuos, dado que aquellas personas y grupos menos favorecidos económicamente contaban con el aporte del mencionado subsidio regular, disfrazado en su práctica de asistencialismo ocasional. La organización doméstica en la Roma antigua da pábulo a la visualización proyectual del ente corporativo en términos de gran familia, aludiéndose en este sentido a una naturaleza básicamente fraternal cristalizada en las relaciones sociales, que respondía a una especie de parentesco espiritual, si se considera que la comunidad de intereses oficiaba en términos de “lazos de sangre" [Durkheim, 1995].

En cuanto a la utilización de fuerza de trabajo esclava, si bien existieron diferencias entre los imperios antiguos, así como también dentro de cada uno de ellos (Egipto, Grecia, Roma), todas ellos atravesaron un estado crónico de beligerancia y, en tal contexto, la mano de obra sometida a esclavitud devenía esencial en aras del funcionamiento económico-productivo. Se trataba de estados conquistadores, por lo cual el estamento social dominante ocupaba un espacio de gran poderío merced al desarrollo de políticas imperiales expansivas, aproximándose al tipo “puro-ideal” de esclavismo más que cualquier sistema alternativo de estratificación de la sociedad.

Los imperios citados compartían las siguientes características: eran gobernados centralizadamente por elites dirigentes políticas y religiosas, que ejercían un control riguroso sobre el conjunto de la sociedad; la función estatal consistía en resguardar el cumplimiento de la legislación vigente, asegurar la recaudación impositiva y el cobro de tributos en los territorios bajo conquista, reclutar soldados, etcétera. Sus poblaciones, numerosas, se repartían a lo largo de vastas superficies, en asentamientos y ciudades de variadas dimensiones que ejercían funciones económicas diferenciadas. la división del trabajo se tornó más compleja, al coexistir artesanos y mercaderes que realizaban sus actividades a tiempo completo; por otro lado, los agricultores, militares y religiosos se ubicaban en posiciones sociales predeterminadas. La producción agrícola presentaba mayor eficiencia que en las comunidades anteriormente aludidas, sobre la base de la utilización de una tecnología superior en términos relativos.

La esclavitud constituye una de las formas históricas más persistentes de desigualdad social, que remite a un sistema de dominación surgido cuando los seres humanos se convirtieron de nómades en sedentarios, al radicarse en localizaciones territoriales agrícolas establecidas de modo fijo, y alcanzó su punto máximo de evolución a través de las primeras “civilizaciones agrarias”. Las diversas manifestaciones esclavistas expresaban modalidades portadoras de matices variables, aunque el conjunto de aquellas puede sintetizarse en un puñado de rasgos básicos compartidos, entre los cuales destaca la vigencia de relaciones productivas singulares, fundadas en la propiedad de una masa de seres humanos por parte de otros semejantes, condicionante primordial del mecanismo que determina la configuración crudamente desigualitaria de las sociedades.

Desde una perspectiva histórica, el “status” de esclavo fue asignado mediante procedimientos y justificaciones de diversa índole, tales como el nacimiento, la derrota militar, las deudas, la captura y la comercialización sistemática de mano de obra en carácter de mera posesión objetual. Además, diferían los grados de sometimiento, penuria y miseria, sufridos por la masa explotada, así como la posibilidad potencial de que la misma obtuviese su eventual liberación. El esclavismo no ha representado en todos los casos una condición hereditaria ni tampoco un sistema normativo cerrado ya que, verbigracia, principalmente en las comunidades antiguas, resultaba factible comprar la libertad, o adquirirla por vías alternativa [Kerbo, 1998]. sólo dentro de unas pocas naciones, por ejemplo los EE.UU., la estructura racial de castas generó un estamento adscrito y herméticamente cerrado correspondiente a la esclavitud hereditaria.

Por lo general en las sociedades agrarias el nivel de desigualdad entre el esclavo y su amo o propietario, y entre los estratos populares y las elites, era muy elevado, aunque de hecho presentaba rasgos diversificados de acuerdo a las distintas modalidades de aquéllas. Dentro del conjunto de expresiones de esta forma de opresión humana, los tipos característicos fundamentales de legitimación de la misma correspondían a factores legales (dado que el status de esclavo consistía habitualmente en una relación jurídica de posesión, sancionada por la autoridad estatal) e ideológicos, pues las justificaciones respectivas de dicho dominio variaban desde las creencias racistas hasta ideologías ajenas a ese carácter, las cuales por otro lado resultaban las más corrientes, por ejemplo la sostenida por la concepción aristotélica.

El caso particular del imperio romano, la llamada “República de Roma” (300/59 a.C.) conoció una especie de democracia a la griega y un grado relativamente considerable de igualdad medida según los parámetros valorativos de la época. En forma ulterior, a partir de la dictadura que rigió hasta el derrumbe imperial, acaecido durante el siglo VI d.C., devino incrementado en magnitudes notables el nivel de explotación de los seres humanos y la brecha correlativa a las posiciones desigualitarias entre grupos sociales. Este proceso evolucionó al interior de marcos económico-productivos medianamente heterogéneos, a pesar de que prácticamente todos ellos eran muy dependientes de las actividades agrícolas, contexto en el cual la propiedad de la tierra constituía el sustento básico material de la acumulación de riqueza. La agricultura, asimismo, estaba orientada al intercambio comercial, condicionamiento que propició el uso regular del dinero y, por ende, el acopio de fortunas.

En la cúspide del sistema estratificacional correspondiente al imperio mencionado, dos capas sociales de raigambre aristocrática monopolizaban las posiciones socioeconómicas y políticas más lucrativas e influyentes: ellas remitían a los órdenes “senatorial” y el perteneciente a los “équites” y, entre ambos, apenas superaban el 0,1% de la población de Roma. Debe destacarse que la riqueza representaba uno de los requisitos prioritarios para ocupar tales rangos jerárquicos. En una escala nítidamente subalterna, la vida de las masas de “plebeyos” resultaba muy sacrificada, teniendo en cuenta la pobreza absoluta de sus condiciones económicas y las carencias en materia de seguridad personal mínima; además, eran despreciados por los sectores ricos, al obligárseles a demostrar humillación frente a sus superiores.

Los esclavos se hallaban en la franja inferior de esa escala social, y su número tendía a crecer de manera continua merced a las conquistas militares, deviniendo su importancia como mano de obra explotada esencial, a tal punto que las economías en conjunto llegaron a basarse casi íntegramente en el trabajo forzado de aquéllos. Este sector oprimido se nutrió también de la conversión legal de muchos deudores a la condición de esclavitud, la que abarcaba a cerca de una cuarta parte de la población total durante los últimos siglos del imperio. No obstante lo expuesto, existían algunas situaciones -infrecuentes- de “movilidad vertical”, a través primordialmente del acceso a un sistema educativo avanzado, cuando una persona prestaba servicios a determinado sector ubicado en los rangos sociales más altos.

En general, operaba un régimen rígido de explotación intensa de mano de obra esclava, lo cual dio pábulo a revueltas sociales que obligaron a la instrumentación de algunas reformas, aunque éstas no permanecieron demasiado tiempo; además, la existencia de posiciones adscritas en la estructura de la sociedad, concomitante a la desigualdad extrema, fue gradualmente potenciada. Ante tales alzamientos, la poderosa burocracia estatal recurrió a una represión creciente, por lo que más allá del incremento de los problemas económicos críticos (verbigracia, las sublevaciones de los años 300 d.C.), las capas inferiores de la población fueron controladas. La caída del imperio, dos siglos después del último periodo señalado, habría sido resultante de la avaricia y la imprevisión de los estratos ricos, en mayor medida que de “la fibra moral del pueblo llano" [Kerbo, 1998].

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