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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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DE LA LEGITIMACIÓN MONÁRQUICA A LA DOCTRINA REPUBLICANA ILUMINISTA - Juan Labiaguerre [IV]

Como alternativa moderada a la postura teórica hobbesiana, en la propia Inglaterra y algunas décadas después, John Locke interpretaba que “si el estado de naturaleza es un estado de libertad, no lo es de ningún modo de licencia” [1]. En dicha instancia, el ser humano gozaría de una situación incontestable, en virtud de la cual puede disponer a su antojo de su persona y de lo que posee; sin embargo, el mismo “no tiene derecho a [autodestruirse], ni de hacer ningún daño a persona alguna, o turbar a nadie en la posesión de lo que goza” [2].

Además, el estado natural tiene por regla la ley de la misma naturaleza, a la cual cada uno está obligado a someterse y a obedecer: la razón, que es esta misma ley, enseña a todos los hombres ... que, siendo todos iguales e independientes, no debe ninguno perjudicar a otro en cuanto a su vida, salud, libertad y bienes”. Locke sostenía que “a fin de que nadie pueda emprender invadir los derechos de otro, ni dañar a su prójimo, y de que las leyes de la naturaleza, que tienen por objeto la tranquilidad y conservación del género humano, sean observadas, por sí misma ha dado a cada uno en este estado derecho para castigar la violación de sus leyes” [3].

El parlamentarismo monárquico emergió como una firma político-institucional, bajo los cánones pretendidamente universalistas asentados en los principios ideales de la libertad y del individualismo [4]. Este liberalismo sostiene la preexistencia de derechos individuales, en referencia a la conformación estatal, contrastando la posición absolutista, al señalar los acotamientos de raíz ética que deben fijarse al ejercicio fáctico del poder, límites que marcan la distancia que lo alejan de los lineamientos trazados por su connacional Hobbes.

Resulta destacable en Locke la presencia de severas limitaciones, de carácter moral, sustentadas en el reconocimiento de un ámbito prioritario enmarcado en la ley natural y las pautas morales [5]. Debido a su visión sustancialmente individualista, estima que el logro de la organización sociopolítica es resultante de acciones voluntarias y libres del ser humano, el cual, en el contexto del mencionado estadio natural, experimentaría una relativa felicidad [6].

Con el fin de mantener y poder gozar del conjunto de sus derechos particulares, la humanidad habría “decidido” alejarse de su fase original, anterior a la institucionalización político-social, estableciendo idealmente de tal modo pacto multilateralizado, diferente a los contratos imaginados, en forma previa por Hobbes y, en el siglo subsiguiente, por Rousseau [7]. El único “atributo” a los cuales las personas renuncian es al de responder a través de acciones violentas a las eventuales agresiones de sus congéneres, constituyéndose un poder coactivo, devenido patrimonio estatal exclusivo, que obedece al mencionado convenio multilateral [8].

La humanidad se habría apartado de su naturaleza esencial a fin de garantizar, esencialmente, el respeto a sus derechos, portados en cuanto individuos, por lo que cabe entrever una faz negativa de esa concepción liberal ortodoxa, consistente en la falta de una referencia manifiesta al principio del “bien común” [9]. De acuerdo a la posición clásica expuesta por Locke, la entidad estatal ha sido depositaria sólo del mandato delegado por los ciudadanos a fin de repeler las circunstanciales violaciones a los derechos individuales, asegurando el resguardo de la propiedad privada, según lo establecido por el statu-quo imperante. Tal postura, de hecho, es reflejada en la garantía del goce de esa atribución, acotada al fragmento de la sociedad que en realidad puede ejercerla, es decir los sectores propietarios [10].

La piedra basal de la argumentación precitada consiste en el hecho, manifestado intuitivamente, de que muchos bienes existentes, a fin de poder ser usados, requieren un consumo realizado privadamente, en la medida en que la utilización de aquéllos impide su consumición por parte de otras personas; por ende, resulta imprescindible que haya algún procedimiento de apropiación exclusiva de dichos bienes [11]. Locke explicita la intención de corroborar de qué modo las personas particulares podrían alcanzar el dominio “legal” de varias parcelas de tierra, entregada por el Ser Supremo a la humanidad con un sentido de propiedad comunitaria, eludiendo el condicionamiento alusivo a la necesidad de un consenso expreso, alcanzado entre los integrantes de la colectividad [12].

A partir de esta doctrina, los exponentes del liberalismo adujeron seguir la premisa de la libertad, “bajo la que subyace una defensa a ultranza de la propiedad”. El autor inglés procuró armonizar los postulados del derecho natural -que básicamente se resumen en que todo hombre tiene derecho a lo necesario para la subsistencia, lo cual justifica el disfrute de una pequeña propiedad- con la existencia de un grupo social desprovisto de cualquier medio de vida [13].

Este filósofo ha trascendido históricamente a partir de sus dos perfiles, uno como exponente de una teoría empirista del conocimiento, y el otro en términos de pensador político. En el primer caso, su visión fue retomada por algunos representantes del iluminismo (Condillac entre ellos), siendo tenido en cuenta su enfoque, a posteriori, por la escuela positivista. Respecto al segundo ítem, Locke es considerado uno de los principales fundadores del liberalismo moderno y contemporáneo, ya que su doctrina inspiró la “revolución inglesa” (1688-1689) que instauró la monarquía parlamentaria británica, sistema institucional que perdura hasta nuestros días. 

Finalmente, en términos de propuesta de república político-social, Jean-Jacques Rousseau representó un caso atípico, entre los intelectuales franceses que integraron el movimiento de la Ilustración, durante el llamado “siglo de las luces”, teniendo en cuenta su divergencia con gran parte de los postulados genéricos de dicha corriente, cuya expresión emblemática fue la Enciclopedia dieciochesca [14]. La versión contractual de este autor se fundaba en que el hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado; algunos se creen los amos de los demás aun siendo más esclavos que ellos. El “orden social” sería un derecho sagrado que sirve de base a todos los restantes, el cual no provenía de la naturaleza, sino que obedecía a convenciones [15].        

La doctrina rousseauniana procuró reivindicar la diferenciación clara de las voliciones  “virtuosas”, frente a las de origen “vicioso”, apuntando a reconfigurar el grado cualitativo de los actos humanos voluntarios, en tanto factor nodal de los principios éticos, y de su aplicación en el terreno de la práctica política [16]. El individuo únicamente devendría auténticamente libre, condición inherente al verdadero estamento moral de la esencia humana, al alejarse de aquel estadio determinado por la consecución del objetivo de la satisfacción de sus aspiraciones egoístas, orientándose hacia la unión con sus semejantes, en el contexto de una organización institucional consensuada colectivamente, es decir aceptada (legitimada) como entidad compartida por la totalidad de los miembros de una comunidad.

 

[1] Además de su “Ensayo sobre el entendimiento humano”, que revolucionó el campo gnoseológico y epistemológico vigente en el siglo XVII, desde una perspectiva empirista, en la misma época se conoció el fundamento de su ideario político, plasmado en su obra "Dos tratados sobre el Gobierno Civil", en los cuales el autor abreva de fuentes teóricas variadas. En la teoría lockeana se advierte la impronta del pensamiento racionalista cartesiano, puesta de manifiesto en el rechazo a las concepciones tradicionales sobre el conocimiento humano, aunque afirmando las premisas de un empirismo clásico, proyectado en David Hume, y posteriormente volcado hacia posicionamientos pragmáticos, utilitarios y hedonistas.

[2] John Locke: “Tratado sobre el gobierno civil”, Capítulo I; Método científico y poder político, ob. cit. (pág. 157). El filósofo mencionado concebía dicho estado desde la perspectiva de la “validez intersubjetiva de un derecho natural a la satisfacción racional con arreglo a fines de los propios intereses. El derecho de cada uno a comportarse racionalmente en este sentido viene limitado por el hecho de que ese mismo derecho asiste también de antemano a todos”. Es decir que de la agregación de distintos cálculos de relaciones medios-fines que cada uno de los actores hace apoyándose en sus conocimientos empíricos y orientándose egocéntricamente hacia el propio éxito, solo puede seguirse, en el mejor de los casos, que todos consideran “deseable” la observancia de una norma común. Pero la deseabilidad de una norma no explica todavía la “fuerza obligatoria” que irradian las normas válidas, fuerza que no puede hacerse derivar de sanciones sino de un reconocimiento intersubjetivo de expectativas recíprocas de comportamiento, basado en última instancia en razones (Jürgen Habermas, ob. cit., págs. 300-301)

[3] John Locke: “Tratado...”, ob. cit., págs. 157-158. Las leyes naturales “serían absolutamente inútiles si en el estado natural nadie tuviera poder para hacerlas ejecutar, para proteger y conservar al inocente y reprimir el acto del que le oprime, si en esta situación un hombre puede castigar a otro que haya cometido algún mal, cada cual puede practicar lo mismo; pues en este estado de perfecta igualdad, en el cual ninguno tiene naturalmente superioridad ni jurisdicción sobre otro, lo que uno puede hacer en virtud de las leyes de la naturaleza, lo puede así y necesariamente cualquiera”. Por ende, “en el estado de naturaleza, cada uno tiene ... un poder incontestable sobre otro”, aunque el mismo no es absoluto ni arbitrario, ni en fuerza de él se tiene derecho para castigar al culpable por pasión, abandonándose a todos los movimientos y furores. En cambio, en dicha situación se permite “infligir a aquél las penas que la tranquila razón, y una conciencia pura, dictan naturalmente ..., proporcionadas al delito”, con la finalidad exclusiva de reparar el daño efectuado y prevenir la reiteración del accionar delictivo (John Locke: “Tratado...”, ob. cit., págs. 157/159)

[4] Esta concepción representó la respuesta a una serie de factores diversos, tales como los efectos de la “parálisis” económica producida por la estructura social del medioevo feudal y la perspectiva sesgadamente antropocéntrica del Renacimiento; a su vez, se nutrió de los enfoques racionalistas y utilitaristas que, adosados a la ética protestante-calvinista, fueron alimentándose mutuamente a lo largo de un periodo extenso. Asimismo, los componentes sustanciales que catalizaron aquellos ideales y situaciones temporalmente dispersas e ideológicamente heterogéneas, remiten a un núcleo teórico-antropológico centrado en la proclamación de una libertad imprescriptible, apoyada en el credo  individualista. Debe aclararse que el término “liberalismo” es polisémico, ya que engloba a un conjunto variado de premisas de orden político, o socioeconómico, las cuales habitualmente reflejan un ideario amplio que alberga posiciones divergentes en muchos aspectos.

[5] Locke, J., ob. cit. Su punto doctrinal de arranque parte de una instancia, concebida axiomáticamente, que comparten todas las ópticas referidas al “contractualismo político”, más allá de las profundas divergencias entre estas corrientes: la existencia histórica de un supuesto estado de naturaleza, previo a la constitución de cualquier sociedad o gobierno institucionalizados.

[6] Mientras que la visión antropológica lockeana no asume el pesimismo hobbesiano, para quien todo hombre era un lobo para su semejante, tampoco adheriría a las posteriores distorsiones mitológicas rousseaunianas que, como veremos más adelante, defiendan la bondad “natural” humana. En cambio, el judeocristianismo subyacente en la doctrina de Locke conduce a la creencia en que el “pecado original” habría determinado la caída del estado de naturaleza social descrito. En éste, las personas habrían sido portadoras de ciertos derechos individuales, sintetizados en la expresión inglesa property, la cual alude a los derechos a la vida, a la seguridad, a las libertades individuales y a la propiedad. Respecto a la propiedad de tipo específicamente inmueble, indica que, teniendo en cuenta el estadio primitivo de “no-ocupación”, los hombres cercaron y mezclaron su labor personal con la posesión de tierras, lo cual habría dado origen al derecho de propiedad, descartando que el mismo pudiera ser compartido por muchas personas.

[7] La distinción frente a ambos radica en que el modelo lockeano los seres humanos no se alienarían en términos absolutos, esto es enajenándose con relación al conjunto de los derechos asignados como individuos.

[8] El Estado, entonces, procura legitimar la instancia represora ante las trasgresiones a los derechos individuales. A pesar de que Locke no diferencia explícitamente la existencia de dos “momentos” que atravesaría dicho proceso  contractual, en forma latente sí lo hace, por lo que la primera fase alude a ese pacto multilateral, celebrado hipotéticamente a efectos de configurar una comunidad política organizada, mientras que la etapa posterior refiere a un acuerdo bilateral, promotor de deberes mutuos entre el aparato estatal y los ciudadanos gobernados, cuyo objetivo apunta a  la determinación acerca de quiénes han de ejecutar el poder delegado al Estado.

[9] Este enfoque sobre la conformación del gobierno civil refiere, permanentemente, a la vigencia de una especie de justicia conmutativa, normalizadora de las interacciones llevadas a cabo por la ciudadanía, junto a otra de índole distributiva, por la que la autoridad soberana se encontraría facultada en términos de la imposición de ciertas sanciones jurídicas, verbigracia, a los trasgresores. No obstante ello, no aparece una precisión de aquel componente que en actualidad suele denominarse justicia social.

[10] El capítulo V de “Ensayo sobre el gobierno civil”, titulado De la propiedad, se inicia bajo la apelación a argumentos basados en la razón natural y en la revelación divina, de cara a intentar demostrar que todos los seres humanos poseyeron, primigeniamente, un derecho común sobre la propiedad de la tierra. No obstante ello, a determinadas personas les será dificultoso comprender de qué manera podría un hombre, considerado individualmente, tener posesión de cosa alguna, debido a lo cual la concepción lockeana apunta, prioritariamente, a la resolución de tal inconveniente, procediendo a interpretar cómo un particular puede lograr el acceso a una propiedad privada sin trasgredir los derechos del prójimo.

[11] A renglón seguido, se expone una cuestión relevante en la coyuntura histórica puntual, cual es la estimación, en tanto criterio de legitimidad respecto de la propiedad privada, de la circunstancia crucial de que ella derive, por caso, de una especie de convención de carácter universal. Es decir que, si se quiere adjudicar la pertenencia de cualquier bien a la esfera de la posesión privada legítima, ello demandaría inexcusablemente el consenso de “los otros”.

[12] La propuesta para el logro de la “convalidación” mencionada recurre a dos elementos explicativos: el trabajo y la estipulación, dado que la conexión estrecha de ambos factores justificaría la eventualidad de una actuación de orden económico, creadora de propiedad (de acuerdo a un nivel inequiparable al grado de suma-cero, que permitiese la realización de una actividad productiva rentable, y el consecuente consumo privado de bienes, que no devengan violatorios de los derechos del prójimo. En ese sentido, “aunque las cosas de la naturaleza son dadas en común, el hombre, al ser dueño de sí mismo y propietario de su persona y de las acciones y trabajos de ésta, tiene en sí mismo el gran fundamento de la propiedad [...] Cada hombre tiene una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto el mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos, podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor, y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tenga ya derecho a ella los demás hombres”.

[13] María J. Villaverde: Estudio preliminar; en Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, o Principios de Derecho Político -Barcelona, Tecnos, 1988-, pág. XVI y s.s.)

[14] Su punto de vista presentó implicaciones profundas, proyectadas al campo de la ética, a partir de su incidencia sobre el pensamiento kantiano. Asimismo, Al encaminar sus estudios hacia el área de la filosofía política, enraizada en una cosmovisión de corte antropológico, discrepó radicalmente con la noción de libertad, extendida entre sus contemporáneos, heredada de las conceptualizaciones elaboradas por Hobbes y Locke en Inglaterra.

[15] Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, ob. cit., Cap. I, pág. 4

[16] La base de aquella distinción radica en el hecho de que la voluntad resulte independiente, o por el contrario heterónoma, en la determinación de las finalidades íntimas perseguidas por los hombres. En lo que refiere a la separación entre el accionar libre, llevado a cabo autónomamente, y la libertad equivalente a la carencia de presiones u obstáculos, de orden  externo, Rousseau consideraba que, al buscar la satisfacción de los deseos propios en ausencia de trabas, las personas pueden sentirse más liberadas, en su rol de agentes de inclinaciones naturales, aunque en realidad continúan siendo dependientes en su papel de actores racionales.

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