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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EL CONTRATO ROUSSEAUNIANO DE LA "ILUSTRACIÓN" - Juan Labiaguerre [V]

La idea del “pacto” rousseauniano se basaba en la argumentación de que la fuerza no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a los poderes legítimos; en la medida en que “ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y teniendo en cuenta que la naturaleza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones como único fundamento de toda autoridad legítima entre los hombres” [1]. La libertad de los individuos sería inmanente a su moralidad, lo cual conduce a sujetarse a una legislación normativa, no orientada exclusivamente al ego, sino al conjunto del género humano en su condición de tal [2]. En las cláusulas del contrato se subraya, de modo implícito, el carácter universalista de la prescripción moral, dado lo cual aquello que es correcto, o no lo es, desde la perspectiva de un individuo, debe necesariamente resultar de la misma manera para cualquier otro congénere, en circunstancias similares [3].

La cuestión central que apunta a resolver esta figura contractual radica en encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a las personas y a los bienes de cada asociados, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes del acceso a la “civilización” [4]. Es decir que “este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio importante, al sustituir en su conducta la justicia al instinto, y al dar a sus acciones la moralidad que les faltaba antes” [5]

En resumidas cuentas, tal como anteriormente el contrato hobbesiano lo había aceptado, pero sin destacar su importancia como elemento moral, cada particular tiene derecho a requerir, para sí mismo, exclusivamente aquel bien que ha sido consensuado como atributo propio por parte del prójimo, por lo que ninguna persona debería ser obligada a “algo”, por parte de cualquiera otra, exceptuando lo que aquella puede obligarle, recíprocamente a hacer a los demás [6].

Por otra parte, el posicionamiento rousseauniano se aleja de la concepción contractual expuesta por Locke en su relativización de la perspectiva individualista defendida por el mismo. Ello acarrea una diferente valorización de los aspectos referidos al “bien común”, que resultan priorizados por el filósofo ginebrino, quien los ubica en una escala jerárquica superior, normativamente, con relación al respeto irrestricto de los intereses particulares, incluyendo el resguardo de la propiedad privada. Sin embargo, ello no significa que la meta de la igualdad implique un igualitarismo absoluto, dado que no existe una aspiración a la comunización de los bienes, sino únicamente a que “la sociedad provea a la subsistencia de todos los hombres” [7].

La propuesta de Rousseau apuntaba a un tipo de sociedad austera y autosuficiente, donde los valores éticos predominen sobre los mercantiles, y el bien común sea el valor por excelencia [8]. En este sentido, “la utopía radica en su pretensión de aferrarse a un modelo de sociedad que la ascensión imparable del capitalismo hace ya inviable. Detrás de la denuncia de la propiedad privada del Discurso sobre el origen de la desigualdad subyace la condena de la sociedad capitalista” [9]. Tal apreciación se manifiesta en el párrafo siguiente, impregnado de cierto romanticismo ingenuo:

El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío”, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ese fue el verdadero fundador de la sociedad civil ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: “Guardáos de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie” [10].

La obra de Rousseau incidió en el escenario político-ideológico de la Revolución Francesa, a través de los seguidores de su doctrina, llamados jacobinos, cuya ala más radicalizada constituyó el gobierno transitorio del partido de “La Montaña”, encabezado por Robespierre hacia fines del siglo XVIII, caracterizado históricamente como una dictadura del terror. Asimismo, ya en la centuria subsiguiente, parte de su legado puede comprobarse en la concepción de algunos “socialistas utópicos”, así como también en ciertos escritos del marxismo clásico.

Ulteriormente, el reconocimiento etendido de la metodología científica "unificada" constituyó el preludio de la visión positivista. En efecto, la corriente del racionalismo prevaleciente en el siglo XVII, de raíz cartesiana, había soslayado de algún modo el análisis de fenómenos “reales”, al elevar a la categoría de dogma a ideas y conceptos aislados, debido a que la concepción “pura” de la razón dominaba completamente el conocimiento. Ulteriormente, mediante la asimilación del método propio de las ciencias físico-naturales, durante la era iluminista, se vislumbró la posibilidad concreta de amalgamar “lo positivo” con “lo racional” [11]. El marco histórico del desarrollo científico se hallaba fuertemente incidido por una evolución notable, a través de avances sucesivos, encadenados y acumulativos en el campo de aquellas disciplinas; además, sobre la base del aporte newtoniano, el salto cualitativo fue enorme para la época. Al respecto, la compleja multiplicidad de los fenómenos naturales fue reducida a una única ley universal y comprendida como tal. Se trataba de una victoria impresionante del nuevo método [12]. La enunciación de la ley general de la “gravedad” resultó interpretada, no en cuanto producto exclusivo de la construcción teórica ni de los experimentos, estimadas ambas instancias aisladamente, sino como fruto de la rigurosa aplicación del método científico, entendido en sentido estricto [13].

Un rasgo típico original de las concepciones del Iluminismo radicó en “la adopción sin reticencias del modelo metodológico de la física de Newton”, teniendo en cuenta que su empleo pretendió generalizarse, abarcando otros ámbitos, fuera de la matemática y la física. Este proceder investigativo en particular, evaluado en términos de patrón paradigmático, era presentado en tanto “herramienta indispensable para el estudio de todos los fenómenos” del universo, incluyendo el tratamiento de las cuestiones humanas integrales [14]. En la nueva etapa del conocimiento humano, la razón no se inclina ni ante lo meramente fáctico, los simples datos de la experiencia, ni ante las “evidencias” de la revelación, la tradición o la autoridad. Por lo tanto, el razonamiento “observacional”, esto es combinado necesariamente con la “empiria”, pasó a constituir el único medio adecuado en aras del acceso consciente a la realidad objetiva, en cualquiera de las ramas y especializaciones científicas [15].

Dentro de las temáticas políticas, socioeconómicas, culturales, psicológicas y morales también la razón se convertía en un instrumento poderoso, si se empleaba el método especial consistente en el análisis de elementos separados y la reconstrucción sintética [16]. La contribución puntual de la Ilustración al progreso de la ciencia, en general, consistió en su tendencia a la fusión de las dos perspectivas divergentes de la filosofía del conocimiento desarrolladas durante el siglo XVII, el racionalismo y el empirismo, procurando la reunificación de “la metodología” propiamente dicha [17].

Los pensadores ilustrados procuraron analizar metódicamente las cuestiones de la humanidad en su conjunto, al intentar asimilarlas a las premisas consideradas “auténticamente” científicas. Este encuadre respondía a una estimación pretendidamente unívoca acerca del conocimiento verdadero, basado en la articulación entre conciencia y observación, característica del estudio de los hechos naturales [18]. Se evaluaba que la facultad del raciocinio, apoyada en los datos provistos mediante técnicas experimentales, constituía “la medida crítica de las instituciones sociales y de su adecuación a la naturaleza humana”.

 


[1] Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, ob. cit., Cap. III, pág. 8

[2] En fecha cercana a la aparición de esta obra, también fue publicada la novela “Emilio” (o el buen salvaje), de Rousseau, la cual en esa instancia tuvo mayor repercusión que el propio “Contrato”, y demuestra la continuidad de la tendencia del pensamiento moderno a expresarse literariamente al mismo tiempo que a través de ensayos críticos.  Este modelo contractual remite a un compromiso de participación colectiva, conducente a facilitar la transición desde la dimensión “animal” de las personas hacia su esencia eminentemente ética. Asimismo, el componente sustantivo de dicho compromiso consiste en la predisposición de cada individuo a entregarse al compuesto sociocomunitario en idéntica igualdad de condiciones particulares, en la medida en que los compromisos que nos ligan al cuerpo social sólo son obligatorios porque son mutuos.

[3] Ese condicionamiento constituiría la única garantía posible, a partir de la cual los juicios de esencia ética pueden tener un sustento firme, verbigracia, al admitir que “si X posee el derecho, o atribución, para realizar el acto Y, en consecuencia es preciso reconocer que todos tienen el derecho de hacer lo mismo que X”.

[4] “Las cláusulas de este contrato se encuentran tan determinadas por la naturaleza del acto que la más mínima modificación las convertiría en vanas y de efecto nulo, de forma que, aunque posiblemente jamás hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas partes, y en todos lados est+an admitidas y reconocidas tácitamente hasta que, una vez violado el pacto social, cada uno recobra sus derechos originarios y recupera su libertad natural” (Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, ob. cit., Cap. VI, págs. 14-15)

[5] Sólo en dicha instancia la voz del deber reemplaza al impulso físico, y el derecho al apetito, y el hombre, que hasta ese momento no se había preocupado más que de sí mismo, se ve obligado a actuar conforme a otros principios, y a consultar a su raz+on en vez de seguir sus inclinaciones (Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, ob. cit., Cap. VIII, pág. 19)

[6] Mediante este razonamiento es posible entender el significado profundo del lema de Rousseau, que señala que “dándose uno a todos, no se da a nadie”. En otras palabras, que al ser la normativa jurídica idéntica para todos, nadie desea hacerla onerosa para los alter. Ser libre, entonces, conlleva el seguimiento estricto de dicha normativa, cuyo rasgo crucial radica en encontrarse dirigida a todos, y cada uno, de los seres racionales, al resultar tal disposición reconocida por parte del colectivo compuesto por individuos portadores de una moralidad intrínseca.

[7] “La idea de la socialización de los medios de producción aun no está madura en la sociedad dieciochesca” (María J. Villaverde, ob. cit.)

[8] Se postulaba una “sociedad igualitaria donde los pobre no se vean obligados a venderse a los ricos, y donde todos los ciudadanos tengan asegurados los medios de subsistencia, es decir, un trozo de tierra que les permita subsistir sin depender de nadie” (María J. Villaverde, ob. cit.)

[9] A pesar de que este autor no alcanza a percibir nítidamente las transformaciones sociales profundas de esa fase histórica, posee al menos la sensibilidad suficiente como para identificarlas a grandes rasgos.

[10] Jean-Jacques Rousseau: “Discurso sobre el origen de la desigualdad”; Madrid, Tecnos, 1987, págs. 161-162

[11] Irving Zeitlin, ob. cit. pág. 16. Este autor especifica que  “las ciencias de la naturaleza estaban demostrando su propia validez; podía percibirse claramente su progreso como el resultado de la marcha triunfal del nuevo método científico”.

[12] Irving Zeitlin, ob. cit., pág. 16

[13] Issac Newton (1642-1727), matemático, físico y astrónomo británico, había completado investigaciones previas efectuadas por Kepler y Galileo, al mantener, utilizar y reformular la metodología utilizada por ellos, fundada principalmente en “la interdependencia de los aspectos analíticos y sintéticos” (Irving Zeitlin, ob. cit., pág. 16)

[14] Irving Zeitlin, ob. cit., pág. 17

[15] Cabe agregar que los enciclopedistas creían que la razón “no serviría únicamente para brindar conocimiento e información, sino... para cambiar el modo tradicional de pensar” (Irving Zeitlin, ob. cit., pág. 17)

[16] Irving Zeitlin, ob. cit., págs. 17-18

[17] Irving Zeitlin, ob. cit., pág. 18

[18] Es preciso mencionar, aunque el presente texto no abarque el asunto, de por sí complejo y problemático, que en la segunda mitad del siglo XVIII sobresalió en Alemania la teoría del conocimiento del filósofo Inmanuel Kant (1724-1804), fundador del denominado criticismo, expresado fundamentalmente en su obra “Crítica de la razón pura”. Dentro del mismo país, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) creó a posteriori, y mediante una posición divergente a la anteriormente citada, la corriente idealista absoluta en los comienzos de la edad contemporánea de la historia occidental, y fue autor, entre otros escritos, de “Fenomenología del Espíritu”.

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