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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EL CONSERVADURISMO SOCIAL EN LA LEY COMTEANA DE LOS "TRES ESTADIOS" [II] - Juan Labiaguerre

La visión de John Stuart Mill, discípulo y exégeta de Comte, “la verdadera doctrina [positivista] ni siquiera fue vista en toda su claridad por Bacon, a pesar de ser el resultado al que tienden sus especulaciones; menos aun por Descartes. Fue aprehendida sin embargo, con considerable corrección, por Newton” [1]. Aquí se aprecia, en principio, el reconocimiento como antecedente más representativo del auténtico pensamiento positivo al científico que descubrió la ley de la gravitación universal, es decir un objeto de estudio de la física -apoyada por los conocimientos previos logrados en el campo de la astronomía matemática-, por encima de los aportes surgidos de la disciplina filosófica; en términos generales, el método cartesiano es incluido dentro de los “fundadores” de la nueva filosofía, aunque resulta menospreciado debido a su perfil exclusivamente racionalista, caracterizado por la elaboración de especulaciones abstractas, es decir sin asidero en la experimentación [2].

Precisamente, son las ciencias físicas -y no las humanísticas- el soporte “natural” de la sociología en su estadio avanzado, porque el hombre sólo conoce -y de manera relativa –fenómenos: “no conocemos la esencia ni el modo real de producción de cualquier hecho, sino solamente sus relaciones con otros factores en la forma de sucesión o semejanza”, relaciones expresadas bajo la forma de leyes invariables, mientras se presenten las mismas circunstancias. El positivismo concibe una marcha progresiva del espíritu humano que evoluciona “en bloque”, abarcando las esferas intelectual, política y social, en respuesta a una necesidad invariable, teniendo en cuenta que “cada rama de nuestros conocimientos pasa sucesivamente por tres estadios, el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo”, los que remiten a respectivos modos de pensar cristalizados en métodos de obtención de conocimientos radicalmente diferenciados.

En principio, dentro del marco de pensamiento determinado por la teología, el hombre dirige su mirada hacia la naturaleza íntima o causa última de las cosas, pretendiendo aprehender su esencia en forma absoluta mediante la representación de cualquier evento como si se tratase del producto de la “acción directa y continua de agentes sobrenaturales” [3]. El modo de filosofar teológico, que conlleva un tipo de explicación personal y volitiva de los hechos, siguiendo a Stuart Mill, interpreta los acontecimientos del universo en cuanto gobernados “no por leyes invariables de secuencia, sino por voliciones [actos de la voluntad] singulares y directas de seres, reales o imaginarios, poseídos de vida e inteligencia”.

En el contexto del pensar metafísico, en cambio, los actores “divinos” se sustituyen por fuerzas o identidades abstractas personificadas, “inherentes a los diversos seres del mundo y concebidas como capaces de engendrar por sí mismas todos los fenómenos observados", según Marí. En dicho estadio del conocimiento, denominado también “abstracto u ontológico” [4], los hechos son explicados mediante su adscripción a abstracciones realizadas, debido a que en esta instancia “ya no hay un dios que cause y dirija a cada uno de los diversos agentes de la naturaleza, [sino que, en su reemplazo] se trata de un poder, fuerza o cualidad ocultos, considerados realmente como existentes, inherentes a los cuerpos concretos en que residen pero distintos de ellos y a los cuales animan de cierta manera; los fenómenos se explican mediante supuestas tendencias y predisposiciones abstraídas de la naturaleza” [5].

Considerada en el sentido de reacción que asimila, superando simultáneamente, las dos formas anteriores de pensamiento (y de consecuente acción), el surgimiento del espíritu positivo equivale al abandono de la búsqueda de nociones absolutas, es decir a la renuncia a indagar acerca del origen y destino del universo a efectos de conocer el “primer motor” del mismo. En el ámbito de esta último y definitivo estadio espiritual del hombre, el conocimiento se limita a descubrir, mediante “el uso combinado de razonamiento y observación, las leyes efectivas del desenvolvimiento, las relaciones invariables de sucesión e imitación”; de aquí en más la explicación de todos los hechos queda reducida a sus términos reales, resultando sólo “el enlace establecido entre los diversos fenómenos particulares y algunos hechos generales”.

El pensamiento positivo, también llamado por Stuart Mill fenoménico, desde el punto de vista objetivo (materia de estudio) o experiencial (actitud metodológica del investigador), alberga una “concepción del conocimiento humano puesta en práctica por todos aquellos que han hecho alguna contribución auténtica (real) a la ciencia”, aportando a la verdadera función de cualquier disciplina científica, que consiste en la previsión racional, es decir el cumplimiento del lema “saber para prever”. A diferencia del marxismo, que va a plantear la pretensión de conocer la realidad, manifestada asimismo a través de leyes independientes de la voluntad humana, pero para intentar transformarla, el positivismo se limita a la mera observación de aquello que “viene dado”, en la medida en que considera que prevemos un evento en virtud de hechos que constituyen signos del mismo, siempre y cuando la práctica experimental haya demostrado que representan sus antecedentes naturales.

Esta teoría evolutiva del desarrollo del conocimiento humano, ampliada a los campos político y social, identifica a la etapa teológica por la existencia de un ordenamiento estable de la estructura jerárquica de la sociedad, lograda sobre la base de la aceptación pasiva de las desigualdades sociales, impuesta por las creencias tradicionales, principalmente el dogma eclesiástico (orden retrógrado). El periodo metafísico abarca la prolongada instancia histórica signada por la gestación y concreción del proceso revolucionario, cuestionador del “antiguo régimen”; dicha etapa se fundaba en un racionalismo crecientemente extremo que, al poner en tela de juicio el conjunto de valores vigentes durante siglos, llegaría a desestabilizar el disciplinamiento social (progreso anárquico); finalmente, el estado positivo reúne los componentes integradores comunitarios, propios de la era inicial, con la evolución científica y técnica, racionalmente aplicadas a la producción económico-industrial, aportada durante el periodo transicional intermedio (orden y progreso).

Comte destacaba la aptitud del espíritu positivo en el sentido de “constituir la única solución intelectual” aplicable a la crisis social desatada en Europa, principalmente en Francia, desde el desencadenamiento de la gran revolución; este diagnóstico provenía de su creencia en que la filosofía teológica había sufrido un desgaste gradual “durante los últimos cinco siglos” que llevó a su lenta disolución, paralela a la progresiva descomposición del sistema político basado en dicha forma de pensamiento, empujada por la actitud crítica del espíritu metafísico. El “doble movimiento negativo”, intelectual e institucional, había corrido por cuenta de las universidades, vueltas en contra de la Iglesia que las había creado y de los legisladores hostiles al poder feudal; en dicho contexto, la Revolución Francesa se inició cuando esa decadencia -común a ambos aspectos citados- alcanzó un límite que tornó inevitable la desintegración del antiguo régimen y la “creciente necesidad de un orden nuevo” [6].

Sin embargo, no se había podido concretar una auténtica transformación sociopolítica debido a la carencia de una filosofía propia que la sustentara intelectualmente: en el momento en que resultaba necesario “el abandono de las doctrinas puramente negativas”, las cuales habían orientado y dirigido tal cambio, se otorgó a la escuela metafísica la dirección del movimiento reorganizador, sobre todo en la primavera revolucionaria del periodo 1789-1794, a pesar de su “absoluta impotencia orgánica”; fue entonces cuando la falta de una sólida teoría alternativa impidió satisfacer -según Comte- la necesidad prevaleciente de orden. El vacío filosófico del periodo post-revolucionario condujo entonces al regreso al poder de la monarquía borbónica en 1815, aunque ahora con tinte constitucional, luego del interregno napoleónico; esta forma de gobierno era considerada por el autor que nos ocupa como “una especie de restauración pasajera de aquel mismo sistema, mental y social, cuya irreparable decadencia había originado la crisis” y la equiparó a una reacción retrógrada.

El mencionado sistema monárquico restaurado generó en términos de respuesta política “inevitable e indispensable” la revolución de 1830 que instaló la monarquía parlamentarista encabezada por Luis Felipe de Orleans, cuya inoperatividad derivó en los movimientos revolucionarios de 1848 –extendidos a gran parte de Europa- que culminaron con la proclamación de la Segunda República; la marcha contradictoriamente zigzagueante del proceso socioinstitucional en este tramo de la historia francesa significaba, desde la óptica comteana, que “el progreso constituye, tanto como el orden, una de las dos condiciones fundamentales de la civilización moderna”; no obstante, ambos elementos cruciales no podían materializarse mediante realizaciones concretas sin “una filosofía realmente adaptada al conjunto de nuestras necesidades”.

Las ideas referidas al orden provenían aun se los adherentes al antiguo régimen, rechazado por la sociedad decimonónica según Comte y, por otro lado, los intentos por “acelerar directamente el progreso político” resultaban obstaculizados por el temor a la vuelta de la anarquía reinante durante el periodo inmediatamente posterior a la Revolución, mientras “las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas”. De esta manera proseguía la contienda entre el espíritu teológico, incompatible con el progreso al negarlo dogmáticamente, y el pensamiento metafísico, movilizado en clave filosófica por el principio de la duda universal sistemática instalada en los intelectuales herederos de la Ilustración a partir de la continuidad del racionalismo de pura cepa cartesiana [7]; dicho espíritu “crítico-negativo” en la práctica había conducido al caos político y social o a “un estado equivalente de desgobierno”. Ambas concepciones sucesivamente predominantes demostraron históricamente su incapacidad para gobernar adecuadamente en el marco de la sociedad moderna, motivo por el cual cayeron en un descrédito generalizado entre la población, cuyo sentido común se orientaba por un criterio espontáneamente “positivo”.

La situación intelectual de la época, careciente de una filosofía única que compatibilizara la satisfacción de las demandas dirigidas al progreso tanto como al orden, determinaba que las dos corrientes históricas antagónicas -pese a todo lo expuesto- resultaran aun necesarias, aunque se anularan mutuamente, teniendo en cuenta el “hueco mental” dejado vacío por el espíritu positivista. Dentro de este ámbito estacionario “las inquietudes opuestas relativas a estos dominios contrarios deberán naturalmente persistir”, conviviendo simultáneamente en forma conflictiva, en la medida en que permanezca aquel intervalo marcado por el vaciamiento respecto de una corriente filosófica actualizada que llegara a tener peso político real; dicha laguna constituía el resultado inevitable de la “irracional escisión entre las dos fases inseparables del gran problema social”, consistente en la imperiosidad de unir el progreso científico, técnico y económico a la vigencia de cierto disciplinamiento entre los miembros de la sociedad.

Por otro lado, ambas escuelas perimidas de acuerdo a la ley evolutiva de los “tres estados”, a partir de su accionar recíprocamente excluyente, se sumergieron en el cometido de las “aberraciones inversas de su antagonista”, si se considera que la corriente teológica, tradicionalmente sostenedora del orden consintió, y luego incentivó, acciones subversivas contra las instituciones políticas, puestas de manifiesto por la restauración retrógrada que avasalló el sistema de gobierno vigente por entonces, aprovechando las condiciones políticas inestables generadas por la derrota de Napoleón en Waterloo; mientras tanto, el polo opuesto conformado por el sector retrógrado, desairando su inherente tendencia progresista, había perdido “toda la fuerza lógica” exigida por su primigenio impulso revolucionario, debido a que su típica inconstancia acarreó su aceptación del “mismo sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca continuamente”.

 


[1] STUART MILL, John: Comte y el positivismo; Bs. As., Aguilar, 1972 (págs. 37 a 43)

[2]- DESCARTES, René: El discurso del método;

[3]- COMTE, Augusto: Discurso sobre el espíritu positivo; Madrid, Aguilar, 1962. Corresponde señalar que el estado positivo atravesó tres subetapas, “fetichista, politeísta y monoteísta”, las que refieren respectivamente a la atribución de poderes sobrenaturales a cosas u objetos, el reconocimiento de la coexistencia de varias “divinidades” o la aceptación de un único dios, tal como se expresa en las religiones judía, cristiana y musulmana .

[4]- Correspondiente a la parte del pensamiento metafísico ocupado del tratamiento del ser en general y de sus cualidades trascendentes.

[5]- STUART MILL, J., ob. cit.; este autor considera que dichas tendencias “abstractas”, aun consideradas como impersonales, son representadas en tanto actuantes de una forma relativamente semejante al accionar de seres conscientes, poniendo como ejemplo en el campo de la medicina la fuerza curativa de la naturaleza [que] suministra la explicación de los procesos reparadores que los fisiólogos modernos refieren en cada caso a sus particulares agentes y leyes.

[6]- COMTE, A., ob. cit. págs. 101 a 114

[7]- De acuerdo a la concepción de Descartes “ninguna proposición que esté basada en la experiencia (basada en la información transmitida por los sentidos) puede superar la prueba de la duda metódica. No podemos saber que son ciertas. Es lógicamente posible dudar de ellas” [HARTNACK, Justus: Breve historia de la filosofía; Madrid, Cátedra/Teorema, 1994, pág. 97]

 

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