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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EUFEMISMOS "POSTMODERNOS" SOBRE LA ACTIVIDAD LABORAL CONTEMPORÁNEA - Juan Labiaguerre

           Goldín afirma que, en última instancia, que cada vez se hace más difícil sostener la viabilidad de un sistema normativo como el de la protección laboral que, sin negar el funcionamiento de los mercados, se ha servido siempre de la técnica de “sacar” de la competencia -por consideraciones que como sugiriéramos, han sido tanto de progreso como de conservación- determinadas condiciones relativas al trabajo, como el nivel mínimo de los salarios, una cierta garantía de continuidad en el empleo, algunos límites a la jornada, determinadas condiciones de higiene y seguridad [1]. Se aclara al respecto que “en el marco de economías cada vez más abiertas e interdependientes, ¿cómo sostener esta acción de sacar ciertas condiciones del mercado, cuando ellas han de reingresar, esta vez “por la ventana”, como insumo de mercaderías que han sido elaboradas en países con bajos standards laborales, con salarios mucho más bajos y jornadas más extensas?”

            Otro de los notables desafíos que enfrenta el régimen de protección del trabajo es la creciente dificultad para identificar los sujetos alcanzados por sus instituciones, situación que es producto de fenómenos diversos pero convergentes ... si el concepto de dependencia laboral (que define la “pertenencia” al conjunto de categorías laborales protegidas), se construyó históricamente como réplica conceptual del modo de desempeño del trabajador industrial típico que prevaleciera a partir de la primera revolución industrial, no debe llamar la atención que la idea misma de dependencia laboral iniciara un trayecto de pérdida de representatividad y abarcabilidad a partir del momento en que la  figura del trabajador industrial comenzara de modo gradual a resignar su condición dominante en el sistema productivo y el mercado de trabajo. Si imaginamos un hipotético “continuo” en uno de cuyos extremos se localizan las formas más nítidas de desempeño en relación de dependencia y en el otro, las de trabajo claramente autónomo, los tramos intermedios -aquellos en los que se localizarían los supuestos difíciles de categorizar (los denominados “casos grises”)- han de verse crecientemente frecuentados a medida en que cambian los modos de prestación del trabajo [2].

El autor de marras agrega que “debe considerarse también la creciente e incontenible heterogeneización del sistema productivo -la denominada desestandarización del trabajo- que conlleva la desestandarización correlativa de las categorías profesionales (también, conviene decirlo, de la solidaridad de clase y de los criterios de representación), la tendencia a la externalización, descentralización o outsourcing como modos  prevalecientes de organización de la producción y de los procesos de trabajo, la difusión y generalización de las estrategias de responsabilización y autonomización de trabajadores y grupos de trabajo, entre otras manifestaciones que vienen tornando difusos los límites entre las categorías que debieran ser alcanzadas por el régimen de protección del trabajo y aquellas otras que no necesitan contar con más asistencia que la que les adjudica su poder de mercado”.

            Bajo las circunstancias mencionadas, “el sistema de protección laboral ya no logra definir con claridad su centro de imputación normativa”, es decir su objetivo propio y específico, conllevando en su actual involución la preservación de determinados status ocupacionales que continúan gozando de una “capacidad de autotutela” incólume, tal como es el caso representado por ejecutivos o técnicos altamente calificados, resguardados por la dirigencia empresarial al interior de cierto núcleo duro y estable, consolidado mediante una firme relación de dependencia. Por otra parte, y en el otro extremo, expulsa al espacio signado por el desamparo laboral a una masa de trabajadores dotados de menor capacitación profesional y fragilizados en su vínculo contractual, los cuales se ven de algún modo forzados y “chantajeados” a someterse a formas virtualmente fraudulentas de subcontratación, autoempleo u otras análogas, las que sólo eventualmente se encuadran en un marco de legitimidad “ética” o, como expresión mínima, jurídico-formal.

            En el caso concreto de nuestro país Goldín señala que un proceso recientemente observado consiste en la introducción o generalización de técnicas de protección distintas de la tradicional que, como es sabido, consiste en limitar la autonomía de la voluntad mediante la implantación de normas imperativas. Aparecen de ese modo regímenes basados en técnicas de mercado o, cuanto menos, más complacientes con el desempeño de los mercados, tales como los sistemas de capitalización individual o colectiva (como las del régimen de jubilaciones y pensiones y las AFJP), de seguros privados obligatorios (como el que se prevé para los riesgos del trabajo), de fondos de afectación para el despido, o para garantizar los créditos laborales en caso de insolvencia, o para el sostenimiento de los contratos en situaciones de caída temporaria de la demanda ....[3]

En tal sentido, “no siempre las técnicas de mercado son compatibles con la lógica de la atención de las contingencias o necesidades sociales ... como lo ha puesto en evidencia el régimen de cobertura de los riesgos del trabajo que, a diferencia de sus análogos español y chileno, se opera a través de entidades (las ART) que tienen fines de lucro.  La finalidad lucrativa -valiosa, sin duda, en la lógica de la producción y de los mercados- puede no serlo en la gestión de las políticas sociales. Allí puede conducirse del modo en que está operando en el régimen argentino de riesgos del trabajo: las ART suelen no imponer a las empresas a las que atienden criterios rigurosos de cumplimiento de las reglas de seguridad e higiene en el trabajo, privilegiando la preservación de la cartera de clientes (entre el crecimiento del flujo de las primas y la contención del costo de la siniestralidad, optan por asegurar el primero). Desde otra perspectiva, en la medida en que el cliente de la ART es la empresa y no el trabajador destinatario de los servicios y las reparaciones, no es inhabitual que la aseguradora de riesgos rechace siniestros que de verdad acaecen, con sustento en su hipotética desvinculación del trabajo. En esos casos, la indemnidad del cliente (la empresa) no ha sido puesta en cuestión desde que en cualquier caso la ART queda obligada a responder si finalmente se tiene por establecida la responsabilidad de aquella; entretanto, el trabajador, demora en encontrarse con su tutela, que puede terminar siendo tardía”.

            Respecto del fenómeno que el autor denomina “segmentación del régimen tutelar”, cabe acotar que, emergido alrededor de la concepción prevaleciente acerca relación de dependencia laboral, la normativa legal referida a la protección del trabajador remitía a tal configuración conceptual, la cual “definía a los sujetos protegidos (en otras palabras, a su propio centro de imputación normativa) mediante una lógica correlativa de universalidad (unicidad) regulatoria, [es decir que] ... a una única categoría de sujetos protegidos -los [trabajadores] dependientes- debía corresponderle un único régimen de protección (en la Argentina, ese es, precisamente, el rol de la Ley de Contrato de Trabajo)”.

            Si se profundiza el proceso de heterogeneización y “desestandarización” del trabajo que esbozáramos líneas arriba, es altamente probable que se produzca uno correspectivo de quiebre de aquella recordada universalidad regulatoria. En ese contexto, categorías recíprocamente inasimilables requerirían regímenes de tutela también distintos. No es desdeñable, pues, la hipótesis de que el ordenamiento laboral evolucione en el sentido de la diversificación creciente de sus contenidos -normas distintas para categorías diferenciadas-, y adquiera una conformación que haga necesaria la construcción ulterior de un nuevo dogma jurídico [4]. 

            Con respecto a la yuxtaposición y mixtura de estructuras sociales características del capitalismo tardío, los patrones privatistas de motivación resultan imputables a ciertos parámetros de raigambre cultural, representativos de una mezcla singular de elementos tradicionales precapitalistas y de componentes típicos de la sociedad burguesa [5]. La estructura social capitalista, en todo momento, estuvo condicionada por factores culturales marginales “que no podía reproducir por sí misma”; además, los requerimientos en orden a la estabilidad de las instituciones democráticas modernas únicamente pueden satisfacerse a través de la vigencia de una cultura política mixta.

            Con relación a la concepción acerca de la cultura cívica en general, las formas económicas capitalistas se fusionan con otras -tradicionales y familiares-, pertenecientes al ámbito político-cultural, dentro del cual el compromiso y la racionalidad universales se encuentran fuertemente contrabalanceados por la particularización y una mentalidad cuasi-servil. En tal sentido, la panoplia legitimadora del orden burgués, considerada globalmente, nunca pudo reproducirse a partir de su propio y exclusivo patrimonio ideológico, sino que fue permanentemente obligada a complementarse, en términos de factores operativos, incorporando imágenes tradicionalistas del mundo, no indefectiblemente "legal-contractuales" desde una mirada racionalista ortodoxa [6].

            Una posición funcional-sistémica sostiene que debió abandonarse el concepto ontológico de elemento, equiparable a cierta unidad atomizada del ser, imposible de desintegrar, en la medida en que mientras se consideró a tal unidad como premisa, promotora del otorgamiento de garantías al ser, resultaba inasequible la concepción -en términos de complejidad reducida- de un retorno a dichas unidades y sus respectivas interrelaciones. Siguiendo esta teoría, la base del reduccionismo fue suprimida desde el momento en que se evidenció que los elementos constitutivos del sistema siempre eran a su vez conformados por el propio sistema y que la unidad únicamente se logra sobre la base de complejidad intrínseca del mismo. Desde dicha perspectiva analítica la noción de sujeto es reemplazada por el concepto de sistema autorreferencial y, en el sentido expuesto, toda unidad utilizada en el sistema se constituye necesariamente a partir del mismo sujeto, no pudiendo en ningún caso provenir del entorno [7].

            La amalgama entre la problemática en torno de la complejidad y el análisis referido a los sistemas corrobora su eficacia a través de una interpretación rigurosa de la función ejercida por los límites de los sistemas, conceptualización que conlleva la diferenciación del término “sistema” respecto de la idea de “estructura”. Tales limitaciones desempeñan, entonces, el rol dual compuesto por la separación y unificación, operadas entre el sistema y el entorno dado que, mediante ambos procedimientos, los sistemas devienen factibles de apertura o -alternativamente- de cierre, teniendo en cuenta que ellos seccionan las interdependencias entre sistema y entorno, relacionándolas recíprocamente, bajo la representación de adquisiciones evolutivas por excelencia, desde que el conjunto de  los desarrollos superiores adquiridos por los sistemas, fundamentalmente aquellos dotados de cierta autorreferencialidad interna cerrada, presupone la presencia de límites.

            La perspectiva luhmanniana evaluaba que tanto Durkheim como Parsons, más allá de sus divergencias teóricas en orden al tratamiento de otros aspectos teoréticos, compartieron cierta sobrevalorización, en cuanto a sus respectivas caracterizaciones acerca del funcionamiento de las sociedades modernas, de la existencia necesaria de compromisos compartidos de valor. Tal aserto implica un manifiesto descreimiento respecto del grado de eficacia derivado de la utilización de categorías conceptuales de raigambre “preburguesa”, es decir de origen previo al surgimiento del capitalismo, a efectos de cuestionar los valores, o la carencia de los mismos, propios de la civilización contemporánea. La falencia implícita en aquel ejercicio teórico, realizado por la sociología clásica, en sus corrientes fundacionales orgánico-biologista y funcionalista ortodoxa, radicaría en la comparación del individualismo racionalista de la modernidad con ideales pasados, referidos a pautas solidarias comunitarias que aseguraban cierta cohesión de índole moral-emocional. De acuerdo a la vertiente contemporánea “neofuncional-sistémica”, no existe en la sociedad moderna ningún elemento que la pueda emparentar con cualquier tipo de comunidad perfecta, sino que -por el contrario- se presenta una red comunicativa signada por un elevado grado de abstracción, que tiende a definir prioritariamente condiciones, en extremo vagas, respecto de la compatibilización del conjunto de orientaciones internas, correspondientes a los diversos ámbitos sociales.

            La complejidad a priori del entorno resultaría entonces infinita, mientras que la correspondiente al sistema en todos los casos es inferior, motivo por el cual deviene necesario proceder selectivamente, dado que la conformación multifacética del primero provoca, en cierta medida, una referencia de la indeterminación, que a su vez da debida cuenta de la carencia informativa de un sistema, en aras de posibilitar la descripción y comprensión completas de sí mismos o de su entorno, dotado éste último de mayor complejidad intrínseca.

            La diferenciación constituye una característica universal del mundo social de la modernidad, aunque sus diversos componentes igualmente deben interconectarse de alguna forma, ello al margen de que “cada subsistema social con su diferencia central, sistema/entorno, comporta simultáneamente un adentro y un afuera, por tanto, un límite” que vincula dos realidades convivientes que se copertenecen diferencialmente [8]. En este sentido, sistema y entorno se imbrican de un modo recíproco y, sobre esa base, la interacción entre ambos genera una construcción continua de sistemas, cuya resultante se proyecta en un  modelo caracterizado por la diferencialidad de lo mismo, teniendo en cuenta que la existencia de la unidad del sistema únicamente se expresa en la diversidad, motivo por el cual toda unidad se constituye mediante su paradoja, a través de cierta ineludible autorreferencia externa.

            Las formas heterogéneas, referidas a la polarización establecida en términos de <centro y periferia>, conllevan una inherente inequidad en la concentración de oportunidades vitales. Tal desequilibrio es configurado alrededor de ciertas ubicuidades posicionales y en un contexto de reducción progresiva de dichas oportunidades, proporcional al grado de apartamiento de los espacios de cristalización comunicativa [9].

            El proceso de integración social comprende una dimensión funcional, que obedece a determinadas orientaciones y coordinaciones de las acciones externas correspondientes al mundo objetivo, teniendo en cuenta la especificidad de la función respectiva. El ámbito moral del mismo proceso refiere a la presencia de cierto equilibrio entre diversas pretensiones conflictivas y al bienestar e integridad de aquellas personas o grupos afectados por la toma de decisiones de los sectores dirigentes. Finalmente, el plano simbólico integrador se relaciona con una articulación medianamente armónica comprensiva de las necesidades, la formación de valores, objetivos, planes vitales y configuración de identidades individuales y colectivas. Existirían cuatro modelos básicos de la estructura diferenciada de las sociedades complejas modernas: el “nominalista” refiere a determinados atributos de la población, que permiten la elaboración de esquemas clasificatorios de características estructurales y de modelos cuantitativos de división de las propiedades individuales, o de la interrelación entre particulares. La formación “estratigráfica” alude a la existencia de desigualdad y jerarquización sociales en términos de componentes esenciales, dado que la estratificación social explica las configuraciones a través de las cuales resulta articulada la desigualdad, aunque no la interpreta causalmente, consistiendo su virtualidad en representar un patrón explicativo de variados modos mediante los que se sustancia la diferenciación social [10].

            El modelo de “estructuración social” apunta a una redefinición conceptual de la estructura, organizada en cuanto conjunto de reglas y recursos, resultando extratemporal y especialmente caracterizada por una “ausencia de sujeto”. También tiende a reconceptualizar el campo de los sistemas sociales, que implican la estructura, pero a su vez comprenden la ubicuidad de las actividades de los agentes sociales, reproducidos espacial y temporalmente, que representan condiciones determinantes de la continuidad o el cambio de las estructuras y, por ende, de la reproducción de los sistemas sociales. La integración social conlleva la existencia de vinculaciones regulares en el marco de las cuales los intercambios o la reciprocidad de prácticas entre actores o colectivos no se presentan necesariamente relacionados con la cohesión o el consenso. Por otra parte, la constitución de los agentes y de las estructuras remite a procesos cristalizados a través de una dualización. Con un criterio semejante al respecto, también puede considerarse en términos duales al sujeto, por un lado, y al sistema, por otro, en el marco de una interacción selectiva entre determinadas instancias defensiva y activo-ofensivas, respectivamente. Desde una perspectiva teórica alternativa, el enfoque habermasiano distingue entre ámbitos contextualizados de acción, establecidos en forma sistemática, y grupos integrados socialmente, aludiendo a la operatoria consistente en una interacción selectiva bajo la figura de una colonización del mundo de la vida por el sistema. 

            En lo que hace al esquema de “diferenciación social” propiamente dicha, deben destacarse los caracteres de una sociedad pluralista descentrada, en la que se manifiestan una diferenciación y una independencia relativa entre las esferas sociales expresadas mediante la política, la economía, el parentesco y la religión. Además, se produciría en dicha sociedad una multiplicación de estilos de vida, manifestaciones subculturales y modalidades de asociación no vinculadas incondicionalmente, es decir recíprocamente tolerantes, actuantes en la prosecución de diferentes intereses económicos y/o políticos [11.

            El proceso contemporáneo de racionalización del “mundo de la vida” sobre la base de una diferenciación de la estructura simbólica, según Habermas, radica en que comunidades e identidades u organizaciones colectivas adoptan un carácter exclusivo; el mismo determina diferenciaciones entre unidades del mismo tipo, situación que no deriva ineludiblemente en la manifestación de interacciones antagónicas entre ellas, provocando en todo caso formas marginales signadas por una doble membrecía. El carácter inclusivo, por otra parte, hace referencia al acceso potencial de cualquier miembro de la sociedad a toda unidad social, eventualmente incorporado a ella a través del ejercicio de alguna función.

            Durante la segunda mitad de la década de los años ochenta del siglo XX, Habermas percibía que ese movimiento intelectual implicaba el sacrificio de la tradición propia de la “modernidad”, ocupando el espacio vacante una especie de nuevo historicismo emergente. El diagnóstico con relación a la realidad contemporánea lo llevó a concebir que el advenimiento de “lo posmoderno” manifestaba, con nitidez, la aparición de un polo antagónico frente al conjunto de expresiones consideradas modernas en un sentido convencional. Dicho autor avizoró el progreso de una “corriente emocional de nuestros tiempos que ha penetrado todas las esferas de la vida intelectual [incorporando] en el orden del día teorías de la postilustración, de la postmodernidad, incluso de la posthistoria” [12].

            Considerado un espíritu embebido -sobre todo- de modernidad estética o artística, el “modernismo” naciente hacia esa mitad del siglo XIX, representó una nueva forma de conciencia emanada del movimiento intelectual signado por su tinte romántico. Esta cosmovisión pretendía liberarse “de los vínculos históricos anteriores”, representados a comienzos de esa centuria por cierta concepción idealizada, o más precisamente percibido en tanto idílico, del mundo medieval. Posteriormente, durante la década de los años sesenta del siglo siguiente, las escuelas del pensamiento, y de la expresión artística, inspiradas en dicho talante modernista inicia su decadencia, tornándose obsoletas. No obstante tal precedente, será recién en los setenta cuando empiece a mencionarse a las vanguardias impregnadas de posmodernismo, en el campo estético del arte, y a la posmodernidad en términos de emprendimiento genérico abordado en el espacio amplio comprendido por la cultura [13].

_____________________________

[1] GOLDIN, Adrián (1999): "La protección del trabajo en la encrucijada del fin de milenio"; CABA, “Escenarios alternativos. Revista de análisis político”, N° 7, págs. 114 y ss. 

[2] Ídem.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] HABERMAS, Jürgen (1995): "Problemas de legitimación en el capitalismo tardío"; CABA, Amorrortu

[6] HABERMAS, J., ídem.

[7] LUHMANN, Niklas (1998): “Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general”; Barcelona, Anthropos, 1998.

[8] LUHMANN, N., ídem.

[9] LUHMANN, N., ídem, pág. 52

[10] BERIAIN, Josetxo (1996): "La integración de las sociedades modernas"; Barcelona, Anthropos, 1996, págs. 126/130

[11] BERIAIN, J., ídem.

[12] HABERMAS, Jürgen (1999): “Modernidad versus posmodernidad”; en Picó, Josep (comp.), pág. 87

[13] SOLÉ, Carlota (1998): “Modernidad y modernización”; Barcelona, Anthropos, 1998, pág. 205

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