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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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MERCANTILIZACIÓN CULTURAL Y "FETICHISMO DEL EMPLEO" LABORAL - Juan Labiaguerre

La mercancía puede equipararse a una síntesis de las formaciones económico-sociales capitalistas, de la vigencia de la propiedad privada y de la enajenación sociolaboral de la mayoría de la población activa bajo ese sistema, conformando, entonces, el propósito y la resultante de las relaciones sociales. Las conexiones recíprocas entre las personas adoptarían, entonces, una modalidad caracterizada por su abstracción y racionalidad, mediante el intercambio de mercancías, más allá de que la misma tiene su génesis en la esfera concreta de la producción económica.

En la medida en que el materialismo histórico clásico llevó a cabo análisis centrándose, preponderantemente, en la generación de bienes, en principio y al margen de su tratamiento específico en “El Capital”, la noción de la mercancía como fetiche fue retomada en el estudio de los procesos culturales de esa corriente teórica. Este aspecto ha sido considerado por algunos exponentes de la Escuela de Frankfurt, ya en el siglo XX, estimando las diferencias entre mercancías dadas para la satisfacción de la necesidad física, y otras artísticas, junto a expresiones variadas de la cultura en general.

En consecuencia, “el acto de mirar una obra de arte es el momento final de un proceso reificado. Mientras tanto, la reificación original alcanza el destinatario. El consumidor experimenta y prueba la sensibilidad por medio del mercado y de sus productos. Hay límites entre el consumidor y el mercado, como la renta y la estructura de distribución de los productos, el gusto, valores y hábitos que son puestos por la industria cultural. El sujeto realiza su placer estético a partir de los objetos. La cosificación está presente también en el momento final de la cadena, en su destino” [Bolognesim].

De acuerdo a la vertiente teórica antedicha, el concepto de industria cultural, elaborado principalmente por Adorno y Horkheimer, apreciaba al consumo en esa área en tanto condicionante de la creación de bienes de la misma índole que los “materiales”. Los objetos con este carácter resultarían, por ende, dominados por la impronta del modo económico-productivo hegemónicamente prevaleciente.

Contemporáneamente se hace hincapié en el producto final, puesto en el mercado con el objetivo de ser consumidos; este proceso también es cosificado, de manera semejante a lo que acontece con la producción en su totalidad: el trabajo y los artículos culturales devienen mercancías, y éstas por consiguiente cristalizan determinadas síntesis de relaciones sociales. Por lo tanto, “el sujeto es un nuevo objeto en esa cadena”, al anularse su personalidad, tanto de los operarios, que son pura fuerza de trabajo, como del sujeto-destinatario, que es sólo un consumidor. La fragmentación es plena. Ella nace en la fabricación de los productos y termina en un sujeto-objeto de la industria de la cultura [Adorno- Horkheimer].

Según tal óptica conceptual, "unos pocos especialistas producen, otros no especialistas consumen. La relación entre ellos está en el ámbito de la producción de mercancías. El valor de cambio, el lucro y los negocios toman cuenta del arte. No hay espacio para la manifestación del juicio estético: el arte, en nuestro siglo XX, es objeto de diversión, de ocio. El proceso industrial de la cultura quiere la naturalización de la cosificación. Los negocios y el lucro son principios de la industria cultural. El concepto de cosificación es aplicado con radicalidad por Adorno y Horkheimer en el análisis de la cultura industrial. El valor de cambio obscurece el valor de uso. La cultura es mercancía" [Lunn]

Una categoría conceptual clave, en aras del entendimiento de la complejidad inherente a la actividad laboral, radica en el “valor”, factor que refleja la consumación del trabajo productivo, es decir la instancia en torno a al cual sería posible el establecimiento de vinculaciones colectivas intergrupales y entre individuos. Asimismo, el valor constituye un fenómeno bajo cuya manifestación se oculta el objeto, que implica inmediatamente una relación con el sujeto, que aquel debe y puede satisfacer; además, dicho factor configura un “elemento que impulsa a la socialización, cuando de valor de uso se convierte en valor de cambio” [Infranca].

El “deber-ser”, en cuanto premisa crucial con respecto a la praxis subjetiva, referida al trabajo, únicamente resultaría factible que desempeñase un papel determinante si el fin planteado en aquel sentido resultare provechoso para las personas a partir de sus ocupaciones rentadas. De manera que “el valor no puede realizarse, en un proceso tal, si no está en condiciones de colocar al deber-ser de su realización como parámetro” de la propia práctica concreta del trabajador [Infranca-Vedda].

De lo precitado se desprendería que la vigencia permanente del valor impondría, concomitantemente en términos del deber-ser, cierta obligatoriedad de comportamientos al interior del ámbito correspondiente de la actividad rentada. Dicha cualidad reguladora es posibilitada sobre la base de que, en definitiva, “contiene todos los momentos de la teleología” [Lukács], esto es abarca el objetivo, la investigación de los medios para realizar tal fin, junto a éste mismo realizado, resultado de la praxis laboral.

Merced a una interpretación particular del enfoque marxiano, Lukács apreció que, en la visión de Hegel, también “la dialéctica del trabajo, de la actividad humana, de la práctica social en general, queda inserta en la dialéctica de la relación mercantil y subordinada a ella”. En dicho aspecto, el fetiche de la mercancía ocultaría la auténtica ontología laboral, pues la mercantilización del trabajo representa un fenómeno que obscurece su esencia necesaria, tanto en la vida doméstica y familiar de los sujetos, como de manera semejante en sus relaciones sociales [Infranca]. Así, la estructura de esas vinculaciones humanas "mercantilizadas" configuraría el prototipo de todas las formas de objetividad, y también de aquellas pertinentes a la esfera subjetiva, de modo inherente al funcionamiento del régimen de acumulación capitalista [Lukács].

Por otro lado, el denominado universalismo de la racionalidad, cuyo eje filosófico-teorético fue trazado por Hegel, Horkheimer y Lukács, sucesivamente, refiere al hecho de que en las relaciones mutuas entre las personas, y de éstas con el mundo natural (tanto el exterior como aquel otro específicamente subjetivo), la razón deviene “objetivada”, aunque fuera -paradójicamente- de manera irracional [Habermas]. De acuerdo a este marco teórico, la sociedad burguesa se caracteriza por la existencia de una especie, intrínseca y singular, de objetividad, que condiciona decisivamente los procedimientos mediante los cuales sus integrantes “conciben categorialmente la naturaleza objetiva, sus relaciones interpersonales y su propia naturaleza subjetiva”. Teniendo en cuenta el enfoque citado, la cosificación remitiría a un proceso de “asimilación peculiar de las relaciones sociales y de las vivencias personales a cosas”, o entes potencialmente manipulables [Habermas].

La percepción de los contactos intersubjetivos, y de las apreciaciones propias de los individuos en cuanto tales, conduce a considerar la incursión en errores categoriales, ya que ambas circunstancias son entendidas en tanto cosas o entidades del universo objetivo, cuando realmente representan “componentes de nuestro mundo social compartido”, o atinentes a los campos de las subjetividades singulares, respectivamente. Debido a la relevancia que portaría el elemento constitutivo del trato comunicacional, tal malentendido categorial afecta el desarrollo de la praxis, incidencia que se reflejaría en la mente humana, y además en la misma existencia concreta de las personas y de los grupos sociales, en la medida en que resulta cosificado el propio “mundo de la vida” [Habermas].

El factor causal de la distorsión mencionada radica, según Luckács, en la modalidad productiva que gira en torno a la relación ocupacional asalariada, la cual demanda que una función crucial del trabajo devenga mercancía. El autor citado señaló la trascendencia del “efecto cosificador” ejercido por dicha forma a medida que ella se adueña del proceso de producción. En tal orden, la cosificación de las personas y de las relaciones colectivas en la esfera del trabajo social es sólo el reverso del proceso de racionalización de un sistema específico de acción. Siguiendo el argumento expuesto precedentemente, “la forma-mercancía asume un carácter universal”, convirtiéndose de esa manera en el modo simplificado de objetivación en la sociedad capitalista [Habermas].

El concepto de cosificación de la fuerza laboral humana en el capitalismo fue desarrollado, por lo general y en sus bases esenciales, partir del análisis marxiano sobre el carácter fetichista de la mercancía. Los rasgos sociales del ámbito ocupacional se proyectan ante las personas cual si fueran caracteres objetivos de los mismos artículos generados, mediante la actividad productiva, en términos de propiedades naturales de dichas “cosas”, insertas en las relaciones de cualquier sociedad capitalista. Esto significa que la interacción colectiva de los productores -con respecto al trabajo social global- es presentada a los propios trabajadores como vínculo externo a los mismos. El carácter dual del objeto-mercancía, equiparado a sus valores respectivos de uso y de cambio, junto a la transformación de su naturalidad intrínseca a través de la cristalización en puro “valor”, en sentido estricto, determina la escisión de la población activa ocupada en referencia a la personalidad inmanente del trabajador, esto es la conversión de éste en una “cosa”, u objeto que se vende en el mercado [Habermas].

Dado que la organización socioproductiva, bajo la égida del régimen de acumulación vigente, responde a la dinámica propia de la producción de valores de cambio, mientras que “la fuerza de trabajo de los productores se intercambia como una mercancía”, rige en tal sistema económico un mecanismo específico, el cual actúa en tanto coordinador de las interacciones humanas. A través del mismo, sus orientaciones económicamente trascendentes son desgajadas del mundo de la vida, siendo anexadas al “medio del valor de cambio” dinerario. Debido a que las interrelaciones de las personas ya no resultan más reguladas a través de valoraciones normativas, de orden tradicional, sino merced a aquella mediación mercantil, los actores sociales deben ineludiblemente adoptar de modo recíproco, e incluso con respecto a ellos mismos, un talante de “actitud objetivante”.

A partir de lo señalado previamente, los trabajadores desde el punto de vista individual- producen en y para la sociedad, es decir socialmente, aunque al mismo tiempo tales acciones asumirían el pale de “simple medio de objetualizar su individualidad”; dado que aquéllos no están subsumidos bajo una comunidad natural, ni tampoco perciben conscientemente su pertenencia a cualquier entidad “comunitaria”, ésta representa para la mano de obra, en cuanto individuos independientes, como un ente asimismo autónomo, bajo la figura de una externalidad objetiva caracterizada por su contingencia sistemática [Marx].

La forma mercancía tiende a imponerse dentro del proceso de objetivación prevaleciente en la sociedad capitalista, por lo cual los atributos y facultades del ser humano se encuentran desenlazados, como para que las personas que integran aquélla conformen unidades orgánicas particulares. Por el contrario, los antedichos caracteres representarían “cosas que el hombre posee y aliena”, de igual modo que se realiza con los diferentes objetos del mundo externo. De acuerdo a ello, no existe eventualmente modalidad alguna de vinculación interpersonal, ni tampoco cierta factibilidad a efectos de que los sujetos puedan acreditar sus “propiedades” psicofísicas, en tanto las mismas no se hallen supeditadas gradualmente al citado mecanismo objetivador.

En la medida en que el vector-mercancía deviene, cada vez en mayor dimensión, palanca de objetivación, al regir las conexiones interindividuales y el enfrentamiento humano con el universo material exterior, junto con su propia naturaleza inherentemente subjetiva, el “mundo de la vida” resulta proclive a cosificarse de manera creciente, y simultáneamente, el individuo (también estimado así por la teoría de sistemas) es empujado a su degradación en tanto entorno de determinada colectividad, la cual se le ha tornado externa, convirtiéndose en un orden sistémico “opaco, abstraído y autonomizado” [Habermas].

 

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