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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

Cognición y Epistemología. Política y Sociedad, Estado, Democracia, Legitimidad, Representatividad, Equidad Social, Colonización Cultural, Informalidad y Precariedad Laborales, Cleptocracia, Neoconservadurismo, Gobiernos Neoliberales, Vulnerabilidad, Marginaciones, y Exclusión Colectivas y Masivas, Kirchnerismo Peronista, Humanidades, Sociología, Ciudadanía Plena, Descolectivización e Individualismo, Derechos Sociopolíticos, Flexibilidad ocupacional. Migraciones Laborales. Discriminaciones por Género, y Étnico-raciales, Políticas Socioeconómicas, Liberalismo neoconservador, Regímenes neoliberales de acumulación, Explotación laboral, Mercado de trabajo, Flexibilización y precariedad ocupacional, Desempleo, subocupación, subempleo, Trabajo informal...

LAS "AMENAZAS" PERMANENTES DEL MUNDO "TARDO-RACIONAL" - Juan Labiaguerre

             Se ha señalado que la realidad puesta de manifiesto durante el transcurrir del siglo XX puso claramente de manifiesto el considerable grado de inadecuación, entre el marco teórico y el sustrato empírico, del optimismo racionalista heredero del pensamiento iluminista, heredero de la Ilustración. En este aspecto, cabe señalar que “la diferenciación de la ciencia, la moralidad y el arte ha venido a significar autonomía de los segmentos tratados por el especialista, dejando al mismo tiempo que se alejen de la hermenéutica de la comunicación cotidiana. Esta escisión es el problema que ha originado esfuerzos por negar la cultura de los expertos” [Habermas]. 

 

                Tanto la presión continua de los sistemas abstractos, como la consecuente reflexividad propia del yo, alteran el funcionamiento biológico y los procesos psíquicos del ser humano, estableciéndose una conexión directa entre el estado -físico y mental- de los individuos y el despliegue de “estilos de vida” diferenciados.  

 

                El desarrollo tecnológico, junto al concomitante progreso de las especializaciones técnico-científicas, constituyen factores cruciales que promueven el fenómeno particular tildado por Giddens de “secuestro de la experiencia”. El mismo remite a la vigencia del orden institucional finisecular, que pervive merced a su propia referencialidad interna, de manera que los marcos de actuación posibles resultan ordenados de acuerdo a la dinámica intrínseca de la modernidad reciente. Las vivencias sociales cotidianas, al interior de ese entorno, experimentan un alejamiento de la naturaleza original de la sociedad y un apartamiento paralelo con relación a la preocupación (y dedicación) por el tratamiento de cuestiones existenciales profundas [Giddens].

 

                La evolución de los procesos de represión institucionalizada incluye mecanismos estigmatizantes, o genera sentimientos no culposos de vergüenza, sobre la base de la generalización de premisas erráticas, situación que incentiva el encaminamiento de la identidad del yo hacia posicionamientos y actitudes de carácter narcisista. Es decir que se establece una íntima conexión de la cuestión de la identidad individual con el devenir del proyecto reflejo del yo, marcado a su vez por la percepción de un estigma social acicateado institucionalmente.

 

                En la era moderna “tardía” la problemática nodal de orden psicológico referiría a la sensación extendida de insignificancia personal, a la circunstancia de sentir que la vida no tiene un valor debidamente apreciado, vivencias de índole psicosocial que llevan a cierto aislamiento existencial o, de modo alternativo, a la ruptura con aquellos principios éticos cuyo seguimiento ofrece la posibilidad de concreción de una existencia plenamente satisfactoria. Dentro de tal “hábitat” socioinstitucional, desde algunos círculos supuestamente especializados en el abordaje científico de temas psíquicos, pretende rescatarse el marco de la autenticidad del individuo, en el sentido de encuadre valorativo eminente de realización del yo. Cabe consignar que dicho intento, que apunta al ejercicio  de un mero individualismo “puro”, se encuentra originalmente viciado de nulidad a partir de una visión sociológica, debido a la atrofia de raíz moral que supone concebir la factibilidad de aislar a la persona en una “cápsula de cristal”, aislada de los problemas emergentes del contexto colectivo.

 

                En consecuencia, la eventualidad de poder realizar elecciones circunstanciales de determinados estilos de vida, teniendo en cuenta la dinámica interrelacionada de lo local con lo universal en la fase histórica de globalización de la humanidad, acarrea severos cuestionamientos morales. La prospectiva emancipadora del hombre, respecto de cualquier tipo de ligadura personal, sometimiento o coerción sobre la esfera de la libertad del individuo, imperativo central del “progresismo” iniciado con el movimiento ilustrado, debiera conformar la condición del surgimiento de un “programa de política de la vida” [Giddens].       

 

                El talante posmoderno es interpretado entonces como “crítica al discurso ilustrado y su legitimación racional”, posicionamiento filosófico que remite a la incredulidad de los metarrelatos. El estado del pensamiento existencialista contemporáneo obedecería a la situación en que se encuentra el universo cultural, una vez operadas las mutaciones que alteraron profusamente las “reglas de juego”  modernizadoras que caracterizaban a los movimientos estéticos, al campo literario, como así también al espacio asignado a la actividad científica [Lyotard]. La potenciación acendrada del mecanismo de informatización de la sociedad condujo al fenómeno radicado en la intensidad creciente de las interacciones sociales, fluyendo a partir de esta nueva realidad lenguajes inéditos, junto a la aparición de novedosas articulaciones entre ellos. Este conjunto de hechos se fundan en la vigencia de diversas regulaciones normativas de carácter ambiguo y heterogéneo, lo cual determina proyectivamente que el conocimiento proporcionado mediante la ciencia ahora ya no resulte exclusivamente narrativo, al haberse transmutado su status gnoseológico [Picó]. 

 

                El debate entablado entre Habermas y Lyotard, alrededor de sus respectivas caracterizaciones referidas a la ciencia moderna, el segundo de los autores mencionados cuestiona aquellos fundamentos que atribuyen un contenido pragmático a la actividad científica [Lyotard]. De este modo, “se intenta destruir la creencia subyacente a la investigación [del primero de] que la humanidad, como sujeto colectivo universal... persigue su propia emancipación común a través de la regularización de los distintos movimientos o pasos y que la legitimación de cualquier enunciado [permitido por los juegos del lenguaje] radica en su [potencial] contribución a esa emancipación” [Solé].

 

                Siguiendo la visión lyotardiana el consensus, en el ámbito de la ciencia moderna, no constituye un fin en sí mismo, sino meramente cierto “estadio de la discusión. La finalidad del saber o ciencia modernos es la parología. La ciencia posmoderna se ocupa de cuestiones [inescindibles con relación a] los límites del control preciso, de conflictos que se caracterizan por su información incompleta, [fragmentada], catástrofes, paradojas pragmáticas”, evolucionando conceptualmente de manera discontinua y, por tanto, irrebatible desde parámetros epistemológicos auténticamente científicos. Debe aclararse que este filósofo, perteneciente a la escuela posestructuralista francesa, concentra su óptica de estudio en el cúmulo de mutaciones del saber experimentadas sobre la base del advenimiento pleno de la “era de la informatización”, al interior del contexto de aquellas sociedades más desarrolladas desde el punto de vista económico y técnico-productivo [Solé].  

 

                Por otro lado, el proceso definido por el vaciamiento de la percepción atribuida a la dimensión signada por la temporalidad constituye en elemento central, promotor del apartamiento del espacio con relación a una determinada localización. Ello redunda en un mecanismo recombinatorio del factor espacial con la instancia marcada por el indicador temporal, de acuerdo a la aplicación de “métodos que coordinan las actividades sociales sin la obligada referencia a las particularidades de la localización”. En cuanto efectos de la recombinación descripta, se restituye la integración del espacio con el tiempo, variables coyunturalmente disociadas. La dinámica de la modernidad contemporánea determina que la separación parcial de espacio y tiempo condicionen la articulación de las relaciones sociales en campos situacionales cada vez más extendidos, “hasta llegar a incluir sistemas universales”  [Giddens].   

 

                En el sentido de manifestación complementaria respecto de la anterior característica señalada de la modernidad, opera el factor de desenclave de las instituciones sociales, que apunta a la existencia de una creciente diferenciación referida a ciertas “imágenes de separación progresiva de funciones”. En otras palabras, tiende a producirse un procedimiento sui generis consistente en la “extracción de las relaciones sociales de sus circunstancias locales y su rearticulación en regiones espaciotemporales indefinidas... [lo cual representa un componente] central de la naturaleza y del impacto delas instituciones modernas”. Los mecanismos de desenclave se forman a partir de la convergencia de señales simbólicas y sistemas expertos, ambos abstractos, que “disocian la interacción de las peculiaridades de lo local”  [Giddens].               

 

                Los modos de instrumentación del citado proceso de desenclave socioinstitucional se configuran en forma abstracta a través de entidades de orden simbólico, como -por ejemplo- lo demuestra la vigencia del sistema monetario: las señales provocadas por la dimensión del dinero remiten a la presencia de “medios de cambio de valor estándar y, por tanto,... [devienen] intercambiables en una pluralidad de circunstancias” [Giddens].

                 

                Junto a las señales simbólicas consignadas, inciden los sistemas expertos, lo cuales “dejan en suspenso el tiempo y el espacio al emplear modos de conocimiento técnico cuya validez no depende de quienes los practican y de los clientes que los utilizan”. Bajo el peso de dicha incidencia, “confianza y seguridad, riesgo y peligro, existen en combinaciones diversas e históricamente singulares en condiciones de modernidad... [y, además] los mismos mecanismos de desenclave generan nuevos riesgos y peligros que pueden ser locales o mundiales”. En vista de la argumentación precedentemente expuesta, el orden moderno es sustancialmente postradicional, porque “la transformación de tiempo y espacio, unida a los mecanismos de desenclave, liberan la vida social de la dependencia de los preceptos y prácticas establecidas” [Giddens].

 

                En cuanto aditamento a los fenómenos de reconversión temporoespacial y de desenclave de las instituciones, la impronta modernista engendra un hábitat generalizado donde prevalece una disposición a la reflexividad institucional, entendida ésta en el sentido de que “la mayoría de los aspectos de la actividad social y de las relaciones materiales con la naturaleza [se encuentra sometida] a revisión continua a la luz de nuevas informaciones o conocimientos” elementos constitutivos de las instituciones modernas. Este fenómeno genera la posibilidad de “utilización regularizada del conocimiento de las circunstancias de la vida social”, factor fundamental del modo organizacional y de los cambios del accionar institucionalmente reflejo [Giddens].

 

                Refiriéndose al área y funciones del conocimiento aportado por las disciplinas científicas, naturales y sociales, Giddens sostiene que “la reflexividad de la modernidad contradice las expectativas del pensamiento ilustrado” aunque resulte un producto consecuente del mismo, al socavar las bases gnoseológicas de raigambre racionalista, inclusive en lo que hace a aquellas temáticas más "duras" abordadas por las ciencias exactas. En ese sentido, el mettier científico vuelve a apoyarse preferentemente en el “principio metodológico de la duda”, dejando de lado su sustento prioritario en el ejercicio sistemático de la acumulación inductiva de pruebas [Giddens]. Al respecto, se advierte que “la reflexividad, como reconstrucción y redefinición (o como predicción) de una situación es central en [la] sustitución de la razón ilustrada por la ciencia o el ciencismo como nueva religión” [Lamo de Espinoza].

 

                La coexistencia de múltiples lenguajes y de variados “juegos” que concatenan a los mismos responde al avance incontenible  de la sociedad tecnológicamente informatizada, mediante la proliferación de elementos comunicativos electrónicos, lo cual hipotéticamente seguiría produciendo una alteración vital en la rotación circulatoria y expansiva del saber. Además, el proceso legitimador en el campo de la cultura posmoderna, correspondiente al advenimiento de la denominada sociedad postindustrial, implica que la autojustificación del sistema político y socioeconómico se funde en el principio movilizador signado por la búsqueda de la optimización de sus propios mecanismos. En otras palabras, el mismo ordenamiento sistemático “legitima la eficacia y el poder”, reconvirtiendo el nexo establecido por la ciencia con la técnica, dado que el incremento del dominio legítimo -valorativamente autoconstruido- conlleva un aumento de la productividad, paralelo al avance de “la memorización, la accesibilidad y la operatividad de las informaciones” [Picó].  

 

                El llamado posestructuralismo francés cuestiona la concepción habermasiana, al ubicarla dentro del campo de las metanarrativas, y aun “más general y abstracta” que las desplegadas por los discursos freudiano o marxista. Aquella corriente teórica contemporánea intenta refutar el conjunto de perspectivas conceptuales ancladas en la premisa acerca de que la humanidad representa un “sujeto universal que busca su emancipación común a través de la regularidad de los cambios permitidos en todos los juegos de lenguaje”. Además, arremete contra la creencia establecida respecto de que el contenido emancipatorio de cualquier aporte teorético propende a la legitimación del mismo, discutiendo asimismo la validez del reemplazo de la frustrada “filosofía trascendental” por el ensayo de macrocomprensión de la realidad social, implícito en el enfoque abordado desde la acción comunicativa [Habermas]. 

 

                Dentro de la vertiente posestructuralista mencionada, Lyotard estableció un límite divisorio tajante entre la elaboración del discurso posmoderno de los juegos de lenguaje, por un lado, y la construcción teórica de metarrelatos de diversa índole, surgidos de distintas escuelas del pensamiento, por otro. Dentro de esta última corriente, participan tanto las propuestas liberadoras reflejadas en la “tradición francesa de la modernidad ilustrada”, como así también aquellas alternativas que pretenden abarcar y comprender la totalidad, expresadas mediante las cosmovisiones de raigambre germánica, de contenido indistintamente hegeliano o marxista [Picó]. La sociedad perdió entonces el sentido de su destino y el devenir, en consecuencia, no presenta ninguna finalidad, al transformarse el futuro -tomando como eje aquello que ocurre aquí y ahora- en una mera interrogación sobre condiciones específicas de representación, espacio y tiempo. Por otra parte, y de acuerdo al filósofo francés citado, el consenso resultaría únicamente una instancia particular del debate científico, aunque no su objetivo final, consistiendo éste en la practicidad anidada en la ejercitación del razonamiento falso-aparente.

 

                Corresponde señalar que “la ciencia posmoderna, interesándose por lo irresoluble, los límites del control preciso, los conflictos caracterizados por la información incompleta, fracciones, catástrofes y paradojas pragmáticas”, teoriza su propia dinámica conceptual en términos contradictorios, irrectificables, caóticos y discontinuos [Picó]. En este sentido, Habermas responde tildando de conservadurismo juvenil a las posiciones expuestas por los representantes de aquel neoestructuralismo desarrollado en Francia, asignándoles la autoadjudicación respecto de una hipotética revelación de cierta subjetividad descentrada, “emancipada de los imperativos del trabajo y de la utilidad”, mediante el autoexilio -en referencia a la modernidad- sobre la base de un supuesto enriquecimiento filosófico. De modo que intentan justificar la necesaria emergencia de una especie de automodernismo a ultranza, desplazando “a la esfera de lo remoto y arcaico el poder espontáneo de la imaginación, la experiencia personal y la emoción” [Picó].

 

                Con relación a la evolución tanto del campo teórico perteneciente a la esfera de la elaboración conceptual, como así también del ámbito ético reflejado a través de la normativa moral, existiría cierta correspondencia con el “intento fracasado de la falsa negación de la cultura”. Éste fue llevado a cabo por expresiones estéticas de un arte embebido de surrealismo, que condujeron inclusive a la negación de la filosofía, lo cual consecuentemente derivó en el ejercicio dogmático de prácticas invadidas de una extrema rigurosidad ética, tal como se habría demostrado mediante el devenir fáctico-político de la doctrina marxista en el siglo XX [Habermas].    

 

                Respecto de las nuevas cuestiones tejidas alrededor de la metodología referida a la veracidad del conocimiento científico, al haberse perdido la credibilidad de los grandes relatos, “el proyecto del sistema-sujeto es un fracaso y se abre la tarea de la desconstrucción”. Sobre ella elucubraron, entre los filósofos más renombrados, Foucault, Deleuze y Derrida, quienes avizoraron el dominio de nuevos instrumentos tecnológicos al servicio del poder, los cuales se apropian de la vida como si se tratara de un objeto poseído por los mismos. En tal terreno conceptual, llamado vanguardista, “las constituciones y los derechos son solamente las formas que hacen a un poder normalizador esencialmente aceptable”, por lo que el conjunto de modos cuestionadores acerca de la condición humana, casi exclusivamente, derivan a las personas desde una autoridad disciplinaria hacia otra relativamente semejante, a través -sólo- de la adición de un discurso alternativo, también ensimismado en el eje del ejercicio del poder [Picó].      

 

                Asimismo, “las tendencias universalizantes de la modernidad son inherentes a las influencias dinámicas”, es decir que se corresponden, de manera puntual, con las “propiedades universalizadoras que explican la naturaleza expansiva e irradiante de la vida social moderna”. Como resultante de ello, las circunstancias, hechos y relaciones propias de diferentes sociedades se mundializan, constituyendo un proceso evolutivo signado por el accionar de conexiones realmente transnacionales y transcontinentales. Tal fenómeno es expresado en forma nítida, verbigracia, a través de los efectos expansivos de una renovada división internacional del trabajo (en el terreno socioeconómico) o de la relativización, y condicionamientos, que operan sobre la soberanía de los Estados [Giddens].

 

                Respecto del concepto de universalización, el mismo “expresa aspectos fundamentales de distanciamiento espaciotemporal... [en la medida en que] atañe a la intersección de presencia y ausencia, al entrelanzamiento de acontecimientos y relaciones a distancia con los contextos locales”. Bajo esa perspectiva, la difusión de la modernidad a escala mundial debería entenderse en términos de cierta “relación constante entre distanciamiento y mutabilidad crónica de circunstancias y compromisos locales”. Tal proceso obedece, entonces, a “un fenómeno dialéctico en el que los fenómenos que se producen en un polo de una relación distante provocan a menudo situaciones divergentes o incluso contrarias en el otro”, lo cual remite a la denominada dialéctica de lo local y lo universal. Teniendo en cuenta la caracterización de las transformaciones recientes operadas en el mundo moderno tardío responden a los “efectos de los mecanismos de desenclave que automatizan muchos aspectos de las actividades cotidianas” [Giddens].

 

                Una compleja teorización acerca del impacto producido por los medios de comunicación sobre la evolución de la sociedad, elaborada por Innis y McLuhan, ha indicado específicamente la estrecha conexión de la incidencia de ese factor con el “advenimiento de la modernidad..., [la que resulta en definitiva] inseparable de sus propios medios, el texto impreso y, más tarde, la señal electrónica. El desarrollo y la expansión de las instituciones modernas van directamente ligados al enorme incremento de la mediatización de la experiencia que implican estas formas de comunicación” [Giddens]. Este autor remarca que “los rasgos unificadores de las instituciones modernas son tan esenciales... [sobre todo en la era de la contemporaneidad inmediata de fines del milenio] como los disgregadores”. Al respecto, subraya que “la modernidad tardía produce una situación en la que el género humano se convierte en ciertos aspectos en un nosotros que se enfrenta con problemas y posibilidades donde no existen los otros”. A su vez, esta etapa finisecular de la historia contemporánea se distingue por la emergencia de un “escepticismo generalizado respecto a las razones providenciales... [junto y en relación con el] reconocimiento de que la ciencia y la tecnología [presentan] un doble filo y crean nuevos parámetros de riesgo y peligro, al tiempo que ofrecen posibilidades beneficiosas para la humanidad” [Giddens].

 

                Teniendo en cuenta la argumentación anteriormente expuesta, la activación de la llamada reflexividad moderna conlleva la “previsión de que el medio social y natural se vería crecientemente sometido a un ordenamiento racional [que] no ha resultado válida”. De manera que la aceptación de la convivencia permanente con el riesgo, en cuanto tal, representa una actitud implícita en “los sistemas abstractos de la modernidad... [predisposición que] equivale a reconocer que ningún aspecto de nuestras actividades se atiene a una dirección predeterminada y que todos son susceptibles de verse afectados por sucesos contingentes”. Esta concepción deviene compatible con la cosmovisión del mundo actual equiparada a la vigencia de una sociedad del riesgo, de acuerdo a la expresión acuñada por Beck [Giddens].

 

                Siguiendo esa línea de pensamiento, debe destacarse que “la vida social moderna introduce nuevas formas de peligro... [contingencia que deriva en] una actitud de cálculo hacia nuestras posibilidades de acción, tanto favorables como desfavorables, con las que nos enfrentamos de continuo en nuestra existencia social contemporánea”, tanto personal como colectiva. Ello redunda en cierto condicionamiento consistente en que “la atención a las posibilidades contrafácticas es intrínseca a la reflexividad en el terreno de la estimación y la evaluación de riesgos” [Giddens].         

                              

                Paradójicamente, el avance incontenible en la aplicación de las innovaciones técnico-científicas determina que “la naturaleza especializada de los modernos expertos contribuye directamente al carácter errático y desbocado de la modernidad. La activación de esa pericia moderna, a diferencia de la mayoría de sus formas premodernas, es de carácter altamente reflejo y se orienta, por lo general, hacia un perfeccionamiento interno o eficacia continuos” [Giddens]. De allí que “cuanto mayor es la precisión con que se enfoca un problema, tanto más confusas resultan para los individuos afectados las zonas de conocimiento que lo rodean y menos probabilidad hay de que éstos sean capaces de prever las consecuencias de su aportación más allá de la esfera concreta de su aplicación”. Dicha articulación, en la práctica cotidiana, entre “pericia especializada y consecuencias imprevistas constituye una de las razones principales de porqué el pensamiento contrafáctico, unido al carácter central del concepto de riesgo, es tan importante en las condiciones de modernidad”  [Giddens].

 

                  Por otra parte, “la evaluación del riesgo queda bastante bien sepultada dentro de formas de hacer las cosas más o menos sólidamente establecidas. Pero, en cualquier momento, estas prácticas pueden quedar de pronto caducas o verse sometidas a transformaciones” de raíz profunda, porque el aporte suministrado por el conocimiento experto de la ciencia no genera “áreas de carácter inductivo y estable, [razón por la que] la resultante ineludible de la divulgación de los sistemas abstractos consiste en el surgimiento de determinados eventos y situaciones novedosos e “intrínsecamente inconstantes” [Giddens].

 

                Como consecuencia de las intensas mutaciones reseñadas, cabe deducir que “las transformaciones en la identidad del yo y la mundialización son los dos polos de la dialéctica de lo local y lo universal en las condiciones de modernidad reciente... [por lo cual] los cambios en aspectos íntimos de la vida personal están directamente ligados al establecimiento de vínculos sociales de alcance muy amplio”. Al margen de la presencia de variados tipos de lazos o vinculaciones de dimensión intermedia, por ejemplo configurados mediante la interrelación sostenida por organizaciones de orden estatal con instituciones abocadas al tratamiento de cuestiones localizadas, “el grado de distanciamiento espacio-temporal introducido por la modernidad reciente se halla tan extendido que, por primera vez en la historia de la humanidad, el yo y la sociedad” se encuentran conectados a través de una mediatización de proyección planetaria [Giddens].

 

                En cuanto a la presencia de factores incidentales directos que operan sobre la conexión establecida “entre la identidad del yo y las instituciones modernas... [conviene agregar que] la modernidad introduce un dinamismo elemental en los asuntos humanos ligado a cambios en los mecanismos de confianza y en los entornos de riesgo”. Dicha dinámica nueva deriva, a su vez, en la reconversión tanto del contenido, como así también de las formas, asumidos mediante la prevalencia de sensaciones de desasosiego o angustia individuales. En tal sentido, el dominio del ámbito de la reflexividad moderna -desarrollada al interior de un referente signado por la evolución del orden postradicional- conduce a que el carácter de la personalidad se convierta en “proyecto reflejo”, en la medida en que “el yo alterado deberá ser explorado y construido”, a efectos de propender a una articulación adecuada del cambio personal respecto de las variaciones propias de la sociedad en su conjunto [Giddens].

 

                En definitiva, “los sistemas abstractos intervienen de manera crucial no sólo en el orden institucional de la modernidad sino [asimismo, en los mecanismos psíquicos atinentes a los mecanismos promotores de la] formación y continuidad del yo”. Consecuentemente, “la modernidad quiebra el marco protector de la pequeña comunidad y de la tradición, sustituyéndolas por organizaciones más amplias y personales” [Giddens].

 

                Retornando a la temática del dominio ejercido por el sistema social sobre los individuos, la corriente de pensamiento que arranca con la obra de Foucault considera que hasta el propio crítico se encuentra bajo “la máquina panóptica, investido por los efectos de poder que todos llevamos con nosotros mismos, puesto que somos parte de su mecanismo”. En su conjunto, la vertiente posestructuralista francesa visualizada los legados de la Ilustración casi en términos de una “historia de terror y encarcelamiento”, concepción que redunda en un virtual rechazo total hacia la panoplia doctrinaria modernista evaluada globalmente. La misma abarcaría el abanico heterogéneo compuesto por las escuelas arraigadas en el racionalismo moderno, incluyendo desde las prédicas jacobinas dieciochescas hasta el dogma salinista, sin dejar de lado la totalidad de aquellos metarrelatos, aun resultando contradictorios, emanados de las diferentes cosmovisiones proabsolutistas tanto como socialistas [Picó].     

                                   

                Superando el alcance propio de las pretéritas y recurrentes crisis de “progresión, agotamiento, [regresión] y renovación”, prototípicas de la pasada cultura de carácter específicamente modernista, en marcado contraste con aquéllas la posmodernidad equivale, entonces, a una especie de “ruptura radical con [la] lógica del camino único”, devenida discurso absoluto a través del augurio de una modalidad de sociedad estructuralmente reconvertida. En consecuencia, el logro del “gran consenso” es rebajado a la categoría de premisa remanida y obsoleta, resultando también objeto de una suspicacia atemorizada, motivo por el cual debería llegarse a determinada “idea y [a] una práctica de la justicia” tajantemente seccionada de aquel pretencioso e irrealizable principio valorativo. En la nueva era, por tanto, “el contrato temporal suplanta la institución permanente en las cuestiones profesionales, afectivas, sexuales, culturales, familiares e internacionales, lo mismo que en los asuntos políticos”, apuntando de esta manera al establecimiento de una flexibilidad sistemática en todos los órdenes de la vida [Picó].        

               

                Las principales variables indicadoras de las transformaciones sustantivas experimentadas por la renovada estructura social, característica del proceso de industrialización avanzada,  fueron minuciosamente detalladas por Beck. En principio este autor resalta la existencia de macrogrupos de clases o estratos los cuales, en términos generales, conviven dentro del marco una relativa estabilidad, a pesar del surgimiento de “nuevos fenómenos sociales como la lucha por los derechos de la mujer, las iniciativas ciudadanas contra las centrales nucleares, las desigualdades entre las generaciones, la afluencia de inmigrantes del [otrora llamado] Tercer Mundo, los conflictos regionales y religiosos y [la emergencia de una] nueva pobreza”, configuran cierto panorama signado por la presencia de interrelaciones y antagonismos inéditos, de cuño finisecular. Tal escenario contradictorio, y muchas veces caótico, excederían el marco convencional delineado por la conflictividad típica de la sociedad industrial capitalista “clásica”, teniendo en cuenta que se ubica al margen del espacio conformado por la oposición crónica entre clases sociales con intereses opuestos irreductibles [Beck].

 

                Por otro lado, el área específica de la coexistencia colectiva en los hogares o unidades domésticas, aunque todavía regularizada por parámetros sujetos al estándar de la “familia nuclear”, tiende a modificarse en virtud de una dinámica de asignaciones posicionales cambiantes. Ellas se ven expresadas en la integración de la mujer al proceso de capacitación laboral y de incorporación al mercado de trabajo, y a través de los efectos complementarios surgidos de las rupturas conyugales. En términos sucedáneos, resultan redefinidos los roles de la pareja matrimonial, la entidad paterna, la esfera procreativa y la misma sexualidad, al interior de un contexto crecientemente reestructurado alrededor de la temática centralizada en torno al eje localizado en la problemática del género.

 

                En lo que atañe a la concepción de la sociedad en tanto ente colectivo, aglutinado sobre la base de las ocupaciones, correspondientes a un determinado posicionamiento en el terreno de las actividades productivas, aquella noción convencional, actuante en función de eje prescriptivo, pierde su sustento básico. Ello acontece debido a que la progresiva flexibilidad espaciotemporal del trabajo revierte los referentes socioeconómicos (y culturales) anclados en las situaciones respectivas de laboriosidad, por un lado, y de tiempo libre, ocioso o improductivo, por otro. En este sentido, cabe apuntar que las innovaciones tecnológicas -aplicadas al campo de la producción-, el avance arrollador en la función comercializadora del progreso electrónico de la informatización y el agigantamiento del sector dedicado a servicios de variado carácter, devienen factores proclives a la consolidación de estados de desocupación masiva o de vivencias signadas por el “subempleo plural”, fenómenos que pasan a formar parte integrante insoslayable del espectro ocupacional, radicado en el sistema económico general.

 

                El planteamiento reforzado de la duda existencial “metódica” en el campo del conocimiento científico, y de su pertinente aplicabilidad, remiten a la cuestión de la manipulación del objeto de estudio investigativo. Tal planteo conduce a una necesaria revisión continua, muchas veces no llevada a cabo, de los fundamentos éticos y de las consecuencias “humanas” de las aplicaciones concretas de la ciencia, en ocasiones generadoras de efectos indeseados resultantes del manejo azaroso entre realizaciones eventuales o derivaciones claramente riesgosas. Por otra parte, la institucionalización formalizada del sistema político democrático contiene elementos socialmente tensionantes merced a una realidad plagada de “promesas incumplidas”. 

 

                Al margen de la noción “simple” del término modernización, Beck lo concibió en un sentido “reflexivo”, acepción esta última que alude a la presencia de un carácter normativo específico, reflejado en la “autoconfrontación de la modernidad consigo misma [dado] que la transición de la sociedad industrial a la sociedad del riesgo se consuma como no deseada, [adoptando] la forma de una dinámica modernizadora independiente, bajo el modelo de consecuencias colaterales latentes”. Partiendo de dicha premisa, la modernización reflexiva no equivale a un corte abrupto del modernismo, representado por el retorno regresivo al mundo tradicional propuesto por cierta contrailustración neoconservadora, la actitud acendradamente negativista propia de un ecologismo radical o, en su defecto, el discurso emblemático posmoderno enfrentado a cualquier tipo de metarrelato. En cambio, la reflexión moderna implicaría que “la expansión de las opciones no se disocia de la atribución de los riesgos” [Beck].

 

                Conviene precisar que la sociedad del riesgo se inicia en el momento en el cual el cuadro socionormativo, proveedor de un sistema de “seguridad social”, fracasa frente a la emergencia de amenazas surgidas a partir de la toma de ciertas decisiones, proceso que anida en el mecanismo de secularización del mundo “teológico” tradicional, realidad nueva que no conlleva su definitiva supresión sino, de manera alternativa, la creación humana -participativamente activa-, interviniendo en forma directa en la generación de su destino o futuro. Dentro de este contexto teórico, la imposibilidad acerca del logro de un cálculo exacto de los riesgos deviene concepción mitológica, en la medida en que “el margen de lo incalculable... forma parte del nóumeno social”, de modo que configura el conjunto de factores técnicos o móviles humanos indeterminados, que cristalizan en la realidad. Sobre tales elementos impredecibles el mero ejercicio teorético resulta impotente a efectos de reconciliarse con la práctica intelectual determinada por el dominio de la “previsión racional”, es decir el optimista saber para prever nacido del positivismo decimonónico de raíz primordialmente comteana [Beriain].     

 

                Los perjuicios eventualmente adjudicados a la sociedad responderían, entonces, a los derivados de índole perversa correspondientes a resultantes de “acciones intencionales que constituyen un riesgo calculable estadísticamente”. Sin embargo, el supuesto control racionalista sobre hipotéticos eventos universales tiende a generar la producción de cierto difuso nuevo destino, ya no atribuible a los fenómenos naturales, sino -por el contrario- engendrado en el espacio ocupado por las manifestaciones de carácter cultural. Siguiendo este razonamiento, cabe agregar que “la apertura e indeterminación del futuro no significa la erradicación del destino, sino más bien el comienzo de su producción social, [debido a] la multiplicación de la franja de posibilidades de riesgo de altas consecuencias” [Beriain].

 

                El proceso referido a la modernización, interpretado sesgadamente en cuanto incrementos opcionales, es consumado “a costa de la ruptura de las ligaduras”, de raigambres política, ética o religiosa, que sujetaban recíprocamente a diferentes ámbitos y sectores sociales. El modernismo reciente, expresado en la dinámica del conjunto de la sociedad, determinaría que cualquier evento presente un elevado grado de contingencia, en virtud de que todos aquellos acontecimientos, anteriormente considerados improbables, en nuestros días devienen probables. En consecuencia, la evidencia acerca de la “probabilidad de lo improbable” obedece a la construcción social de un proceso signado por su carácter ambivalente y, además, expresado en el despliegue de la disyuntiva creada en torno al eje del orden, frente al caos, como alternativas excluyentes. Desde la óptica trazada por ese encuadre limitativo, no existe por lo tanto un predilección determinada por el acuerdo consensual o por el ejercicio del disenso [Beriain].

 

                Beriain aduce que el aumento del comportamiento racionalista únicamente puede atribuirse al conjunto de operaciones llevadas a cabo al interior de los subsistemas, con la contrapartida manifestada en el desenvolvimiento deficitario del todo social o de “la naturaleza considerada como entorno de los entornos”. De allí que la acechanza permanente del riesgo remita a una categoría conceptual codificada en clave ecologista. Desde el momento en que, mientras “la sociedad industrial de clases se centraba en la producción y distribución de la riqueza de los recursos”, en el universo contemporáneo “la sociedad del riesgo se estructura [alrededor del mundo de] la producción, distribución y división de los riesgos que conlleva la modernización industrial” [Beck].

 

                Sobre la base del argumento anteriormente expuesto, la misma esencia de la sociedad moderna “tardía” impide una representación de contenido holístico, motivo por el cual “las amenazas ecológicas son tematizadas y fragmentadas por los subsistemas funcionales de acuerdo a sus códigos binarios específicos”. Tal reduccionismo, de figuración dicotómica, contrapone lo verdadero a lo falaz en el campo del conocimiento científico, el gobierno a la oposición dentro de la esfera del accionar político y la propiedad a la desposesión económicas. El tratamiento mencionado reemplaza, de hecho, el abordaje de la totalidad del sistema social, al tiempo que “los riesgos globales tienden a sobrecargar las capacidades para resolver problemas de cada subsistema”. Por otro lado, Beck indicó que “en Europa es posible una modernización del apartheid [teniendo en cuenta que] los ricos se amurallan. El Estado social es también un hijo ilegítimo del comunismo, surgido básicamente del temor a éste... es difícil imaginar como el tercer Mundo se puede desarrollar sin una amenaza semejante de las seguridades sociales” [Beriain].

 

                En última instancia, por ende, la dinámica motorizada por el cúmulo de diferenciaciones de orden funcional conlleva una específica “pérdida de redundancia entre los subsistemas, [pudiendo] ocasionar reacciones en cadena incontroladas en los otros subsistemas”. Esta eventual evolución generaría que el discurso asentado en la sensación omnipresente de angustia-miedo se convierta en teorización sucedánea respecto de cualquier cosmovisión de impronta holista [Beriain].

 

                La modernización reflexiva, en el sentido beckiano del término, produce convulsiones profundas que, en clave contramoderna, pueden engendrar el resurgimiento de formas aggiornadas de regímenes de raigambre fascista, inductoras de políticas xenófobas de distinta índole. Ello acontece cuando las masas reaccionan frente a las inseguridades derivadas de la aparentemente incontenible “flexibilidad” a la que tienden las diferentes instituciones sociales o, por el contrario, aquellas conmociones “pueden ser utilizadas para la reformulación de las metas y fundamentos de la sociedad industrial occidental”. Resulta preanunciado, por tanto, el devenir de conflictos “entre renovación y radicalización de la modernidad”, en contraposición a manifestaciones expresas de contramodernización [Beck].

 

                Corresponde acotar que desde el corte definitivo con el universo de la “guerra fría”, a partir de la caída del muro de Berlín acaecida en 1989, el mundo occidental -en virtud de su propio triunfo sobre el sistema “comunista”- también debió afrontar una instancia crítica, surgida de la necesidad imperiosa de repostular objetivos de desarrollo humano y social, al margen de seguir cumpliendo, a rajatabla, las metas prefijadas hacia un horizonte ilimitado de progreso técnico-productivo. 

 

                Teniendo en cuenta la evolución de la coyuntura anteriormente asignada, se sostiene que “un diccionario completo político y social envejeció súbitamente y tiene que ser reescrito”. En este sentido, La invención de lo político diagnostica que “el modelo de la modernidad occidental -esa mezcla de capitalismo, democracia, estado de derecho y soberanía (nacional/militar)- es anticuado, debe ser nuevamente discutido y descartado”. Dicha problemática constituiría el núcleo básico de la progresiva deslegitimación, junto al consiguiente descrédito, atravesada por los partidos político en aquellos sistemas democráticos guiados por el faro ideológico ubicado en la cultura civilizatoria construida en “occidente” a lo largo de dos siglos [Beck]. Puede agregarse al respecto que exactamente dos centurias separan temporalmente la eclosión expresada en la Revolución Francesa de la victoria de los “valores occidentales” frente al régimen soviético

 

                En vista del panorama trazado, en nuestros días deberían crearse determinadas “formas de la democracia global”, siendo factible argumentar libremente respecto de la eventualidad de las mismas y proyectarlas al ámbito de la conciencia colectiva, es decir que devendría posible “inaugurar el concepto de lo político para los desafíos de la civilización industrial globalizada” a comienzos del nuevo siglo, en “respuesta a los desafíos de 1989, el año del Y”. La carencia de “soluciones de ayer”, sumadas al mismo déficit resultante de los proyectos diseñados anteayer, reclaman la aparición de cierto dominio que apunte a un porvenir programado dentro de un marco teórico (y político) contextual radicalmente alejado de los ensayos fracasados del pasado, antes y después del advenimiento del hipotético “fin de la historia” y de la supuesta vigencia del pensamiento único. Se propone entonces desnudar esas perspectivas falaces a través de la promoción de una, “al menos pensable”, radicalización de la modernidad [Beck].

 

                De acuerdo a la postura beckiana ningún tipo de dicotomía cerrada “permite inferir una clara contraposición y conformación de grupos sociales”, en la medida en que los ejes conflictuales de la sociedad mundializada actual se diseminan mediante heterogéneas cristalizaciones. Por ejemplo, también el extranjero o foráneo resulta “destradicionalizado en la sociedad mundial de riesgo; los límites entre lo propio y lo ajeno se vuelven imprecisos. Lo que no elimina los conflictos, sino que los agudiza, [tornándolos] erráticos”. El envejecimiento de la sociedad industrial conduce a la aparición de su sucesora, aquella otra correspondiente a la omnipresencia del riesgo, etapa evolutiva de la modernidad económico-social en la cual el conjunto de “riesgos sociales, políticos, ecológicos e individuales, generados por la misma dinámica de la renovación, se sustraen crecientemente a las instituciones de control y aseguramiento [características] de la sociedad industrial” [Beck]. Éste observó que el Tercer Mundo también se encuentra “en medio de nosotros. En las ciudades de los Estados Unidos, también en las ex-metrópolis coloniales de Europa Occidental, surgen zonas de miserias locales, en las que la desocupación, la mortalidad infantil, la atención médica y la seguridad social se hundieron al nivel de los países en desarrollo”            

                     

                Atento a la perspectiva expuesta, la noción de modernidad reflexiva “no significa, empírico-analíticamente entendido, reflexión” sino que, en cambio, alude a la idea de autoconfrontación. Bajo el significado de tal precisión conceptual, quiere decirse que la transición desde la fase industrialista hacia la era reciente del riesgo “se consuma involuntariamente”, de manera imprevista y ante la fuerza impresa por transformaciones objetivas, “en el curso de la dinámica independizada de la modernización según el modelo de efectos concomitantes paralelos”. En otras palabras, se interpreta que “la sociedad de riesgo [no constituye una mera] opción que pudiera aceptarse o rechazarse” a través del desarrollo del ámbito conformado por los debates y decisiones de carácter político-institucional. Por el contrario, dicha conformación social arriesgada es engendrada por las mismas mutaciones inherentes al mecanismo “independizado”, propio de la modernidad tardía, que representa un proceso “ciego en cuanto a sus consecuencias y sus peligros”, el cual produce -mediante su esencia acumulativa y su potencialidad latente- amenazas intrínsecas al mismo, socavando y removiendo los cimientos básicos de la sociedad industrial superada [Beck].    

 

                En consecuencia, si se denomina reflexividad, en contraste con el sentido semántico atribuido convencionalmente al vocablo reflexión, al descripto “tránsito independiente, voluntario e imprevisto [reflejo] de la sociedad industrial... a la de riesgo, entonces “modernidad reflexiva significa autoconfrontación” ante los efectos del devenir riesgoso causado por las transformaciones apuntadas. Corresponde remarcar que en el sistema anterior, a través de la vigencia -y relativo respeto- de normativas, institucionalizadas jurídicamente, la mayoría de los riesgos inmanentes del proceso clásico de industrialización podía ser controlada, o al menos sus derivados más perniciosos morigerados [Beck].     

 

                Mediante la aparición de la sociedad de riesgo los factores distributivos, anclados en la vigencia de “bienes sociales”, tales como el sistema de seguridad socioprevisional, el resguardo de las condiciones de trabajo y el aseguramiento de un nivel determinado de ingresos laborales, remiten a la presencia del “conflicto básico de la sociedad industrial de clases”, y a la consiguiente creación de mediaciones institucionales tendientes a su neutralización, aunque ésta fuera parcial. Tal mecanismo resulta desplazado debido a la propagación de aquellos “males” generados por el propio proceso de modernización independizado, reflejado en la reconversión de la misma dinámica industrialista [Beck].

 

                El término “sociedad de riesgo” ubica en el terreno conceptual la mencionada relación dialéctica establecida entre reflejo y reflexión, dado que -partiendo de una aproximación “teórico-social y diagnóstico cultural”- la expresión refiere a cierto estadio de la modernidad en el cual prepondera, fácticamente, un cúmulo de “amenazas causadas por el camino utilizado hasta ahora por la sociedad industrial”. La relación del proceso renovado reciente de industrialización ultra-avanzada con los recursos naturales (y culturales), que remiten a un conjunto de problemáticas y factores riesgosos generados a través del mismo, superan el ámbito de incidencia de aquellos elementos aferrados a la representación colectiva acerca de la vigencia de mecanismos, relativamente protectores, desarrollados anteriormente en el campo de la seguridad social. En la medida en que la pérdida de tales referencias deviene plenamente consciente, tienden a socavarse las bases político-ideológicas sustentadoras del ordenamiento socioeconómico actual, resultante de la -discutiblemente- emergencia de la “sociedad postindustrial” [Beck].

 

                Al respecto, cabe precisar que “la disolución, la destrucción y el desencantamiento de las fuentes de pensamiento colectivas y específicas de ciertos grupos”, verbigracia la creencia en el progreso de raigambre positivista o la conciencia de clase en el marxismo, representaciones ideales nacidas de la prevalencia de una determinada “cultura social industrial”. Los estilos de vida de esta última, reflejados en cierta percepción -para algunos grupos de la población y aun de manera tenue- de la cobertura protectiva propia de los sistemas de seguridad y control, sirvieron de apoyo a “las democracias occidentales y las sociedades económicas” durante el transcurso del siglo XX. La gradual erosión de ese contexto de mediana legitimación política deriva en la situación presente, en la que “todos los trabajos de definición se les asignen e imputen a los mismos individuos: esto significa el concepto de proceso de individualización” [Beck].

 

                El mecanismo expuesto conlleva un marcado contraste respecto de las conceptualizaciones clásico-modernas, pergeñadas aproximadamente una centuria atrás y emblematizadas en la obra weberiana, mediante la noción sustantiva de “racionalidad occidental”, y a través de la versión de Durkheim, en torno al devenir “anómico” de la sociedad industrial. En cambio, a fines del milenio el accionar humano ya no resulta abandonado, por parte de las “certezas religiosas trascendentales”, dentro del universo invadido por la burocratización y la división industrial del trabajo, sino que queda apartado, es decir al margen del círculo decisional, al desamparo de la intemperie propia del turbulento riesgo mundializado.

 

                La mencionada externalización refiere al marginamiento del marco mercantil, considerado en su acepción estricta, en cuanto a su correspondencia con la progresiva concentración de un núcleo económico-industrial claramente hegemónico. Ese proceso de marginalización, el cual en casos extremos desemboca en la incidencia de mecanismos directamente excluyentes, en referencia al contexto social predominante, acontece alrededor de situaciones donde, en el pasado relativamente inmediato, han prevalecido los dictámenes políticos de cierto Estado de Bienestar, sobre todo en las naciones avanzadas occidentales. Corresponde señalar que el conjunto de componentes que fomentaban, en dicha instancia, la inclusión al interior de un estado de ciudadanía social, apuntaban a “la expansión de la educación, mayores exigencias de movilidad del mercado de trabajo y un gran desarrollo jurídico de las relaciones laborales, las que justamenten no consideraban al individuo [como tal], sino sólo como portador de derechos (y deberes)” [Beck].

 

                Al respecto, Beck sostiene que “las posibilidades, los peligros y las ambivalencias de la biografía, que antes podían ser superados en el marco de la unión familiar, de la comunidad aldeana, en el repliegue de la clase o grupo social, cada vez más tienen que ser atendidos, interpretados y elaborados por los individuos mismos”. Debe destacarse que con el nacimiento de la modernización reflexiva, o respuesta condicionada a la emergencia de la sociedad del riesgo, mutaría el centro de las contradicciones y conflictos socioestructurales, teniendo en cuenta que “la probabilidad de catástrofes y desgracias toma el rol de los provocadores políticos” [Beck].

 

                El punto esencial de arranque que identifica a la modernidad de riesgo, y que además define el espacio de sus cuestiones políticas, radica en la saturación experimentada por “el crecimiento lineal de la racionalidad”, caracterizada específicamente por la dinámica del tecnicismo, de la burocracia omnipotente e invasora, de la economización de la vida social. En este aspecto, el racionalismo es comprendido en sentido weberiano e interpretado de acuerdo a la posterior revisión crítica efectuada, sobre el devenir del pensamiento ilustrado, por parte de dos fundadores de la escuela de Frankfurt [Horkheimer y Adorno). Conviene aclarar que el proceso convencional de industrialización capitalista, en conexión con los valores implícitos en la modernidad simple, determinó que su marco institucional clave disponía de “un potencial de ajuste e innovación para poder disolver y amortiguar, al menos en principio, los más amenazantes problemas de la modernización económica técnica, mediante nuevos incrementos en la racionalidad orientados en función de las nuevas amenazas” producto de tal desenvolvimiento [Beck].

 

                Las diversas formas de pensamiento y acción, ajustadas a las normas de aquellas categorías convencionales referidas al incremento lineal de las conductas racionales, resultan severamente cuestionadas mediante el advenimiento civilizatorio del riesgo como constante del hábitat cotidiano de la humanidad “posmoderna”. El conjunto de peligros que se ciernen sobre las actividades del hombre contemporáneo afecta no solamente el comportamiento diario de la persona en cuanto individuo, sino que también alteraría la propia estabilidad de los sistemas político-institucional y socioeconómico. La sociedad de fin de siglo se encuentra inmersa, entonces, en el marasmo de un descontrol generalizado promotor de incertidumbres, producto de la etapa reciente del proceso racionalizador.      

 

                En vista de la situación anteriormente expuesta, “el reconocimiento de la incalculabilidad de los peligros, desatados por el crecimiento técnico-industrial, obliga a una autorreflexión sobre los fundamentos del contexto social y a la revisión de las bases de las convenciones vigentes y de los principios de la racionalidad”. Mediante la conciencia autocomprensiva de la sociedad de riesgo, ella misma deviene reflexiva en torno a sus cuestiones candentes y problemáticas complejas. Se asistiría, en consecuencia, al quiebre o conflicto debidos al socavamiento de las instituciones y premisas valorativas convencionalmente tratadas en cuanto modernas, partiendo de “la autointeligiblidad de la sociedad industrial”, que afecta también al núcleo central de las regiones y los espacios industrializados según cánones estipulados por su propia modernidad intrínseca. Es decir que la temática socioecológica crucial de nuestros tiempos no sólo alteraría los patrones vitales de la mayoría de las zonas marginales y de aquellas otras que resultan “herméticas”, dada su pertenencia al ámbito de la privacidad personal [Beck].

 

                Finalmente, Beck postula que el conjunto conformado por “la sociedad industrial, el orden social burgués y, especialmente, el Estado social y benefactor se encuentra bajo la exigencia de hacer las relaciones humanas racionalmente controlables, factibles, disponibles (individual y jurídicamente), mensurables. Por el contrario, en la sociedad de riesgo [sus] enormes efectos tardíos y secundarios conducen a este supuestamente superado reino de lo incierto, de la ambigüedad... La reflexividad y la incalculabilidad del desarrollo social se propagan sobre las diferentes esferas parciales, disuelven jurisdicciones y fronteras regionales, [y aquellas otras] específicas de clase, nacionales, políticas [e inclusive] científicas” [Beck].

 

CITAS Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

 

BECK, Ulrich (1999): "La invención de lo político. Para una teoría de la modernización reflexiva"; Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, págs. 17-18, 20, 29, 32/45

BERIAIN, Josetxo (1996): "El doble sentido de las consecuencias perversas de la modernidad"; en Beriain, J. (comp.), ob. cit., pág. 23-24, 28

HABERMAS, Jürgen (1998): “Modernidad versus posmodernidad;" en Picó, Josep –comp.-, "Modernidad y postmodernidad", Madrid, Alianza Editorial, págs. 95, 97-98

“Teoría de la acción comunicativa” (1999); Madrid, Taurus (dos volúmenes).

HORKHEIMER, M. y ADORNO, T.W.

GIDDENS, Anthony (1998): “Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea"; Barcelona, Península, págs. 17-18, 29/35, 38, 42/50

LAMO DE ESPINOZA, Emilio (1990): “La sociedad reflexiva (Sujeto y objeto del conocimiento sociológico)”; Madrid, Siglo XXI.

LYOTARD, Jean-François (1984): “La condición postmoderna (Informe sobre el saber)”; Madrid, Cátedra.

PICÓ, Josep –comp.-, "Modernidad y postmodernidad", Madrid, Alianza Editorial, pág. 39-41, 44

SOLÉ, Carlota: "Modernidad y modernización"; Barcelona, Anthropos, 1998, págs. 222-223

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