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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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MONARQUÍA, ILUSTRACIÓN, Y REPÚBLICA "OCCIDENTALES" - Juan Labiaguerre

Como alternativa moderada frente a la postura teórica hobbesiana, en la propia Inglaterra y algunas décadas después, John Locke interpretaba que “si el estado de naturaleza es un estado de libertad, no lo es de ningún modo de licencia”. Además de su “Ensayo sobre el entendimiento humano”, que revolucionó el campo gnoseológico y epistemológico vigente en el siglo XVII, desde una perspectiva empirista, en la misma época se conoció el fundamento de su ideario político, plasmado en su obra "Dos tratados sobre el Gobierno Civil", en los cuales el autor abreva de fuentes teóricas variadas.

 

En la teoría lockeana se advierte la impronta del pensamiento racionalista cartesiano, puesta de manifiesto en el rechazo a las concepciones tradicionales sobre el conocimiento humano, aunque afirmando las premisas de un empirismo clásico, proyectado en David Hume, y posteriormente volcado hacia posicionamientos pragmáticos, utilitarios y hedonistas. En dicha instancia, el ser humano gozaría de una situación incontestable, en virtud de la cual puede disponer a su antojo de su persona y de lo que posee; sin embargo, el mismo “no tiene derecho a [autodestruirse], ni de hacer ningún daño a persona alguna, o turbar a nadie en la posesión de lo que goza”.

 

El filósofo mencionado concebía dicho estado desde la perspectiva de la “validez intersubjetiva de un derecho natural a la satisfacción racional con arreglo a fines de los propios intereses. El derecho de cada uno a comportarse racionalmente en este sentido viene limitado por el hecho de que ese mismo derecho asiste también de antemano a todos”. Es decir que de la agregación de distintos cálculos de relaciones medios-fines que cada uno de los actores hace apoyándose en sus conocimientos empíricos y orientándose egocéntricamente hacia el propio éxito, solo puede seguirse, en el mejor de los casos, que todos consideran “deseable” la observancia de una norma común. Pero la deseabilidad de una norma no explica todavía la “fuerza obligatoria” que irradian las normas válidas, fuerza que no puede hacerse derivar de sanciones sino de un reconocimiento intersubjetivo de expectativas recíprocas de comportamiento, basado en última instancia en razones[1]

Además, el estado natural tiene por regla la ley de la misma naturaleza, a la cual cada uno está obligado a someterse y a obedecer: la razón, que es esta misma ley, enseña a todos los hombres ... que, siendo todos iguales e independientes, no debe ninguno perjudicar a otro en cuanto a su vida, salud, libertad y bienes”. Locke sostenía que “a fin de que nadie pueda emprender invadir los derechos de otro, ni dañar a su prójimo, y de que las leyes de la naturaleza, que tienen por objeto la tranquilidad y conservación del género humano, sean observadas, por sí misma ha dado a cada uno en este estado derecho para castigar la violación de sus leyes”. 

Las leyes naturales “serían absolutamente inútiles si en el estado natural nadie tuviera poder para hacerlas ejecutar, para proteger y conservar al inocente y reprimir el acto del que le oprime, si en esta situación un hombre puede castigar a otro que haya cometido algún mal, cada cual puede practicar lo mismo; pues en este estado de perfecta igualdad, en el cual ninguno tiene naturalmente superioridad ni jurisdicción sobre otro, lo que uno puede hacer en virtud de las leyes de la naturaleza, lo puede así y necesariamente cualquiera”.

Por ende, “en el estado de naturaleza, cada uno tiene ... un poder incontestable sobre otro”, aunque el mismo no es absoluto ni arbitrario, ni en fuerza de él se tiene derecho para castigar al culpable por pasión, abandonándose a todos los movimientos y furores. En cambio, en dicha situación se permite “infligir a aquél las penas que la tranquila razón, y una conciencia pura, dictan naturalmente ..., proporcionadas al delito”, con la finalidad exclusiva de reparar el daño efectuado y prevenir la reiteración del accionar delictivo [2].

El parlamentarismo monárquico emergió como una firma político-institucional, bajo los cánones pretendidamente universalistas asentados en los principios ideales de la libertad y del individualismo. Esta concepción representó la respuesta a una serie de factores diversos, tales como los efectos de la “parálisis” económica producida por la estructura social del medioevo feudal y la perspectiva sesgadamente antropocéntrica del Renacimiento; a su vez, se nutrió de los enfoques racionalistas y utilitaristas que, adosados a la ética protestante-calvinista, fueron alimentándose mutuamente a lo largo de un periodo extenso.

Asimismo, los componentes sustanciales que catalizaron aquellos ideales y situaciones temporalmente dispersas e ideológicamente heterogéneas, remiten a un núcleo teórico-antropológico, centrado en la proclamación de una libertad imprescriptible, apoyada en el credo  individualista. Debe aclararse que el término “liberalismo” es polisémico, ya que engloba a un conjunto variado de premisas de orden político, o socioeconómico, las cuales habitualmente reflejan un ideario amplio que alberga posiciones divergentes en muchos aspectos.

Este liberalismo sostiene la preexistencia de derechos individuales, en referencia a la conformación estatal, contrastando la posición absolutista, al señalar los acotamientos de raíz ética que deben fijarse al ejercicio fáctico del poder, límites que marcan la distancia que lo alejan de los lineamientos trazados por su connacional Hobbes. 

Resulta destacable en Locke la presencia de severas limitaciones, de carácter moral, sustentadas en el reconocimiento de un ámbito prioritario enmarcado en la ley natural y las pautas morales. Su punto doctrinario de arranque es ubicado en una determinada instancia, concebida axiomáticamente, que comparten todas las ópticas referidas al “contractualismo político”: más allá de las profundas divergencias entre estas corrientes: la existencia histórica de un supuesto estado de naturaleza, previo a la constitución de cualquier sociedad o gobierno institucionalizados.

Debido a su visión sustancialmente individualista, estima que el logro de la organización sociopolítica es resultante de acciones voluntarias y libres del ser humano, el cual, en el contexto del mencionado estadio natural, experimentaría una relativa felicidad. Mientras que la visión antropológica lockeana no asume el pesimismo hobbesiano, para quien todo hombre era un lobo para su semejante, tampoco adheriría a las posteriores distorsiones mitológicas rousseaunianas que, como veremos más adelante, defiendan la bondad “natural” humana.

En cambio, el judeocristianismo subyacente en la doctrina de Locke conduce a la creencia en que el “pecado original” habría determinado la caída del estado de naturaleza social descrito. En éste, las personas habrían sido portadoras de ciertos derechos individuales, sintetizados en la expresión inglesa property, la cual alude a los derechos a la vida, a la seguridad, a las libertades individuales y a la propiedad. Respecto a la propiedad de tipo específicamente inmueble, indica que, teniendo en cuenta el estadio primitivo de “no-ocupación”, los hombres cercaron y mezclaron su labor personal con la posesión de tierras, lo cual habría dado origen al derecho de propiedad, descartando que el mismo pudiera ser compartido por muchas personas.

Con el fin de mantener y poder gozar del conjunto de sus derechos particulares, la humanidad habría “decidido” alejarse de su fase original, anterior a la institucionalización político-social, estableciendo idealmente de tal modo pacto multilateralizado, diferente a los contratos imaginados, en forma previa por Hobbes y, en el siglo subsiguiente, por Rousseau. La distinción frente a ambos radica en que el modelo lockeano los seres humanos no se alienarían en términos absolutos, esto es enajenándose con relación al conjunto de los derechos asignados como individuos. El único “atributo” a los cuales las personas renuncian es al de responder a través de acciones violentas a las eventuales agresiones de sus congéneres, constituyéndose un poder coactivo, devenido patrimonio estatal exclusivo, que obedece al mencionado convenio multilateral.

El Estado, entonces, procura legitimar la instancia represora ante las trasgresiones a los derechos individuales. A pesar de que Locke no diferencia explícitamente la existencia de dos “momentos” que atravesaría dicho proceso  contractual, en forma latente sí lo hace, por lo que la primera fase alude a ese pacto multilateral, celebrado hipotéticamente a efectos de configurar una comunidad política organizada, mientras que la etapa posterior refiere a un acuerdo bilateral, promotor de deberes mutuos entre el aparato estatal y los ciudadanos gobernados, cuyo objetivo apunta a  la determinación acerca de quiénes han de ejecutar el poder delegado al Estado.

La humanidad se habría apartado de su naturaleza esencial a fin de garantizar, esencialmente, el respeto a sus derechos, portados en cuanto individuos, por lo que cabe entrever una faz negativa de esa concepción liberal ortodoxa, consistente en la falta de una referencia manifiesta al principio del “bien común”. Este enfoque sobre la conformación del gobierno civil refiere, permanentemente, a la vigencia de una especie de justicia conmutativa, normalizadora de las interacciones llevadas a cabo por la ciudadanía, junto a otra de índole distributiva, por la que la autoridad soberana se encontraría facultada en términos de la imposición de ciertas sanciones jurídicas, verbigracia, a los trasgresores.

No obstante ello, no aparece una precisión de aquel componente que en actualidad suele denominarse justicia social. De acuerdo con la posición clásica expuesta por Locke, la entidad estatal ha sido depositaria sólo del mandato delegado por los ciudadanos a fin de repeler las circunstanciales violaciones a los derechos individuales, asegurando el resguardo de la propiedad privada, según lo establecido por el statu-quo imperante. Tal postura, de hecho, es reflejada en la garantía del goce de esa atribución, acotada al fragmento de la sociedad que en realidad puede ejercerla, es decir los sectores propietarios.

El capítulo V de “Ensayo sobre el gobierno civil”, titulado De la propiedad, se inicia bajo la apelación a argumentos basados en la razón natural y en la revelación divina, de cara a intentar demostrar que todos los seres humanos poseyeron, primigeniamente, un derecho común sobre la propiedad de la tierra. No obstante ello, a determinadas personas les será dificultoso comprender de qué manera podría un hombre, considerado individualmente, tener posesión de cosa alguna, debido a lo cual la concepción lockeana apunta, prioritariamente, a la resolución de tal inconveniente, procediendo a interpretar cómo un particular puede lograr el acceso a una propiedad privada sin trasgredir los derechos del prójimo.

La piedra basal de la argumentación precitada consiste en el hecho, manifestado intuitivamente, de que muchos bienes existentes, a fin de poder ser usados, requieren un consumo realizado privadamente, en la medida en que la utilización de aquéllos impide su consumición por parte de otras personas; por ende, resulta imprescindible que haya algún procedimiento de apropiación exclusiva de dichos bienes. A renglón seguido, se expone una cuestión relevante en la coyuntura histórica puntual, cual es la estimación, en tanto criterio de legitimidad respecto de la propiedad privada, de la circunstancia crucial de que ella derive, por caso, de una especie de convención de carácter universal. Es decir que, si se quiere adjudicar la pertenencia de cualquier bien a la esfera de la posesión privada legítima, ello demandaría inexcusablemente el consenso de “los otros”.

Locke explicita la intención de corroborar de qué modo las personas particulares podrían alcanzar el dominio “legal” de varias parcelas de tierra, entregada por el Ser Supremo a la humanidad con un sentido de propiedad comunitaria, eludiendo el condicionamiento alusivo a la necesidad de un consenso expreso, alcanzado entre los integrantes de la colectividad. La propuesta para el logro de la “convalidación” mencionada recurre a dos elementos explicativos: el trabajo y la estipulación, dado que la conexión estrecha de ambos factores justificaría la eventualidad de una actuación de orden económico, creadora de propiedad (de acuerdo con un nivel inequiparable al grado de suma-cero, que permitiese la realización de una actividad productiva rentable, y el consecuente consumo privado de bienes, que no devengan violatorios de los derechos del prójimo.

En ese sentido, “aunque las cosas de la naturaleza son dadas en común, el hombre, al ser dueño de sí mismo y propietario de su persona y de las acciones y trabajos de ésta, tiene en sí mismo el gran fundamento de la propiedad [...] Cada hombre tiene una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto el mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos, podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor, y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tenga ya derecho a ella los demás hombres”.

A partir de esta doctrina, los exponentes del liberalismo adujeron seguir la premisa de la libertad, “bajo la que subyace una defensa a ultranza de la propiedad”. El autor inglés procuró armonizar los postulados del derecho natural -que básicamente se resumen en que todo hombre tiene derecho a lo necesario para la subsistencia, lo cual justifica el disfrute de una pequeña propiedad- con la existencia de un grupo social desprovisto de cualquier medio de vida [3].

Este filósofo ha trascendido históricamente a partir de sus dos perfiles, uno como exponente de una teoría empirista del conocimiento, y el otro en términos de pensador político. En el primer caso, su visión fue retomada por algunos representantes del iluminismo (Condillac entre ellos), siendo tenido en cuenta su enfoque, a posteriori, por la escuela positivista. Respecto al segundo ítem, Locke es considerado uno de los principales fundadores del liberalismo moderno y contemporáneo, ya que su doctrina inspiró la “revolución inglesa” (1688-1689) que instauró la monarquía parlamentaria británica, sistema institucional que perdura hasta nuestros días.

Finalmente, en términos de propuesta de república político-social, Jean-Jacques Rousseau representó un caso atípico, entre los intelectuales franceses que integraron el movimiento de la Ilustración, durante el llamado “siglo de las luces”, teniendo en cuenta su divergencia con gran parte de los postulados genéricos de dicha corriente, cuya expresión emblemática fue la Enciclopedia dieciochesca. Su punto de vista presentó implicaciones profundas, proyectadas al campo de la ética, a partir de su incidencia sobre el pensamiento kantiano.

Asimismo, Al encaminar sus estudios hacia el área de la filosofía política, enraizada en una cosmovisión de corte antropológico, discrepó radicalmente en la noción de libertad, extendida entre sus contemporáneos, heredada de las conceptualizaciones elaboradas por Hobbes y Locke en Inglaterra. La versión contractual de este autor se fundaba en que el hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado; algunos se creen los amos de los demás aun siendo más esclavos que ellos. El “orden social” sería un derecho sagrado que sirve de base a todos los restantes, el cual no provenía de la naturaleza, sino que obedecía a convenciones [4].

La doctrina rousseauniana procuró reivindicar la diferenciación clara de las voliciones “virtuosas”, frente a las de origen “vicioso”, apuntando a reconfigurar el grado cualitativo de los actos humanos voluntarios, en tanto factor nodal de los principios éticos, y de su aplicación en el terreno de la práctica política. La base de aquella distinción radica en el hecho de que la voluntad resulte independiente, o por el contrario heterónoma, en la determinación de las finalidades íntimas perseguidas por los hombres. En lo que refiere a la separación entre el accionar libre, llevado a cabo autónomamente, y la libertad equivalente a la carencia de presiones u obstáculos, de orden externo, Rousseau consideraba que, al buscar la satisfacción de los deseos propios en ausencia de trabas, las personas pueden sentirse más liberadas, en su rol de agentes de inclinaciones naturales, aunque en realidad continúan siendo dependientes en su papel de actores racionales.

El individuo únicamente devendría auténticamente libre, condición inherente al verdadero estamento moral de la esencia humana, al alejarse de aquel estadio determinado por la consecución del objetivo de la satisfacción de sus aspiraciones egoístas, orientándose hacia la unión con sus semejantes, en el contexto de una organización institucional consensuada colectivamente, es decir aceptada (legitimada) como entidad compartida por la totalidad de los miembros de una comunidad.

La idea del “pacto” se basaba en la argumentación de que la fuerza no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a los poderes legítimos; en la medida en que “ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y teniendo en cuenta que la naturaleza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones como único fundamento de toda autoridad legítima entre los hombres” [5].

La libertad de los individuos sería inmanente a su moralidad intrínseca, lo cual conduce a sujetarse a una legislación normativa, no orientada exclusivamente al ego, sino al conjunto del género humano en su condición de tal. En fecha cercana a la aparición de esta obra, también fue publicada la novela “Emilio” (o el buen salvaje), de Rousseau, la cual en esa instancia tuvo mayor repercusión que el propio “Contrato”, y demuestra la continuidad de la tendencia del pensamiento moderno a expresarse literariamente al mismo tiempo que a través de ensayos críticos.

Este modelo contractual remite a un compromiso de participación colectiva, conducente a facilitar la transición desde la dimensión “animal” de las personas hacia su esencia eminentemente ética. Asimismo, el componente sustantivo de dicho compromiso consiste en la predisposición de cada individuo a entregarse al compuesto sociocomunitario en idéntica igualdad de condiciones particulares, en la medida en que los compromisos que nos ligan al cuerpo social sólo son obligatorios porque son mutuos.

En las cláusulas del contrato se subraya, de modo implícito, el carácter universalista de la prescripción moral, dado lo cual aquello que es correcto, o no lo es, desde la perspectiva de un individuo, debe necesariamente resultar de la misma manera para cualquier otro congénere, en circunstancias similares. Ese condicionamiento constituiría la única garantía posible, a partir de la cual los juicios de esencia ética pueden tener un sustento firme, verbigracia, al admitir que “si X posee el derecho, o atribución, para realizar el acto Y, en consecuencia, es preciso reconocer que todos tienen el derecho de hacer lo mismo que X”.

La cuestión central que apunta a resolver esta figura contractual radica en encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a las personas y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes del acceso a la “civilización”. Es decir que “este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio importante, al sustituir en su conducta la justicia al instinto, y al dar a sus acciones la moralidad que les faltaba antes” [6].

En resumidas cuentas, tal como anteriormente el contrato hobbesiano lo había aceptado, pero sin destacar su importancia como elemento moral, cada particular tiene derecho a requerir, para sí mismo, exclusivamente aquel bien que ha sido consensuado como atributo propio por parte del prójimo, por lo que ninguna persona debería ser obligada a “algo”, por parte de cualquiera otra, exceptuando lo que aquella puede obligarle, recíprocamente a hacer a los demás. Sólo en dicha instancia la voz del deber reemplaza al impulso físico, y el derecho al apetito, y el hombre, que hasta ese momento no se había preocupado más que de sí mismo, se ve obligado a actuar conforme a otros principios, y a consultar a su razón en vez de seguir sus inclinaciones [7].

Por otra parte, el posicionamiento rousseauniano se aleja de la concepción contractual expuesta por Locke en su relativización de la perspectiva individualista defendida por el mismo. Ello acarrea una diferente valorización de los aspectos referidos al “bien común”, que resultan priorizados por el filósofo ginebrino, quien los ubica en una escala jerárquica superior, normativamente, con relación al respeto irrestricto de los intereses particulares, incluyendo el resguardo de la propiedad privada. Sin embargo, ello no significa que la meta de la igualdad implique un igualitarismo absoluto, dado que no existe una aspiración a la comunización de los bienes, sino únicamente a que “la sociedad provea a la subsistencia de todos los hombres” [8].

La propuesta de Rousseau apuntaba a un tipo de sociedad austera y autosuficiente, donde los valores éticos predominen sobre los mercantiles, y el bien común sea el valor por excelencia. Se postulaba una “sociedad igualitaria donde los pobre no se vean obligados a venderse a los ricos, y donde todos los ciudadanos tengan asegurados los medios de subsistencia, es decir, un trozo de tierra que les permita subsistir sin depender de nadie” [9]. En este sentido, “la utopía radica en su pretensión de aferrarse a un modelo de sociedad que la ascensión imparable del capitalismo hace ya inviable. Detrás de la denuncia de la propiedad privada del Discurso sobre el origen de la desigualdad subyace la condena de la sociedad capitalista”. A pesar de que este autor no alcanza a percibir nítidamente las transformaciones sociales profundas de esa fase histórica, posee al menos la sensibilidad suficiente como para identificarlas a grandes rasgos. Tal apreciación se manifiesta en el párrafo siguiente, impregnado de cierto romanticismo ingenuo:

El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío”, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ese fue el verdadero fundador de la sociedad civil ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: “Guardáos de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie” [10].

La obra de Rousseau incidió en el escenario político-ideológico de la Revolución Francesa, a través de los seguidores de su doctrina, llamados jacobinos, cuya ala más radicalizada constituyó el gobierno transitorio del partido de “La Montaña”, encabezado por Robespierre hacia fines del siglo XVIII, caracterizado históricamente como una dictadura del terror. Asimismo, ya en la centuria subsiguiente, parte de su legado puede comprobarse en la concepción de algunos “socialistas utópicos”, así como también en ciertos escritos del marxismo clásico. 

 

METODOLOGÍA CIENTÍFICA UNIFICADA: PRELUDIO ILUMINISTA DE LA VISIÓN “POSITIVA”

La corriente racionalista prevaleciente en el siglo XVII, de raíz cartesiana, había soslayado de algún modo el análisis de fenómenos “reales”, al elevar a la categoría de dogma a ideas y conceptos aislados, debido a que la concepción “pura” de la razón dominaba completamente el conocimiento. Ulteriormente, mediante la asimilación del método propio de las ciencias físico-naturales, durante la era iluminista, se vislumbró la posibilidad concreta de amalgamar “lo positivo” con “lo racional”. 

Zeitlin especifica que  “las ciencias de la naturaleza estaban demostrando su propia validez; podía percibirse claramente su progreso como el resultado de la marcha triunfal del nuevo método científico” 11]. El marco histórico de este desarrollo del conocimiento humano se hallaba fuertemente incidido por una evolución notable, a través de avances sucesivos, encadenados y acumulativos en el campo de aquellas disciplinas; además, sobre la base del aporte newtoniano, el salto cualitativo fue enorme para la época.

Al respecto, la compleja multiplicidad de los fenómenos naturales fue reducida a una única ley universal y comprendida como tal. Se trataba de una victoria impresionante del nuevo método [12]. La enunciación de la ley general de la “gravedad” resultó interpretada, no en cuanto producto exclusivo de la construcción teórica ni de los experimentos, estimadas ambas instancias aisladamente, sino como fruto de la rigurosa aplicación del método científico, entendido en sentido estricto. Issac Newton (1642-1727), matemático, físico y astrónomo británico, había completado investigaciones previas efectuadas por Kepler y Galileo, al mantener, utilizar y reformular la metodología utilizada por ellos, fundada principalmente en “la interdependencia de los aspectos analíticos y sintéticos” [13].

Un rasgo típico original de las concepciones del Iluminismo radicó en “la adopción sin reticencias del modelo metodológico de la física de Newton”, teniendo en cuenta que su empleo pretendió generalizarse, abarcando otros ámbitos, fuera de la matemática y la física. Este proceder investigativo en particular, evaluado en términos de patrón paradigmático, era presentado en tanto “herramienta indispensable para el estudio de todos los fenómenos” del universo, incluyendo el tratamiento de las cuestiones humanas integrales [14].

En la nueva etapa del conocimiento humano, la razón no se inclina ni ante lo meramente fáctico, los simples datos de la experiencia, ni ante las “evidencias” de la revelación, la tradición o la autoridad. Por lo tanto, el razonamiento “observacional”, esto es combinado necesariamente con la “empiria”, pasó a constituir el único medio adecuado en aras del acceso consciente a la realidad objetiva, en cualquiera de las ramas y especializaciones científicas. Cabe agregar que los enciclopedistas creían que la razón “no serviría únicamente para brindar conocimiento e información, sino... para cambiar el modo tradicional de pensar” [15].

Dentro de las temáticas políticas, socioeconómicas, culturales, psicológicas y morales también la razón se convertía en un instrumento poderoso, si se empleaba el método especial consistente en el análisis de elementos separados y la reconstrucción sintética [16]. La contribución puntual de la Ilustración al progreso de la ciencia, en general, consistió en su tendencia a la fusión de las dos perspectivas divergentes de la filosofía del conocimiento desarrolladas durante el siglo XVII, el racionalismo y el empirismo, procurando la reunificación de “la metodología” propiamente dicha [17].

Los pensadores ilustrados procuraron analizar metódicamente las cuestiones de la humanidad en su conjunto, al intentar asimilarlas a las premisas consideradas “auténticamente” científicas. Este encuadre respondía a una estimación pretendidamente unívoca acerca del conocimiento verdadero, basado en la articulación entre conciencia y observación, característica del estudio de los hechos naturalesEs preciso mencionar, aunque el presente texto no abarque el asunto, de por sí complejo y problemático, que en la segunda mitad del siglo XVIII sobresalió en Alemania la teoría del conocimiento del filósofo Immanuel Kant (1724-1804), fundador del denominado criticismo, expresado fundamentalmente en su obra “Crítica de la razón pura”.

Dentro del mismo país, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) creó a posteriori, y mediante una posición divergente a la anteriormente citada, la corriente idealista absoluta en los comienzos de la edad contemporánea de la historia occidental, y fue autor, entre otros escritos, de “Fenomenología del Espíritu”. Se evaluaba entonces que la facultad del raciocinio, apoyada en los datos provistos mediante técnicas experimentales, constituía “la medida crítica de las instituciones sociales y de su adecuación a la naturaleza humana”.

Según esa cosmovisión dieciochesca, las personas actúan siguiendo principios racionales, son esencialmente perfectibles y se orientan hacia una libertad creciente; en consecuencia, al cuestionar -y transformar- las estructuras vigentes de la sociedad, el ser humano realizaba de modo progresivo sus potencialidades creadoras. En ese sentido, las instituciones existentes, en tanto continuaran siendo irracionales, y por ende estuvieran en desacuerdo con la naturaleza básica del hombre, inhibían y reprimían tal posibilidad. 

Los exponentes iluministas investigaron todos los aspectos de la vida social, sometiendo a las diversas instituciones de la época a una crítica profunda, que apelaba a la racionalidad, y reclamando en consecuencia la eliminación de aquellos factores calificados como irracionales. Generalmente, evaluaban que el ordenamiento y los valores tradicionales contrariaban la esencia natural del ser humano; por lo tanto, esos elementos inhibían el “crecimiento y desarrollo” de la humanidad, al impedirle concretar sus facultades potenciales [18].

Los filósofos de este periodo creían con firmeza que la inteligencia “puede aprehender el universo y subordinarlo a las necesidades humanas”, dado que la razón adquirió una especie de carácter divino para estos pensadores, y el saber proveniente de aquélla requería únicamente la corroboración de la verificación empírica. Ésta, a su vez, remitía al procedimiento experimental recurrente y sistemático sobre el objeto estudiado; es así como la fundamentación de los descubrimientos logrados en los ámbitos de la física, sustentados en el alcance de la astronomía matemática, a través de las investigaciones llevadas a cabo por Copérnico, Kepler, Galileo y -fundamentalmente- Newton, condujo a una perspectiva renovada del universo en su conjunto, ajustada a un criterio de aplicabilidad universal de las leyes naturales

En este periodo, la filosofía ya no es una mera cuestión de pensamiento abstracto, sino que adquiere la función práctica de criticar las instituciones existentes para demostrar que son irrazonables e innaturales. El iluminismo exige el reemplazo de estas instituciones y de todo el orden anterior por otro nuevo, más razonable, natural y, por ende, necesario  [19].

Dichos intelectuales, “utilizando los conceptos y las técnicas de las ciencias físicas, emprendieron la tarea de crear un mundo nuevo basado en la razón y la verdad”, esta última en términos de objetivo primordial. La misma, sin embargo, no se fundaba ya en legitimaciones debidas a la autoridad, revelación o tradición, sino en la combinación de dos elementos inescindibles, el razonamiento y la experiencia observacional. En la medida en que el conocimiento científico estaba descubriendo el funcionamiento, hasta entonces “secreto”, de la naturaleza, expresado por medio de una legalidad implacable, la meta consistía en concretar “hallazgos” semejantes en la esfera político-económica y sociocultural [20].

El ambiente académico del momento histórico propiciaba el combate ideológico de toda normativa o institución calificada en cuanto antinatural y, correlativamente, irracional; la vía más utilizada para ello radicó en el cuestionamiento, más o menos radical, de la realidad humana imperante. Sus críticas abarcaban la superstición, el fanatismo, la intolerancia y la censura, y demandaban el ejercicio pleno de la libertad de conciencia. Asimismo, “atacaron los privilegios de las clases feudales y sus restricciones”, que obstaculizaban el desarrollo pleno de la ascendiente burguesía comercial e industrial, y también pretendieron secularizar el ámbito de la ética [21].

El movimiento iluminista “creó realmente una forma de pensamiento que era original en su totalidad, pues sólo con respecto al contenido siguió dependiendo de las lucubraciones de los siglos precedentes... Sus construcciones intelectuales se erigieron sobre los cimientos colocados por los pensadores del siglo XVII, [reelaborando] sus ideas principales”. Durante el siglo de las luces fueron rechazados los “sistemas cerrados y autosuficientes”, anclados en una filosofía confinada a axiomas definidos e inmutables y a realizar deducciones a partir de ellos. Por lo tanto, la actividad investigativa asume un papel crucial y determinante, bajo la premisa de asignar al pensamiento una “función creadora y crítica” [22].

Las facetas constructivas (positivas) y crítico-negativas o “destructoras”, coexistentes, ulteriores adoptarán -ya en el transcurso del siglo XIX- posiciones teóricas irreductibles, de manera que el tronco común del racionalismo occidental moderno asumiría, entonces, ramificaciones enfrentadas mutuamente -conservadoras o contestatarias- en referencia al statu quo imperante en la era “industrialista”, por ejemplo, la concepción positivista comteana y el materialismo histórico, respectivamente.

El conjunto de los asuntos concernientes a la humanidad podía ponerse en tela de juicio, abarcando este replanteo las áreas más diversificadas, tales como la religión, la metafísica, el arte y la problemática científica, entre otras numerosas materias. Al respecto, “la autocrítica, la comprensión de su propia actividad, de la sociedad y la época..., constituían una función esencial”, ya que -a través de la identificación y el entendimiento de los factores naturales- los seres humanos podían determinar la dirección de esas fuerzas y controlar sus consecuencias. Ello debido a que “la razón y la ciencia permitían al hombre alcanzar grados cada vez mayores de libertad y, por ende, un creciente nivel de perfección”: una idea recurrente del pensamiento enciclopedista era que el progreso intelectual presentaba como finalidad última el progreso general de la humanidad [23].

En contraste con la visión predominante en el siglo anterior, consistente en que la explicación debía partir de la deducción estricta y sistemática, la Ilustración dieciochesca elaboró “su ideal de explicación y comprensión según el modelo de las ciencias naturales contemporáneas”. Más que en el racionalismo cartesiano, que apelaba a un procedimiento sesgadamente deductivo, la teoría del conocimiento propia de este siglo se fundaba en la metodología newtoniana, de carácter analítico-sintético, apoyada en la inducción con base empírica. Esta postura implicaba la concentración en los “hechos” concretos, demostrados por medio de la acumulación de indicadores, o datos, experimentales: sus principios y el objetivo de sus investigaciones descansaban, sobre todo, en la experiencia y la observación [24].

El fundamento de las indagaciones científicas realizadas por Newton en el campo de la física remitía al supuesto de que “en el mundo material rigen el orden y la ley universales”. De modo que los hechos no son una mezcla caótica y fortuita de elementos separados, sino que, en cambio, los mismos tienden a incorporarse a ciertas pautas y presentar formas, regularidades y relaciones definidas. Es decir que “el orden es inmanente al universo”, y su descubrimiento requiere una actitud metódicamente indagatoria y el acopio consecuente de información empírica, al margen de los principios racionales meramente abstractos [25].

Ètienne Bonnot Condillac (1715-1780), inspirado en las premisas empiristas expuestas por Locke durante el siglo precedente, defendió enfáticamente el modelo metódico newtoniano. Este filósofo sensualista francés, autor del “Tratado de los sistemas” -1749-, reafirmó la necesidad de un nuevo método que una lo positivo y científico con lo racional, en tanto debían analizarse los fenómenos en sí mismos, a efectos de entender sus formas y conexiones inmanentes[26]. Tal lógica no era la correspondiente al pensamiento escolástico, pero tampoco la del “concepto puramente matemático”, sino la de los hechos [27].

Aunque basado en última instancia en la teoría lockeana del conocimiento, Condillac incorporó a ella modificaciones relevantes, al sostener que la inteligencia humana, partiendo de los indicadores sensoriales más sencillos, “adquiere gradualmente la capacidad de concentrar su atención en ellos, de compararlos y distinguirlos, y de separarlos y combinarlos” [28]. El pensador iluminista citado atribuye un determinado y específico papel creador y activo a la mente, puesto que el acceso a la comprensión de cualquier objeto de estudio se logra, de manera insoslayable, mediante la facultad racional.

Cuando el ser humano pone en marcha su potencialidad elemental de discernir conscientemente, abandona su predisposición pasiva de mera aceptación y adaptación al orden vigente, en la medida en que “el pensamiento puede avanzar e incluso levantarse contra la realidad social” [29]. Al confrontar ésta ante el tribunal de la razón, resultan cuestionados sus títulos legales a la verdad y la validez, por lo cual la sociedad pasa a tratarse “como la realidad física sujeta a investigación” teórico-empírica.

La ciencia social, de acuerdo a Condillac, debía transformarse en una disciplina que recurriera a una metodología consistente en enseñarnos a reconocer en la sociedad un cuerpo artificial, compuesto de partes que ejercen una influencia recíproca [30]. Dicho autor concedía una función crucial decisiva al juicio consciente, “aun en el acto de percepción más simple”, tanto de los procesos naturales como de los sociales. Los sentidos, por sí solos, nunca pueden crear el mundo tal como lo conocemos en nuestra conciencia; la cooperación de la mente es una necesidad absoluta [31].

En términos de proceso transitivo entre el apogeo del Iluminismo y la aparición de la escuela positivista, corresponde destacar que intelectuales “ilustrados de la talla de un Condorcet esperaban, desbordantes de entusiasmo, que las artes y las ciencias no sólo promovieran los controles sobre la naturaleza, sino también la interpretación del mundo y la autointerpretación de los sujetos, el progreso moral, la justicia de las instituciones sociales e incluso la felicidad de los hombres” [33].

En el sentido indicado, se ha afirmado que “los motivos más importantes de la moderna filosofía de la historia están contenidos en el Esquisse d´un tableu historique des progrès de l´esprit humain -1794-, de Condorcet. El modelo de racionalidad lo ofrecen las ciencias matemáticas de la naturaleza. El núcleo de éstas lo constituye la Física de Newton, [que] ha descubierto el verdadero método de estudio de la naturaleza; observación, experimentación y cálculo son los tres instrumentos con que la física descifra los enigmas de la naturaleza [...] Condorcet se siente impresionado por la marcha segura de esta ciencia. La [misma] se convierte en paradigma del conocimiento en general, ya que tiene un método que eleva el conocimiento de la naturaleza por encima de las disputas escolásticas de los filósofos y rebaja toda la filosofía anterior a mera opinión” [34].

Es evidente la existencia de un hilo conductor coherente entre las contribuciones de algunos autores enciclopedistas, realizadas durante la segunda mitad del siglo XVIII, y la irrupción del positivismo en ciencias sociales, lo cual aconteció en el siglo subsiguiente a través de las obras de Henri de Saint-Simon, Auguste Comte y John Stuart Mill, entre los pensadores más representativos de esta escuela.

 

[1] Locke, John (1973): “Tratado sobre el gobierno civil”, Capítulo I; Método científico y poder político. El pensamiento del siglo XVII; Buenos Aires, CEAL, pág. 157 / Habermas, Jürgen (1999), "Teoría de la acción comunicativa”; Madrid, Taurus, -volumen II-, págs. 300-301

[2] Locke, J., ob. cit., págs. 157/159

[3] Villaverde, María J. (1988): Estudio preliminar; en Jean-Jacques Rousseau, “El contrato social”, o Principios de Derecho Político -Barcelona, Tecnos, págs. XVI y s.s.

[4] Rousseau, Jean-Jacques (1996) : “El contrato social”; Barcelona, Altaya, cap. I, pág. 4

[5] Rousseau, J.-J., ídem, cap. III, pág. 8

[6] Rousseau, J.-J., ídem, cap. VI, págs. 14-15

[7] Rousseau, J.-J., ídem, cap. VIII, pág. 19 

[8] Villaverde, M. J., ob. cit. 

[9] Villaverde, M. J., ob. cit.

[10] Rousseau, J.-J. (1987): “Discurso sobre el origen de la desigualdad”; Madrid, Tecnos, págs. 161-162

[11] Zeitlin, Irving (1993): “Ideología y teoría sociológica”; Bs. As., Amorrortu, pág. 16. 

[12] Zeitlin, I., ídem, pág. 16

[13] Zeitlin, I. ob. cit., pág. 17

[14] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 17

[15] Zeitlin, I., ob. cit., págs. 17-18

[16] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 18

[17] Zeitlin, I., ob. cit., págs. 9 y 13

[18] Zeitlin, I. ob. cit., pág, 13

[19] Zeitlin, I., ob. cit. pág, 13

[20] Zeitlin, I., ob. cit. pág, 13

[21] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 14

[22] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 15

[23] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 15

[24] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 15

[25] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 15

[26] Cassirer, Ernst (1950): “Filosofía del Iluminismo”; México, Fondo de Cultura Económica.

[27] Cassirer, E., ídem

[28] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 19

[29] Cassirer, E., ob. Cit.

[30] Condillac, Esteban de (1963): “Tratado de las sensaciones”; Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires -EUDEBA-.

[31] Zeitlin, I., ob. cit., pág. 19

[32] Habermas, J., ob. cit., pág. 463

[33] Habermas, J., ob. cit., pág. 200

[34] Habermas, J., ob. cit., pág. 465

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