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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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CRÍTICA DE POPPER A LA VISIÓN "HISTORICISTA" ANTIGUA - Juan Labiaguerre

Con relación al "historicismo" decimonónico, tan criticado por Popper, pueden mencionarse -a título de ejemplos- dos casos estereotípicos representados en posturas teórico-políticas divergentes, la enunciación de la ley comteana de los tres estadios de evolución de la humanidad y la visión marxiana sobre la historia universal, equiparada al devenir de sucesivos modos de producción. La primera concepción aludía a la supuesta progresión civilizatoria, desde el predominio del espíritu teológico que, a través de una instancia metafísica transitoria, desembocaría en la era definitiva y más lograda de la condición humana, tanto intelectual como sociopolíticamente, la positiva, cuando reinarían al unísono el orden junto al progreso [1]. En contraste sustancial con esta teoría de raíces claramente conservadoras, aunque siguiendo un derrotero metodológico también historicista, Marx y Engels plantearon -desde una actitud contestataria frente al régimen burgués- la hipotética sucesión de “formaciones económico-sociales”, que arrancan en la prehistoria y llegan hasta la edad contemporánea [2].

El caso particular del marxismo admite la posibilidad de establecer un paralelo aun más ceñido en referencia a la doctrina platónica, teniendo en cuenta que aquel cuerpo conceptual considera la existencia de un modo de producción asiático u oriental, en las sociedades tribales más remotas del pasado, cuya estructura socioeconómica y política se aproximaría idealmente a una especie de comunismo primitivo. No es desechable un parangón con la suposición de un Estado cuasi perfecto, a partir del cual Platón visualiza -desde una perspectiva contraria, debido a su componente aristocratizante- su gradual degeneración o decadencia, en la medida en que aquella fase prehistórica lejana visualizada por Marx sucumbe asimismo ante el devenir de regímenes (antiguo o esclavista, feudal o servil, capitalista o burgués) caracterizados esencialmente por la lucha de clases. En un estadio ulterior se avizora, mediante un proceso de revolución social, el advenimiento del socialismo, sostenido por una dictadura del proletariado, que daría paso gradualmente a la llegada de la era definitiva de la humanidad, la comunista, donde no existen el Estado ni las clases [3].       

Retornando al enfoque platónico, los factores económicos y los conflictos sociales de orden clasista cumplieron, tal como se consignó anteriormente, un rol destacado en la dinámica transicional, operante entre las formas sucesivamente degenerativas del Estado. La timocracia presenta casi todos los caracteres ideales del gobierno perfecto, pese a representar la primera escala decadente del mismo, al contener ya “cierto grado de inestabilidad”, debido al paulatino fraccionamiento de la clase patriarcal gobernante. Esta desunión se origina en la pugna entre ambiciones desmedidas e incontrolables, situación caótica que deriva en la deformación gubernamental expresada en el sistema político oligárquico.

El elemento crucial de los cambios consiguientes radica en el antagonismo entre tendencias sociales adquisitivas y rivalizantes, emergiendo por lo tanto el “primer conflicto de clase entre la virtud y el dinero y entre el viejo régimen de la simplicidad feudal y el nuevo de la riqueza” [4]. Consolidado el gobierno de la oligarquía, surge una instancia de guerra civil potencial, entablada por las capas sociales desfavorecidas económicamente, frente a los sectores dominantes privilegiados. El mecanismo inherente a esa lucha conduce al establecimiento de la democracia, momento del triunfo de las clases empobrecidas y, en la opinión de Popper, “parodia vívida pero fuertemente hostil e injusta de la vida política de Atenas y del credo democrático enunciado por Pericles en forma no superada aun” [5].

El estadio de pleno libertinaje se alcanzaría en determinada coyuntura histórica donde los esclavos “adquiridos en el mercado se vuelven tan libres como aquellos de quien son propiedad”, desde que la democracia ateniense pericleana logró el trato hacia la esclavitud de una manera relativamente digna, habiendo estado a punto de conseguir su abolición, a pesar de los obstáculos interpuestos en ese camino por la “inhumana propaganda de filósofos como Platón y Aristóteles” [6].

La transición desde el desorden democrático hacia el despotismo, o tiranía, devendría mediante la aparición de un caudillo popular, seguido masivamente, quien aprovecha la oposición virulenta desatada “entre ricos y pobres”, en el marco de aquel gobierno, y logra rodearse, protectivamente, de un ejército propio o guardia de corps. Sin embargo, los mismos que en un principio le saludaren como el adalid libertario, a la postre resultan esclavizados, hecho conducente a que “con la tiranía se alcanza la forma estatal más abyecta, el más vil de los Estados [aunque] no tiene porqué ser, necesariamente, la etapa final del desarrollo [porque] puede llegar a reformarse” [7]  

Una meta primordial hacia la que se dirige la interpretación elaborada por Platón, en torno de la evolución de las instituciones políticas, reside en su intento de comprobar la existencia de una “fuerza propulsora de todo cambio histórico”. Allí mismo arraiga el sostenimiento de la supuesta existencia de una ley sociológica, que afirma que las fragmentaciones sociales intestinas de los Estados, junto a las guerras de clase, fomentadas por la contraposición ineludible de intereses económicos enfrentados, constituyen el motor del conjunto de las revoluciones de carácter político. Se subraya que únicamente los disensos internos, proclives a la asunción de conductas sediciosas, “dentro de la propia clase gobernante, pueden debilitarla lo suficiente [como] para que pierda su poder”. Los citados argumentos representan la base del estudio de los requisitos indispensables a efectos de la consecución del equilibrio político, es decir el freno de los cambios permanentes de la estructura socioinstitucional. Al respecto, el filósofo griego “supone que estas condiciones se cumplían en la ciudad-Estado ideal o perfecta de la Antigüedad” [8].

Pensadores de épocas muy posteriores, desde San Agustín a Marx, pasando por Hobbes y Rousseau, han seguido -al menos en un punto importante- el legado platónico: más allá de las divergencias sustantivas sobre los factores causales de la desarmonía social, dichos autores aportaron visiones diferenciadas con el objeto de propulsar la reconversión de las relaciones colectivas, a través de la aplicación de esquemas reorganizativos adecuados a tal fin. La ciudad de Dios sanagustiniana y el comunismo marxiano, así como también el Leviatán dictatorial hobbesiano y el contrato social posteriormente reverenciado por el jacobinismo, reflejan distintas propuestas de reformas sociales profundas. Aunque sus teorías específicas desacuerdan en términos del reordenamiento institucional recomendado, “todos ellos siguen el ejemplo de Platón, si bien impulsados por otras imperfecciones que las que motivaron el pensamiento de éste, al reflexionar críticamente sobre la condición del hombre y el plan más eficaz para su redención” [9].

El conocimiento auténtico, adecuadamente idóneo a efectos de promover la convivencia armoniosa y pacífica en sociedad, remite a una especie de revelación de carácter cuasi divino, es decir que aquél sería perfecto, mientras que la vida moral y social fáctica no lo es. No obstante tal apreciación, esa idea platónica no corresponde a la de un dios considerado en sentido estricto, al no sugerir “que la relación entre el conocedor y la verdad divina sea personal y, por sobre todo, se circunscribe a una minoría muy pequeña de personas intelectual moralmente dotadas, los filósofos” [10].

El campo de estudio abarcado por el dominio de la ciencia política es concebido en tanto ámbito de investigación del ordenamiento correcto de las relaciones sociales entre los ciudadanos, para obtener el cual se requería la reestructuración constitucional “o de la república, término latino que corresponde al griego politeia, u <orden político>” referido al manejo de la cosa pública. Cabe referir que “De la justicia” es el subtítulo de su diálogo probablemente más renombrado, República, aunque el sentido más cercano al vocablo de origen también griego <justicia> alude a la acción consistente en “decidir sabiamente, más que el de pronunciamiento de acuerdo con la ley” [11]

 El detalle pormenorizado sobre los caracteres ideales del Estado perfecto, por lo general, ha sido considerado en tanto programa utópico progresista, pensado de cara a una reorganización sociopolítica proyectada hacia el futuro, a pesar de las continuas afirmaciones del propio Platón acerca de que su análisis se limita a la descripción de un régimen arraigado en el pasado remoto. La mayoría de los atributos de aquel gobierno ideal apuntan, retrospectivamente, a una historia mediata, aunque existen pasajes de su relato, en distintos diálogos, que resultan deliberadamente ajenos a una contextualización cronológica. El filósofo ateniense “realizó una seria tentativa de reconstruir las antiguas formas tribales de vida social”, llegando a ese marco descriptivo por vía de la idealización de las características de las antiguas aristocracias de Creta y Esparta. Consideraba que “estas formas no sólo eran viejas, sino que también se hallaban petrificadas, detenidas, [representando] reliquias de una forma todavía más antigua”. Tal conformación comunitaria primigenia habría presentado un grado de estabilidad político-social aun superior, en comparación con los regímenes aristocráticos antedichos, señalando en ese sentido Popper:

Platón trató de reconstruir ese Estado tan antiguo y consecuentemente tan bueno y estable, de manera tal que resultase clara la forma en que se habría mantenido libre de toda desunión, cómo habían sido eliminadas las guerras de clase y cómo se había reducido la influencia de los intereses económicos al mínimo, manteniéndolos bajo control [12].

El cometido platónico no residía en diseñar idealmente una república igualitaria en un hipotético porvenir, sino en proveer los elementos institucionales necesarios con el fin de la reconstrucción de un gobierno del pasado, antecedente del Estado espartano, que indudablemente no representó una sociedad sin clases, ya que -por el contrario- en dicho sistema político regía el trabajo esclavo. Por lo tanto, la institucionalización gubernamental <perfecta> se asienta en la vigencia de una discriminación clasista, estricta y rigurosa, es decir que equivale a un Estado de castas. La cuestión problemática, atinente a la supresión de los enfrentamientos entre clases antagónicas, es resuelta mediante la concesión incondicional de un poder supremo a los sectores sociales privilegiados y dominantes, convirtiéndole en bastión inexpugnable imposible de desestabilizar por el conflicto interclasista [13].

Por otro lado, en aquellos aspectos que refieren al rol ejercido por las ideas morales de Justicia, Sabiduría, Verdad y Belleza, incorporadas al proyecto político de carácter totalitario desarrollado por Platón, se señala que en ningún caso la consideración de esos valores de raigambre ética conducen, pese a los supuestos principios enarbolados, a salirse del cuadro autoritario y racista de su propuesta [14].

La filosofía presentaba una relevancia trascendental desde el punto de vista de Platón, al constituir la única base firme en aras del conocimiento de la realidad, es decir factor imprescindible de cara a orientarse a la hora del análisis respecto de la forma y el modo de organización de la convivencia humana colectiva. Con el objetivo de incentivar su estudio, fundó una Academia especializada en tal materia en Atenas a comienzos del siglo IV a. C., cuyo propósito consistía en difundir el pensamiento filosófico, imbuido de una impronta de perfil socrático, aunque reformulado en algunos aspectos sobre todo gnoseológicos.

La visualización sobre la intencionalidad de los fines perseguidos, es decir una creencia de índole teleológica, respecto de las actitudes genéricas del ser humano, fue compartida tanto por la teoría construida por Platón como por la filosofía aristotélica, y debe mencionarse que dicha tradición antigua griega repercutió hondamente en las elucubraciones de numerosos pensadores a lo largo del transcurrir de los siglos. Por otra parte, según ambas cosmovisiones, el elemento primordial que tiende a desintegrar a una sociedad reside en la ignorancia, al estimarse que “algunas personas tienen mayor posibilidad de ser ignorantes que otras. Loa esclavos son incapaces de gobernarse a sí mismos, y por ello se ven esclavizados con razón y son necesariamente dependientes”, punto de vista compartido por los dos maestros de la Grecia antigua [15].

La concepción marcada por un enfoque teleológico, al insistir en el fin u objetivo del cambio como causa final, expresa una tendencia predominantemente <biologista>, en la medida en que cualquier transformación o movimiento resulta equiparable a la materialización actualizada de alguna cualidad latente, y esencial, de toda “cosa”. Por lo tanto, el elemento sustancial, abarcador del conjunto de cualidades potenciales de una cosa, representaría una especie de “fuente interna de cambio o movimiento”, siendo dicha causa asimilada, en el proceso de conocimiento, a la naturaleza o alma en la versión platónica [16].

La remodelación aristotélica del esencialismo elaborado por el creador de la Academia incidió, a largo plazo, sobre el sistema hegeliano y, a través de éste, en el marxismo. El filósofo estagirita le adicionó un tratamiento sistemático, junto a un denodado interés por las cuestiones referidas al abordaje empírico, de la misma temática surgida del ideario de Platón. A pesar de su marcada animadversión hacia la democracia, Aristóteles “la acepta como inevitable y se halla dispuesto a transigir con el enemigo” [17]. Su proclividad a intentar resolver los asuntos de toda índole, a través de la enunciación de propuestas <equilibradas>, que asegurarían el reinado de la justicia universal, le hace perder de vista al estudio de los temas esenciales. Esa tendencia fue sistematizada a través de su doctrina del justo medio, una fuente insoslayable con relación a su revisión crítica, aunque frecuentemente “forzada y hasta fatua”, de la construcción ideal platónica. Respecto de la esclavitud siguió, con algunos leves intentos por relativizarla, la creencia de impronta naturalista, sostenida por su predecesor, consignándose en “La Política” el siguiente aserto:

La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar... Ésta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres animados... [18]  

A la muerte de Platón, Aristóteles (384-322 a.C.) llevaba estudiando cerca de dos décadas en la Academia ateniense y se erigió, a la postre, en el alumno más reconocido de ella. No obstante, aunque siguió las enseñanzas de dicho instituto, el pensamiento aristotélico no puede considerarse seguidor lineal de la escuela platónica -evaluada en sentido estricto-, pese a dedicarse, como vimos, al tratamiento de la misma problemática de fondo, en tanto herencia intelectual académica. El aristotelismo se preocupó, especialmente, por la cuestión de los medios racionales de acceso al análisis de la realidad, a fin de conocer el modo de vida correcto.

El universo configurado por la empiria se caracterizaba, de acuerdo con el legado dejado por sus antecesores griegos, por los cambios y la destrucción, motivo por el cual Platón había desacreditado la “realidad” correspondiente al mundo empírico, supuestamente envuelto en un cono de imágenes y sombras, que tergiversaban la visión de aquélla, tal como quedó figurativamente representado en la alegoría de la caverna. En contraste con esa posición, el gran estagirita, quien “tenía probablemente la mente analítica más clara de todos los filósofos griegos, no comienza sus análisis negando que el mundo empírico tenga realidad”, sino que indaga sobre la noción misma de cambio, procurando el descubrimiento del cuadro teórico adecuado a efectos del logro de su comprensión, explicación y descripción.

En marcada contraposición respecto de la perspectiva platónica, la teoría desarrollada por Aristóteles no fue demasiado proclive hacia el intento de pronunciarse acerca de la existencia subyacente de grandes tendencias históricas. Aun siendo un historiador de notable erudición, no habría realizado “ninguna contribución directa al historicismo” pero, no obstante ello, su interpretación sobre el mecanismo atinente a los cambios sociopolíticos puede, en sí misma, asimilarse a la impronta historicista de mucha corrientes teóricas y autores ulteriores, aunque fuera a largo plazo. Tal apreciación obedece a que su gnoseología alberga potencialmente el conjunto de elementos requeridos a efectos de concebir una “grandiosa filosofía” dotada de dicho carácter, pese a que esa latencia recién fue instrumentada en plenitud a partir del sistema dialéctico hegeliano [19]  

Bajo el dictado de la mencionada orientación, el resultante de la búsqueda aristotélica radica en que “una condición para comprender el cambio es el uso del concepto de sujeto”, debido a que carece de sentido práctico abordar aquel fenómeno sin tener resuelto el interrogante con relación a qué es lo que está cambiando, dado que la noción de sujeto se mantiene firme durante los procesos cambiantes [20]. Partiendo del razonamiento expuesto, “en todo proceso de cambio siempre debe haber algo que permanezca incambiado”, premisa no derivada de una comprobación experimental, sino producto del propio contexto de conceptualización en cuyo ámbito debe tratarse, de un modo ineludible, el significado de todas las transformaciones. En ese aspecto, el término sustrato alude a aquel elemento referido al sujeto de cualquier cambio, porque toda evolución en tal sentido requiere indispensablemente la presencia de una base estable, merced a la cual “cada objeto, cada sustancia, lleva consigo ciertas posibilidades de cambio”, aunque no en cuanto a la cristalización de cualquier modalidad del mismo [21].

La propiedad potencial atañe a aquel elemento “en lo que algo se puede convertir”; todo objeto sustancial es pasible de categorización como un tipo de cosa y los caracteres determinantes en última instancia, en referencia a “si una cosa o sustancia es este o aquel tipo de cosa”, equivalen a las propiedades objetuales definitorias o esenciales [22]. Por otra parte, se denominan formas a aquellas “cualidades que determinan que una cosa existe como un tipo especial de cosa”, es decir aludiendo a sus propiedades definitorias, mientras que las accidentales, o no esenciales, se encuentran desvinculadas de sus formas.         

La causa material refiere al hecho de que para toda sustancia u objeto existente emerge necesariamente una respuesta al interrogante sobre qué factor lo posibilitó. No representa una “causa” entendida en el sentido convencional del término, ya que no constituye una ocurrencia o cierto evento que genere otro consecuente, sino la mera posibilidad de que ellos acontezcan. Por lo tanto, “para que una posibilidad se actualice debe haber un evento o proceso que Aristóteles llama causa eficiente” que, a grandes rasgos significa aquel elemento conocido vulgarmente en tanto causa “a secas” [23]. Además, cuando una cosa actualiza una de sus posibilidades interviene también un tipo de causa formal, teniendo en cuenta que todo proceso transitivo se encuentra gobernado por una ley, y debe responderse al cuestionamiento acerca del motivo por el que un cambio particular se desarrolla según un determinado patrón específico, y no a otro alternativo.         

Por último, la estimación de la presencia de una causa final procura resolver la pregunta respecto de “por qué sucede u ocurre algo”, aunque pueden producirse acontecimientos con relación a los cuales dicho motivo es inhallable [24]. Popper indica en este sentido que una causa coadyuvante de “cualquier fenómeno u objeto -y también de todo movimiento o cambio-” es aquel propósito hacia la que los mismos se dirigen. En la medida en que apunta al logro de un objetivo o meta deseados, la causa final resultaría también buena por sí misma, de modo que “puede haber algún bien no sólo en el punto de partida de un proceso, sino también en su punto final... La forma o esencia de toda cosa en desarrollo es idéntica al propósito, fin o estado definitivo hacia el cual se desarrolla... La Forma o Idea [platónica] <buena> se halla aquí al final en lugar del principio”, inversión que expresa exactamente el ejercicio mental por medio del cual Aristóteles sustituye la visión pesimista de Platón por otra de contenido optimista [25] 

El encuadre conceptual aristotélico sostiene que el hecho de que cualquier cosa sustancial se modifique obedece a la coactuación de los cuatro tipos de causas citadas, por lo que todo objeto real se ve sometido a la incidencia de leyes. Asimismo, “no es accidental que el mundo sea como de hecho es”, ya que tiene un propósito, de manera que se requiere el reconocimiento de una causa final para comprenderlo e interpretarlo; es posible predecir y calcular aquello que sucederá en el futuro, porque el universo “no es caos sino cosmos”. En este sentido, la concepción sobre la existencia de un plan conlleva en cierta forma, aunque no implícita en la noción de “regla”, que hay algo que es planeado, y tal apreciación significa que “alguien lo ha planeado lo cual, a su vez, supone un propósito o causa final”, es decir una especie de primer motor inmóvil  [26].

En referencia a la cuestión política, Aristóteles siguió un rumbo divergente respecto de la doctrina platónica, conformándose en principio con seleccionar “lo mejor de las formas y métodos usuales en los gobiernos”, reconociendo en consecuencia que todos ellos presentan falencias. Sin embargo, diferenció entre los mejores y los peores, fundamentando tal distinción en la elaboración de minuciosos análisis institucionales, de carácter comparativo, sobre la realidad política propia de diversas regiones. Considerando como objeto de estudio un espectro relativamente semejante al que sirvió de modelo a la construcción teórico-ideal elaborada por Platón, pensaba en términos del parámetro constituido por la ciudad-Estado en la Grecia antigua, evaluando la organización de la misma en tanto patrón civilizatorio e institucional de un grado cualitativo elevado, lo cual da pábulo a la discriminación de los bárbaros, contrastándoles con los ciudadanos griegos, comprendiendo aquéllos a los habitantes del resto del planeta [27]

Aristóteles desarrolló la teoría sobre tres formas <puras> de gobierno, diferenciando la monarquía, la aristocracia, la democracia, y considerando por otro lado cierta modalidad que mixtura los caracteres de las dos últimas, o politeia, vocablo que en lengua griega equivale al término “constitución”, lo cual remite a la concepción acerca de determinado equilibrio de poderes, asentado en la figura de un <gobierno constitucional ideal>. Las degeneraciones con relación a los modelos puros serían, respectivamente, la tiranía, la oligarquía y la demagogia. Conviene resaltar que la filosofía griega antigua, representada en la obra de Platón y Aristóteles, como así también el escolasticismo tomista medieval, creían que las ideas reflejaban realidades objetivas, mientras que en la visión contrapuesta kantiana aquéllas aparecen en términos resultantes de una elaboración subjetiva, aunque partiendo de la observación de los datos reales. 

El Estado ideal representa un término medio entre “una aristocracia platónica romántica, un feudalismo sano y equilibrado y algunas ideas democráticas” [28]. Con relación a la democracia, tanto los esclavos como el conjunto de los integrantes que conforman todas las clases productivas, quedarían expresamente excluidos de la condición de ciudadanía. Además, “sólo la caza, la guerra y otros entretenimientos semejantes son reputados dignos de los gobernantes feudales”, idea que refleja el recelo hacia cualquier forma de adquirir dinero, entre ellas las actividades profesionales en general [29]. Es decir que, entonces, cualquier modalidad de profesionalismo equivale a una pérdida de la posición adscrita de <casta>, sobreestimando en consecuencia el “honor” exclusivo de las capas sociales dedicadas al ocio.

El tipo de Estado preferido en la visión aristotélica también, en definitiva, es de orden aristocrático, en la medida en que no concede a los esclavos y trabajadores manuales ninguna clase de acceso a la toma de decisiones en la esfera gubernamental. Al margen de ello, dentro del conjunto de los ciudadanos, propiamente dichos, procura la obtención de una base ampliada en la distribución de los poderes políticos, propendiendo, tal como se precisó anteriormente, al establecimiento de una forma constitucional mestiza, procreada a través de la mezcla entre los sistemas aristocrático y democrático.

Aristóteles, junto a Platón, fijaron la orientación y delinearon el contorno de la teoría política vigente -en el mundo occidental- durante más de dos milenios; la influencia del primero de ellos fue especialmente notoria en todo el periodo abarcado por el imperio romano, la denominada “edad oscura” y el prolongado lapso medieval. En cambio, el legado platónico, en gran medida dejado de lado desde la decadencia de Roma hasta la Edad Media, volvió a incidir en la época renacentista y continuó ejerciendo un gran ascendiente en la era contemporánea [30]

La ética aristotélica propuso acentuar la relevancia del marco objetivo que sirve de contexto para el desarrollo y la argumentación de la acción, de allí su “tendencia a determinar la naturaleza prudencial de la inteligencia (logos) que presidía la práctica, y que orientaba las elecciones de ésta, previa deliberación y cálculo” con relación a un abanico de <posibilidades>.[31]. Dicha ética, como todas las antiguas, se dirige en sentido de la determinación de la felicidad, o buena vida, aunque no consiguió establecer -como ulteriormente lo hiciera Kant- la naturaleza de la libertad, en cuanto realización superior en esta materia [32]. Aristóteles subraya el carácter permanentemente <condicional y contingente> de aquel marco; sin embargo, no explicita en grado satisfactorio la cualidad específicamente ética que caracteriza a la elección decidida, teniendo en cuenta un contexto signado por alternativas divergentes [33].

Puede decirse que, luego del transcurrir de más de dos milenios, durante el siglo XX continuó vigente la contradicción entre el carácter condicional y contingente de los medios en referencia a los fines, junto a la naturaleza no condicionada y universalista exigible a los últimos, pero los mencionados enfoques aristotélico y kantiano fueron relativizados, a través de la emergencia de “dos grandes <descubrimientos> de la filosofía” secular, el atributo acentuadamente lingüístico del pensamiento y la condición finita y mortal, inherente a la esencia del ser humano [34].

A través de su obra "Ética a Nicómaco", parte intermedia de la trilogía aristotélica, situada entre la “Ética a Eudemo” y la “Gran Ética”, conjunto de textos en los cuales revaloriza dicha disciplina, calificándola acorde a su status filosófico, su autor procede a analizar en forma minuciosa los contactos de la esfera teórica respecto del ámbito de la práctica cotidiana. El primer volumen mencionado refleja una de las postreras expresiones de la teoría sobre la temática moral del gran pensador estagirita, constituyendo una cualidad esencial del contenido del libro su concepción sólida, junto a su metódica sistematicidad, considerándola integralmente. El motivo de tales atributos radica en que su objetivo propende a conformar un cuerpo didáctico adaptable a su ejercicio docente, por lo que en este aspecto desacuerda con la prédica socrática en la ubicuidad del planteo dialoguista de la filosofía. Sin embargo, y al margen de la citada divergencia de orden formal pedagógico, la visión de Aristóteles coincide notablemente con el intelectualismo moral desplegado por Sócrates [35].

En “Ética Nicomáquea” el sentimiento de felicidad se evalúa en tanto meta esencial del quehacer humano, mientras que el valor afincado en el principio de la virtud es considerado en términos de instancia intermedia, ubicada entre los polos representados por los conceptos de voluntariedad e involuntariedad, que permiten comprender, analizados minuciosamente, la naturaleza específica de aquélla. El estudio detallado de las principales virtudes existentes demuestra el cabal conocimiento aristotélico de variados componentes teóricos de la psicología práctica; en este sentido, una diferenciación crucial caracteriza a las virtudes intelectuales, por ejemplo la prudencia, respecto de las morales tales como, verbigracia, la fuerza, la templanza y la justicia.

A lo largo del texto citado, se interpreta naturaleza de la virtud humana, por medio de su equiparación a una especie de término medio, encontrable a partir del ejercicio de la moderación, que remite a los extremos representados por el placer y el dolor, teniendo en cuenta que la acción del hombre se configuraría a partir de ambas sensaciones. Mediante el análisis del significado de las virtudes se induce que ellas no representan meras pasiones, así como tampoco simples facultades, sino -en cambio-ciertas disposiciones adquiridas y permanentes, cristalizadas mediante determinados modos de ser. La virtud consistiría entonces en una actitud de carácter voluntario y adquirido, que alude a un término medio ubicado entre dos vicios, uno por abuso y otro por carencia, definida por la razón y conforme al comportamiento consciente del ser humano.

Popper describió tres doctrinas imbuidas de historicismo, derivadas directamente del esencialismo aristotélico. La primera de ellas responde al principio radicado en que “sólo en el caso de que una persona o estado se desarrolle, y sólo por medio de su historia, podemos llegar a <conocer> algo de su esencia oculta y sin desarrollar”. Tal premisa remite a la creencia en la posibilidad de alcanzar todo tipo de conocimiento respecto de los entes sociales, en su propia esencialidad, a través de la aplicación exclusiva del método histórico, es decir recurriendo únicamente al análisis de las sucesivas mutaciones operadas en la sociedad [36].

En segundo lugar, se menciona el precepto historicista consistente en que “el cambio, al revelar lo que se oculta en la esencia latente, sólo puede tornar manifiesta esta esencia, lo potencia, la semilla que, desde el principio, ha pertenecido intrínsecamente al objeto cambiante”. Ese supuesto doctrinario probablemente derive en la aceptación de un <sino> marcado por el mismo devenir de la historia, o de cierto hado esencial ineludible [37]. Un tercer apotegma reivindicado por el historicismo moderno y contemporáneo refiere que “a fin de tornarse real o material, la esencia debe desenvolverse a través del cambio”, acepción tendente a renovar cierta legitimación de la esclavitud. Así, la parábola hegeliana del amo y del esclavo consigna que la totalidad de las relaciones interpersonales resultan condensables en la relación fundamental de dominación y sometimiento [38].

El descrito conjunto de derivados teóricos de índole historicista, que abarcan un amplísimo espectro de concepciones, muchas de ellas ideológicamente enfrentadas, llevadas a cabo al interior de las ciencias sociales, presentan según Popper su raíz remota en el esencialismo aristotélico, aunque sus premisas se mantuvieron en estado latente y potencial a lo largo de más de dos milenios [39]

La problemática central atinente al tratamiento metodológico, dentro del metiere específico de las disciplinas “humanísticas”, remite a la afirmación de la imposibilidad por parte de las ciencias sociales de formular predicciones históricas de largo alcance, teniendo en cuenta que esas profecías son absolutamente extrañas al proceso típico del auténtico método científico. Sin embargo, ciertas concepciones sociopolíticas de notable incidencia sostienen, a contramano de la premisa anterior, que la tendencia general del pensamiento racional apunta a la utilización de tal conocimiento, con el objetivo puesto en prever acontecimientos del porvenir, motivo por el cual el propósito de toda ciencia -inclusive aquellas que estudian fenómenos sociales- residiría en abarcar aspectos de un futuro proyectado idealmente.

Popper señala, con relación a dichas corrientes teóricas pseudocientíficas, que las mismas consideran “haber descubierto ciertas leyes de la historia que les permiten profetizar el curso de los sucesos”, opinión que alude a la evolución de distintas variantes historicistas, que exteriorizan pretensiones de esa índole. A través de su obra La Miseria del historicismo propuso refutarlas, indicando que “pese a su plausibilidad, se basan en una idea errónea del método de la ciencia y, especialmente, en el olvido de la distinción que debe realizarse entre una predicción científica y una profecía histórica[40].

El ejercicio implícito en la utilización de la verdadera metodología de la ciencia conlleva, en forma inmanente, la aceptación consciente de las limitaciones intrínsecas del saber humano, de modo que “no ofrecemos pruebas allí donde nada puede ser probado, ni pretendemos ser científicos donde todo lo que pueda darse es, a lo sumo, un punto de vista personal”. En consecuencia, cunde la necesidad de demostrar que dicha sabiduría profética es perniciosa en términos del avance del conocimiento, dado que “la metafísica de la historia obstaculiza la aplicación de los métodos rigurosos, aunque lentos, de la ciencia a los problemas de la reforma social” [41].

La construcción epistemológica popperiana constituye un intento de elaborar un concepto de la ciencia, partiendo de determinados caracteres específicos -y definitorios por sí mismos- del conocimiento científico propiamente dicho. No obstante, debe aclararse que en tal actitud, supuestamente <objetivista> en un sentido absoluto, subyace una postura gnoseológico-metodológica que conlleva implícitamente la apreciación de criterios condicionados cultural e históricamente [42]. El filósofo de marras destacó, en cuanto componente emblemático del auténtico talante investigativo, el hecho de que todas las hipótesis devienen refutables, es decir que quedan descartadas las visiones dogmáticas apriorísticas [43].

El racionalismo crítico propulsado por este autor considera que “la tarea de los filósofos profesionales es investigar críticamente las cosas que otros toman por evidentes”; además, el conocimiento propiamente científico no resultaría lo suficientemente “seguro en y para sí como para poder profetizar la llegada necesaria del socialismo... y en este contexto reflexioné sobre la pregunta de qué es lo que proporciona un carácter verdaderamente científico a cualquier sistema; el carácter empírico científico de un sistema está relacionado con el hecho de que es posible contradecir[lo]” [44]

 


[1] COMTE, Auguste: Discurso sobre el espíritu positivo.

[2] MARX, Karl y ENGELS, Friedrich: La ideología alemana

[3] ENGELS, Friedrich: Del socialismo utópico al socialismo científico.

[4] POPPER, Karl (1998): La sociedad abierta y sus enemigos; Barcelona, Paidós, pág. 53

[5] Ídem, pág. 54. Conviene recordar que el filósofo ateniente denostó agresivamente la forma democrática, al equiparar, en el contexto de la vigencia de dicho sistema político “la libertad con la ilegalidad, la libre iniciativa con la licencia y la igualdad ante la ley con el desorden. Los demócratas son calificados de libertinos y mezquinos, insolentes, irrespetuosos de la ley y desvergonzados, de feroces y terribles bestias de presa, caprichosos y cultores únicamente del placer y de los deseos superfluos y sucios”.

[6] Ídem, pág. 55

[7] Ídem, págs. 55-56. En diversos fragmentos del diálogo “Leyes”, se menciona el número de gobernantes en cuento principio de clasificación de los gobiernos, describiéndose respectivamente las diferentes formas estatales y la mitología sobre la vigencia del Estado perfecto durante la época de Cronos, del cual son imitaciones los mejores Estados de la actualidad” (Popper, K., ídem, págs. 466, notas al final).

[8] Ídem, pág. 56

[9] VERECKER, Charles (1961): El desarrollo de la teoría política; Buenos Aires, EUDEBA, pág. 13

[10] Ídem, pág. 14

[11] Ídem, págs. 16-17

[12] POPPER, K., ob. cit., pág. 57

[13] Ídem, pág. 58; el autor explica que “mientras la clase gobernante se mantenga unida no puede haber ningún desafío a su autoridad y, por consiguiente, ninguna guerra de clase”.

[14] Ídem, pág. 167

[15] VERECKER, Ch., ob. cit., pág. 34

[16] POPPER, K., ob. cit., págs. 203-204

[17] Ídem, pág. 199

[18] ARISTÓTELES (1951): La Política; Buenos Aires, Espasa-Calpe, pág. 27

[19] POPPER, K., ob. cit., pág. 204

[20] HARTNACK, Justus (1994): Breve historia de la filosofía; Madrid, Cátedra., págs. 41-42

[21] Ídem, pág. 43

[22] Ídem, pág. 44

[23] Ídem, pág. 45

[24] Ídem, pág. 46

[25] POPPER, K., ob. cit., pág. 202

[26] HARTNACK, J., ob. cit.,  pág. 47

[27] COLE, G.D.H. (1961): La organización política. Doctrinas y formas; México, Fondo de Cultura Económica, pág. 11  

[28] POPPER, K., ob. cit., pág. 200

[29]  Ídem, pág., 201

[30]  COLE, G., ob. cit., pág. 12          

[31] TRÍAS, Eugenio (1998): Las contradicciones de la ética; Madrid, periódico “El Mundo”, 28/05, sección Opinión (“Tribuna abierta”). En contraste, “la ética kantiana, desde la insobornable afirmación de la persona individual como sujeto ético, insistió, en el carácter siempre incondicional de la determinación ética de la acción”

[32] Ídem. El autor especifica que “en esa contradicción entre felicidad, o <buena vida>, y libertad, o entre Aristóteles y Kant, se halla quizás, desde sus raíces históricas, el núcleo mismo de la gran aporía de la ética. Una aporía que sigue vigente y viva en el presente (en el cual insisten y resisten las legítimas recreaciones, o resurrecciones, de esas dos grandes piezas de la ética histórica que son la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres de Kant)”.

[33] Ídem: “la incondicionalidad de ese carácter, y la universalidad que debe postularse, es, en cambio, lo propio y específico de la ética kantiana, que sin embargo no atiende suficientemente al marco objetivo en el cual la acción, determinada por la <ley moral>, necesariamente se inscribe. Ambas, por tanto, tienen su vigencia perenne en aquello a lo cual atienden, pero padecen de idéntica, e inversa, insuficiencia”.

[34] Ídem. Al respecto, “Wittgenstein y Heidegger son quienes han insistido, sobre todo, en esos dos aspectos característicos y decisivos de la filosofía de este siglo nuestro. Hoy más que nunca se hace necesario replantear esa contradicción, que en las últimas décadas ha decidido las dos orientaciones más visibles y perceptibles de la ética actual: su referencia a la virtud y a la felicidad, según los postulados de las éticas clásicas, griegas, especialmente atentas al cálculo de las posibilidades que precede a la elección que puede determinar la acción, la praxis (así en las orientaciones <neoaristotélicas> de la ética); o bien la insistencia en una «posición originaria», de carácter a priori, trascendental y trascendente con relación a toda acción, en la que puede cimentarse la base de una ética universalista (como la que puede fundamentar la naturaleza incondicional del sujeto personal, individual, y su referencia a <derechos cívicos> de carácter inalienable: los que atañen a cuestiones como sexualidad, derechos lingüísticos, no discriminación racial o étnica, etcétera)”.

[35] ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea. Ética Eudemia; se considera el título de la primera obra obedece a que fue dedicada a un hijo del autor, aunque también se estima que puede referir a su padre, Nicómaco de Estagira, quien fue el médico de Filipo.          

[36] POPPER, K., ob. cit., pág. 204. El autor agrega que “la doctrina lleva aun más lejos, hacia la adoración de la historia y su exaltación como el Gran Teatro de la Realidad, como así también el Tribunal de Justicia del Universo”.

[37] Ídem, pág. 205; se sostiene que “toto lo que le ocurra a un hombre, una nación o un Estado debe considerarse proveniente de la esencia, de la cosa real, de la personalidad real”, puesta de manifiesto a través de dichas respectivas entidades y que <lo explica por sí mismo>. Al respecto, determinadas derivaciones de la idea sostenida por Hegel, con relación al papel del destino, refleja la contracara histórica y romántica de la teoría esgrimida por Aristóteles en el sentido de que “todos los cuerpos buscan sus lugares naturales”.

[38] POPPER, K., ídem, pág. 205 (esta teoría se refleja en su contrapartida atinente a las relaciones internacionales, dado que “las naciones deben afirmar sus derechos sobre la Escena de la Historia y es su deber intentar la dominación del mundo”).

[39] Ídem., pág. 205

[40] Ídem, pág. 17

[41] Ídem

[42] Su exposición clásica acerca de la cuestión metodológica fue publicada en Popper, K., La lógica de la investigación científica (Madrid, Tecnos, 1982). Un autor que sigue una línea de pensamiento semejante es Bunge, Mario (“Epistemología”, Barcelona, Ariel, 1981 y “La Ciencia, su Método y su Filosofía”; Buenos Aires, Siglo XX, 1988)

[43] Las corrientes antidogmáticas habrían surgido a través del racionalismo cartesiano y del empirismo lockeano durante el siglo XVII, aunque debe reconocerse la trascendencia de la obra de Bacon respecto de la evolución de la segunda vertiente.

[44] POPPER, K.: Sociedad abierta, universo abierto, ob. cit., págs. 10 y 14

 

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