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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

Cognición y Epistemología. Política y Sociedad, Estado, Democracia, Legitimidad, Representatividad, Equidad Social, Colonización Cultural, Informalidad y Precariedad Laborales, Cleptocracia, Neoconservadurismo, Gobiernos Neoliberales, Vulnerabilidad, Marginaciones, y Exclusión Colectivas y Masivas, Kirchnerismo Peronista, Humanidades, Sociología, Ciudadanía Plena, Descolectivización e Individualismo, Derechos Sociopolíticos, Flexibilidad ocupacional. Migraciones Laborales. Discriminaciones por Género, y Étnico-raciales, Políticas Socioeconómicas, Liberalismo neoconservador, Regímenes neoliberales de acumulación, Explotación laboral, Mercado de trabajo, Flexibilización y precariedad ocupacional, Desempleo, subocupación, subempleo, Trabajo informal...

ESTADOS "NATURALES" Y UTOPÍAS RENACENTISTAS - Juan Labiaguerre

Una práctica recurrente de diversas escuelas teóricas, dentro del campo temático de las humanidades, consiste en el intento de adopción de una metodología del conocimiento traspolada del área propia de las ciencias naturales. Ello implica procurar entender los fenómenos sociopolíticos o económicos, entre otros, mediante un sesgo asimilado de la investigación característica del universo físico-natural. Por ende, se trata de utilizar un enfoque conceptual determinado, acompañado de un método instrumental acorde, que apunte a la obtención de cierta “exactitud y certeza”, los cuales orientan el análisis de la realidad del comportamiento humano, en sus variadas y complejas facetas.

Dicha tendencia remite a expresiones históricas remotas, además mantuvo una continuidad relativa -sobre todo- desde hace aproximadamente cinco siglos, y también de alguna manera perdura en la actualidad. La pretendida asunción de un rango científico hipotéticamente superior, de autenticidad precisa y excluyente, es proclive a la adopción de premisas gnoseológicas, junto a pautas epistemológicas derivadas de las mismas, semejantes a aquellas correspondientes a la investigación específica dentro de las ciencias naturales. Obviamente, la opción por un paradigma metodológico singular incide crucialmente sobre el ámbito de la elaboración conceptual respectiva, es decir que la herramienta usada para comprender condiciona en forma decisiva el abordaje teórico, y el subsiguiente tratamiento empírico, del objeto de estudio.

La postura mencionada abarca distintas especializaciones académicas “humanísticas”, así como también -dentro de cada una de ellas- diversas corrientes del pensamiento, muchas veces enfrentadas mutuamente en el plano de sus idearios sustantivos. Tal predisposición común responde a un consenso implícito básico, fundado en la aceptación tácita de presupuestos que anidan en los procedimientos convencionales, realizados a lo largo de la evolución histórica de las concepciones gnoseológicas y sobre la ciencia en general. A su vez, la apelación a un método de índole naturalista, de acuerdo con formas tanto taxativas como derivadas y/o indirectas, suele presentar implicaciones profundas en términos de las prácticas concretas llevadas a cabo a partir de la epistemología indicada. 

El origen del citado tipo de abordaje teórico-empírico puede remontarse a visiones muy alejadas temporalmente del presente, en la cultura occidental, puestas de manifiesto -por ejemplo- a través de algunas elaboraciones filosóficas de la Antigüedad clásica, o del humanismo renacentista. Sin embargo, es a partir del siglo XVII cuando se percibe con mayor nitidez la incidencia de la observación y la aprehensión de los eventos de la naturaleza respecto al “talante científico” en el análisis de las problemáticas sociales y políticas contemporáneas sucesivas.

La adopción de un criterio heurístico determinado en la interpretación de los asuntos humanos, sustentado en el “naturalismo”, conlleva estimar aquéllos a través de analogías concernientes a hechos propios del ámbito de las ciencias naturales. A posteriori, de modo simultáneo y correlativo al avance de los descubrimientos y corroboraciones empíricas en los campos de las disciplinas astronómica, física, química y biológica, se buscó aplicar la metodología analítica-sintética pura, típica del abordaje hipotético-deductivo (avalado, además, por el sostén imprescindible de las matemáticas), al entendimiento de cuestiones particularmente humanas.

El trasfondo de ese emprendimiento consistió en la indagación acerca de la existencia palpable y mensurable de regularidades en cuanto a la sucesión “necesaria” entre causas determinadas y efectos consecuentes. Ello conduciría a la verificación experimental de la vigencia natural (normal) de constancias traducibles en la formulación de leyes de carácter universal. Ulteriormente, ya en tiempos más recientes y aún en nuestros días, el apoyo en algún tipo de base de raigambre naturalista, bajo modalidades aggiornadas, continuó utilizándose como fundamento pretendidamente científico, especialmente en materias económica y sociológica y política.

La asunción de preceptos hermenéuticos, alimentados por la tendencia antedicha, conduce a la pretensión de legitimar ciertos posicionamientos doctrinales, y actitudes correspondientes, caracterizados por los más variados perfiles. En ese sentido, verbigracia, es posible adoptar estrategias, acordes con semejante criterio epistemológico de fondo, de índoles reaccionaria, conservadora, liberal, reformista, radical o revolucionaria. Al respecto, en numerosas ocasiones la elaboración de diagnósticos distorsionados, debidos a la visión sesgada en sentido naturalista, deriva en propuestas intencionadamente tendenciosas o, de manera no premeditada, se diseñan proyecciones operativas involuntariamente erráticas.

Las teorías desarrolladas teniendo en cuenta los supuestos precitados, muchas veces, enarbolan esa pátina “científica” a efectos de brindar garantías de objetividad a proposiciones vinculadas implícitamente a la representación y defensa de intereses propios de determinados sectores sociales. Con frecuencia, entonces, mediante dicho revestimiento de “imparcialidad”, se tiende a asegurar la conservación del orden institucional establecido, afín a las expectativas de los grupos y/o clases dominantes.

A pesar de lo expuesto, en otros casos, cuerpos teoréticos o idearios que apuntan a la transformación sustancial de las estructuras del statu-quo también parten de enfoques alternativos dotados de un naturalismo similar en términos de herramienta metodológica formal. Aunque ambas doctrinas señaladas eventualmente expresan posturas ideológicamente divergentes, y hasta directa e incondicionalmente contrapuestas entre sí, su acotamiento en el aspecto expuesto les hace incurrir en abstracciones inapropiadas o en concepciones teñidas de mística o utopismo.

Los postulados dogmáticos de carácter naturalista, cuando tienen la finalidad de justificar la continuidad y reproducción del ordenamiento social imperante, tal como éste viene regularmente dado, se limitan a promover la mera observación del mismo, a lo sumo sugiriendo la realización de algunos “retoques” parciales. Por otro lado, si los dogmas construidos a través del mismo sesgo anterior apuntan a cambiar radicalmente la realidad vigente, comúnmente suelen tergiversar en el terreno fáctico de la praxis concreta aquellas propuestas fundacionales idealizadas.

Este desvío experimentado en la práctica es resultante del apego, por parte de los teóricos de esas corrientes intelectuales, a una visión cuasideterminista, la cual entorpece la inserción adecuada de sus concepciones en el “mundo real”. En definitiva, aun adoleciendo de un enfoque equivalente, viciado teórica y epistemológicamente de naturalismo, mientras las posiciones conservadoras apelan a un excesivo realismo pragmático y utilitario, las perspectivas contestatarias resultan proclives a soslayar las especificidades del universo objetivo, debido a la abstracción rígida del modelo analítico aplicado al estudio de la realidad.

El trasfondo de esa actitud cognoscitiva, en sus comienzos históricos, alude al intento de indagar la existencia palpable y mensurable de regularidades en cuanto a la sucesión “necesaria” entre causas identificadas y efectos consecuentes, lo cual se hallaría determinado por la vigencia de ciertas leyes en el ámbito del comportamiento humano. Ello permitiría la verificación experimental de la existencia de una serie de fenómenos constantes, traducibles en la formulación de principios teoréticos, “normales y legales”, de alcance pretendidamente universalista. Ulteriormente, el apoyo en algún tipo de base de raigambre naturalista, bajo modalidades aggiornadas, continuó operando como fundamento “objetivo” en la explicación de temas que atañen al funcionamiento de la sociedad.

La adopción de pautas gnoseológicas provenientes de las ciencias naturales afecta incluso a escuelas o corrientes teóricas desarrolladas contemporáneamente, y tiende a abarcar el conjunto de las disciplinas “humanas”, aunque en el presente ensayo nos concentraremos en el área sociológica, a pesar de que sus enfoques resultan inescindibles de los asuntos abordados por las restantes especializaciones académicas sociales. Esta tendencia obedecería a una especie de consenso preliminar básico, de índole eventualmente “subliminal”, el cual provoca cierta aceptación axiomática de un talante investigativo implícito en determinados hábitos adquiridos durante la evolución histórica del pensamiento científico.

A partir de los siglos XVII y XVIII, y -fundamentalmente- del subsiguiente, el paradigma de la “investigación de la naturaleza”, encarnado en los descubrimientos experimentales de la astronomía, la fisicoquímica y la biología, invade la esfera temática de las diversas problemáticas concernientes a la realidad social, consolidándose gradualmente en los ámbitos disciplinarios encargados del análisis de sus respectivos contenidos sustanciales.

Las corrientes del pensamiento sociológico caracterizadas por la tendencia indicada, vigentes a lo largo del siglo XX, remiten su procedencia de posiciones teoréticas y metodológicas desarrolladas -a través de sus modelos clásicos- en el transcurso de la era decimonónica. A los efectos de delimitar una serie circunscrita de escuelas, teniendo en cuenta el amplio espectro conceptual de dicha prolongada época, son consideradas cuatro expresiones clásicas que tuvieron una notable repercusión en distintos enfoques de la sociología, la economía y la ciencia política durante el siglo precitado y que, con diferentes grados de incidencia, se proyectan a la actualidad.

En virtud del acotamiento esgrimido, evaluaremos los rasgos y componentes principales del “fisicalismo social”, cristalizado en el positivismo ortodoxo, cuyo sustento doctrinal radica, entre otros referentes, en la obra de Augusto Comte. Seguidamente se analizarán los caracteres centrales, en tanto tributarios de la inclinación que nos ocupa, de la perspectiva “materialista-histórica” esbozada por el marxismo. La vertiente evolucionista del naturalismo sociológico es visualizada a través de la construcción teórica de raíz spenceriana.

Por último, cerrando este panorama introductorio, es tratada la manifestación “corporatista” expuesta en la conceptualización elaborada por Durkheim. A posteriori, serán repasadas algunas escuelas, parcialmente herederas de las visiones clásicas consignadas, que presentaron niveles considerables de difusión en el curso del pasado siglo, sobre todo aquellas representativas de posturas ideológicas que han sido cruciales en la historia sociopolítica y económica de la reciente centuria.

En el contexto histórico del siglo XVII, marcado por la dicotomía entre el racionalismo cartesiano y las perspectivas empiristas, puede avizorarse la raigambre de los posicionamientos naturalistas en ciencias sociales, que proliferaron en el transcurso de las tres centurias subsiguientes. El iluminismo dieciochesco, que alumbró el apogeo de la Ilustración “enciclopédica”, centró el eje de la discusión (alusiva a la teoría del conocimiento y a la utilización del método científico verdadero) en la hipotética existencia de una epistemología única y universal, de cara al abordaje tanto de los hechos físico-naturales como de los problemas atinentes a las disciplinas “humanísticas”.

El enlace coyuntural entre un empirismo reformulado, a fines del siglo XVIII (uno de cuyos referentes es la obra de Condillac), y la visión positivista clásica de Saint Simon en los inicios de la centuria posterior, constituyó la base sobre la cual giraría gran parte de los encuadres gnoseológicos y conceptuales del análisis social durante la era decimonónica. A lo largo de dicha época surgieron la sistematización del positivismo ortodoxo (Comte, Mill), la postura utilitaria (Bentham), el materialismo histórico (Marx, Engels), la escuela evolucionista (Spencer) y el “organicismo” (Durkheim). Este último, ya en el límite entre los siglos XIX y XX, expuso una metodología (y un tratamiento acorde del hecho social) que, contemporáneamente, fue contrastada por la sociología “comprensiva” weberiana que, en alguna medida, representó una corriente divergente respecto al conjunto precitado de autores.

Corresponde destacar que todas las perspectivas teóricas, y a la sazón metodológicas, mencionadas en el párrafo anterior, con la excepción entonces del caso de Weber, tendieron a desarrollar sus concepciones respectivas al amparo de un trasluz aportado por el “naturalismo” en sus distintas, y graduales, versiones. Ello al margen de las diferencias sustanciales, y muchas veces de los antagonismos abiertos, que pudieran albergar esas teorías entre sí, y de sus diversos marcos epistemológicos.

Debe subrayarse la relevancia de tal perfil compartido, teniendo en cuenta que el sesgo naturalista en la observación, y contexto interpretativo, de la realidad social suele distorsionar la comprensión integral de los eventos o fenómenos estudiados, principalmente cuando las doctrinas devienen dogmas sacralizados. Esto más allá, por ejemplo, de que ciertas visiones propulsen la puesta en práctica de una “dialéctica revolucionaria”, mientras otras alternativas propongan un mero diagnóstico morfológico, que obedece a posiciones conservadoras o reaccionarias, del objeto social investigado.

Durante el transcurrir del siglo próximo pasado continuó manteniendo vigencia la “naturalización de las Humanidades” en numerosas expresiones del pensamiento en dicha área del conocimiento, a través de sus diferentes disciplinas. Desde los mismos albores de ese periodo la sociología, así como también la antropología, la economía y la politología, sostuvieron ese encuadre (epistemológico y conceptual), representado en algunas de sus vertientes, en muchas ocasiones coyunturalmente predominantes dentro de cada uno de los campos científicos indicados, a lo largo de espacios temporales considerables.

Las ciencias sociales contemporáneas experimentaron un proceso interno de debate, o puja, en torno a la conveniencia de proseguir estimando el legado metodológico de las disciplinas naturales como canon irrefutable (y panacea universal) o, por el contrario, apuntando la necesidad de un derrotero divergente, a partir de la distinción radical entre sus correspondientes, a la par que nítidamente diferenciados, universos hermenéuticos de análisis. Tal polémica fue desplegada ya en el siglo XIX, dado el cuestionamiento profundo de las escuelas historicistas y neokantianas en Alemania, frente al intento de naturalizar los enfoques sobre aspectos variados de la sociedad. No obstante ello, la controversia de marras resultó potenciada durante la centuria posterior, cuando aquélla alcanzó su grado más ríspido.

En la última fase señalada el punto de vista “realista”, defendido emblemáticamente por el racionalismo crítico popperiano, por una parte, y diversas perspectivas “relativistas” sociohistóricas, por la otra, enfrentaron separadamente el imperio del enfoque empírico-analítico naturalista, enarbolado por los representantes del llamado Círculo de Viena. A efectos de abarcar la temática planteada, es imprescindible detallar los caracteres específicos que presentan el empirismo, la concepción racionalista y el idealismo, además de los encuadres dogmático y escéptico. La comprensión de los ítems antedichos requiere la evaluación de las vías de conocimiento inductiva y deductiva, respectivamente, como, asimismo -por otro lado- la dicotomía establecida entre el valor asignado a los datos, o indicadores, de carácter cuantitativo y cualitativo.

Además, el conjunto de factores expuestos remite a la cuestión central de la interdisciplinariedad en las ciencias, vinculada en forma derivativa a la conceptualización del “auténtico método científico” y al problema del estatus epistemológico de las disciplinas sociales y naturales. En este marco es importante entender la sustancia del positivismo, en sus distintas interpretaciones y variantes, la postura “comprensiva” y las diferentes graduaciones y estilos del denominado verificacionismo.

Por otra parte, ante las explicaciones de índole gnoseológica naturalista, y sus aplicaciones distorsivas en el entorno de las ciencias “humanas” (fisicismo, biologismo, organicismo), se plantean los diversos tipos de realismo (experimentalista, constructivismo interaccionista, entre otros) y las modalidades de relativismo extremo, deconstructivo, o la correspondiente a la “ficcionalidad radical”, lo cual remite a la vigencia de la realidad fáctica frente al imaginario simbólico.   

Muchos conceptos de la sociología clásica del siglo XIX, e inicios del subsiguiente, remiten históricamente a la Edad Moderna, dado que escuelas tales como la positivista, el materialismo histórico y el evolucionismo, entre otras, retomaron el análisis de problemas de la humanidad ya tratados en el transcurso de los siglos XVI a XVIII en Europa occidental. Asimismo, los antecedentes de la cuestión del método de estudio en ciencias sociales, vigente en las obras de Comte, Marx, Spencer, Durkheim, etcétera, también pueden rastrearse en aquella era, a través de lo expuesto por representantes del Renacimiento, del Humanismo y de la Ilustración.

Tal periodo de la historia comprende la transición del régimen feudal al capitalismo, la colonización del Nuevo Mundo, la evolución política desde la consolidación de las monarquías absolutas hasta el estallido de la Revolución Francesa, la Reforma religiosa protestante y la Revolución Industrial iniciada en Inglaterra. En cuanto a la temática sociológica propiamente dicha, a lo largo de esa era se fueron conformando las estructuras sociales contemporáneas, estratificadas a partir de una división del trabajo generadora de inequidades específicas y conflictos consecuentes.     

El declive final del feudalismo y la evolución de formas socioeconómicas capitalistas, junto a la expansión de las potencias europeas a otros continentes, enmarcan la aparición y el desarrollo del Renacimiento, movimiento cultural que abarcó gran parte de los siglos XV y XVI. Este proceso intelectual, presente en las artes y en el campo científico, rescató parcialmente elementos de la filosofía antigua, cuestionando las instituciones e ideas tradicionales prevalecientes en la pasada Edad Media.

Durante el medioevo, la coalición entre la nobleza terrateniente y la monarquía, bajo la autoridad suprema de la Iglesia, había sostenido la permanencia de un orden social estamental, controlado rígidamente por la imposición del dogma religioso, lo cual obstaculizó el progreso del libre pensamiento y del conocimiento en todas sus ramas. Las visiones modernas reflejaban una mentalidad incipiente de carácter individualista y proburgués, a veces con un leve sentimiento anticristiano, aunque limitado a la crítica a los rasgos asumidos por la institución eclesiástica, más que a la creencia teológica en sí misma. 

La postura antedicha difiere notablemente del cuestionamiento radical que ulteriormente realizará el "Iluminismo", durante el siglo XVIII, respecto del orden tradicional y del dogma teológico en su integridad. Si bien tuvo un sesgo de índole espiritual, manifestado en valores sobre todo artísticos y éticos, generó un ámbito propicio al avance de la ciencia en sus diversas especializaciones. No obstante, esta tendencia careció de uniformidad y consistencia, de modo que generalizar sus atributos al conjunto de la sociedad de esa época es inadecuado, pues ello implica transferir una caracterización ideal a contenidos heterogéneos [1].

El “pensamiento” renacentista, al margen de sus variantes internas, interpretó un proceso consciente, aun débil e inmaduro, opuesto a la universalidad del medioevo apoyada en la autoridad todavía ejercida por la Iglesia. En consecuencia, los exponentes del “nuevo ideario” debieron acordar con las normas y valoraciones del viejo sistema feudal, defendido por sus estamentos sociales dominantes, un orden político, económico, religioso y cultural de convivencia y compromiso [2].

Se trata entonces de una fase transitoria, de considerable extensión temporal, que demandó un determinado consenso entre diferentes sectores de la sociedad, coexistentes y antagónicos, en pos de evitar, mediante un equilibrio elemental, el contraste frontal entre ellos. Es así como el enfrentamiento directo entre la clase burguesa, naciente y en progresivo crecimiento, y los estratos poderosos supervivientes de la comunidad medieval, sería pospuesto hasta el siglo XVIII.  

Por otro lado, la denominada “revolución copernicana” significó un evento crucial en la era emergente, al enunciarse la concepción astronómica heliocéntrica, cuyo postulado afirma que el sol constituye el eje central del universo, mientras que la totalidad de los planetas, incluida la tierra, giran en torno de aquél, tesis contraria a los preceptos bíblicos, es decir supuestamente consignados en los textos de las sagradas escriturasNicolás Copérnico (1473-1543) fue un célebre astrónomo polaco que pasó a la posteridad justamente debido a este enunciado científico, absolutamente trasgresor y revolucionario teniendo en cuenta la visión del mundo defendida ortodoxamente por la entidad eclesiástica, dotada de enorme influencia política, socioeconómica y doctrinaria.

En el Renacimiento sobresalieron personalidades dedicadas al cultivo del arte y/o a la práctica científica, actividades en ocasiones realizadas por el mismo sujeto, o a la creación artística en varias ramas simultáneamente, habiéndose destacado las obras innovadoras en arquitectura, escultura y pintura. Muchas figuras intelectuales de esa fase histórica trascendieron su tiempo, al ser mundialmente reconocidas hasta nuestros días, pues su “cosmovisión” relativamente original representó un punto de inflexión, en términos del devenir ulterior de la modernidad. Fue una etapa de particular efervescencia en Europa, donde se delinearon perspectivas, al menos, novedosas en diferentes áreas de la cultura, a pesar de que comúnmente ellas permanecían de alguna forma vinculadas, en lo sustantivo, al fuerte legado ideológico tradicional [3].

El ejemplo emblemático de esta multidisciplinariedad lo constituye Leonardo da Vinci (1452-1519), quien además de haber sido un eximio artista -escultor, pintor- realizó descubrimientos en el ámbito de las ciencias naturales, ejerciendo la profesión de ingeniero militar. Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564), a su vez, fue un notable creador en distintas expresiones artísticas, como la arquitectura, la pintura y la escultura.

Dentro de este movimiento se ubica la escuela humanista, a partir de la cual fueron elaboradas doctrinas sobre distintos tópicos, incluso de contenido sociopolítico, y obras ficticias; con frecuencia, tales creaciones presentaban un carácter mixto entre ambos géneros, dado que -por lo general- un texto de literatura comprendía temáticas de índole moral, social e institucional. Cabe mencionar, entre innumerables autores, a Michel Eyquem, o Montaigne (1533-1592), cuyos “Ensayos” abordaron problemas históricos, filosóficos y políticos; Erasmo de Rotterdam (Desiderio, 1467-1536), quien procuró un reformismo de la organización social vigente, proponiendo a su vez que la religión cristiana asumiera menos formulismo y mayor autenticidad, mediante la eliminación de prácticas rituales y un retorno a las sagradas escrituras y a la forma adoptada por la Iglesia primitiva -su obra más reconocida fue “Elogio de la locura”-; Juan Luis Vives (1492-1540), discípulo del anterior, cuyos escritos versaron sobre asuntos psicosociales, educativos y morales.

En la esfera propiamente literaria destacó, por ejemplo, François Rabelais (1494-1553), médico volcado a la novela satírica, cuyo “Gargantúa y Pantagruel” describió con gran sarcasmo las costumbres y actitudes de la sociedad de su época, resaltando las pasiones y los vicios mundanos recurrentes.

El ambiente intelectual de la época resultó propicio a la aparición de enfoques teóricos sobre cuestiones sociales sustantivas de esa etapa; aunque habitualmente por medio del género literario, sus aportes conceptuales subyacentes constituyen un precedente innegable de planteos futuros de la sociología, y de otras disciplinas humanísticas, cuando desde el siglo XIX cada una de ellas asuma una condición de relativa autonomía. Las teorías del amplio campo de las humanidades todavía mezclaban cuestiones referidas a la política, la ética, la economía, la antropología, la psicología, etcétera, junto a factores que ulteriormente serían analizados de manera “aislada” por la sociología propiamente dicha.

Asimismo, existía un marco tenso entre pretendidas restauraciones de ideas “antiguas” y valores tradicionales medievales arraigados, junto a algunas concepciones sui generis de los nuevos tiempos. Fueron reivindicadas ciertas premisas de la filosofía clásica grecorromana, las cuales ponían en tela de juicio muchos de los rasgos salientes del ordenamiento “feudal”. La tendencia renovadora apuntaba a un retorno discreto a la confianza en el raciocinio humano, ya que la vida en este planeta poseía un valor independiente de cualquier temor o esperanza relacionados con una vida ultraterrestre [4].

La corriente renacentista se hallaba acotada a un grupo restringido de intelectuales, minúsculo en proporción a la población en general, el cual conformaba una elite selecta, artística y científica. Esta vanguardia sostuvo una concepción del mundo alternativa, en gran parte divergente, frente a las visiones impuestas durante siglos por los sectores dominantes del medioevo, a pesar de no haber representado un quiebre sustantivo con ese pasado ahora gradualmente vilipendiado.

Dentro de la citada corriente de pensamiento, “el humanismo pretende sustituir el sistema mental jerárquico de la sociedad con una perspectiva que, si bien es individualista, tiende a una unión fraterna y sin desigualdades sustanciales entre todos los hombres. Su reivindicación de la dignidad del individuo se refiere y corresponde ... a la afirmación del valor universal de la humanidad y de la naturaleza en que está asentado”.

Se trató de una cultura abierta, libre y dinámica, ... consciente de que es puramente humana y de que, como tal, no puede imponer al hombre opresiones o alienaciones fundamentales. Aun manteniendo la idea clásica y cristiana de que el verdadero conocimiento es el que comporta la aprehensión y la práctica del deber ser, exige también que el saber libere en el hombre todas sus posibilidades y no sólo algunas como, por ejemplo, la de ser feliz en otro mundo y la de sufrir en éste, o la de someter su propio cuerpo y su propia inteligencia al arbitrio social y al dogma religioso. Contra el peso de la tradición cristiana y de la mentalidad escolástica, los humanistas evocaron la Antigüedad [5].

La visión humanista procuró recuperar cautelosamente los valores racionales, apagados en la larga oscuridad de la Edad Media; si bien no alcanzó la dimensión de revolución mental auténtica, su intento de defender y divulgar las cualidades específicas de la vida “terrenal”, incluso los placeres y vicios inherentes a la esencia de las personas, representa un germen remoto de las teorías antropológicas, sociopolíticas, económicas y psicológicas contemporáneas. No obstante ello, su perfil incoherente, debido al propio contexto transicional, le impuso considerables limitaciones, dado que dicha perspectiva fue tan laica como cristiana, y conservadora a la vez que progresista.

Además, su alcance restringido contrasta, por ejemplo, con la difusión amplia del ideario iluminista que sobrevendrá en el siglo XVIII, que entonces sí abrió un surco tajante de ruptura con el “Antiguo Régimen” en su integridad. De manera que este gran movimiento -por reflejo de su desigual aceptación en la sociedad...- llegó a resultados muy valiosos, pero frecuentemente inorgánicos [6].

Es preciso considerar los nexos existentes entre el punto de vista del humanismo y el proceso de reforma eclesiástica anglicana, que condujo al “cisma religioso” y al surgimiento del protestantismo, durante el siglo XVI. Este suceso histórico, asociado a las doctrinas luterana y calvinista, confluía parcialmente con el ideario del Renacimiento, el cual reflejaba una decepción, y tibia rebeldía, frente a la realidad concreta de esa fase temporal.

La convergencia precitada implicó, de algún modo, la incursión precoz en el campo reflexivo del racionalismo, al bregar -inútilmente- por generar cambios significativos en la sociedad prematuramente moderna. Martín Lutero (1483-1546) fue un religioso agustino alemán que realizó estudios filosóficos y teológicos; planteó una alternativa renovadora de la Iglesia ante su decadencia, fundamentando las premisas de la salvación por la fe y del sacerdocio universal, junto a la conveniencia de suprimir los votos monásticos, el celibato, el culto a las imágenes, las jerarquías religiosas, etcétera.

Juan Calvino (1509-1564), teólogo francés que propagó la reforma eclesiástica sobre todo en Ginebra, elaboró una doctrina que, partiendo del luteranismo se alejó de él, al extremar algunos de sus postulados, lo cual a la postre redundó en una creencia religiosa divergente; uno de sus puntos salientes consistió en la teoría de la predestinación. El ethos de la religión protestante, sobre todo el correspondiente al calvinismo, resultaba compatible con la nueva cosmovisión propuesta por la burguesía, a punto tal que un estudio sociológico clásico analizará a posteriori la convergencia y la funcionalidad de las reglas morales emanadas de aquella creencia teológica con relación al “espíritu” capitalista [7].

En cuanto al contraste del Estado “real” frente a los planteos sociopolíticos de carácter utópico, un ejemplo representativo del humanismo renacentista puede encontrarse en la obra de Tomás Moro (1478-1535) , reconocido históricamente por su ensayo abreviadamente denominado “Utopía”. Nacido en Londres, y habiendo alcanzado la función de canciller inglés, murió ejecutado en la misma ciudad debido a su rechazo al reconocimiento como jefe supremo de la iglesia británica al monarca Enrique VIII. Escribió la obra “La mejor República y la isla de Utopía”, publicada en el año 1516 [8]. 

Allí se planteaba la búsqueda de una organización social armónica, al criticar de manera correlativa el statu quo existente en la sociedad europea, especialmente inglesa, del siglo XVI. Esta situación era contrastada con las condiciones razonables de convivencia humana colectiva, vigentes en un hipotético sistema “republicano”, instaurado en una isla ideal. La explicitación y el análisis, de un modo consciente y sistemático, de las divergencias entre ambas instancias, una real y la otra imaginaria, “ante la opinión de los hombres cultos, hacen de su Utopía uno de los más significativos documentos del compromiso social que el Humanismo podía asumir” [9].

Por otro lado, en un marco predominantemente moral, algunas obras de Erasmo de Rotterdam -entre ellas Elogio de la locura- demuestran que “acaso por primera vez en Europa se comienza a contraponer un conjunto de juicios éticos laicos a los cristianos”. Este autor manifiesta un modo de ver que no coincide ya con la tradición: el de un moralista laico, tras varios siglos de moral religiosa.

Moro estimaba que la propiedad privada, junto al poder oligárquico, habían acrecentado la pobreza en la mayor parte de la población, mientras que atribuía los delitos a causas socioeconómicas, lo cual era una transgresión de las creencias habituales en esa coyuntura histórica. Esta concepción arraigaba de alguna manera en el Estado ideado por Platón en “La República”, al sostener una visión comunitaria de la vida social, aun persistiendo la esclavitud. Incidía sobre esta idea el conocimiento que se tenía entonces de la existencia de formas de “comunismo primitivo” dentro del Nuevo Continente americano, descubierto y en proceso de conquista por parte de Europa. Dicho proceso, iniciado hacia finales del siglo XV, fue narrado por textos emblemáticos como, por ejemplo, las narraciones de Américo Vespucio.

El marco temporal de la obra “Utopía” correspondía a la transición del régimen feudal al modo de producción capitalista, acompañada por la decadencia de los valores cristianos predominantes en la Edad Media. Al cuestionarse ciertas premisas del orden tradicional, surgían nuevas orientaciones teóricas vinculadas a la lógica de la libre iniciativa individual y a la incentivación de la competitividad económica. Todo ello ocurría en un contexto de consolidación del poderío político de los “príncipes soberanos”, frente a la Iglesia y la nobleza terrateniente, de manera simultánea a la progresión de una clase social burguesa, correlativa al aumento de la franja de la sociedad luego llamada proletaria.

Ante la preponderancia creciente del principio de “razón estatal”, Moro cuestionó la legitimación de formas renovadas de poder institucional encarnadas en el totalitarismo del “Estado moderno”, en el sentido expuesto, significativamente, por Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes. Evaluaba idealmente la posibilidad de una reconciliación interna de la sociedad civil, viable además en el mundo terrenal, y no en el “más allá de la vida celestial”.

A través de la citada isla imaginada, delineó esa conformación político-social utópica, contrapuesta a la realidad observada, ya que, en esta última, el propio autor del ensayo no encuentra el menor rastro de justicia y de equidad, porque ¿qué clase de justicia es la que consiente que cualquier noble, banquero, prestamista, u otro de esos parásitos que nada hacen o lo que realizan no tiene gran valor para la república, lleve una vida de lujo y placer, sin ocupación de ninguna clase o entreteniéndose en trabajos superfluos, mientras que el obrero, el carretero, el artesano y el campesino han de trabajar tanto y tan duramente, como si fuesen bestias, a pesar de que su trabajo sea tan necesario que sin él ningún Estado duraría más de un año?...

Otro pasaje de esta "Utopía" plantea que ¿No es injusto el país que a los nobles, que así llaman a los banqueros y demás gente parásita, o aduladora, les concede placeres frívolos y sin necesidad, mientras contempla sin pestañear a los labradores, carboneros, peones, carreteros y artesanos, sin los cuales no habría ninguna república? [10]. Cabe agregar que, posteriormente, el pensador humanista italiano Campanella diseñaría otra construcción utópica, a través de la idealización de un Estado político-religioso, en su texto "La ciudad del sol".

El posicionamiento teórico de Moro presenta alguna afinidad con el pensamiento ulterior de Rousseau en el siglo XVIII, como así también con el modelo “socialista utópico” (Owen, Fourier, Saint Simon), elaborado posteriormente. También varios pasajes de la Utopía de Moro fueron tomados en cuenta en el análisis del sistema capitalista realizado por el marxismo clásico, transcurridos más de tres siglos desde la publicación de aquella obra [11].

El desarrollo de la burguesía dentro del escenario socioeconómico europeo evidenciaba las transformaciones experimentadas durante el pasaje del medioevo a la modernidad. Existía un desfase entre las formas institucionales vigentes, expresadas en la realidad del momento, y los principios esenciales de un individualismo liberal aun incipiente, acorde con los intereses materiales de aquella clase social ascendente. Debido a ello, “de un universalismo político centrado en torno a la autoridad de la Iglesia, se pasa a una política de acento nacional apoyada en un gobierno fuerte cuya encarnación es el monarca” [12].

En dicha era emergente, el descubrimiento simultáneo del poder social de la razón y del dinero responde ... a una motivación histórica profunda: ambos cumplen ... una función instrumental imprescindible para canalizar los nuevos valores utilitarios [...], en un mundo cada vez más despojado de connotaciones personales e inmediatas en lo que se refiere a las relaciones humanas derivadas de sus marcos institucionales. Al interior de tal contexto, “los cambios económicos que introduce el Renacimiento se basan ... en una reivindicación de los valores individuales, por encima de los de todo grupo estratificado [estamentalmente]: gremio, nobleza o clero” [13].

La alianza entre los reyes y los grupos burgueses apuntaba a gestar las instituciones que reemplacen la organización política arcaica del medioevo, revocando el parlamentarismo disgregante y defensor de los estamentos privilegiados, que gobernaban en nombre de Dios, el honor, o el nacimiento. Su objetivo consistía en crear un marco institucional acorde al cambio de valores originado en la nueva estructuración de las relaciones de dominación social, que giraban en torno al capital, a los intereses individuales y a una “racionalidad” sin obstáculos, elementos fundados crecientemente en el poder económico; la forma política que la clase burguesa naciente utilizó a efectos de lograr sus metas sectoriales fue el Estado...

Éste, tanto en sus modalidades absolutistas como democráticas, es hijo de la burguesía, producto de sus intereses revolucionarios, frente a la estructura feudal de la sociedad, y el marco político dentro del cual se desarrolló el liberalismo. La instauración del Estado implica la despersonalización de la autoridad política: se obedece a un orden legal constituido, reconocido por los gobernantes en virtud de su estructuración racional y no de su autoridad personal. Al mismo tiempo, a través de la emergencia y la evolución del mercado, “el dinero se ha vuelto el vehículo formal y universal de la lucha competitiva de los individuos por la preeminencia. El valor de cambio reducirá a una apreciación cuantitativa hasta al mismo trabajo humano”.

El valor exclusivamente mercantil de los bienes, en general, tiende a reemplazar gradualmente al valor de uso de ellos mismos, proceso que redundará, en definitiva, en la reconversión del propio trabajo, en una mercancía más, sujeta al vaivén mecánico de la oferta y la demanda. Ello se efectúa, entonces, más allá de valoraciones morales o teológicas, al describirse crudamente la realidad tal cual es, y no su “debería ser”, abstrayendo las dotes personales inherentes al ejercicio del buen gobierno. El objetivo consistía en “captar la oscura racionalidad de la historia, para comprenderla como pasado y poder crearla, al mismo tiempo, como porvenir. Para llegar a este resultado no bastaba recurrir a la lúcida perspicacia del observador, sino que era necesario buscar también un nuevo plano, sobre el cual pudieran reorganizarse los frutos de la indagación positiva...” [14]

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[1] Romano, Ruggiero, y Tenenti, Alberto (1974): “Los fundamentos del mundo moderno. Edad Media tardía, Renacimiento, Reforma”; Madrid, Siglo XXI, pág. 129

[2] Castellán, Ángel (1961): “Filosofía de la historia e historiografía”; Bs. As., Dédalo, pág. 115

[3] Ídem, pág. 121

[4] Bury, John (1971): “La idea del progreso”; Madrid, Alianza, pág. 37

[5] Romano, R., y Tenenti, A., ob. cit., pág. 131

[6] Ídem, pág. 132

[7] Max Weber: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”;

[8] Tomás Moro: “La mejor República y la isla de Utopía”; Madrid, SARPE, 1984

[9] Romano, R., y Tenenti, A., ob. cit., pág. 149

[10] T. Moro: “La mejor República...”, ob. cit. [Cap. IX, Libro 2°, págs. 173-174]

[11] Karl Marx (2014): “El Capital. Crítica de la Economía Política”; México, Fondo de Cultura Económica, tres volúmenes.

[12] Camusso, G. G. y Schnait, N. (1973): “Thomas Hobbes y los orígenes del Estado burgués”; Bs. As., Siglo XXI, págs. 16-17  

[13] Ibidem

[14] Ídem, págs. 18-19

 
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