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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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INTERACCIONES SOCIALES E INTENCIONALIDAD HUMANA - Juan Labiaguerre

El tratamiento de la intencionalidad remite a la consideración de las diferencias entre las experiencias de actuar y aquellas otras inherentes a las percepciones visuales. A efectos de tal distinción, Searle procede a evaluar las «direcciones de ajuste y de causación». En este aspecto, lo visual establece la dirección de ajuste mente-a-mundo con el objeto visto, mientras que la de causación se dirige desde el artefacto contemplado a la experiencia propia de la visualización.

De manera que, si el componente intencional se satisface, debe ser causado por la presencia, junto a los caracteres evidentes, del objeto. En cambio, en la experiencia de actuar el componente intencional adopta la dirección de ajuste mundo-a-mente, y la correspondiente a la causación realiza el trayecto desde aquella experiencia hacia el evento físico en sí mismo.

Debe agregarse que, así como la experiencia visual no constituye una representación de sus condiciones de satisfacción, sino una presentación de ellas, de igual manera la experiencia de actuar equivale a una presentación de sus condiciones de satisfacción. De allí que la acción, como la percepción, son una transacción causal e intencional entre la mente y el mundo.

La artificialidad de los propios términos “experiencia visual y de actuar” demuestra que éstas no conforman actos en absoluto. En ese sentido, no «realizamos» nuestra experiencia de actuar en mayor medida en que «vemos» nuestras experiencias visuales, lo cual no significa que haya algún sentimiento específico generalizado, perteneciente al conjunto de las acciones intencionales.

En el ámbito de la acción comunicativa, verbigracia, puede indicarse que aquella persona que comunica su propia intención, le confiere a la comunicación el estatuto de información sobre un acontecimiento selectivo, que podría resultar de diversas maneras, y da por sentado, a la vez (la mayoría de las veces sin intención, aunque forzosamente), que espera dudas para disiparlas [1].

El modo más simple de argumentar a favor de la presencia de la experiencia de actuar, como uno de los elementos integrantes de acciones sencillas, como la de elevar el brazo,  consiste en demostrar de qué manera cada componente puede ser extraído del otro, en la medida en que las condiciones de satisfacción se determinan por la experiencia. 

John Searle, por ejemplo, aborda el caso de situaciones de alucinación perceptiva, en las cuales el elemento intencional ocurre en ausencia de las condiciones correspondientes de satisfacción. Por otra parte, siguiendo los casos tratados por Wilder Peinfeld, en los cuales se producen movimientos corporales, en ausencia de factores intencionales, existiría allí desplazamiento físico, aunque no acción propiamente dicha. Ese proceso conlleva que pueda ejecutarse aquel mismo movimiento, a través de una acción intencional, a pesar de que el “paciente experimentado” niegue, correctamente, que haya realizado alguna acción. Si los desplazamientos corporales son semejantes, Searle se pregunta: «¿qué se pierde en el caso de que la mano se mueva pero no hay acción, y cómo sabe el paciente que, por ejemplo, en un caso está moviendo su mano y en el otro [...] no está haciendo nada?»

Tal planteo deriva hacia dos problemas paralelos anexos: A) la diferencia fenoménica entre el caso en que una persona mueve su propia mano, y otro alternativo, donde se observa que dicho movimiento deviene independiente a las propias intenciones personales; y B) la diferencia señalada conlleva otra de orden lógico, consistente en que la experiencia de mover una mano presenta ciertas condiciones de satisfacción.

En vistas del enfoque anterior, emergió un debate en torno al prejuzgamiento acerca de que los movimientos corporales no representan el sustrato mediante el cual las acciones se incorporan al mundo, sino que, en cambio, aquéllos, por sí mismos, configurarían “acciones básicas” [2]. Ello acontece en situaciones dadas por “ejercicios terapéuticos o de entrenamiento deportivo, cuando se está aprendiendo canto o una lengua extranjera” En este aspecto, puede acotarse que la falsa impresión de que los movimientos corporales, coordinados con la acción, constituyen ellos mismos acciones básicas, podría defenderse, quizás, atendiendo a ciertos ejercicios en que el fin son determinadas acciones no independientes [3].

Las propiedades fenomenológicas y lógicas, correspondientes a la experiencia de actuar previamente indicadas, determinan que para cada acción intencional consciente existe la experiencia de realizar dicha acción, y tal experiencia presenta un contenido intencional. De allí la importancia de las implicaciones, en términos de la intencionalidad, teniendo en cuenta que, en cualquier momento de la vida consciente de un hombre, él sabe, aún sin observación, la respuesta al interrogante sobre «¿qué está usted haciendo ahora?» Aunque esa persona estuviera equivocada respecto a cuáles son los efectos de sus esfuerzos, ella sabe no obstante que está intentando hacerlo.

El conocimiento de lo que uno está realizando, en el sentido de que el mismo no garantiza que uno sepa que está obteniendo éxito, no depende de ninguna observación introspectiva, sino que deriva del hecho de que una experiencia consciente de actuar incluye una consciencia de las condiciones de satisfacción de esa experiencia; este aserto implica que el mantenimiento de la analogía, desarrollada en forma previa, con el campo de las percepciones, pues en ambos casos permanece vigente el reconocimiento de las condiciones de satisfacción de una cierta clase de presentación.                                 

El contenido intencional de la intención en la acción, y la experiencia de actuar, resultan idénticos, de manera que la intencionalidad conduce a aquella experiencia y ésta a su vez, a la intención en la acción. La experiencia de actuar constituye, entonces, una vivencia consciente dotada de un contenido intencional, comprendido en la intención en la acción, al margen de si está incluido, o no, en alguna experiencia consciente de actuar. Tal circunstancia obedece a que la experiencia podría tener algunas propiedades fenoménicas, no esenciales para la intención.

En cuanto a las relaciones entre la intención previa, la intención en la acción, el movimiento corporal y la acción, Searle recurre a un ejemplo sencillo, el cual permite la explicitación de los contenidos intencionales de ambas expresiones de la intención mencionados. La explicación de las relaciones entre intenciones y acciones permite evaluar que la acción, de un modo u otro, cumpliría con la condición de satisfacción de la intención de realizar aquélla. Dicho fenómeno hace necesario explicitar de qué manera el contenido intencional de la intención representa (o presenta) la acción (o el movimiento), en cuanto condiciones de satisfacción.

A partir del requerimiento precitado, surge el problema acerca de «qué descripciones pueden hacerse de la acción, sin retroceder» considerablemente, en términos de su estimación. Es decir, ¿qué tipo de hechos, exactamente, están describiendo las diferentes descripciones, y cuáles otros condicionan que -alternativamente- el actuar devenga “intencional?” La intención previa refiere a toda una acción como unidad, no sólo alusiva al movimiento, en sí mismo, y es autorreferencial desde un punto de vista causal. En consecuencia, es factible especificar el contenido intencional de la intención en la acción, a través de la relación de su contenido intencional con el correspondiente a la intención previa. Así se procede a identificar la intencionalidad, de acuerdo a sus condiciones de satisfacción, por medio del contenido presentacional de la intención en la acción.

Mientras que la intención previa representa la acción completa, junto al resto de sus condiciones de satisfacción, la intención en la acción presenta, sin representar, el movimiento físico -y no la acción en conjunto- como el resto de sus condiciones de satisfacción: en el primer caso la acción completa es el <objeto intencional>, y en el segundo lo es el movimiento en cuanto tal. La autorreferencialidad, implicada en la intención previa, así como también en la acción, hace que el contenido intencional determine la satisfacción de aquélla, en la medida en que el evento (su condición de satisfacción) es causado por dicho contenido. Además, en cualquier situación de la vida real la intención en la acción se encontrará mucho más condicionada que la intención previa...

Aunque el contenido de la intención previa, y la intención en la acción, son diferentes, «van siempre juntos»: al desempaquetar el contenido de la intención previa, se explicita la naturaleza de la autorreferencia causal de la misma. Ello conforma el conjunto de la acción, representada como una unidad por la intención previa y, dado que la acción se compone de la experiencia de actuar y del movimiento físico, y a fin de poner de manifiesto el contenido de la intención previa, es posible representar cada componente por separado.

El carácter causal de las autorreferencias, tanto de las correspondientes a la intención previa como a las de la intención de la acción, explica que la intención previa cause la intención en la acción, la cual -a su vez- causa el movimiento. Se puede hablar, entonces, de una especie de transitividad de la causación intencional, ya que la intención previa causa tanto la intención en la acción como el movimiento y, puesto que esta combinación equivale simplemente a la acción, la intención previa causa la acción.   

El factor de la intencionalidad en el accionar colectivo y sus implicaciones en el análisis sociológico. En el apartado anterior se han desarrollado algunas elaboraciones conceptuales básicas, expuestas por Searle, en lo que refiere a la conectividad existente entre intenciones y acción humanas, desde el punto de vista de los comportamientos individuales llevados a cabo, “aisladamente”, por las personas. Tal concepción responde a un abordaje articulado entre teoría del conocimiento y filosofía del lenguaje. De aquí en más, se intentará proyectar este enfoque hacia la perspectiva comprendida por el campo de las conductas colectivas

Incursionando en el terreno de la psicología social, o directamente sociológico, en lo que atañe a la cuestión acerca de las intenciones y acciones colectivas, Searle comienza tratando tres aspectos de la misma, referidos a determinadas «intuición, formulación y presuposición», respectivamente [4].

Con relación al planteo intuitivo, el problema consiste en que el comportamiento intencional grupal constituye un fenómeno original, que no puede ser analizado, con exactitud, en términos aditivos de las conductas intencionales personales. Además, las intenciones colectivas se manifiestan bajo la forma de <nosotros intentamos tal o cual cosa>, o “estamos haciendo tal o cual cosa”, expresiones que también remiten a procesos primitivos, incomprensibles a partir de la estimación de las intenciones particulares de los seres humanos, según el formato lingüístico <yo intento hacer tal o cual cosa>, o “estoy haciendo tal o cual cosa”.

Por otro lado, el intento de resolución formulativa responde al esquema «S(p)», donde S refiere al estadio psicológico personal y p alude al contenido proposicional, el cual concierne a las condiciones de satisfacción de la intencionalidad. El filósofo de marras aclara que no se trata de una fórmula neutral, dado que la misma corporiza una teorización específica.

En cuanto al terreno presuposicional, se indica que toda intencionalidad, tanto individual como colectiva, requiere de un trasfondo preintencional, suministrado por la incidencia de capacidades mentales, cuyo carácter no es representacional por sí mismas. Tal circunstancia implica que el proceso representado formulativamente precisa del acompañamiento de otra serie de fenómenos, que no pueden expresarse adecuadamente, a través de dicha notación formal.

Las cuestiones a tratar serían entonces: ¿es correcta la intuición señalada?, lo que sería negado por una gran parte de autores que trataron ese asunto; en caso de una respuesta afirmativa, ¿puede ello hacer apropiada la formulación anteriormente transcrita? Por otro lado, ¿cómo, de todas formas, puede ser captada la estructura de las intenciones colectivas dentro de aquella fórmula? Y, en definitiva, ¿qué rol ruega el trasfondo en esa especie de “intencionalidad grupal?” Estas preguntas, admite Searle, no son inocentes, en la medida en que el planteamiento general del que, en resumidas cuentas, forman parte, obedece al interrogante sobre «¿Cuán accesible puede resultar extender la concepción, esbozada en su propia obra Intencionalidad [1983], hacia el emprendimiento de una teoría general de la acción intencional, que incluya la faz colectiva?

Pareciera trivial sostener que, intuitivamente, existe realmente una conducta intencional, de índole social o grupal, diferenciada del comportamiento de los individuos, considerados aisladamente, también de carácter intencionado. Ello se demuestra fácilmente a través de la observación del actuar planificado de un equipo deportivo, al realizar un juego determinado, o simplemente al escuchar la música de una orquesta sinfónica. Es decir que podemos experimentar esa «intencionalidad colectiva» captando, sobre la marcha, la actividad de cualquier agrupamiento de particulares, cuyas acciones singularizadas forman parte de un accionar conjunto.

Un problema más agudo surge cuando, también desde un punto de vista intuitivo, se evalúa la idea de que la conducta colectiva deviene, de algún modo, no analizable en términos de los comportamientos individuales, y de que las intenciones de orden colectivo serían irreductibles a una conjunción de intencionalidades singulares de las personas. Searle pregunta, al respecto, ¿cómo podría manifestarse la conducta de algún agregado de particulares, no correspondiendo la misma, exactamente, a las actitudes propias de los miembros integrantes del grupo? De cualquier forma, no existe ningún comportamiento que pueda explicar, en definitiva, el actuar de todos, y cada uno, de los miembros grupales.

El cuestionamiento precitado conduce a otro interrogante, alusivo a «¿cómo podría darse algún fenómeno mental del grupo, si no se halla previamente en el cerebro de sus componentes parciales?» Ello, a su vez, deriva en la duda acerca de qué manera habría un intentamos, que no se encuentre enteramente constituido por una serie de yo intenté. Queda claro que es imposible un movimiento físico conjunto que no sea ejecutado por los integrantes del colectivo, lo cual puede observarse con nitidez observando los pasos armónicos de baile de un cuerpo de ballet clásico, por ejemplo. De modo que, si cualquier asunto especial, con relación al comportamiento grupal, debiera ligarse con alguna característica específica de la instancia mental, entonces el planteo remite a la eventual vigencia de una intencionalidad de raigambre colectiva.

Searle desarrolla, a renglón seguido, una caracterización de las formas peculiares que asumirían esas expresiones de “intención grupal”, procurando justificar las respuestas dadas, partiendo de la primera parte de su encuadre intuitivo original del problema. De allí deriva una primera tesis, la cual señala que se presentan, realmente, cosas, tales como comportamientos intencionales colectivos, que no equivalen a la sumatoria de las conductas, también dotadas de intención, de los individuos estimados en un eventual aislamiento recíproco. Cabe señalar que este enfoque no dista demasiado de la visión durkheimiana, en la sociología francesa clásica, expuesta hace más de un siglo, sobre la esencia específica del “hecho social”, a través de sus obras Las reglas del método sociológico y El suicidio.

La segunda tesis propuesta por la perspectiva searleana, derivativa respecto a la precedente, apunta a que «nuestras intenciones» no pueden analizarse por vía de un conjunto de intenciones personales, las que de alguna manera son traslapadas por ciertas creencias, incluyendo un cúmulo de opiniones compartidas grupalmente, referidas a la intencionalidad latente en distintos integrantes del colectivo.

Finalmente, como tercera tesis, el filósofo mencionado señala que la premisa con relación a que nuestras intenciones resultan de una forma original de intencionalidad, inasimilable a las intenciones individuales añadidas, es consecuente con dos clases de restricciones, a saber:

La primera condición, a efectos de que la batería expuesta de tesis se adecue a la realidad, atañe a que el concepto de intencionalidad colectiva debe ser consistente con el hecho de que la sociedad se encuentra compuesta nada más que de individuos. Desde el momento en que todo cuerpo social está integrado, enteramente, por seres particulares, no podría existir una “mente o conciencia grupal”. Todo proceso consciente remite a la posibilidad de un entendimiento individual, que responde a mecanismos cerebrales singulares, propios del  «yo».

El segundo contraste que debería efectuarse concierne a la consistencia requerida por el reconocimiento de una hipotética <intención grupal>, en referencia a la situación fáctica, plasmada en que la estructura de cualquier intencionalidad de los individuos ha de ser independiente del hecho de si ello está pensado correctamente, o si –por el contrario- es radicalmente erróneo frente a los acontecimientos reales presentes. Asimismo, esta restricción se aplica tanto a la intencionalidad colectiva, como a la individual.

Más allá del análisis efectuado por Searle, la conceptualización de “conductas colectivas” deviene articulada a partir del enfoque de la movilización no institucionalizada para la acción, a fin de modificar una o más clases de acción, basadas en una reconstrucción generalizada de un componente de la acción [5].

Según el filósofo de marras, “la filosofía del lenguaje es una rama de la filosofía de la mente. La capacidad de los actos de habla para representar objetos y estados de cosas del mundo es una extensión de las capacidades biológicas más fundamentales de la mente (o cerebro) [a efectos de ] relacionar el organismo con el mundo por medio de estados mentales tales como la creencia o el deseo, y especialmente a través de la acción y de la percepción” [6]. No obstante la apreciación expuesta, este filósofo considera que “el lenguaje es esencialmente un fenómeno social y [...] las formas de intencionalidad subyacentes al lenguaje son formas sociales”.

Por otro lado, “la intencionalidad en todas sus formas funciona sólo respecto de un trasfondo de capacidades mentales no representacionales, [puesto que] los fenómenos mentales tienen una base biológica: están causados por las operaciones del cerebro, al mismo tiempo que realizados en su estructura [...] La consciencia y la intencionalidad son tan parte de la biología humana como la digestión o la circulación de la sangre. Es un hecho objetivo sobre el mundo que éste contiene ciertos sistemas, [...] cerebros, con estados mentales subjetivos, y es un hecho físico sobre tales sistemas que éstos [presentan] rasgos mentales” [7].

De manera que “la solución correcta al problema mente-cuerpo reside, no en negar la realidad de los fenómenos mentales, sino en apreciar adecuadamente su naturaleza biológica”. El autor considera necesario, al respecto, “comprender el papel de la intencionalidad en la estructura de la acción; no sólo en la descripción de [ella], sino también en la estructura misma de la conducta humana”.

Siguiendo con el autor citado, “en la filosofía de la mente hay una poco confortable relación entre intencionalidad y causalidad. [Ésta] se considera generalmente como una relación natural entre eventos del mundo; la intencionalidad es considerada frecuentemente como algo trascendental [...], que está por encima o más allá, pero que no es parte del mundo natural”. En este sentido, Searle procura impulsar la intencionalización de la causalidad y, por consiguiente, [...] la naturalización de ella [8]. Al respecto, la raigambre de la <ideología moderna de la causación> determinaría una incrustación profunda de la teoría metafísica en la evaluación del componente causal.

Al margen de las divergencias entre las distintas concepciones filosóficas sobre el asunto tratado, “ciertas propiedades formales son tan ampliamente aceptadas como rasgos de las relaciones causales, [...] que constituyen el núcleo de la teoría, [siendo] sus principios más importantes [los siguientes]: el nexo causal no es [en sí] observable, [aunque] se pueden observar las regularidades causales [secuencias regulares de eventos]; siempre que haya un par de eventos relacionados como causa y efecto, [el mismo] debe instanciar alguna regularidad universal; y las regularidades causales son distintas de las lógicas” [9].

Las objeciones interpuestas por Searle a la anterior explicación sobre la causación pueden resumirse a través de cinco argumentaciones: a) tal marco explicativo colisiona de frente “con nuestra convicción de sentido común de que percibimos relaciones causales en todo momento”: “La experiencia de percibir un evento que sigue a otro es totalmente diferente de la experiencia de percibir el segundo evento como causado por el primero” ; b) resulta complicado visualizar de qué manera la explicación mencionada “puede distinguir regularidades causales de otras clases de regularidades contingentes”; c) no es fácil coincidir “con el hecho aparente de que al realizar acciones humanas parecemos ser conscientes de afectar causalmente el medio que nos rodea”; d) destaca la ambigüedad acerca de “lo que tiene que ser la cuestión central: ¿hay realmente causas ahí fuera en el mundo o no?”; e) no consigue diferenciar “ entre causar (causing) donde, por ejemplo, algún evento causa otro evento o cambio, y [otro tipo] de relaciones causales, las cuales pueden existir entre estados de cosas permanentes y rasgos de objetos” [10]

El autor sostiene que existen determinadas “clases muy ordinarias de explicaciones causales [relacionadas] con estados mentales humanos, experiencias y acciones que no se adecuan [exactamente] a la explicación ortodoxa de la causación”. Dos elementos explicativos de la causalidad radican, de acuerdo a este filósofo, en “la experiencia primitiva de causación en la percepción y en la acción, y [en] la existencia de regularidades en el mundo, algunas de las cuales son causales, [mientras que] otras no”. Además, la relación exacta entre aquellas experiencias y regularidades reside en que “el enunciado de que una cosa causó otra [hizo que sucediese] y el enunciado de que se ha experimentado que tales hechos sucedan en la acción y en la percepción no implican, por sí mismos, la existencia de ninguna regularidad”. Es decir que “un mundo en el que alguien hace algo que suceda, pero donde la secuencia de eventos no instancia ninguna relación co-ocurrente general es un mundo lógicamente posible”.

Sin embargo, simultáneamente, “sentimos que debe haber alguna conexión importante entre la existencia de regularidades y nuestra experiencia de la causación [...] Es tentador suponer que, además de la experiencia real de causas y efectos mantenemos una hipótesis de regularidad general en el mundo, [encontrándonos] inclinados a pensar que [ella es] desafiada por aquellas partes de la física que niegan el determinismo general [...] Mantenemos una teoría de que las relaciones causales instancian leyes generales, y esta teoría es presumiblemente una teoría empírica como cualquier otra”. Dicha visión presenta una prolongada “historia en filosofía y subyace a algunas tentativas, verbigracia la ensayada por John Stuart Mill, de establecer un principio general de regularidad que justificaría la inducción”. [11].

No obstante, según Searle, la concepción precitada “describe mal el modo en que la suposición de regularidad desempeña un papel en nuestro uso del vocabulario causal y en nuestras actividades de acción y percepción. [En este sentido] el ensayo y el error sólo tienen interés respecto de la suposición de un trasfondo de regularidades generales [...] Al investigar la distinción entre cosas reales y aparentes de relaciones causales, como en cualquier investigación, adopto una cierta postura [y el tenerla] no consistirá solamente en un conjunto de creencias: la postura es en parte un asunto de capacidades de Trasfondo” [12]. Además, sería necesario diferenciar “entre la creencia en leyes causales particulares y la suposición de que hay algún grado general de regularidad causal en el mundo. Tenemos muchas creencias sobre regularidades causales particulares [...] pero no tengo o necesito tener una hipótesis general de regularidad, además de la creencia en regularidades específicas”.

De modo que “ni los enunciados que afirman la existencia de la experiencia de causación, ni la existencia de instancias de causación, implican que haya leyes causales generales”. Pese a ello, “las leyes causales existen y una condición de la posibilidad de aplicar la noción de causación en casos específicos es una suposición general de regularidad en el mundo” [13]El filósofo citado aclara que “solamente puedo aplicar la noción de que algo haga que otra cosa suceda, como opuesta a que parezca ser el caso que haga que suceda, como opuesta a que parezca ser el caso que haga que suceda, respecto de una presunción de regularidades causales, pues sólo puedo valorar el caso individual por el error o el éxito de las regularidades”.

Asimismo, “los enunciados causales singulares no entrañan que haya una regularidad causal universal de la que ellos sean instancias, pero el concepto de causación eficiente [...] sólo tiene aplicabilidad en un universo donde se supone algún grado de regularidad causal” [14]. Searle señala que “la intencionalidad difiere de otras clases de fenómenos biológicos en que tiene una estructura lógica y, así como hay prioridades evolutivas, [existen también] prioridades lógicas. Una consecuencia natural del enfoque biológico [consiste en] considerar al significado en el sentido en el que los hablantes quieren decir algo por medio de sus emisiones, como un desarrollo especial de formas más primitivas de intencionalidad”. Esto es, “el significado de los hablantes sería enteramente definible en términos de [dichas] formas [...], que no son intrínsecamente lingüísticas”. En consecuencia, “ciertas nociones semánticas fundamentales, tales como el significado, son analizables [a partir de] nociones psicológicas más fundamentales incluso, [verbigracia] la creencia, el deseo y la intención” [15].

Existirían entonces “realmente cosas tales como fenómenos mentales intrínsecos que no pueden reducirse a alguna otra cosa, o eliminarse por medio de algún tipo de redefinición”, cuestionándose la afirmación acerca de que los estados mentales puedan definirse completamente en referencia a sus relaciones causales. Tales estados serían “tan reales como cualesquiera otros fenómenos biológicos [por ejemplo] la lactancia, la fotosíntesis [o] la mitosis”. 

Tal como acontecería con los fenómenos estrictamente biológicos mencionados, “los estados mentales son causados por [procesos también] biológicos y, a su vez, causan otros fenómenos biológicos, [pudiéndose denominar] a esta idea naturalismo biológico[16]. Además, “no hay un solo problema mente-cuerpo sino varios, [...] pero el que ha parecido más problemático concierne a la posibilidad de relaciones causales entre los fenómenos mentales y los físicos [...] Los estados mentales son a la vez causados por las operaciones del cerebro y realizados en la estructura del [mismo] (y el resto del sistema nervioso central” [17]

Partiendo del criterio precitado, puede señalarse que el comportamiento colectivo remite al accionar conjunto emprendido por grupos de personas, de distintas dimensiones, que se encuentra orientado hacia el logro de objetivos o metas comunes, de acuerdo a la vigencia de intereses compartidos, resultando su actuación, entonces, de la combinación de deseos, o finalidades, y de pautas organizativas. En otras palabras, la <conducta grupal> obedece a factores tales como “organización, movilización, oportunidades, conductividad, tensión, poder e identidad”. El inconveniente característico para el análisis de dicho fenómeno consiste en la ausencia de delimitaciones nítidas, pues “la gente varía constantemente en su implicación [personal] en la acción” [18].

El accionar colectivo requiere, como condición ineludible de factibilidad, la presencia dinámica de actores-portadores sociales, los cuales se interrelacionan, a través de la cooperación o el conflicto, de acuerdo a la vigencia de un «por qué» y del devenir real de un «cómo», es decir, en términos de ciertas “significaciones sociales relevantes y a unas formas organizativas específicas” [19]. Las modalidades alternativas de orientación del actuar conjunto, que pueden ser comunicativa o teleológica, constituyen el fundamento de las expresiones socioculturales, contextuadas temporalmente, de dicha clase de comportamiento. De manera que los tipos de acción colectiva están históricamente determinados por los <valores>, culturalmente instituidos, por la definición y satisfacción de “necesidades” socialmente creadas, y por las «oportunidades vitales» disponibles [20].

Corresponde aclarar que el propio marco de las interactuaciones, referido a determinadas motivaciones puestas en juego, debe su legitimidad a los contactos y relaciones sociales directas, de los cuales toda otra especie de interacción deviene sólo en cuanto proceso derivado y reconvertido. De modo que, “en la intencionalidad viviente de la relación social directa, los partícipes [de la misma] están cara a cara, sus corrientes de conciencia están sincronizadas y engranadas una en otra, cada una de ellas actúa en forma inmediata sobre la otra, y el <motivo-para> de una se transforma en el <motivo-porqué> de la otra, mientras [ambos] motivos se complementan y convalidan entre sí, como objetos de atención recíproca” [21].

Las actitudes valorativas con relación a las acciones humanas responden, básicamente, a creencias sustentadas en <concepciones grupales>, en principio de raíz convencional. De acuerdo a este enfoque, las normativas comunes correspondientes a distintos colectivos reflejarían, en una medida considerable, los caracteres de las respectivas estructuras sociales, los rasgos específicos de sus propias organizaciones, la índole de sus necesidades y las tendencias de sus funcionalidades sociales. En este sentido particular, la valoración no es, originariamente, un acto psicológico aislado de un individuo, y en la mayor parte de los casos no puede ser explicada por una intención subjetiva. Teniendo en cuenta la apreciación mencionada, se indica al respecto que “el error de los psicólogos introspectivos: el aislamiento de la experiencia del individuo del ambiente social e histórico, que da lugar a la ilusión de que la motivación subjetiva es la fuente final y fundamental de los actos sociales”[22].

Al margen de los condicionamientos señalados, es indudable que el accionar colectivo resulta teleológico, lo cual equivale a sostener que esas actuaciones se encuentran orientadas hacia finalidades determinadas, aunque las mismas -en muchas ocasiones- descansen en motivos irracionales. Entonces, “tanto a nivel individual como grupal, las acciones van siempre encaminadas hacia fines concretos, subjetivamente deseados”, por lo cual son intencionales.

La perspectiva sociológica debe, necesariamente, partir del presupuesto de la intencionalidad, y por lo tanto de la subjetividad, de todo comportamiento colectivo, pues de lo contrario, los actos y acciones sociales de los hombres se hacen ininteligibles [...] Que la acción humana arranca de una base subjetiva y de que es de naturaleza teleológica intencional, [poseyendo] un sentido en la conciencia de sus protagonistas, es una hipótesis tan útil como necesaria para la investigación de la realidad social [23].

El reconocimiento explícito del papel de la subjetividad-intencionalidad en los procesos sociales no significa soslayar la incidencia trascendente que, sobre nuestro accionar cotidiano, ejercen las determinaciones socioestructurales, de origen exterior al individuo, en lo que refiere a la naturaleza íntima de la persona. En consecuencia, “los significados que posee la <realidad externa a la conciencia>, para el hombre que la percibe, orientan su actividad hacia la consecución de sus objetivos y la satisfacción de sus intereses y necesidades”. Debido a ello, las resultantes del accionar intencionado del ser humano no se corresponden, a menudo, a lo que había deseado y/o imaginado. Por lo tanto, la sociología no puede ni quedarse encerrada en el estudio de la subjetividad, ni en el de las estructuras sociales definidas como si nada tuvieran que ver con aquélla. Tiene que estudiar precisamente [esa] zona en que la libertad y el condicionamiento, la intencionalidad y la necesidad, se entrecruzan [generando] una nueva realidad [24].

Los comportamientos sociales, agregados, de los particulares derivan con frecuencia en consecuencias no queridas ni previstas, a modo de efectos colaterales no buscados ni deseados, de las acciones intencionales humanas. Los mismos constituirían «realidades emergentes», producto de la interrelación dinámica de conductas personales, resulten, o no, de carácter intencional.


[1] Habermas, Jürgen (1981): "Teoría de la acción comunicativa. Racionalidad de la acción y racionalización social"; Madrid, Taurus, Volumen I, pág. 331

[2] Danto, Arthur Coleman (1965): Basic Actions; en “Analytical Philosophy of Action”, American Philosophical Quaterly.

[3] Habermas, Jürgen (1999): "Teoría de la acción comunicativa. Racionalidad de la acción y racionalidad social"; Madrid, Taurus, Volumen I, pág. 140)

[4] Searle, John R.: Collective Intentions and Actions

 [5] Smelser, Neil J. (1989): "Teoría del comportamiento colectivo"; México, Fondo de Cultura Económica, pág. 86

[6] Searle, John R. (1992): "Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de la mente"; Madrid, Tecnos, págs. 13-14

[7] Ídem, págs. 14-16

[8] Ídem, pág. 123

[9] Ídem, 123 a 125

[10] Ídem, págs. 125 a 127.

[11] Ídem, pág. 142

[12] Ídem, págs. 142-143

[13] Ídem, págs. 143-144

[14] Ídem, pág. 145

[15] Ídem, págs. 168-169

[16] Ídem, págs. 266 y 268.

[17] Ídem, págs. 268-269 y 275-276

[18] Beriain, Josetxo (1996): La integración en las sociedades modernas; Barcelona, Anthropos, pág. 163

[19] Ídem, pág. 164

[20] Ídem, pág. 180

[21] Schütz, Alfred (1972): "Fenomenología del mundo social. Introducción a la sociología comprensiva"; Buenos Aires, Paidós, págs. 191-192

[22] Mannheim, Karl (1963): "Carácter sociológico de las valoraciones humanas"; en Ensayos sobre Sociología y Psicología Social [3ª Parte, "Psicología sociológica"], México, Fondo de Cultura Económica, pág. 259 

[23] Giner, Salvador (1999): "Sociología"; Barcelona, Península, págs. 49-50

[24] Ídem, pág. 50

 
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