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INKORRUPTIBLES. Misceláneas sociopolíticas

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EXPANSIÓN DE LA SALARIZACIÓN “INDUSTRIALISTA” – Juan Labiaguerre

En lo que se refiere a la relación entre trabajador y lugar de realización de la actividad laboral, en los albores del régimen capitalista de producción, se pueden diferenciar -siguiendo a Weber- aquellas tareas productivas llevadas a cabo en la propia vivienda del obrero, el cual podía fijar por sí mismo el precio de su producto o constituirse en un "asalariado que trabaja para el cliente en el taller doméstico" -por encargo de un consumidor-, respecto de los quehaceres propios del trabajador a domicilio que se desempeñaba por cuenta de un empresario.

En todo caso, diferían ambas situaciones en contraste con aquellas otras en las que la actividad laboral era realizada fuera de la vivienda del obrero, teniendo en cuenta que el origen del trabajo en casa del cliente es ambulante, o en ciertas industrias obedece a que, por sus características específicas, no podían ejecutarse en el propio domicilio; también el lugar de trabajo podía ser un ergasterio, es decir un determinado lugar separado dentro de la vivienda del trabajador [1].

El conjunto de dichas expresiones ocupacionales históricas, que a veces plantean diferenciaciones sutiles, resultan antecedentes remotos de algunas modalidades contemporáneas de organización del trabajo. En este sentido, el marco conceptual elaborado por la teoría de la regulación hace hincapié en las contradicciones derivadas del proceso de extensión de la relación salarial, reflejadas de alguna manera en la estratificación polarizada de los sectores sociales, en términos de empresarios y trabajadores, dicotomía intrínseca al sistema capitalista.

Al respecto, "el concepto de sujeto racional, soberano y libre de cualquier tipo de condicionamiento social introduce una oposición absoluta entre lo teórico y lo empírico, lo necesario y lo contingente, la esencia y el fenómeno" [2]. Considerando esta premisa teórica, el análisis del proceso regulatorio inherente al capitalismo debe tener en cuenta la transformación de las relaciones sociales que genera nuevas formas, a la vez económicas y extraeconómicas.

Históricamente, los obstáculos y cuestionamientos surgidos frente a la imposición de la condición salarial moderna retrasaron su consolidación como modalidad hegemónica de la relación laboral, concentrándose la causa principal de dicha resistencia al modelo del trabajo asalariado en la persistencia de la forma asumida por la corvée, ejemplo clásico de intercambio obligado para el trabajador manual. La misma consistía en un tipo de prestación personal opuesto en sus principios a la relación salarial que, al no ser retribuida, era sucesora de la explotación de mano de obra esclava y conllevaba lazos serviles feudales; de este modo, de acuerdo con Castel, el salariado no nació de la libertad ni del contrato, sino de la tutela.

En concordancia con la acentuación definitiva del proceso de liberación de la fuerza de trabajo servil, fenómeno correlativo a la expansión de la economía monetaria, la corvée tendió gradualmente a asumir un perfil diferenciado, convirtiéndose en prestación obligatoria en dinero, transformación equivalente al rescate de una forma definida y concreta de sometimiento personal. No obstante, en la medida en que el producto de su propia explotación no era suficiente para cumplir con las obligaciones debidas al señor, "el campesino liberaba entonces una parte de su tiempo, que pone a disposición del señor, o de otro explotador más rico, como una manera de retribución", emergiendo mediante este procedimiento el asalariado rural.

Es decir que el tenedor de tierra trabajaba, en forma remunerada, cierta cantidad de días por semana o por año en una explotación, al servicio de otra persona, ejerciendo entonces el asalariado una relativa “libertad de trabajo”, pero a partir del lugar que ocupaba en un sistema territorializado de dependencia, y la actividad realizada era exactamente del mismo tipo que la ejecutada mediante la corvée. Por lo tanto, el autor citado concluye que el Goulag no es una invención del siglo XX, sino que su representación simbólica retrospectiva apareció con el desarrollo del capitalismo industrial en sus inicios [3].

Asimismo, el modelo mercantil -asociado al principio del trueque- adopta una especificidad nítidamente superior respecto de las connotaciones representadas por los modelos socioeconómicos sustentados en los valores de “simetría, centralidad y autarquía”, característicos de diversas formaciones comunitarias tradicionales. Tales premisas, contrapuestas al nuevo perfil social paradigmático que conlleva la progresiva imposición del mercado, constituían simples rasgos que no engendraron entes institucionales destinados al cumplimiento de una función determinada. En cambio, el control del sistema económico realizado bajo la impronta predominantemente mercantil presenta “irresistibles efectos en la organización de la sociedad en su conjunto”, desde que la misma es gestionada en cuanto mero auxiliar del mercado.

En dicho ámbito, las relaciones sociales se encasillan en la órbita demarcada por el funcionamiento rector de la economía desde que, una vez que prevalece tal dirección, el régimen de acumulación resulta estructurado sobre la base de instituciones diferenciadas, movidas por objetivos definidos y reguladas mediante estatutos especiales. Enmarcada en el contexto de esta renovada configuración, el sistema social es coaccionado en orden a la adopción de cierto formato organizacional que posibilite el desenvolvimiento del mencionado régimen, sin trabas y respetando sus propias leyes, si se tiene en vista que “una economía de mercado únicamente puede funcionar en una sociedad de mercado” [4].

Una era histórica, considerada en un sentido global, es caracterizada típicamente en el sentido de su identificación en términos capitalistas -según Weber- cuando la satisfacción del conjunto de necesidades de la sociedad, teniendo en cuenta su “centro de gravedad”, se encuentra de tal manera orientada bajo aquella modalidad específica que, si en el terreno hipotético dicha forma organizativa es suprimida, se suspendería la citada función satisfactora. En este sentido, las premisas elementales para el funcionamiento de las empresas capitalistas consisten en la libre disponibilidad sobre la propiedad del conjunto de factores materiales de producción -en manos de firmas lucrativas autónomas-, la libertad irrestricta de mercado, el requisito de una técnica racional contable en términos mecanizados, la vigencia imprescriptible de un Derecho racional calculable y el accionar de una economía comercializable y especulativa.

Además, como condición básica y vital para un desenvolvimiento adecuado del capitalismo debe existir “libertad de trabajo”, esto es la presencia de hombres coaccionados, tanto jurídica como económicamente, a vender su actividad en el mercado sin ningún tipo de obstáculos, impedimentos o restricciones, dado que sólo contando con un sector de trabajadores libres es factible la realización de un cálculo del capital de carácter racional, es decir que -exclusivamente- mientras existan “obreros que se ofrecen con libertad, en el aspecto formal, pero realmente acuciados por el látigo del hambre, los costos de los productos pueden calcularse inequívocamente de antemano” [5].   

A pesar de que la fuerza de trabajo es tratada como una mercancía más en dicho sistema económico, no obstante ello la misma irrumpe en la esfera mercantil debido a motivos diferentes de los que se presentan con relación a las otras mercancías, desde que aquélla se ve permanente obligada a obtener medios de subsistencia sólo asequibles mediante su propia venta, razón por la cual no se halla, o lo está en mínimo grado, en condiciones de esperar una coyuntura apropiada para lograr tal objetivo.

Al respecto, un factor crucial del proceso capitalista de industrialización radicó justamente en la destrucción de la situación determinada por la autosuficiencia característica del funcionamiento de la economía doméstica -que le otorgaba a ésta un considerable margen de autonomía en referencia a la esfera controlada por el mercado-. Este hecho conlleva la supresión de los presupuestos asentados en la posibilidad estratégica de espera en torno a coyunturas de demanda laboral favorables a la mano de obra. Por lo tanto, cuando la oferta de fuerza de trabajo no expresa una correspondencia con una demanda proporcional, se encuentra totalmente “desprovista de valor y, en consecuencia, forzada por razones estructurales a plegarse a la demanda existente bajo renuncia a las propias condiciones estratégicas”, debiendo resignarse al salario establecido discrecionalmente por el empleador en cada etapa coyuntural [6].

La concepción clásica ricardiana respecto del mercado de trabajo remite a la existencia de un contingente de vidas humanas condicionadas por el potencial acceso a la disponibilidad de determinada cantidad de alimentos indispensables para su propia subsistencia. Más allá de la vigencia de cierta normatividad afirmada en cierto arraigo costumbrista, por el cual “ningún salario obrero podría caer por debajo de un nivel establecido, este límite no se aplicaría más que si el trabajador se veía reducido a elegir entre morir de hambre u ofrecer su trabajo en el mercado a un estipendio mínimo”. Siguiendo a Polanyi, la concepción económica clásica evaluaba que solamente en el aguijón del hambre, y de ninguna manera en la mera intención obvia por parte del sector capitalista de acumular crecientes beneficios, radicaba el atributo idóneo a efectos de la creación de un mercado de trabajo eficaz, en términos de los intereses de los grupos económicos dominantes [7].      

La aparente paradoja social manifestada en los procesos históricos de industrialización -emergentes en Europa- consistía en el incremento de la vulnerabilidad de masas, inclusive cuando las expresiones más crudas de miseria se tornaban menos significativas. En este aspecto, según Hufton, "la relativa liberación de la angustia del hambre y las epidemias ha producido una cantidad de pobres mayor" [8]. En términos de propuesta reformista frente al agravamiento de esta situación la doctrina oweniana, encolumnada dentro de las corrientes aglutinadas bajo la denominación común de socialismo utópico, junto a las concepciones de Saint Simon y Fourier -entre otros-, reivindicaba idealmente la figura emblemática del “hombre total”.

Tal concepción mantenía todavía resabios de impronta feudo-medieval, referidos al rol ejercido por la actividad corporativa gremial, a la función asumida en el pasado por ciertas guildas de comerciantes, y al hábitat fundamentalmente campesino que rodeaba la convivencia sociocomunitaria, rasgo este último ejemplificado en la visualización idealizada del mecanismo inherente a las colonias de cooperación.

Corresponde destacar que, desde la perspectiva particular diseñada por Owen, la incorporación de la máquina sólo resultaba factible en el marco de una sociedad nueva, teniendo en cuenta que en la vida de un trabajador el salario únicamente constituye un elemento “entre muchos otros, tales como el medio natural, la vivienda, la calidad y los precios de las mercancías, la estabilidad y la seguridad en el empleo”.   

Retomando a Polanyi, el surgimiento del mercado autorregulador permitió la formación de una civilización del siglo XIX, la clave de cuyo sistema institucional radica en supuestas leyes que gobiernan la economía, expresadas en una entidad abstracta que remite a la concepción de un mercado que se supuestamente regula a sí mismo. Sin embargo, tal sistema sólo pudo mantenerse aniquilando la “sustancia humana y la naturaleza de la sociedad”, destruyendo al hombre, transformando “su ecosistema en un desierto”, y además su implementación significó, en definitiva, la ruptura de la propia organización social sustentada en el mismo proceso de autorregulación, en la medida en que resultaba inevitable la autodestrucción de este sistema debido a la incidencia de ciertos factores técnico-productivos intrínsecos”.

Conviene rescatar retrospectivamente el esquema sociolaboral propio de la primera revolución industrial, en el cual "el dilema consistía en que, o se estabilizaban las situaciones salariales, o se seguía manteniendo a los asalariados en la fragmentación de sus estados y la precariedad de sus estatutos”, según Castel. Es decir que, por un lado, la proliferación de inserciones asalariadas en el mercado de trabajo promovía la instalación crecientemente irreversible de dicha situación ocupacional mientras que, por el otro, se emplazaba la inestabilidad misma en el núcleo de la sociedad industrial, consintiéndose que el progreso se construyera sobre los cimientos de la vulnerabilidad social. Respecto de este nuevo esquema surgido de la división del trabajo, Durkheim indicaba que cuando tiende a prevalecer la solidaridad orgánica, aquellos factores que la erosionan atañen al corazón de los lazos sociales.

A partir de la expansión manufacturera industrial el trabajo es defendido mediante el reclamo del derecho correspondiente al conjunto de la población activa a ser incluida bajo el rótulo de trabajador asalariado, con los atributos y funciones que ello implicaba, hecho que progresivamente condujo a la realización de acciones clasistas -de carácter defensivo- por parte del movimiento obrero. Además, el proceso de industrialización decimonónica derivó en la eclosión del mercado de compraventa del factor de productivo constituido por la fuerza de trabajo, devenido en cierta forma mercancía; dicha esfera es proclive al regateo sistemático y especulativo por parte del sector del capital, en la medida en que únicamente podía cumplirse el cometido mercantil mientras los montos salariales descendieran correlativamente al decrecimiento del nivel de los precios de los productos.

Desde la perspectiva de las condiciones materiales de vida, la concreción de tal premisa conllevaba una progresiva inestabilidad en los ingresos salariales de los trabajadores y un correlativo decaimiento de sus calificaciones ocupacionales, en definitiva, “una despiadada disposición a dejarse llevar de cualquier forma de un lado para el otro”, trasuntada en su dependencia acentuada respecto de los caprichos del mercado [9].

Hacia fines del siglo XIX Engels afirmaba que en el marco de la sociedad capitalista la fuerza de trabajo equivale a una mercancía como otra cualquiera, aunque dotada de características singulares, teniendo en cuenta que ella posee el especial atributo de ser una fuerza creadora -es decir fuente- de valor y, en la medida en que se la sepa utilizar, genera mayor valor que aquel detentado por sí misma [10]. El enfoque de raigambre marxista referido a las causantes básicas del conflicto inherente al capitalismo puede confrontarse con la visión, sustentada posteriormente por Durkheim, acerca de que la división del trabajo deriva en una reglamentación jurídica determinante de la naturaleza, así como de las interrelaciones de las funciones especializadas, pero su transgresión no conlleva “medidas de carácter expiatorio”, sino simplemente reparadoras.

En consecuencia, una estructura económica organizada, y su correspondiente división del trabajo, se desenvolverían regularmente en tanto la conformación segmentaria se diluye, motivo por el cual esta división únicamente puede llevarse a cabo entre los integrantes de una sociedad previamente constituida. Tal concepción se apoya en la creencia de que cuando el accionar competitivo coloca en situación de enfrentamiento a individuos aislados y extraños sólo logra acentuar su disgregación. Teniendo en cuenta que la conciencia colectiva se torna más débil y vaga a medida que progresa la especialización de funciones productivas, una adecuada reglamentación -propiciatoria de normas consensuadas- se institucionalizaría en términos de fuente principal de solidaridad [11].

En marcado contraste con la mencionada y ulterior visión organicista del capitalismo industrial, una apreciación temprana esbozada por Marx sostenía que la fuerza de trabajo no fue siempre una mercancía porque la actividad productora de bienes, en general, no representó una labor remunerada salarialmente, bajo la forma de trabajo libre, en distintas etapas históricas. En este sentido, el salario equivale al precio de una mercancía precisa, la fuerza de trabajo, y por lo tanto se encuentra determinado por las mismas leyes que condicionan el precio de cualquier otra, que remiten a la competencia permanente entre compradores y vendedores, en este caso de manera puntual a la correlación establecida entre demanda requerida y oferta existente de mano de obra.

La resultante de dicho mecanismo competitivo depende de la situación real de predominio ejercida entre huestes de compradores y vendedores, desde el momento en que “la industria lanza al campo de batalla a dos ejércitos contendientes, en las filas de cada uno de los cuales se libra además una batalla intestina” [12].

Desde la vereda del pensamiento económico liberal ortodoxo, von Mises señalaba que, si los trabajadores no se comportaban como sindicalistas, sino que reducían sus exigencias y cambiaban dócilmente de ocupación, y si fuera necesario de domicilio, siguiendo los dictados del mercado laboral, tendrían un empleo adecuado. Tal visualización refleja el estado en que se encuentra el asalariado dentro de un sistema socioproductivo apoyado en el presupuesto que adjudica al trabajo el carácter inequívoco de mercancía.

Aquel autor planteaba que el fenómeno de la desocupación obedecía al hecho de que los trabajadores no estarían dispuestos a conchabarse mediante un salario que remunerase la realización de tareas variadas y cambiantes, plausibles de llevar a cabo dentro de un mercado de trabajo dinámico, punto de vista que trasunta la concepción estereotípica de los empleadores al requerir la movilidad ocupacional, acompañada de la flexibilidad salarial.

El gran mercado único constituye un dispositivo de la actividad económica general, es decir que incluye al conjunto de los mercados en tanto factores de producción, a partir del momento en que éstos devienen inescindibles de los elementos que componen la vida societaria en sus variadas manifestaciones institucionales. Desde el ángulo de las formas asumidas por la interacción humana, dentro de un entorno natural determinado, la prevalencia de una economía signada por el patrón mercantil conlleva la formación de una sociedad donde las prácticas y las instituciones se encuentran subordinadas a las exigencias del mecanismo intrínseco del mercado.

Polanyi subraya que la función económica sólo representa –históricamente- uno de los roles constitutivos del papel esencialmente vital encarnado por el usufructo de la tierra, la que  otorga un carácter estable a la actividad productiva humana, razón por la cual separarla del hombre, organizando las relaciones sociales a efectos de satisfacer prioritariamente los requerimientos de un mercado inmobiliario, significó la cristalización de un principio clave en la concepción utópica acerca de una sociedad hipotéticamente autorregulada en términos mercantiles [13].  

EL EJÉRCITO DISPONIBLE DE RESERVA

Marx consideraba que la acumulación capitalista genera permanentemente, en correlatividad con su proporción intensiva y extensiva, una población obrera excesiva, remanente o sobrante, respecto de la necesidad media de explotación del capital; esta tendencia constituía una ley de población específica de dicho régimen de producción, el cual producía naturalmente un ejército industrial de reserva, contingente disponible a merced de las exigencias exclusivas del capital [14].

En ese sentido, las alternativas cíclicas del proceso industrial determinarían el reclutamiento de la superpoblación necesaria para su funcionamiento, operando en el sentido de agente activo de reproducción; en la medida en que la conversión de una porción creciente de la fuerza laboral en desocupados o subempleados deja traslucir el factor motorizador de la acumulación capitalista, una condición vital de la evolución del modo de producción correlativo consiste en la conformación de una población excedente relativa, habida cuenta de los requerimientos promediados de los empleadores.

Al sistema económico vigente en las sociedades industrializadas durante el siglo XIX no le alcanzaba con la mano de obra disponible generada por el incremento demográfico vegetativo, sino que requería -para la progresión libre de obstáculos del régimen de acumulación- la presencia permanente de un ejército industrial de reserva despojado de aquel condicionamiento natural. Además, la conformación de una superpoblación relativa -que conlleva una desmovilización de trabajadores manuales- avanza aún más velozmente que las transformaciones tecnológicas operadas en el proceso productivo; debido a ello, la fuente de riqueza del empresario capitalista se constituye a partir de la existencia de un sector de la fuerza de trabajo condenado a un estado de ociosidad forzosa, sobre la base de la sobreexplotación impuesta al segmento ocupado de la misma.

Asimismo, las coyunturas cíclicas de la evolución industrial determinan el comportamiento oscilante de la demanda de fuerza de trabajo, el cual condiciona alternativamente la expansión o contracción del ejército de reserva, regulando la tendencia general del nivel salarial; de manera que, durante los periodos de estancamiento y prosperidad media, dicho contingente disponible presiona sobre el ejército obrero en actividad, mientras que en las etapas de apogeo económico y superproducción coloca un límite a los requerimientos de este último. En definitiva, el mecanismo inherente al modelo de acumulación capitalista conduce a que el incremento absoluto de capital no resulte acompañado por un aumento correspondiente de la demanda general de trabajo.

Respecto del juego del mercado, “cuando la oferta de una mercancía es inferior a su demanda, la competencia entre los vendedores queda anulada o reducida al mínimo y, en la medida en que se atenúa esta competencia, crece la competencia entablada entre los compradores”, deviniendo un alza relativa de los precios de las mercancías. Inversamente, el exceso de la oferta con relación a la demanda genera una competencia desenfrenada entre los vendedores, la merma de compradores y un consecuente “lanzamiento de las mercancías al malbarato”.

El criterio de evaluación de la ganancia por parte del capitalista radica en el coste de producción de su mercancía, porque si a cambio de la misma obtiene determinada cantidad de otras mercancías cuya producción ha implicado un costo menor, experimenta una “pérdida”, ganando -por el contrario- si las mismas representaron un costo superior; de manera que el empresario “calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados en que el valor de cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima del coste de producción”.

De acuerdo a lo anteriormente expuesto, si el precio de una mercancía asciende notablemente porque la oferta decrece o la demanda se incrementa en forma desproporcionada, descenderá obligadamente de manera correlativa al de cualquier otra mercancía, debido a que este precio sólo refleja monetariamente la proporción mediante la cual otras mercancías son entregadas a cambio de ella; de modo inverso, cuando el precio de una mercancía cae a niveles inferiores en referencia a su coste de producción, los capitales se retraerán de producirla, apartándose o fluyendo continuamente de una rama del sector industrial a otro [15].

De acuerdo a la concepción marxiana existen diferentes modalidades de superpoblación relativa, entre las cuales la "flotante" crece como consecuencia del desarrollo de las concentraciones industriales avanzadas del siglo XIX, en las que los ciclos correspondientes a la actividad productiva absorben o expulsan masas de asalariados en forma rotativa, incrementándose el componente ocupado de la fuerza laboral en términos absolutos, aunque siempre en forma decreciente teniendo en cuenta la escala de producción.

Como resultante de este proceso, "el capital consume la fuerza de trabajo con tanta rapidez que un obrero de edad media es ya, en la mayoría de los casos, un hombre más o menos caduco, se le arroja al montón de los supernumerarios o se le rebaja de categoría"; el incremento absoluto de este fragmento asalariado requiere un mecanismo que aumente su número aunque sus miembros se desgasten rápidamente, reclamando por consiguiente un relevamiento generacional dinámico de la masa asalariada disponible [16].

En segundo lugar, los supernumerarios "latentes" emergen históricamente a partir del surgimiento de la agricultura capitalista, cuando el mecanismo de acumulación característico de este sector determina la caída de la demanda de trabajo con relación al conjunto de la población obrera rural, generando una expulsión de mano de obra no compensada mediante una absorción alternativa. Por lo tanto, una parte de dicha población rural se ve obligada a subsumirse en el proletariado urbano enrolado en la actividad manufacturera, al acecho de oportunidades para insertarse ocupacionalmente en dicho mercado de trabajo; esta fuente de superpoblación relativa se recrea ininterrumpidamente y su flujo continuo hacia las ciudades presupone la existencia de un contingente demográfico latente en la propia localización rural de origen, de manera que las citadas condiciones conducen a que el obrero agrícola se encuentre, en forma crónica, sujeto al salario mínimo de subsistencia, y en la frontera del pauperismo.

Por otro lado, según el utilitarismo benthamiano, “existe la condición más favorable para la prosperidad de la agricultura cuando ya no existen mayorazgos, ni donaciones inalienables, ni tierras comunales, ni derecho de retracto, ni diezmos”, la eliminación de los cuales reflejó la gradual descomposición del sistema feudal [17].

En tercer término, el excedente poblacional relativo e "intermitente" integra la fuerza de trabajo activa, cíclicamente ocupada, pero mediante inserciones laborales demasiado irregulares, ofreciendo al capital un reservorio inagotable de mano de obra disponible, representada por una masa social remanente -o sobrante- en condiciones de vida inferiores en términos de los parámetros medios del asalariado, situación que la convierte en instrumento dócil de explotación del capital.

Dicho segmento obrero realiza jornadas horarias máximas de trabajo percibiendo las remuneraciones salariales comparativamente más reducidas y su estereotipo se expresaba en la época mediante la figura del trabajo domiciliario; este contingente proletario es reclutado continuamente entre los obreros desechados por la agricultura mecanizada, la nueva gran industria automática y, especialmente, las ramas productivas en decadencia, es decir aquellas donde sucumbe la actividad artesanal frente a la manufacturera y, posteriormente, cuando esta última es desplazada en virtud del desarrollo de la maquinaria industrial.

El volumen del citado sector de la superpoblación relativa se incrementa a medida que la extensión e intensidad del proceso de acumulación ubican en posición de supernumerarios a un mayor número de asalariados, generando una categoría de obreros que se reproduce constantemente, eternizándose, creciendo en una proporción relativamente superior al promedio del conjunto de la fuerza de trabajo.

Corresponde aclarar que dentro de este análisis respecto del funcionamiento del  mecanismo competitivo clásico, las leyes del mercado determinan que las oscilaciones permanentes de la oferta y de la demanda condicionen el ajuste continuo del precio de las  mercancías a su coste de producción, compensándose mutuamente el alza y la baja del mismo, de forma que en un periodo temporal determinado, “englobando en el cálculo al flujo y el reflujo de la industria, las mercancías se cambian unas por otras con arreglo a su coste de producción y su precio se determina, consiguientemente, por aquél” [18]. 

Ubicados en la escala inferior de los supernumerarios, los últimos despojos de la superpoblación relativa representan a aquel sector de la fuerza de trabajo remanente afincada en la esfera del pauperismo; al margen del lumpenproletariado, fragmento absolutamente marginado de la sociedad, dicho estrato laboral se encuentra conformado por personas capacitadas para el trabajo aunque constituyen una masa proletaria excedente, incrementada durante los periodos de crisis y reducida en las etapas de reactivación económica. Este último segmento social también se encuentra compuesto por huérfanos e hijos de pobres, los cuales están prácticamente condenados a integrar el ejército industrial de reserva y, durante los ciclos ascendentes de la espiral productiva, son reclutados masivamente dentro de la fuerza laboral en actividad, es decir se insertan ocupacionalmente de manera provisoria.

Además, integran este contingente residual los incapaces para el trabajo, equivalentes a la fuerza laboral degradada y descartable, encadenados a la inmovilidad impuesta por la división técnico-productiva vigente, reflejados en aquellos operarios que sobreviven a la edad habitual respecto de su correspondiente categoría ocupacional o resultan víctimas de la inseguridad industrial, tales como los mutilados, los enfermos y las viudas. Teniendo en cuenta entonces el conjunto de condicionantes que degradan la situación laboral bajo el capitalismo, Marx considera que, en definitiva, "el pauperismo es el asilo de inválidos del ejército obrero en activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva" [19].

La fijación del precio de una mercancía, a través al coste de producción, equivale a su determinación teniendo en cuenta el tiempo de trabajo requerido para producirla y dicho coste se compone del valor de las materias primas y del desgaste de los instrumentos, por un lado, y del trabajo directo, por el otro, debido a que “las mismas leyes generales que regulan el precio de las mercancías en general regulan el salario, el precio del trabajo”. La remuneración salarial, en consecuencia, oscila en respuesta a la relación vigente entre demanda y oferta, estimando el perfil adoptado por la competencia entre los empresarios capitalistas, compradores de la fuerza de trabajo, y los obreros asalariados, vendedores de esta.

Es decir que las oscilaciones en los niveles de precios de las mercancías, en general, resultan correlativas a las variaciones correspondientes a los montos del salario y la cuantía de este último se encuentra determinada, entonces, por la cantidad de tiempo laboral necesario para producir la mercancía fuerza de trabajo [20]. 

El mercado ocupacional se distingue específicamente, frente a las características generales asumidas por la economía mercantil considerada globalmente, sobre la base de la presencia de cierto desequilibrio o sesgo estructural entre su oferta y su demanda, teniendo en cuenta las posibilidades respectivas de ambos factores en orden al despliegue de una estrategia orientada “racionalmente” por la égida rectora del mercado. En este sentido, los contratos de trabajo no procuran ni siquiera aproximadamente un relativo parámetro inequívoco, como si ocurre en términos generales en el ámbito demarcado por los derechos referidos a la propiedad y al comercio: el trabajador bajo ningún aspecto “está vendiendo una cosa con valor de uso determinado, medible o estimable, sino justamente fuerza de trabajo viva que sigue estando sujeta fácticamente al control de su poseedor aunque haya pasado jurídicamente a disposición del comprador”, es decir a pesar de que se encuentre en manos del empleador [21].


[1] WEBER, Max (1959): Historia Económica General; México, F.C.E. págs. 113-114

[2] AGLIETTA, Michel (1991): Regulación y crisis del capitalismo. La experiencia de los Estados Unidos; México, Siglo XXI, págs. 6/10

[3] CASTEL, Robert (1997): Metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado”; Bs. As., Paidós, pág. 157

[4] POLANYI, Karl (1997): La gran transformación. Crítica del liberalismo económico; Madrid, La Piqueta/Endymion, págs. 104-105

[5] WEBER, M., ob. cit., págs. 237-238

[6] OFFE, C. y HINRICHS, K. (1984): “Economía social del mercado de trabajo: los desequilibrios de poder primario y secundario”; en Offe, Claus, La sociedad del trabajo. Problemas estructurales y perspectivas de futuro (Madrid, Alianza)

[7] POLANYI, ob. cit., pág. 269

[8] citado por Castel, R., ob. cit., págs. 168-169

[9] POLANYI, K., ob. cit., págs. 26, 277 y 286

[10] ENGELS, Friedrich (1987): Introducción, en MARX, K., “Trabajo asalariado y capital; Bs. As., Anteo.

[11] DURKHEIM, Emile (1995): La división del trabajo social; Madrid, Aikal, págs. 267, 299 y 333

[12] MARX, K., “Trabajo…”, ob. cit., págs. 27 a 29

[13] POLANYI, K., ob. cit., págs. 286 a 290

[14] MARX, Karl (1973): “El Capital. Crítica de la Economía Política”, Tomo I; México, Fondo de Cultura Económica, págs. 533/545

[15] MARX, K., “Trabajo…”, ob. cit., págs. 30/32

[16] MARX, K., El Capital, ob. cit.

[17] POLANYI, K., ob. cit., pág. 292

[18] MARX, K., “Trabajo…”, ob. cit., págs. 32-33

[19] MARX, K., “El Capital…”, ob. cit.

[20] MARX, K., “Trabajo…”, ob. cit., págs. 33-34 

[21] OFFE, C. y HINRICHS, K., ob. cit., págs. 65/67

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